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Revista de Folklore número

394



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El corpus en Extremadura

RODRIGUEZ PLASENCIA, José Luis

Publicado en el año 2014 en la Revista de Folklore número 394 - sumario >



Como se sabe, la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo —antes llamada Corpus Domini, Cuerpo del Señor, y hoy Corpus Christi, Cuerpo de Cristo— es una fiesta religiosa católica destinada a proclamar y aumentar la fe en la presencia real de Jesucristo en la eucaristía. Se celebra sesenta días después del Domingo de Resurrección.

La fiesta nació en plena Edad Media cuando, en el siglo xiii, la religiosa santa Juliana de Lieja —también conocida como Santa Juliana de Cornillon—, después de haber tenido algunas visiones místicas, promovió la idea de celebrar una festividad en honor al Cuerpo y la Sangre de Cristo, presentes en la eucaristía. Y a pesar de que los burgueses de Lieja se opusieron, pues ello significaba un día más de descanso para el pueblo, y que también algunos religiosos consideraban como gastos inútiles tal celebración, esta se celebró por vez primera en la diócesis de Lieja en 1246. Pero lo que al parecer le dio un impulso casi definitivo fue el hecho acaecido en la localidad italiana de Balsena —año 1263—, cuando, según la tradición, al partir un sacerdote local la hostia consagrada, brotó sangre. Y aunque los entendidos trataron de explicar el suceso atribuyéndolo a la posible presencia en el pan del pigmento rojo conocido como prodigiosina, segregado por la bacteria Serratia marcescens, el prodigio fue muy difundido y entendido como una prueba real de que se debía instaurar tal celebración. Y así, el papa Urbano IV, al promulgar la bula Tansiturus de hoc mundo, instituyó la fiesta para toda la Iglesia, aunque no fue reconocida por todos los elementos católicos hasta 1311, cuando el papa Clemente V, en el Concilio de Vienne, renovó la constitución de Urbano IV, regulando, además, las nomas del cortejo procesional dentro del templo, y el lugar que deberían ocupar las autoridades que asistieran a la celebración. Más tarde —año 1316—, Juan XXII introdujo la Octava con exposición del Santísimo. Sin embargo, el gran espaldarazo le sería dado por Nicolás V —año 1447— cuando la Sagrada Forma salió procesionalmente por las calles de Roma.

A quienes se han dedicado al estudio comparativo de las religiones y de sus manifestaciones festivas públicas más características y extendidas por la geografía peninsular no les queda la menor duda de que una buena parte de tales devociones, especialmente en el ámbito rural, están impregnadas de elementos paganos propios de divinidades antiguas, que la Iglesia se vio obligada a adoptar, aunque tiñéndola con matices propios de la nueva religión, y que el pueblo, al verlas bajo la nueva pátina, fue perdiendo la razón de su verdadero origen. Una de estas manifestaciones religiosas es el Corpus.

La naciente Iglesia observó que, en las semanas finales de la primavera, los campesinos celebraban ciertos ritos, ajenos a su ortodoxia, destinados a pedir de sus manes protectores que se mostrasen magnánimos y les concediesen cosechas abundantes, labores agrarias que por aquellas fechas —las del Corpus— se avecinaban. De ahí que en muchas de las imágenes que salen en estas procesiones no sean sino evocaciones o reminiscencias de aquellos dioses paganos antiguos. Llámense gigantes, cabezudos o tarascas, imágenes que, como escribe Juan G. Atienza —pág. 132—, fueron mitificados por el pueblo; «gigantes coronados y enanos cabezudos, que forman parte de la más remota mitología popular1 y que plantean, con su misma presencia, la pervivencia de la memoria de seres que aún hoy —dicen las gentes— habitan los lugares mágicos». Y ritos y escenificaciones que fueron evolucionando hasta convertirse en entremeses o misterios piadosos —característicos de los siglos xvi y xvii— relacionados con la vida de Jesús, de algún santo o del dogma católico, destinados a aleccionar al pueblo y alejarlos de las antiguas creencias. Dramas, algunos, donde los pecados lanzan sus ataques contra los símbolos del bien; dramas que simbolizan el paralelismo entre el bien y el mal, la lucha eterna del cristiano contra Lucifer y sus diablos —diablucos, por ejemplo—, encarnados muchas veces en árabes o en animales cargados de simbolismo sobre la vida, la muerte y el pecado, como la mítica Tarasca. Solo que muchos entremeses fueron perdiendo, con el paso del tiempo, su carácter didáctico para quedar reducidos únicamente a su parte más jocosa. Como, por ejemplo, en las localidades badajocenses de Fuentes de León —donde, al ir la custodia en un paso, los altares se construyen dentro de las casas, no en las calles— y Helechosa de los Montes, donde, además del pregón, se corona a la reina y a sus damas del Corpus. En Fuentes, incluso se celebraban peleas de gallos.

De ahí que las procesiones del Corpus sean —desde Cataluña a Galicia y desde la vieja Cantabria a la más vieja Tartessos—, «procesiones en gran parte “florales”, es decir, de máxima exaltación agrícola».

Basta hacer un somero recorrido por la festividad de distintas localidades españolas y extremeñas donde, además de tapizar las calles por donde ha de pasar la custodia de helechos, tomillo, romero, juncias, juncos o ramas de palmeras forrando las paredes, como en Herrera del Duque, o con alfombras hechas de distintos materiales con motivos alusivos al Corpus, de levantar los conocidos altares llamémoslos eucarísticos, donde en algunas localidades se depositan dulces, frutas, animales… para que sean bendecidas por la Custodia antes de ser licitados en subasta pública al objeto de recaudar dinero para las cofradías o los niños nacidos durante el año en Vitigudino (Salamanca) para ser objeto de bendición, y del ornado de balcones con colchas, encajes y mantones bordados exprofeso para la festividad, las procesiones presentan algún matiz especial, para percatarse de que en la celebración hay algo más que motivos religiosos.

Enmarcado en este ámbito floral, y como curiosidad, puede incluirse el Corpus de la localidad salmantina de Béjar. Aquí, la procesión tiene lugar el domingo después del jueves de Corpus y en ella se recuerda una tradición del siglo xii relacionada con la conquista de la ciudad a los musulmanes en tiempos del rey castellano Alfonso VII2. Los cristianos se cubrieron totalmente de musgo, acercándose sigilosamente a la ciudad y cuando, al llegar el día, los sarracenos abrieron la puerta de la muralla que hoy se conoce como de la traición, creyendo ver monstruos o alimañas, huyeron despavoridos, y cuando se dieron cuenta de la estratagema, ya era demasiado tarde. Desde entonces los bejaranos recordaron este suceso año tras año el día 17 de junio, hasta que en el siglo xiv esta celebración se unió a la del Corpus, de ahí que actualmente aparezcan desfilando hombres de musgo en la procesión.

También es tradición en esta localidad cubrir las calles con auténticas alfombras de tomillos, que, tras el paso de la procesión, los bejaranos recogen, en la creencia de que, al quedar bendecidos, ahuyentarían los rayos de las tormentas.

