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Revista de Folklore número

226



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CIVILIZACION, CULTURA Y VIEJOS OFICIOS DE VALLADOLID

GONZALEZ ALFONSO, Ángel M.

Publicado en el año 1999 en la Revista de Folklore número 226 - sumario >



1.- LA ESPECIALIZACION INDIVIDUAL DEL SER HUMANO

Podríamos definir, sin entrar en detalles, dos tipos o escalas de evolución según el criterio de la velocidad a la que se producen: el primero correspondería a la evolución biológica, un tipo de evolución de velocidad lenta, pues necesita un mínimo del orden de los miles de años para producir cambios significativos; es la evolución que dominó en nuestro planeta desde la aparición de las primeras estructuras vivas hasta el gran salto del Neolítico. A partir de entonces se inicia un segundo tipo de evolución de velocidad rápida que ya no afecta tanto a la estructura fisiológica de los seres vivos como a su estructura social. Nos referimos a la evolución social que protagoniza la especie humana. Dicha evolución, que repercute indirectamente en el resto de los seres de la naturaleza, tiende a incrementar su velocidad a medida que la sociedad avanza en complejidad: actualmente los cambios se producen en el orden de unos pocos lustros.

A nivel de las ciencias sociales nos interesan los procesos evolutivos de escala humana y sobre todo, e íntimamente ligado al concepto de evolución, el fenómeno de la especialización. Ninguna especie animal posee entre sus individuos ejemplares tan especializados y diversificados como el hombre. Hay en la Naturaleza seres que se han especializado a nivel de la especie: cada una de ellas supera a las demás en un determinado nicho ecológico o en una forma de alimentarse o de reproducirse. Algunas han logrado adaptarse a las más variadas condiciones del entorno y otras incluso poseen un cierto grado de evolución social, como las manadas de lobos, cuyo éxito en sus actividades cinegéticas dependen de la participación activa y jerarquizada de varios individuos. Encontramos, asimismo, comunidades organizadas de varios miles de individuos entre las hormigas, las termitas o las abejas, pero nada es comparable con la adaptabilidad y especialización que han alcanzado las sociedades humanas a lo largo de un corto período de tiempo, apenas unos milenios, basadas en la razón y el lenguaje, no en el instinto, como en el caso de los ejemplos citados. Tanto es así que no hallamos otra característica que mejor nos diferencie del resto de la Creación que nuestra capacidad para crear asociaciones simbióticas muy complejas.

La evolución social es el primer fenómeno evolutivo que, después de varios miles de millones de años, queda fuera de la órbita de lo biológico, de ahí su trascendencia.

El principal motor de dicha evolución es la especialización funcional de los individuos ante la diversificación de las necesidades: el ser humano interactúa con sus semejantes, esto es, su acción modifica la forma de pensar y de actuar de sus congéneres, y además lo hace de forma duradera: en un momento dado se forma en él una conciencia histórica, de continuidad. En su constante interferir de unos con otros, el hombre va descubriendo -la casualidad juega un papel muy importante en este proceso— unas carencias que en un principio ignora. Algún individuo encuentra la solución a alguna de esas carencias y, por mimesis, tal solución se difunde entre la especie. Es probable que muchos de los avances se hayan extendido antes de que hubiera conciencia de un problema: viendo cómo un individuo abordaba ventajosamente cierta situación, éste fuera emulado por sus gentes, poniendo fin a una situación que podríamos denominar de conformismo primigenio; sólo hay que imaginarse a los primitivos humanos, acurrucados en la noche para espantar el frío y el temor a las tinieblas en espera del amanecer, hasta que alguien probó a encender una hoguera.

Con el tiempo, la interacción hace que vaya perfeccionándose el vivir diario diversificándose a un ritmo exponencial los productos y servicios disponibles así como la función, cada vez más específica, de cada uno de los miembros de la tribu. En un momento dado las relaciones simbióticas desbordan los lazos familiares y tribales; el primitivo trueque cede paso al comercio entre áreas cada vez más alejadas entre sí. El cambio se vio favorecido por la aparición del dinero, un medio de remuneración ideal para compensar las cada vez más impersonales transacciones. El dinero va a suponer una revolución de primer orden -no del todo valorada en la moderna historiografía- al modificar los criterios de diferenciación social: ya no rige la ley del más fuerte ni la del más hábil; ahora manda quien más dinero posee, pues con dinero puede comprar soldados que le defiendan y adueñarse de la habilidad de otros hombres mediante la compra de los productos que éstos fabrican. El dinero supuso, pues, un paso cualitativo inevitable en la escalada hacia la complicación progresiva de la sociedad.