Juncos se esparcen también por las calles de los pueblos extremeños y en torno a los monumentos que van a recibir a la custodia. Y en numerosas de estas localidades tanto de Cáceres —Cilleros, Guijo de Coria…— como de Badajoz —Mérida, Castilblanco o Fuenlabrada de los Montes—, existe la costumbre o tradición de trenzar típicas cachiporras que los mayores hacen para que sus hijos o nietos se enzarcen en incruentas peleas, tal y como hacen en Herrera del Duque. Incluso en la localidad gaditana de Zahara de la Sierra llegan a realizar un concurso de cachiporras, que los zahareños hacen crujir insistentemente. La mejor elaborada y la de mejor sonoridad, según el jurado, se lleva un premio en metálico. ¿Y con qué motivo se elaboraban? Entre mis informantes no he conseguido una respuesta aclaratoria convincente. Solo decían que los muchachos las usaban para golpearse entre ellos a modo de juego. Tal vez la respuesta se encuentre en la procesión de Zújar —Granada—, donde los mayores iban a lo largo de la procesión haciendo esas porras para que jugasen los más pequeños. «Atrás, en el recuerdo —puede leerse en Todo Zújar (martes, 16 de junio de 2009), Internet—, quedaba la antigua tradición de los mozos del pueblo que, al grito de “¡¡juncia!!”, golpeaban con estas porras de junco a todo aquel que no se arrodillara al paso del Santísimo. Tradición que está registrada desde la repoblación cristiana tras la expulsión de los moriscos de Zújar en 1574, y que desde los años 70 del siglo xx se ha perdido. Como testimonio, aún se hacen estas pequeñas cachiporras de junco, para delicias de los más pequeños que con sus juegos amenizan el día, y son menos peligrosos que los mozalbetes de antaño».

Tampoco deben olvidarse las danzas —muchas de origen pagano— que se ejecutan durante la procesión del Corpus o de su Octava como secuelas de aquellos antiguos entremeses litúrgicos. Bailes que no estuvieron ligados a tal celebración hasta el siglo xvii en que, por bula del papa León XI, se permitía «bailar cubiertos ante el Santísimo». Danzantes que ejecutan sus pasos sin dar la espalda a la Custodia. Tal sucede con la danza de Reverencia al Santísimo, conocida vulgarmente como de Las Serranas, que tiene lugar en la fiesta del Corpus de Portaje —Cáceres—; danza antiquísima que, según opinan algunos, fue introducida por los pastores que acudían al pueblo en tal festividad para honrar al Santísimo. O en la ya mencionada Fuentes de León, donde los siete danzantes del Corpus, al compás del tamborilero, ejecutan danzas rituales —conocidas como la vieja y la nueva— durante la procesión, dando la cara a la custodia, y acompañan al mayordomo que porta el estandarte de la cofradía.

Y, uniendo baile y árbol —el árbol, símbolo de la regeneración de la naturaleza, de la vida inagotable, «lo cual corresponde en la ontología arcaica a la realidad absoluta, a lo ‘sagrado’ por excelencia»—, están las danzas del cordón —comunes en diversas localidades tanto extremeñas como españolas— que, al son de compases rituales, buscan trenzar cintas de diversos colores alrededor de un palo-árbol, conocido también como ramo que, según escribe Alonso Ponga —pág. 27—, «ante todo, tiene un carácter de culto del pueblo. Se canta para alejar un mal que cae sobre la comunidad entera, es como un exvoto colectivo». O para acelerar la llegada de la primavera, adornando un árbol que se paseaba procesionalmente, antecedentes de los mayos, árboles que se colocaban hasta hace pocos años en las plazas de numerosos pueblos y que fueron sufriendo estilizaciones hasta derivar en un poste largo con adornos —según hacían los romanos con los animales y objetos sacrificiales— o en cucañas; o de las enramadas que tenían lugar al terminar las cosechas.

Mencionaba con anterioridad que muchos de los mitos y escenificaciones procesionales promovidos por la Iglesia evolucionaron paulatinamente hasta mudar en entremeses o en misterios piadosos. Y la Iglesia extremeña no se quedó atrás en su intento por aleccionar al pueblo, alejándolo de sus antiguas creencias a la vez que los instruía en las sendas de la virtud y la espiritualidad. Tal fue la eterna lucha del bien contra el mal; o, lo que es lo mismo, del bien contra su máximo referente, Lucifer, simbolizado en los diablucos o diablillos que acompañaron y acompañaron algunas procesiones del Corpus en determinadas localidades de la Baja Extremadura.

Los diablucos fueron en algunas localidades de la Siberia Extremeña, y lo son aún en otras de esa comarca, el centro y foco principal de las fiestas del Corpus y de su Octava; personajes o figuras —encarnación del mal— que hasta no hace demasiado tiempo aparecían en la mayoría de las poblaciones de esa zona badajocense. Aunque en algunas desaparecieron por uno u otro motivo, como en Herrera del Duque, en Puebla de Alcocer o en Las Casas de Don Pedro. O en Valdecaballeros, donde desaparecieron durante la guerra civil, cuando tanto los trajes de los diablotes como sus máscaras ardieron en el incendio que destruyó el tejado y el retablo mayor de la iglesia parroquial.

Isabel Gallardo —pág. 317— trató en su momento de los diablotes de Las Casas de Don Pedro y Herrera. Escribe que, en ambas localidades, colocaban a la puerta de la iglesia numerosas vejigas de cerdo llenas de aire, colgadas de un palo. Con ella se armaban los vecinos vestidos de diablotes, como en Helechosa, y salían saltando y corriendo, «aullando como verdaderos demonios, por las calles del pueblo, para acorralar a sus paisanos jóvenes, respetando a las mujeres, ancianos y niños y pedirles su ofrenda al Santísimo Sacramento, con éstas o parecidas palabras: ¿Ande quiés ir? ¿A la loria o a linfierno?».

Si contestaban que a la loria, tenían que dar a los diablotes bien dinero, bien alguna otra cosa. Pero si no querían dar nada, dos diablotes, uno por las piernas y otro por los brazos, cogían al roñoso y le daban el consabido mataculillo3 contra una pared, y le aporreaban, además, con las vejigas. Y cuando estas se les rompían, acudían a la puerta de la iglesia para reemplazarlas.

Finalmente, con los dulces y el dinero recaudado daban después un convite en casa del mayordomo del Santísimo, y subastaban los donativos recibidos a beneficio de la hermandad.

En otras localidades, como Villarta de los Montes, desaparecieron a partir de los años sesenta, pero la tradición volvió a recuperarse y, aunque en un principio fue de modo intermitente, ahora —según me confirman desde el Ayuntamiento— llevan quince años haciéndolo de forma ininterrumpida. Los diablucos, antaño, vestidos con su mono rojo, salían de madrugada tocando sus enormes castañuelas e iban de casa en casa pidiendo «para el Señor». Ahora, antes de la misa, se colocan a ambos lados de la puerta de la iglesia para solicitar dinero y golpear con tales crótalos a quienes se niegan a darle algo, al igual que en Herrera del Duque, donde los diablos abordaban a los feligreses y no les dejaban pasar hasta que no les daban algún dinero. Y, ya dentro del templo, los diablucos de Villarta, durante la consagración, tocaban sus instrumentos músicos.

En Helechosa de los Montes, la pincelada profana de la ceremonia la siguen poniendo igualmente los diablucos, que en la víspera del Corpus y de su Octava van tocando el tambor y las castañuelas por las calles como introducción a la solemnidad. Visten mono rojo, con botones y ribetes negros, grandes orejas y rabo, también rojo, y a veces se acompañan de cascabeles.

La mañana del Corpus y antes de la misa, los diablucos, vestidos con su característico uniforme, aunque con el rostro al descubierto, dan primero vueltas por las calles del pueblo para luego dirigirse a los domicilios del mayordomo de la Hermandad del Santísimo y del resto de los hermanos que la conforman. Y todos juntos se encaminan a la casa parroquial, donde los diablucos reciben de manos del sacerdote —depositario de las mismas— las caretas con forma de diablo y el trapo negro con que cubrir su rostro. Y, con ellas puestas y danzando, van hacia la iglesia, a cuyas puertas ejecutan varias pirueteas y desplantes, conformando luego un arco para que a través de él pasen el cura y las autoridades. Ya en el templo, durante la misa, hacen sonar el tambor y las castañuelas. Terminada la eucaristía, tiene lugar la procesión, durante la cual los diablucos bailan hacia atrás y hacia adelante, dando la cara o la espalda, alternativamente, a la custodia. La procesión transcurre por algunas calles, deteniéndose ante los altares adornados con motivos florales que se han levantado en el recorrido, donde también se han colocado dulces y algunos animales. Cuando el sacerdote intenta bendecir el monumento, los diablucos no cesan de hacer ruido y de bailar ante la custodia a fin de atraer la atención de los fieles, a la vez que hacen mofa del acto religioso. Los presentes tratan de atraer su atención y de entretenerlos dándoles refrescos mientras el sacerdote cumple con su cometido. Luego la procesión intenta continuar, pero los diablucos, con sus cabriolas y sus mofas, pretenden impedirle el paso, objetivo que consiguen durante unos instantes. Y así todo el recorrido, hasta llegar de vuelta al templo, instante en el que la eucaristía los hace huir, vencidos.

Por la tarde tiene lugar la subasta pública de los dulces y animales que fueron bendecidos en los altares durante la procesión. Es lo que se conoce como almoneda4.

Igualmente, me refieren desde el Ayuntamiento de Herrera que antaño, una vez concluida la procesión, el sacerdote y los cofrades del Santísimo, junto con otros invitados, se dirigían al infierno, curioso nombre asignado a la casa del mayordomo, a participar de un convite, momento que aprovechaban los diablos para mostrar a los asistentes cuantos regalos habían hecho los vecinos a la cofradía; regalos que más tarde eran subastados. En Helechosa de los Montes, son la reina y sus damas quienes ofrecen dulces al mayordomo y sus acompañantes; es lo que se conoce como la aurora.

La celebración eucarística de Herrera se remonta, según tradición, al siglo xiv, conociéndose el día del Corpus como Día del Señor Grande, y su Octava como Día del Señor Chico.

En esta localidad toman protagonismo principal cuatro diablillos y una diabla, personajes que, como en otros lugares de esta comarca badajocense, representan el mal. Salen a primeras horas del día del Corpus. Visten un traje negro con ribetes rojos, y en la espalda llevan dibujadas o bordadas calaveras o escenas del inferno y completan su vestimenta con un rabo y un gorro cónico, excepto la diabla que lleva un gran sombrero. Pero no bailan. Van armados con un tridente y en su recorrido reparten altramuces y garbanzos —tostones—, recibiendo a cambio dinero o especies para la cofradía. Mientras realizan esta cuestación, los chiquillos le tiran brevas, que han sido mantenidas algún tiempo en agua o en el congelador para aumentar su dureza; eso si no las han rellenado con pequeñas piedras para conseguirlo. En fin, que tanto estos diablillos como los diablucos puede decirse que fueron incorporados a las procesiones eucarísticas como símbolos de las fuerzas negativas sometidas a la voluntad divina y obligada a realizar funciones de baja índole, como la de ser pedigüeños, tal y como acontece con los gigantes y cabezudos de otras procesiones que, yendo en apariencia como personajes triunfantes, van en realidad, según escribe Cirlot Valenzuela, citado por Sánchez Dragó —pág. 107—, «como los vencidos que los romanos incorporaban a sus grandiosos desfiles una vez terminadas las campañas militares».

La procesión, como en otras localidades, transcurre por calles engalanadas con motivos florales y en los altares se colocan dulces, frutas y animales, conocidos como cositas que, al igual que en Helechosa, son bendecidos por el Santísimo. Terminada la procesión, los diablillos se encargan de llevar las ofrendas bendecidas al infierno, un bar de la plaza donde se guardan hasta el momento de la subasta.

Durante la segunda mitad del siglo xvi y primera del xvii, el Corpus de Badajoz podía equipararse en brillantez y esplendor a los de otras ciudades españolas como Sevilla, Toledo, Madrid o Barcelona; de ahí que los canónigos de la seo badajocense afirmasen con orgullo que en Extremadura no se conocían otras fiestas del Corpus que pudieran igualarse a la de su ciudad.

En aquellos tiempos5, el lunes anterior a la fiesta se celebraban importantes corridas de toros, y la víspera, al caer la tarde, se representaban en un tablado anejo a la catedral obras de capa y espada. Y, al anochecer, la fiesta continuaba en las casas de los mayordomos de gremios y cofradías, mientras se adornaban y velaban las imágenes que acompañarían al Santísimo el día grande.

La fiesta del Corpus, propiamente dicho, comenzaba a las cinco de la madrugada con los oficios presididos por los cabildos secular y eclesiástico. Y una hora más tarde se sacaba la Custodia en procesión hasta el campo de San Juan, donde era colocada, bajo dosel, en un tablado elevado junto a la puerta conocida como del Cordero. El cortejo era acompañado por gremios, cofradías, imágenes de santos, bailarinas y danzantes, y a las ocho se iniciaba la representación de autos y comedias de santos, hasta que, a la una de la tarde, se iniciaba la procesión, por un trayecto entoldado —debido al calor— y alfombrado de juncias y acompañada. Los festejos concluían con la representación de una nueva comedia sobre la vida de algún santo.

El domingo de la Infraoctava salía la procesión del conocido como Corpus Chico de la parroquia de Sta. María del Castillo, y el miércoles siguiente concluían las celebraciones con la veneración pública de la eucaristía en el claustro de la catedral.

Con el tiempo, el Corpus badajocense fue sufriendo altibajos, hasta la actualidad, en que ha quedado reducida a una sola y austera jornada.

Mención aparte merecen el Corpus y su Octava en Peñalsordo, declarada por el Gobierno español Fiesta de Interés Turístico Nacional (13 de abril de 1973), y Fiesta de Interés Turístico Regional por el Gobierno extremeño el 17 de diciembre de 1985.

Peñalsordo es una localidad badajocense que se sitúa en el extremo sureste de la provincia, en las proximidades de los límites con Ciudad Real y Córdoba. Formó parte de la Beturia Túrdula y actualmente pertenece a la comarca de La Serena, partido judicial de Castuera y diócesis de Toledo. La localidad tiene como patrona a la Virgen del Carmen, pero, sin duda, la festividad que goza de mayor fervor popular es la del Corpus Christi y su Octava, efemérides que, según cuentan, conmemoran la reconquista del castillo roquero de la vecina Capilla a los moriscos por parte de las tropas cristianas allá por el siglo xvi. Sin embargo, sobre la verosimilitud de esta leyenda existen fundamentadas dudas o discrepancias de las que trataré más adelante.

Según cuenta la leyenda peñalsordeña, ante los inútiles intentos de tomar la fortaleza de Capilla, en poder de los moriscos, por parte de las tropas cristianas al mando del general Cachafre —o Cachafrem, según Brugarola— y de su lugarteniente Palenque —extraños nombres que han servido para bautizar un arroyo y una sierra a las afueras de Peñalsordo, ¿o en realidad fue al revés?6—, el primero se encomendó al Santísimo Sacramento la víspera del Corpus, prometiendo fundar un cofradía que llevara su nombre si les ayudaba en la conquista de la fortaleza. Inspirado por la Divinidad, Cachafre reunió todos los carneros que había en la comarca y, tras quitarle los cencerros, ya de noche, colocó en sus cuernos bengalas encendidas. Luego, hizo que algunos soldados empujaran a los animales hacia el castillo mientras él, con otro contingente de tropas, atacaba por otra parte. Los moriscos, al ver tantas luminarias, pensaron que correspondían a un potente ejército, de ahí que huyeran despavoridos, dejando libre el castillo. Cuando Cachafre entró en él, solo encontró a un viejo y una vieja con su nieto Rafaelillo y dos vaquillas.