Casi desde el principio del proceso ningún hombre posee tanto saber como el resto de los hombres. Podemos asegurar que una mosca sabe casi tanto como todas las demás moscas del mundo juntas; su conocimiento es instintivo, individual, no evoluciona ni se acumula. El ser humano posee un conocimiento social del que puede beneficiarse siempre que, a su vez, él aporte su parte del mismo. La suma del saber de todos proporciona el bienestar de cada individuo. Resulta, pues, más ventajoso para el humano ser pequeña pieza en un vehículo poderoso que un pequeño y frágil vehículo: mejor ser cola de león que cabeza, cuerpo y cola de ratón; en esencia eso es lo que nos da superioridad sobre el resto de la Creación.

Desde ese momento se ha producido el milagro de lo humano: la cultura, fenómeno irreversible y acumulativo que definimos como la suma de los conocimientos y habilidades que poseen los individuos y que ponen al servicio de su grupo. Castas cerradas dominan las diferentes áreas de la tecnología; los conocimientos se transmiten de forma casi religiosa de padres a hijos: la fundición de los metales, el cultivo de plantas, el pastoreo... Al mismo tiempo otros individuos dominan el arte de dominar, de mandar, de organizar a todos los demás para que el eficiente sistema funcione sin demasiadas fricciones en su interior y exento de interferencias exteriores.

Así el individuo se va ligando fuertemente a un grupo por las ataduras de la necesidad; su "calidad de vida" ha mejorado ostensiblemente, pero se da cuenta de que ha perdido una buena porción de su primigenia libertad personal: es el precio por la civilización.

El grupo especializa a sus individuos y crea una cultura tan desarrollada que nadie puede sobrevivir fuera del grupo sin riesgo de caer en la marginación e incluso en la indigencia enfermiza; a fin de cuentas todos nacemos en el seno de una comunidad de la cual dependemos para que nuestra vida se mantenga por encima del estadio animal del que procedemos. Nuestro amor hacia nuestro grupo procede de la necesidad innata que tenemos del grupo.

Hoy, en la era de las computadoras, es tal la especialización profesional que, por contraste, tendemos a ver en los siglos pretéritos -y hasta en los más recientes— una vida simple de gentes vulgares y conformistas que, con un nivel tecnológico muy primitivo, basaban su supervivencia en la fuerza bruta, limitada a la consecución de los bienes más básicos. Es una visión que casi coincide con el Robinson de Defoe o el tipo que Delibes nos presenta en su novela El disputado voto del señor Cayo.

2.-VALLADOLID, SIGLO XVIII

Hojeo el volumen titulado Viejos oficios vallisoletanos de Máximo García Fernández. Pasando sus amarillentas páginas voy recorriendo una por una las diferentes profesiones o gremios que existían en Valladolid en torno al siglo XVIII, precisamente la época en la que Defoe escribía su Robinson Crusoe (1719). La lista de oficios, que resumo a continuación, nos remite a una realidad bien diferente. Diríase que para cada objeto de los no pocos que ya en esos años formaban el ajuar de cualquier humano civilizado, existía un oficio, un maestro capaz de crearlo sabia y eficazmente.

La lista comienza con los oficios más básicos: la agricultura y la alimentación, primera entre las necesidades de todo ser vivo; la componen los gremios de fruteros, hortelanos, labradores, cosecheros y viñadores por una parte, y por otra, los abaceros, tablajeros, aguadores, molineros, panaderos, pasteleros y buñueleros, chocolateros, alojeros y botilleros.

La vivienda y su construcción abarcaba otra serie de oficios varios: asentadores, trazadores, yeseros, tapiadores, alarifes, maestros de obras y arquitectos, albañiles y canteros. Otro conjunto gremial fue el de los alfareros, terreros y olleros, creadores de los útiles para el desenvolvimiento cotidiano.