Y Cachafre, fiel a su promesa, se dispuso a fundar la Hermandad del Santísimo Sacramento. Para ello, la víspera de la Octava del Corpus, mandó a un sargento que, espada en mano, recorriese el pueblo llamando a los soldados que habían intervenido en el ataque. Estos, con jopos encendidos, le siguieron, lanzando salvas al Santísimo. Este fue el origen de la Cofradía de los Soldados del Santísimo Sacramento, o del Señor, que, según Martin Brugarola —pág. 527—, tiene concedida la bula de Minerva7 y a la que el papa Paulo III otorgó muchas indulgencias.

En la actualidad, la fiesta de Peñalsordo se reparte en cuatro días: vigilia del Corpus, Corpus, vigilia de la Octava y domingo de la Octava.

La tarde de la vigilia del Corpus, el sargento, acompañado del tamborilero y blandiendo su espada, recorre el pueblo a caballo para avisar a los cofrades. Al pasar por la puerta de cada uno de ellos, aquel grita «Alabado sea el Santísimo Sacramento», que es correspondido con un «Por siempre alabado sea» por parte del cofrade. Una vez todos reunidos, junto con la bandera, se dirigen a la iglesia, donde oyen las vísperas. Concluidos los actos religiosos, marchan bien a casa de alguna persona ajena a la hermandad, bien a la casa de algún miembro de la cofradía que, por manda, les ofrece un convite.

La mañana del Corpus, el sargento y el tamborilero salen de nuevo avisando a los cofrades quienes, una vez todos juntos y encabezados por el bullidor o Hermano Mayor, se dirigen a la iglesia, donde las distintas jerarquías o rangos ocuparán lugares preferentes dentro del templo, de donde sale la procesión con la Custodia bajo palio. Con anterioridad, la mayordoma y miembros de los jefes de turno habrán levantado un altar en la calle Larga, sobre el cual han colocado un pequeño templete con una imagen del Niño Jesús, lugar que será ocupado por la custodia cuando la procesión llegue allí. Juncias, poleos y matranchos —la hierbabuena silvestre— inundan el lugar con sus aromas. Luego, los hermanos forman dos filas, al final de las cuales se coloca el sargento con la alabarda hacia abajo, insignia que levantará más tarde al grito preceptivo de «Alabado sea el Santísimo Sacramento», que es acompañado por los presentes con el consabido «Por siempre alabado sea». De nuevo en la iglesia, cada dignidad ocupa su lugar y, tras la bendición del sacerdote, las distintas insignias rinden honores al Santísimo. Terminada la misa, el sacerdote, el mayordomo, el Hermano Mayor y los cofrades se dirigen a la plaza del pueblo seguidos por los fieles asistentes, donde se formará un gran corro. Entonces, el sargento pasa la bandera de la cofradía al mayordomo, que intentará banderearla del mejor modo posible, haciendo gala de habilidad y técnica. Este flamear concluye con el consabido «Alabado sea…» y la respuesta por parte de los cofrades. Luego, la bandera irá pasando por el capitán y el alférez para finalizar en el sargento, quien es el último en ondearla. Finalizado este acto, el mayordomo invita a las autoridades a un convite en casa del capitán y acabado el ágape, y por riguroso orden jerárquico, los hermanos son devueltos a sus respectivos domicilios, poniendo así fin a la festividad del Corpus. Aunque hasta hace unos años los miembros de la hermandad asistían a un rezo del rosario vespertino en la parroquia; este acto religioso ha desparecido en la actualidad.

La víspera de la Octava, por la tarde, sale de nuevo el sargento a caballo enarbolando su espada; le acompaña el tamborilero y en el recorrido se le van uniendo los hermanos que aún no han sido sargentos. En medio de la calle y delante de las casas de cada cofrade se ha prendido una cesta de mimbre que el sargento rebasa haciendo saltar al caballo. Por su parte, el tamborilero mantiene un toque rítmico, mientras los cofrades van dando saltitos a su compás. También algunos vecinos se unen al grupo para danzar al son de los bailes —las alcancías—. Tras tomar un pequeño refrigerio en casa del sargento, y después de un breve descanso, comienzan una segunda vuelta por el pueblo y de nuevo se repiten los saltos sobre las cestas encendidas. Ahora, el sargento ha sustituido la espada por la alabarda, o pinche grande, una especie de cetro rematado por un pináculo de flores. Luego la comitiva se dirige a casa del capitán y de allí a la del abuelo y de la abuela. Estos dos personajes se acompasan con grandes castañuelas —crótalos— que no cesan de tocar al compás de las alcancías. Por su parte, la abuela porta en sus brazos un muñeco de trapo, que personifica a Rafaelillo, el niño que abandonaron sus padres junto con el abuelo y la abuela y que los cristianos encontraron, junto con las dos vaquillas, cuando entraron en la fortaleza de Capilla.

La comitiva se dirige a casa del mayordomo. Ante la puerta, el sargento se adelanta y pronuncia en consabido «Alabado sea…», que es respondido por el Hermano Mayor de la hermandad con el ya mencionado «Por siempre…». Después, en dos filas y precedidos por el sargento, se encaminan a la plaza, mientras los vecinos más jóvenes corren sosteniendo jopos de bálago encendidos, dan dos o tres vueltas en torno a la fuente y a continuación suben a la balconada del ayuntamiento, mientras el vecindario queda a la expectativa para presenciar uno de los actos más esperados de las fiestas: las mojigangas, poemas más o menos versificados que recogen de forma jocosa y picaresca acontecimientos que han ocurrido en el pueblo durante el año. Concluidas las mojigangas, los hermanos salen de nuevo a la plaza para, al son de las alcancías, dar otras dos o tres vueltas en torno a la fuente.

En la mañana de la Octava, de nuevo salen el tamborilero y el sargento, enarbolando este su espada, para una primera vuelta. Esta vez van solos, sin el acompañamiento de cofrades ni portadores de jopos pues, mientras ellos recorren las calles, los otros hermanos enjaezan sus burros con colchas bordadas y todo tipo de atavíos de papel: cintas, estrellas, corazones…, incluso las patas y pezuñas de los rucios son objeto de atención. Terminado el empavesado de los borricos, los cofrades se reúnen cada cual en su casilla o cargo. El sargento, que otra vez ha cambiado su espada por la alabarda, encabezando su grupo, se dirige con el tamborilero a la casilla del alférez, que le espera montado igualmente en su caballo y portando la bandera de la cofradía, al frente de su grupo. Y todos juntos se encaminan hacia la casilla del capitán, que los recibe igualmente a caballo, al frente de sus cofrades. El encuentro de los tres jefes y el resto de la hermandad es acompañado del ya mencionado «Alabado sea…», que es seguido de la conocida respuesta de «Por siempre alabado sea». A continuación se dirigen todos a casa del abuelo, que aguarda montado en su borrico, aparejado con dos esportillas hechas de juncia, en las que introduce los pies a modo de espuelas. Después van al domicilio de la abuela, que espera subida sobre una silla de tijeras, que llaman jamuga, con Rafaelillo en los brazos, pasando finalmente a recoger al bullidor. En casa de este esperan las vaquillas, dos jóvenes que visten unos artificios que simulan dos astados pintados en tela cubriéndole la espalda y terminando su parte delantera con dos cuernos que ellos sujetan con sus manos. Estas van empujando al mayordomo, que marcha a pie, aunque antaño iba también a caballo como los tres jefes, al tiempo que el resto de cofrades montan sus correspondientes jumentos. Todos se dirigen a la cuesta que lleva a la antigua iglesia de Santa Brígida, donde tendrá lugar una carrera entre el sargento, el alférez y el capitán, para ver cuál de los tres llega primero a la cima. Concluida la carrera y proclamado el vencedor, la hermandad en pleno se dirige hacia el lugar conocido como el Cacho Desa —o Cacho Dehesa—, un barrio a las afueras del pueblo, donde se forma un corro con los asnos. En el centro se sitúan los jefes y las vaquillas, que permanecen arrodilladas para realizar el llamado acatamiento. Comienzan los rucios a marchar en círculo, pero cada mitad en sentido opuesto. Al sonido de una salva que lanza un hermano o el bullidor, los astados salen corriendo, al tiempo que algunos cofrades sobre sus cuadrúpedos los persiguen dándoles alcance y reconduciéndolos de nuevo al redil. Otra vez va a repetirse el acatamiento y ante el sonido de otra salva las vaquillas tratan de cornear a los cofrades que tienen más cerca. Los hermanos entregan sus burros a sus familiares y obligan a los animales a que no se estén quietos. Estos arremeten contra las personas que se topan, especialmente si son chicas jóvenes. Luego, los miembros de la hermandad y cuantos han presenciado el espectáculo se dirigen a la iglesia, envueltos en olores de juncias, poleos y matranchos, para asistir a la misa, donde los hermanos, con el mayordomo a la cabeza, las tres insignias —capitán, alférez y sargento—, el abuelo y la abuela ocuparán los lugares reservados a su dignidad: el mayordomo y los hermanos en los primeros bancos del templo, y las insignias, con los dos viejos, en las gradas del altar mayor. Concluida la misa, la Custodia, bajo palio, sale en procesión, como el día del Corpus, solo que, antes de que retorne al templo, el mayordomo ha ordenado a algunos hermanos jóvenes que se sitúen delante de la puerta de entrada al mismo para que formen un castillo humano ante el Santísimo. Este castillo recuerda la toma de Capilla a los moriscos por Cachafre y sus soldados.

Al llegar el Santísimo ante la puerta del templo se extiende ante Él, en el suelo, una bandera, para que la Custodia pase sobre ella. Este castillo, haciendo continuas genuflexiones, entra en la iglesia en pos de la Custodia, hasta remontar las cinco gradas que dan acceso al altar mayor. Mientras, el portador de la bandera no cesa de ondear su insignia. Luego, el castillo se deshace, a la vez que los jefes ocupan la cuarta grada del templo y los cofrades forman dos filas en el pasillo central de la iglesia. Cuando el sacerdote imparte su bendición con la Custodia, cada cofrade hace sonar la campanilla o cencerro del que tiene delante. Y cuando el sacerdote guarda la Custodia dentro del Sagrario, el sargento profiere en alta voz el tan consabido «Alabado sea…», que es respondido con la también referida respuesta por cuantos llenan el templo.

Concluida la misa y antes de tomar un refrigerio, el sacerdote y demás personajes acuden a la plaza, donde los abuelos procuran ensanchar un corro, dentro del cual intervendrán el abanderado y las demás insignias. Concluida esta expansión, las vaquillas, que han pasado desapercibidas hasta entonces, se revuelven y arremeten contra los presentes, y de modo especial contra las muchachas jóvenes, que huyen mostrando un pavor que no sienten. Transcurrido un tiempo prudencial, la comitiva, acompañada por las autoridades locales, se dirige a casa del alférez, donde se les agasaja con un convite.

Entre cuatro y ocho años, cuando la junta directiva lo cree conveniente, se celebra la representación popular de los Caballitos. Los muchachos más jóvenes se ciñen a la cintura unas enaguas en forma de cuerpo de caballo, colocan en la parte delantera una cabeza de ese mismo animal hecha de madera, que ellos sujetan con unas riendas, y en la trasera una cola, también equina. Sobre sus espaldas llevan un cartón alargado que les protege por detrás el cuello y la cabeza. Cargan también un cesto con huevos rellenos de serrín. Una vez formado un círculo alrededor de la fuente de la plaza, a una señal del tamborilero, cada caballito coge un huevo del cesto y, al marcar el tamboril un quinto paso, lo lanzará contra el caballito que tiene delante, procurando que se estrelle contra el cartón protector. Pasado un tiempo, los caballitos lanzan sus huevos a discreción contra otros objetivos, rememorando el bombardeo a que fue sometido el castillo. Los caballitos estaban atendidos en todo momento por un veterinario y un herrador, que atendían sus enfermedades, pues estos personajes portaban un botiquín con medicinas, un líquido milagroso que les suministraban por un gran embudo a través del gaznate.

En resumen: podría deducirse, si nos atenemos a lo dicho, que tanto en la víspera como durante el Corpus mismo se hace memoria de la iluminación divina que tuvo Cachafre para hacer posible la conquista de Capilla y a escaramuzas preliminares destinadas a tantear o explorar el terreno; preparativos que concluirían el sábado de la Octava, ataque que al fin se produciría el domingo, con la consiguiente victoria y celebración festiva posterior, simbolizada en la procesión por las calles del pueblo, la formación del castillo humano y el bandereo subsiguiente. El abuelo, la abuela, Rafaelito, las mojigangas, las vaquillas y los caballitos tendrán tratamiento aparte.

De Peñalsordo se desconoce la fecha exacta de su fundación, aunque debió de ser posterior a la definitiva reconquista de la zona a los musulmanes, en el año 1226, según Jiménez de Rada —no en 1228, como escribe el Padre Mariana—. Según la tradición, su fundador o primer habitante fue el cabrero Pedro Peña, más conocido, por faltarle una oreja, como Peña el Sordo —en algunas fuentes del siglo xvi aparece como Peña el Gordo—, aunque al lugar también se le identifica con una llamada Piedra del Sordo, donde este personaje edificó, supuestamente, su chozo o cabaña de pastor, a la que se fueron añadiendo otros pastores, en torno a una ermita erigida en el siglo xiv en honor a santa Brígida de Irlanda, sobre la que se erigió otra con la misma advocación en el siglo xvi. «La veracidad de tal leyenda —escribe Alberto González Rodríguez, Gran Enciclopedia Extremeña, pág. 71— no está documentada; aunque los autores que tratan de esta población dan por cierto que el núcleo tuvo su origen durante el siglo xiv», en unas cabañas de cabreros establecidas en torno a la citada ermita. Y añade que avalan esta circunstancia diversos topónimos relacionados con el mundo de los pastores, tales como pozo de Pedro o pilar Alto y las calles Lobera y Hatillo, entre otros. Sin olvidar la calle Plata «por la que discurre la vieja ruta que antiguamente canalizaba el tráfico del azogue y otros minerales desde la vecina Almadén y otras del entorno, hasta Sevilla y Córdoba». Por otra parte, en su relación de Pueblos extremeños de la Diócesis de Toledo, del año 1782 —anotada por Fernando Jiménez de Gregorio—, el cardenal e historiador Francisco de Lorenzana, además de señalar que, salvo Herrera del Duque y la Puebla de Alcocer, los demás pueblos adscritos a la diócesis toledana —Capilla de la Zarza, Las Casas de Don Pedro, Garlitos, Garbayuela, Helechosa, Peloche, Peñalsordo, El Risco Zarza Capilla— eran «mínimas aldeas, algunas ínfimas y paupérrimas» y que estos pueblos apenas habían sido estudiados —«¡son tan pequeños y tan pobres!» (pág. 339)—, señala también que el comienzo de Peñalsordo «fue un chozo de un cabrero sordo, situado al pie de una peña» (pág. 348), noticia que es ampliada por Jiménez de Gregorio (nota 18, pág. 348): «Su origen hay que buscarlo en la explotación de las colmenas, en el ganado cabrío, y como ya hemos dicho… en el tránsito del ganado mesteño, merino o trashumante». Su origen, pues, parece estar claro, aunque no así el año de su fundación. Lo cierto es que en un documento de 1461, existente en el archivo de la Casa de Béjar-Osuna —dueña de La Peña del Sordo hasta la muerte sin descendencia del último duque de Béjar en 1777—, se cita al pueblo, aldea de Capilla, con el nombre de La Peña del Sordo, que evolucionaría posteriormente a Peña el Sordo, hasta llegar al actual Peñalsordo.