Luego vienen los gremios relacionados con la madera y la carpintería, una rama, la de la madera, que servía, lo dice el autor, para definir la importancia económica de una localidad. Muy relacionada con el sector de la construcción, estaba compuesta por carpinteros, ebanistas, tabureteros, cajeros, cedaceros, cofreros, cuberos, puertaventanistas, silleros y silleteros, carreteros, cocheros o caleseros, ensambladores, tilleros o entabladores y torneros.

Los gremios de cabestreros, cordeleros, esparteros, sogueros y estereros estaban relacionados con el mundo agrícola y muchos de los grupos populares con menor capacidad adquisitiva. Ninguno de los oficios relacionados con el transporte (albarderos, alquiladores, arrieros, carreteros, cocheros y caleseros) formaba gremio en Valladolid durante el siglo XVIII, pero ahí estaban, prestando sus servicios tanto a las personas como a las mercancías.

Ninguna ciudad podía subsistir sin el concurso de otros especialistas como los fuelleros, fundidores, peltreros, caldereros, cerrajeros, chapuceros, freneros, herradores y albéitares, herreros, cuchilleros, latoneros y hojalateros.

Tampoco debían faltar aquellos oficios dedicados a la fabricación de armas y de pólvora: armeros, arcabuceros, espaderos, coheteros y polvoristas, amén de los relacionados con el cuero y la zapatería: pellejeros, peleteros, curtidores, gremio de la badana y de la ribera y zurradores; boteros, coleteros, guadamacileros, guarnicioneros, maleteros, talabarteros, vaineros, borceguineros, chapineros, zapateros de nuevo y zapateros de viejo.

El textil, como necesidad social básica constituía el principal sector productivo de toda Castilla, y tal importancia resuena detrás de la larga lista de oficios específicos relacionados con esta materia: laneros, sacadores de lana y apartadoras, cardadores y peinadores, perailes y friseros, hilanderas, torcedores de hilo, tejedores, tramaires, prensadores o aprensadores, tundidores, tintoreros, bordadores, prenderos, roperos y ropavejeros, sastres y gorreros, barraganeros, burateros, caperos, loqueros, calceteros, juboneros o jubeteros, estameñeros, manteros, colchoneros, golilleros, guanteros, sombrereros, pasamaneros, torcedores de seda, botoneros, cinteros y fabricantes de belduques y cordoneros. También encontramos gremios relacionados con la mercería: agujeteros y alfileteros, merceros; o con la joyería: escultores, tallistas y entalladores, pintores y doradores, batidores de oro y plata, plateros.

Una ciudad que se había convertido en la capital de la meseta castellana poseía una serie de oficiales que se agrupaban en los gremios de oficiales de la pluma, de los receptores de Chancillería, el gremio de la Universidad, de los encuadernadores, libreros e impresores.

Finaliza la prolija relación con los gremios relativos a la medicina: barberos y sangradores, cirujanos y boticarios y especieros; y los relativos a oficios varios: buhoneros, cesteros, criberos, guitarreros, peluqueros, relojeros, truqueros y vidrieros. Sin contar con toda una panoplia de oficios relacionados con la administración local, la justicia, el ejército y el orden público, la recaudación de impuestos y otros asuntos de la corona, fundamentales para dar cohesión a todo este entramado social y que el libro no recoge.

La visión superficial de esta lista nos da por sí misma una imagen muy completa de cómo era la vida de nuestros recientes antepasados. Esta diversificación de oficios es trasunto de un elevado grado de conocimientos en cada una de las ramas de la producción económica, cada vez más sometida a la especialización.

No se trataba, sin embargo, de una sociedad de consumo: éste no existía en tanto en cuanto que la escasa productividad apenas permitía cubrir más que las necesidades básicas. Sin embargo, la limitada capacidad de producción devenía en un óptimo aprovechamiento de los recursos disponibles y en una alta eficiencia tanto en el lado de la oferta como en el de la demanda.

Lo superfino era un lujo, no una necesidad, como ocurre en una sociedad de consumo como la presente.

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BIBLIOGRAFIA

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BASANTA DE LA RIVA, A.: Fuentes para la historia de los gremios, Valladolid, 1921.

BENNASAR, B.: Valladolid en el siglo de Oro. Una ciudad de Castilla y su entorno agrario en el siglo XVI, Valladolid, 198.3.

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