Finalmente, el 22 de julio de 1631, el rey don Felipe IV concedió al lugar de Peña el Sordo —así se le conocía entonces— el privilegio de villazgo, separándolo así de Capilla, aunque ambas localidades siguieran dependiendo jurisdiccionalmente del ducado de Béjar.

Por su parte, Capilla —Capilla de la Zarza, según Lorenzana—, perteneciente también a la comarca de La Serena, ha sido un lugar de asentamiento humano desde la Antigüedad, como certifican las numerosas pinturas rupestres halladas en la zona. En la época celta se conoció como Mirobriga Turdulorum —Vilobrega según Tomás López, pág. 125, y Lorenzana, pág. 339—, un nudo importante de comunicaciones que mantuvo su importancia durante la época romana, como afirma Cayo Plinio Segundo, más conocido como Plinio el Viejo, que califica el lugar de «insigne municipio»; importancia estratégica que mantuvo durante la época árabe en el eje de comunicaciones entre Mérida, Sevilla, Córdoba, Almadén y Toledo. De ello habla el puente medieval, llamado de Garbayuela, a media legua en dirección a Peñalsordo, hoy muy deteriorado, tal vez de origen romano, «por el que pasa la mayor parte del ganado trashumante que vaja [sic] de la sierra a toda la Extremadura y Andalucía» (López, pág. 340).

Tras la victoria de las tropas cristianas en las Navas de Tolosa —año 1212—, el poder almohade en la península decayó, provocando con ello la aparición de nuevas taifas. Capilla perteneció hasta 1224 a la taifa de Sevilla, año en que pasó a la de Baeza, cuyo rey, al-Bayasí, se la entregó en 1225 a Fernando III de Castilla, de quien se había hecho vasallo. Los habitantes de la fortaleza se negaron a entregarla a los cristianos, mas, tras un largo asedio, acabó rindiéndose. Tomás López —pág. 12— escribe que, según noticias «que quedan sentadas en la antecedente villa de Garlitos, fueron conquistadores de esta villa Don Diego López de Gaya [“de Baya”, según Lorenzana, opus. cit.] y Alfonsino Sánchez Olalla, su hijo, naturales de las montañas de Santander, valle de Zieza»8. Por su parte, en la relación de las localidades pertenecientes a la diócesis de Toledo, al tratar de Capilla escribe Madoz —tomo II, pág. 181— que allí, en Capilla, existe un valle «que se llama de la Orden, por decirse que allí se dispuso el que había de llevarse en la toma del Castillo de Capilla».

Los habitantes de la fortaleza, con sus bienes, por mediación de Fernando III, fueron llevados al castillo de Gahete, la actual Belalcázar, que aún seguía en manos musulmanas. Posteriormente, Capilla volvería a perderse, hasta que fue tomada definitivamente por los templarios en 1228. Y tras la extinción de esta Orden en 1309, pasó a don Gonzalo Pérez, maestre de Alcántara y en 1382 a la Casa de Béjar, al ser comprada por don Diego López de Estúñiga, camarero mayor de Juan I de Castilla. Hago estas referencias históricas por considerarlas necesarias para tratar de esclarecer la leyenda que, según los peñalsordeños, dio origen al Corpus y su Octava en esa localidad.

Como dije, los peñalsordeños mantienen que el castillo de Capilla fue reconquistado a los moriscos granadinos que, concluida su fallida rebelión de Las Alpujarras como oposición a la Pragmática Sanción decretada por Felipe II en 1567 y deportados a varios puntos de la corona de Castilla, se habían hecho fuertes en dicha fortaleza allá por el siglo xvi. Sin embargo, como en el Archivo Histórico Diocesano de Toledo no consta el número de moriscos que pudieron ser desterrados a estos territorios de su diócesis, no podemos saber si llegó un número importante de granadinos suficiente para apoderarse del castillo y hacer frente a las tropas de Cachafre, pues si son ciertos los datos que recoge Alberto González Rodríguez —Gran Enciclopedia Extremeña, tomo VIII, pág. 71—, en el siglo xvi, Peñalsordo ya constituía un notable centro, «de regular entidad, compuesto por 450 casas con más de 2000 habitantes», contingente capaz de hacer frente a los reducidos números de moriscos —la mayor parte mujeres, niños y ancianos—, pues, a Extremadura —según Julio Fernández Nieva, La Inquisición y los moriscos extremeños (1585-1610), págs. 66-67— entre 1570 y 1585 llegaron un total de 11 024, de los cuales 10 176 se repartieron por las catorce cabezas de partido existentes —con una media de 722,5 moriscos por cabecera9— para que sus corregidores o gobernadores procurasen buscarles acomodo en los pueblos bajo su jurisdicción, lo más lejos posible unos de otros, para evitar posibles agrupaciones moriscas, y por los veinte lugares de señorío (diciembre de 1571 y enero de 1572), 1848, lo que suponía una media de 92,410.

Y es el mismo Alejandro García Galán —cronista oficial de Peñalsordo, pág. 2— quien pone en duda la leyenda popular cuando escribe que «una escaramuza entre cristianos viejos y cristianos nuevos o moriscos en el siglo xvi en Peñalsordo y no en Capilla» fue «la base probable del origen de la fundación de la Cofradía de los Soldados del Santísimo Sacramento». Según este cronista, la presencia morisca en Peñalsordo no está documentada, pero sí en Almadén, población desde la cual, por proximidad, debió de llegar algún contingente a Peñalsordo, donde debió de producirse un enfrentamiento o escaramuza entre los recién llegados y los cristianos viejos peñalsordeños, dando lugar a «la leyenda que mezcla lo fantástico con la realidad, el mundo morisco del siglo xvi con el mundo musulmán del siglo xiii, en que fue conquistado el castillo de Capilla, cuando aún no existía ni el Corpus en España ni tampoco Peñalsordo» (pág. 3), pues, como dije más arriba, el Corpus fue reconocido por todo el mundo católico en 1311. Bien es cierto que, antes de las deportaciones, la presencia morisca en las dos Castillas y Extremadura, por ejemplo, era más bien escasa; moriscos que casi no se diferenciaban de los cristianos viejos, con quienes convivían pacíficamente. Pero la llegada de los expulsos granadinos alteró esta situación, pues mostraban abiertamente sus creencias islámicas y usaban de sus costumbres sin reparo alguno, lo cual provocó —como escribe Fernández Nieva, Apéndice estadístico: La Inquisición y los moriscos extremeños (1585-1610), pág. 208— «una invencible y, con frecuencia, alborotada repugnancia de los cristianos viejos» hacia ellos. Y hace referencia a los trágicos sucesos acaecidos en Azuaga en la noche del 18 al 19 de marzo de 1571, donde hubo cuchilladas, heridos y un morisco y una morisca muertos en el asalto a sus domicilios de «gente moza y alegre después de una cena».

En mi opinión, cuando el castillo de Capilla fue conquistado por las tropas castellanas que comandaban los santanderinos Diego López de Gaya y su hijo Alfonsino Sánchez —el Cachafre y el Palenque de la leyenda—, Peñalsordo aún no existía, pues fue a raíz de la expulsión de los árabes y quedar expedito y seguro el paso por esta zona cuando debió de comenzar la repoblación y el trasiego de ganados a estos pastos de invierno. Uno de estos primeros repobladores sería Pedro Peña quien (si, como se dice le faltaba una oreja; de ahí lo de sordo) bien pudo ser un combatiente herido en el asalto al castillo, concediéndosele por el privilegio de ser el primero en erigir su chozo de pastor en el ámbito que luego se convertiría en Peñalsordo.

En fin, recordando las palabras de Jorge Luis Borges, de que «los hechos históricos están ocultos en la leyenda, que no es una invención arbitraria, sino una deformación de la realidad», no cabe duda de que en Peñalsordo sucedió lo contrario, ya que se trató de ocultar la leyenda con un hecho histórico; o lo que viene a ser lo mismo: hacer historia con la leyenda.

Pero es que, además, a esta leyenda o tradición peñalsordeña, aparecen agregadas una serie de actos que, en esencia, no son exclusivos de Peñalsordo: el bandereo, las mojigangas, el abuelo y la abuela, el nieto Rafaelillo, los caballitos…, adiciones algunas de ellas que proceden de las tradicionales mascaradas —donde únicamente intervienen hombres, que incluso interpretan los personajes femeninos, por lo que fueron criticados por algunos padres de la Iglesia como san Agustín— que, entre comienzos de año y finales del carnaval, se celebraban y aún se celebran tanto en Europa como en España, algunas de las cuales llegaron a Extremadura —y en concreto a Peñalsordo— con los pastores mesteños que por la cañada real leonesa bajaban a los llanos de La Serena, una de las principales zonas de pastos de invierno para las ovejas merinas. Aunque, de todos ellos, el bandereo que se ejecuta la mañana del Corpus tal vez sea el más extendido por Extremadura —en la parte noroccidental de la provincia de Cáceres, por ejemplo—, tradición que se conoce como suerte de la bandera, suerte de echar la bandera o revolear la bandera, que en todos los casos se ejecuta por un motivo religioso. Por citar algún ejemplo, el 24 de septiembre en Ahigal se lleva hasta la parroquia en procesión el Cristo de los Remedios, deteniéndose el cortejo en plazuelas o bocacalles para que el abanderado eche el gallardete ante la imagen del Crucificado; o en El Bronco —pedanía de Santa Cruz de Paniagua—, donde se lanza la bandera de la parroquia en día 3 de febrero, en la de Santa Magdalena —22 de julio— y en la de San Antón, el 12 de agosto11, en algunos de los cuales, como Coria, había que echarla mediante la entrega de una limosna. ¿Pero cuál pudo ser el origen o el motivo de este ritual?

En la segunda entrega de mi trabajo Echar la bandera (pág. 34), me incliné por el origen italiano del revoleo de la bandera, concretamente por los festejos que tienen lugar la tarde anterior a la carrera del Palio de Siena, donde las comparsas de las contradas o distritos de la localidad no cesan de lanzar y voltear sus banderas durante el desfile que precede a la carrera, como hacen los devotos de los pueblos extremeños mencionados, entre ellos Peñalsordo. ¿Y cómo llegó a Extremadura tal costumbre? También se sabe que la costumbre italiana pasó a Alemania y de allí a Bruselas —el Ommegang, ir alrededor o pasear—, una de cuyas celebraciones fue ofrecida a Carlos V por las autoridades bruselenses con motivo de la visita —año 1549— que el monarca realizó a la ciudad para presentarles al infante Felipe, futuro Felipe II. Y yo me preguntaba y me pregunto: ¿por qué no pudo ser alguno de los soldados que acompañaron al emperador en su visita a Bruselas o alguno de los cortesanos flamencos que le acompañaron en su viaje a Yuste desde los Países Bajos —entre 1556 y 1557— quien introdujera en Extremadura tal revoleo, lo que explicaría que sea preferentemente en pueblos cacereños donde persista con mayor fuerza?

Tampoco las mojigangas son exclusivas de Peñalsordo. Basta con leer el trabajo de Baroja mencionado para tener una idea de lo extendida que está esta costumbre que, como él dice, tiene el propósito deliberado «de poner al aire toda la chismografía del lugar». Por ejemplo —pág. 205—, señala que en los carnavales gallegos aparece un mozo disfrazado que se monta al revés en un burro y lee un sermón que es conocido como Entroido, composición poético-humorística de algún aficionado que alude a los hechos que más pueden interesar en la aldea, especialmente los vicios. En Rabanal del Camino, en la Maragatería leonesa, el primero de año salen unos personajes disfrazados, los zamarracos, que sacan igualmente a relucir las faltas de los vecinos, siendo la repartición del burro, versos que componen las mujeres, uno de los temas más esperados. «Aludiendo a la muerte de un burro o una vaca u otra bestia doméstica de algún vecino—escribe Baroja, pág. 223—, los zamarracos proceden a su repartición, es decir, que cada persona del pueblo le dan la parte que más parece corresponder a sus características, es decir, al chismoso o a la chismosa la lengua, a la bailarina las patas, a la desvergonzada el rabo, etc.». Costumbre que también existe en el valle del Baztán navarro o en la asturiana Pola de Siero, por citar solo algunos.

Caro Baroja hace referencia igualmente a los viejos, viejas y niños que aparecen en infinidad de festejos, que no son exclusivos de España. Señala, por ejemplo, que en la Tracia griega aparece una vieja portando un cedazo que contiene un trozo de madera u otro objeto extraño que hace el papel de un niño sietemesino «de padre desconocido»¿tal vez como el Rafaelillo de Capilla?—, y donde la vieja unas veces hace de madre y otras de nodriza ¿y por qué no de abuela?—. Para Frazer y Dawkins —que Baroja cita, pág. 278—, el niño del cedazo —likni en griego— es Dionysos, que entre sus numerosos sobrenombres tiene el de liknites —‘el del cedazo’—. Igualmente aparecen parejas de viejos y viejas en el carnaval bereber, que por algunos detalles puede deducirse que representan el año que concluye. Y a veces, la vieja finge un parto: ¿el año nuevo? Y en algunas localidades del Tirol salen parejas de hombres y mujeres —viejos y viejas— con un niño… Y por citar una de las costumbres relacionadas con el tema, que recoge Baroja, haré referencia a los bardancos de Campo de Caso, en Asturias, donde aparecían dos mozos disfrazados: uno de mujer vieja —Marica— y otro como su marido. «La vieja —escribe Baroja, pág. 202— aparecía como en estado de preñez», que frente a una hoguera fingía sentir los dolores del parto. Entonces, el marido llamaba a los bardancos, que ejercían de médicos. «Uno por uno hacían el reconocimiento de la vieja sin resultado y en vista de ello eran golpeados, teniendo que saltar por encima de la hoguera» ¿los cestos que en la víspera de la Octava del Corpus arden frente a las casas de los cofrades y que el sargento ha de saltar con su caballo?—. Al final, Marica paría un gato y todo terminaba felizmente12.

También los caballitos —que en Peñalsordo no parecen gozar de gran representatividad— han tenido larga tradición en el norte de España. Son los zaldikos que aparecen en los carnavales navarros de Lanz ya desde el siglo xvi, que son perseguidos por los herradores, que finalmente logran cogerlos y fingen herrarlos. O el Zamalzain de la mascarada roja, que también huye, mientras los castradores y los gitanos —otros personajes de la comparsa— se lanzan en su persecución, «como se hace cuando un animal se escapa del rebaño» (Baroja, pág. 156). Zamalzain interviene también en la danza del vaso, donde trata de subirse en un vaso sin derramar su contenido, y que tiene su paralelismo en la danza de la botella de Las Hurdes, antaño una jarra de vino o una vasija de cobre13.

También la escena del acatamiento guarda cierta semejanza —aunque algunos se vean entremezclados— con las mascaradas de El País de Soule —Xiberoa o Zuberoa—, la más oriental de las tres provincias que configuran el País Vasco Francés —Iparralde—. Si en Peñalsordo se forma un corro con los asnos, en cuyo centro se sitúan los jefes y las vaquillas, en la danza de la branlia, los jóvenes del pueblo bailan formando un círculo —una danza—, en cuyo centro está Zamalzain, el caballito; como las vaquillas en Peñalsordo. Aquí, las vaquillas se espantan y salen corriendo, perseguidos a lomos de mula por algunos cofrades; en Soul, cuando los castradores y los gitanos se lanzan en persecución de Zamalzain, este huye, como «cuando un animal se escapa del rebaño» (Baroja, pág. 156), aunque finalmente, y tras muchas peripecias, gitanos y herradores lo cogen y es herrado y castrado. «El que hace la operación arroja al aire dos corchos que simulan ser los órganos genitales» y «Zamalzain por ello finge quedar debilitado, pero poco a poco, recupera después sus fuerzas y baila, saltando más que nunca» (ibíd., pág. 160). Y, de nuevo, me pregunto: ¿sería inadecuado pensar ahora que la escena de la castración se dio igualmente en esta localidad del extremo suroriental de Badajoz, y que al tratarse de una fiesta con tanto acervo y sentido religioso, tal acto parecería poco edificante al sacerdote de turno, ya que la emasculación tenía lugar en público, en presencia de mujeres y niños? ¿Acaso no sucedió lo mismo con el galán y la madama de las carantoñas de Acehúche, Cáceres, que en cierto momento en que el galán descubre los devaneos que su pareja se trae con las carantoñas, tira de sable para hacerlas huir? ¿Y que ya libres de acosadores inoportunos, galán y madama se refugiaban muy amartelados en un rincón, según Publio Hurtado —págs. 24 y ss.— «a comerse la manzana […] la que Eva ofreció a Adán en el paraíso?». Pero estas escenas debieron parecer poco edificantes por un párroco local, aunque no sin gran trabajo, al menos durante la procesión.

Y si en Iparralde es el Zamalazain, en la orensana villa de Viana del Bollo es la mula guiada por el maragato quien sale; dos hombres, de los cuales el delantero lleva la cabeza del animal, hecha de paja y cartón, y el de atrás el resto del cuerpo de la acémila. Al llegar a la plaza, la mula se pone enferma, síntoma que descubre el maragato porque el animal se tira al suelo y no quiere andar. Pero, tras el remedio que le aplica el albéitar —una mezcla de pan de trigo, azúcar y vino—, la mula salta y cuando es llevada a herrar, se escapa y corre dando coces a diestro y siniestro. «La semejanza de esta escena con una de las mascaradas suletinas —escribe Caro Baroja, pág. 207— es innegable. En Galicia, como en Vasconia, como en otras partes, salen estos équidos fingidos de primero de año o carnaval que son acaso representaciones o encarnaciones de viejos númenes…Hasta la enfermedad de la ‘mula’ de Viana parece corresponder al desfallecimiento de Zamalzain».

Y si trasladamos estas celebraciones a Extremadura, en Las Hurdes —según escribe Barroso Gutiérrez, Raíces, II, pág. 265— «también se da una especie de simbiosis hombre-animal», festejos donde las personas se atavían con pieles, a la vez que imitan exageradamente los movimientos de determinados animales, «que a veces mueren y luego al darles un trago de vino, resucitan». Tal es el caso de la vaca Antruejos hurdana. Eso sin olvidar la pantomima del burro Antruejo, también de Las Hurdes; la carnavalesca Maravaquilla de Arroyo de la Luz, la vaca Pinta de Torrecilla de los Ángeles, la vaca Pinta en Casares de las Hurdes y Ovejuela, la vaca Embolá de La Sauceda y Campo Lugar, el toro Cesto de Higuera de Vargas —Badajoz—, la vaca Pendona, de Montehermoso, las capeas infantiles en la badajocense Fuentes de León, donde los más jóvenes usan de un armazón semejante al que usan los toreros para entrenarse… Relación que se extendería en una larga lista14, rememoraciones, como escribe Félix Barroso —La Solana. Apuntes para un calendario agropecuario y etnográfico de la Alta Extremadura, pág. 64—, de «arcaicas reminiscencias del culto al toro», entroncadas con «viejos ritos de fertilidad» en una tierra de toros. El toro, símbolo de la fuerza, de la virilidad, del poder genésico, tótem para muchos pueblos, como es para Extremadura, donde, según algunos, anduvo Gerión con sus rebaños de toros como parte que fue de Tartessos (así parecen demostrarlo los restos encontrados en el yacimiento de Cancho Roano, en la localidad badajocense de Quintana de la Serena).



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NOTAS

1 Recuérdense, por ejemplo, las figuras gigantescas de los rituales celtas, hechas con sarmientos, cañas y otros elementos vegetales que primero eran paseados por la aldea y luego sacrificados en el fuego.

2 Por cierto: en Zahara de la Sierra (Cádiz) la fiesta del Corpus está unida a la villa desde que fuera reconquistada definitivamente a los árabes por don Rodrigo Ponce de León en 1483.

3 Mataculillo: Golpear entre dos personas las nalgas de otra contra una pared.

4 Para mayor información, véase el trabajo de Isabel Gallardo, págs. 311 y ss.

5 Me atendré a la descripción que de esta fiesta se recoge en Raíces, tomo II. Extremadura festiva, pág. 189-192.

6 Topónimos que no aparecen citados ni por Lorenzana, año 1782 ni por Tomás López, en 1798.

7 Minerva, la diosa romana de las artes, de la guerra y protectora de los artesanos, era adorada, junto con Jano y Júpiter —la Tríada Capitolina— en el monte Capitolio, en la zona conocida como Campo de Marte, en un templo que se encontraba, según restos descubiertos, bajo la actual basílica menor romana de Santa María sopra Minerva —de sopra, ‘sobre’—. De ahí que el título de Procesiones de Minerva o Corpus de Minerva únicamente se otorgase a las que estuviesen organizadas por hermandades sacramentales parroquiales agregadas a la romana de Santa María.

8 Según puede leerse en la relación de Lorenzana —págs. 342-343—, Garlito era un pueblo antiguo, ya habitado por hispanorromanos. La descripción afirma que fue conquistada en tiempos de Fernando III, al mismo tiempo que Capilla, según refiere el padre Mariana en su famosa Historia de España. En el archivo figura una relación de personas ancianas que declaran haber conocido a los nietos de los conquistadores de ambas villas, al mismo tiempo que se conservan algunos romances que entonces se cantaban: «Alfonsino caballero de la noble Castilla. / Buen galán, / hidalgo entero y ganador de Capilla. / En la guerra contra el moro murió como buen guerrero». Los conquistadores López Baya y su hijo, Sánchez Olalla (el famoso Alfonsino del romance), vivieron en una casa-fuerte que edificaron a medio cuarto de legua del actual Garlitos, entre el este y el sur. En la época de la información estaba arruinada, aunque se conservan los cimientos y vestigios de un antiguo foso. La familia de los conquistadores «se ha oscurecido por haber venido a la pobreza».

9 Siendo los Partidos de Llerena —con 1623—, Plasencia —con 1360—, Mérida —con 1357— y Trujillo —con 1209—, los que más recibieron.

10 Al Estado de Medellín, en doble entrega, fueron 457 moriscos y a Zafra/Ducado de Feria, 400, como los que más recibieron.

11 Para mayor información sobre estas y otras localidades cacereñas, véase Echar la bandera (I), págs. 22-24.

12 En otras localidades asturianas, como Quirós, aparecía la Filaora, «una vieja cuya misión era la de hila, fingirse de parto y parir» (Baroja, pág. 197). Y en Obona, una comparsa que salía a primeros de año sacaba un muñeco que representaba a un recién nacido (Baroja, ibíd.).

13 Para mayor información, véase mi trabajo «La danza de la botella», en Las Hurdes, n.º 25, pág. 15.

14 Para mayor información, véase mi trabajo Sobre algunas fiestas populares extremeñas de carácter taurino. N.º 19, págs. 38-45.


El corpus en Extremadura

RODRIGUEZ PLASENCIA, José Luis

Publicado en el año 2014 en la Revista de Folklore número 394.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz