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Revista de Folklore número

503



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Toponimia y apicultura en el norte de Palencia (I)

BLANCO ROLDAN, Ricardo

Publicado en el año 2024 en la Revista de Folklore número 503 - sumario >



A la memoria de mi padre, Gregorio Blanco Rodrigo

En esta serie de dos artículos se pretende explorar la huella que, en la toponimia del norte de la provincia de Palencia, ha dejado la apicultura tradicional. Esto nos servirá, además, para adentrarnos en este secular y singular aprovechamiento, desarrollado en la mayoría de los pueblos palentinos desde la Antigüedad hasta hace medio siglo. En esta primera entrega, tras aproximarnos a las características generales de esa apicultura tradicional palentina y ofrecer algunas nociones básicas de Toponimia, comenzaremos nuestra investigación con el estudio de la impronta que la actividad ha dejado en el Mapa Topográfica Nacional.

Introducción

Aunque pocas veces se hace referencia a ello debido a que sus principales productos, la miel y la cera, se han ido sustituyendo paulatinamente en el último siglo por otras elaboraciones más o menos artificiales, y los usos que se les daba, sobre todo a la cera, han ido dejando de tener sentido por el abandono de las prácticas en las que se utilizaban, las abejas y su cultivo, la apicultura, tuvieron un papel muy importante en las economías y en la vida de nuestros antepasados, desde la Prehistoria hasta los tiempos de nuestros abuelos, en los dos primeros tercios del siglo pasado. En efecto, la miel se ha utilizado a lo largo de la historia como alimento, edulcorante, preparación de bebidas (hidromiel y enomiel), en medicina y farmacia (para la curación de las más variadas dolencias), cosmética e incluso en el embalsamamiento de cadáveres. Por todos estos usos (y más que no citamos), así como por su papel protagonista en varios mitos de la Antigüedad, la miel se convirtió para las primeras civilizaciones en un producto sagrado y casi mágico. Y otro tanto podemos decir de la cera, con la que se fabricaban las velas y velones que alumbraban las casas y, sobre todo, los templos, además de exvotos para ofrendas, moldes de cera perdida para la fabricación de diferentes objetos (como por ejemplo, campanas), betún y barnices, sin olvidar su uso en la medicina y cosmética domésticas o en otros asuntos (algunos de ellos causarían no poca sorpresa). Pero además de por fabricar la miel y la cera, se tenía en alta estima a las abejas por sus sociedades perfectamente organizadas y jerarquizadas, cuyo mejor reflejo eran las colmenas que construían gracias a su laboriosidad. Esto las convirtió en una alegoría del buen gobierno y un referente a seguir por las sociedades humanas, que, a semejanza del insecto, debían construir una sociedad igualmente ordenada, un reino recto, justo y armónico. Estas ideas, nacidas en el hombre prehistórico y desarrolladas inicialmente por los autores grecorromanos (sobre todo, por el De Animalibus de Aristóteles y la Naturalis Historia de Plinio), llegaron hasta bien entrado el Renacimiento (Redondo Jarillo 2009: 247, 252-254).

A pesar de este conocimiento ancestral de la miel y la cera, eran estos bienes relativamente escasos y poco frecuentes, apenas asequibles para algunos (De Almeida y Morín de Pablos 2012, 725). Por ello, y por sus múltiples usos y propiedades, también desde las primeras civilizaciones se intentó la domesticación de las abejas para conseguir una más fácil despensa de miel. Y no es aventurado pensar que, con la mera observación de la naturaleza, en estas civilizaciones los troncos huecos de árboles sirvieran como primeras colmenas; y «la colmena es precisamente la pieza que permite distinguir la apicultura de la simple recolección de miel» (Bonet Rosado y Mata Parreño 1995, 279). Así, no sorprende que sean de gran antigüedad los primeros testimonios de la práctica apícola, en concreto los aparecidos en el Antiguo Egipto, donde en el ii milenio antes de Cristo estaba ya extendido el cultivo de las abejas, lo que demuestra su domesticación (Pérez Castro 1994, 17). Particularizando estos orígenes para nuestro país, y dejando a un lado la mítica figura de Gárgoris[1], los hallazgos arqueológicos efectuados sobre todo (aunque no sólo) en el Levante, y datados a partir del s. iii a. de C., nos hablarían ya de unas primeras colmenas cilíndricas de barro destinadas a la cría de las abejas para la producción de miel y cera para el consumo familiar, local o, a lo sumo, comarcal, pero parece que no a gran escala (Bonet Rosado y Mata Parreño 1995, 280-284).

Esta lejana en el tiempo presencia de la apicultura en nuestro país se ve corroborada con la aparición de topónimos antiguos de ella derivados, perfectamente constatables al menos desde la romanización. Así, Fernández Uriel (2017, 926-927) recuerda la presencia de dos ciudades cuyos nombres se relacionan con la miel en el sur peninsular (Mellaria/Melissa), que podrían aludir a centros productores de cera y miel, una en la comarca de San Roque (Cádiz) y otra en la Sierra Morena cordobesa (cerca de la actual Fuenteovejuna). Y si bien el principal topónimo apícola de la toponimia mayor española es el de «Colmenar», son también frecuentes otros que hacen referencia a la actividad, lo que según Nieto Ballester (1997, 136) se debe a la importancia de la misma en tiempos pasados en los que la escasez del azúcar, cuando no su inexistencia, hacía de la miel un elemento indispensable y no solo en la cocina; por ejemplo, en su diccionario el autor cita como apícolas los nombres de localidades como Abejar (además de otros derivados de «abeja», como Abejal, Abejas o Los Abejones) o Piera (del latín apiaria, del que derivarían Pira, Biar o El Viar) (Nieto Ballester 1997, 24, 89 y 281-282)[2]. Otro tanto ejemplifica Concepción Suárez (1990, 617) para un ámbito mucho más reducido, la toponimia menor de Asturias, donde estos topónimos apícolas señalan los nombres de parajes y lugares relacionados tanto con el propio insecto (abeya, abecha) como con la «casa de las abejas» (truébano) o el material arbóreo para su construcción (arnos),

[...] palabras con bases léxicas distintas en su origen y en el tiempo, pero con funciones semejantes: designar los lugares frecuentes o propios de estos insectos, a donde los pobladores podían acudir cada seronda [otoño] y primavera, en la certeza de asegurarse unos tarreños [vasijas de barro] de miel para su dieta y cera para alumbrar[3].

Y es que esa importancia de las abejas y sus productos miel y cera, tanto en las economías domésticas rurales como en las muchas otras facetas de la vida de sus pobladores de las que hablamos al comienzo, ha tenido su reflejo en los nombres de muchos lugares y parajes de nuestro país, salpicando las toponimias mayores, pero sobre todo menores, de la mayor parte de las provincias españolas, como la de Palencia, en la que se centrará este trabajo.

Pretendemos aquí recopilar los topónimos con significado apícola de la parte norte de la provincia palentina, intentando relacionarlos con las tradiciones apícolas existentes en este territorio. En todo caso, consideraremos aquí a la toponimia (sin ánimo de polemizar sobre conceptos pero sí de simplificarlos –esperemos que no en demasía–), tanto «al conjunto de los nombres de lugar de una determinada región» como al «estudio del origen y significación de los nombres propios de lugar» (Dirección General del Instituto Geográfico Nacional 2005, 95)[4]. Y haciendo nuestras las palabras de Nieto Ballester (2000, 397) en su estudio sobre los topónimos derivados del latino fonte, modestamente pensamos que, aun a pesar de que alguna de las interpretaciones de los topónimos que aquí emitamos pueda estar equivocada, estos errores serán poco significativos entre el conjunto total, por lo que «[l]a negación, verosímil, de algunos de nuestros ejemplos no puede suponer la negación del conjunto de las hipótesis» que proponemos sobre la relación entre la toponimia y la apicultura tradicional en el norte de la provincia de Palencia.

La apicultura tradicional en el norte de Palencia

Cuando se habla de apicultura tradicional en España, saltan inmediatamente a nuestra mente esas colmenas fabricadas a partir del vaciamiento de una troza de un árbol, puestas verticalmente en el suelo y rústicamente tapadas, las más de las veces, por chapas metálicas aseguradas con piedras para evitar que el viento las levante. Son estas colmenas las denominadas, en la mayor parte de la geografía española, dujos, aunque también vasos, peones, truébanos, arnales … Pero no sólo sería obligado acordarse de ellas, sino también de las colmenas de tablas, los «cajones de tablas iguales» como las definía Baeschlin (1930, 127) para los caseríos vascos, muy extendidas por la Meseta Norte y que podríamos considerar como el último modelo de colmena tradicional antes de la llegada de las colmenas movilistas, esos ingenios procedentes de allende los mares que revolucionaron la apicultura[5].

La primera tipología de colmenas, es decir los dujos, parecen vinculadas a los pueblos del norte de Europa establecidos en áreas boscosas. De ahí que en España abunden sobre todo al norte y oeste del río Duero, de un modo similar a la de otras construcciones de la cultura castreña celtas (Díaz y Otero y Naves Cienfuegos 2010: 2). El aprovechamiento de estos dujos se hacía mediante su asentamiento sobre el territorio, generando núcleos de colmenas en lugares montaraces apropiados para ello; si eran pocas, podían estar en los patios de las casas (Fotografía 1). Dentro de este grupo se encontrarían también las colmenas de corcho, las habituales en Sierra Morena y otras zonas serranas con alcornocales. Para algunos tratadistas éstas eran las mejores gracias al superior aislamiento térmico que procuraban a los enjambres, lo que redundaba en una mayor producción; supusieron además un importante avance en lo que se refiere a la intensificación de la práctica de la trashumancia, debido a que su menor peso y volumen facilitaba su transporte[6].

Por su parte, las colmenas de tablas eran cajas de forma troncopiramidal cuyos laterales se construían con dos gruesas tablas alargadas, mientras que la base y la cara superior estaban hechas, bien con otras dos tablas alargadas, bien con cortas tablas dispuestas perpendicularmente a las laterales. Para la clavazón de estas tablas se utilizaban clavos de hierro, aunque a veces también de madera. Este tipo de colmenas solían instalarse en los colmenares de caseta (de ellos hablaremos más abajo). Para Pérez Castro (1994, 38 y 44), estas colmenas son las sucesoras de los dujos, perviviendo hasta la aparición de las colmenas modernas americanas o de perfección. A pesar de su más fácil fabricación (no precisaban la ardua tarea de vaciar la troza), dicha autora opina que este modelo de colmena era más frágil y menos compacto que el dujo, por lo que no proliferaron tanto como aquél[7].

Particularizando ya sobre la práctica de la apicultura tradicional en el norte de Palencia, en su interesante trabajo sobre la apicultura tradicional palentina Martín Criado (2001, 321-326) concluye, al hablar de la zona más septentrional de la provincia, y de manera similar a como lo hacen otros estudiosos de la apicultura tradicional de la montaña cantábrica, que en la Montaña Palentina fue ésta una actividad económica secundaria y complementaria al cuidado de cultivos y ganados, y cuyos productos (miel y cera, básicamente) se reservaban para el autoconsumo. Así, se poseían dos o tres colmenas de las que su dueño se acordaba cuando había que catarlas; o si se disponía de un colmenar, su cuidado se llevaba a cabo en los tiempos perdidos de aquellos días que, por cualquier circunstancia, no se podían dedicar a la actividad agropecuaria principal. No obstante lo anterior, también se daban casos de apicultores más profesionales, existiendo en la mayoría de los pueblos una o dos personas que vendían la miel de sus colmenas al resto de sus convecinos e, incluso, comerciaban con los productos obtenidos no sólo en otros territorios palentinos, sino también en los vecinos de Liébana e incluso en Asturias[8].

En esta apicultura tradicional del norte de Palencia (vamos a conciencia a seguir siendo geográficamente imprecisos; cuando proceda, definiremos con detalle el ámbito espacial de nuestro estudio), colmenas y colmenares son quizás las señas de identidad más significativas, a la vez que los últimos restos de importancia de esta tradición. Tanto es así, que pensamos que ambos elementos son los que conforman las dos tradiciones apícolas que se dan en estas tierras palentinas: una basada en los asentamientos de dujos o colmenas, que llamaremos la apicultura del dujo; y la otra cuyo elemento central es el colmenar de caseta, y que por eso denominaremos apicultura del colmenar.

Apicultura del dujo y colmenas de tablas

Para comenzar nuestra caracterización de la apicultura tradicional norte-palentina, profundizaremos en las características de las dos tipologías de colmenas que ocupan este territorio casi con exclusividad: los dujos y las colmenas de tablas (la existencia en algún colmenar o asentamiento tradicional de alguno de los otros tipos de colmena tradicional, como las de cestería, de barro o de corcho, sólo puede considerarse de anecdótica). Así, los dujos eran en esta zona mayoritariamente de roble, especie que, junto al haya y al rebollo enseñorean estos bosques septentrionales; no obstante, también se utilizaban otras especies arbóreas, como el olmo o el chopo (Martín Criado 2001: 322), e incluso el acebo, asegurando un dicho popular que las abejas que habitaban en estos dujos eran más rabiosas y picaban más, además de dar una miel más sabrosa (Raigoso 2013: 23)[9]. Su tamaño solía ser de unos 80-90 cm de altura y 40-50 cm de diámetro, con paredes de unos 5-8 cm de grosor, manteniéndose la corteza por ser buen aislante térmico. Hacia la mitad de la troza, ya vaciada por el propio apicultor por medio del escoplo o herramienta similar, se practicaban dos o tres agujeros bajo los que se acoplaba una tablilla: es la piquera, el lugar por el que entran las abejas a la colmena. En su interior, hacia el fondo del tronco se colocaban dos palos en forma de cruz, que servían de base a las abejas para la formación de los panales (Martín Criado 2001, 322) (Figura 1).

Como dijimos, estas colmenas se colocaban sobre el terreno formando agrupaciones de unos pocos dujos, las más de las veces, o de varias decenas, en pocas ocasiones, si bien la decadencia de este tipo de apicultura hace raro ya encontrar asentamientos con este tipo de colmenas, habiendo sido sustituidos los dujos por las más modernas movilistas.

En cuanto al otro tipo de colmena, las colmenas de tablas, su longitud podía llegar al metro, mientras que su anchura rondaba los 30 centímetros. Estaban diseñadas para instalarse en los colmenares de caseta, quedando la tapa de la colmena hacia el interior de aquélla (tapa que llevaba un agarradero para poder abrirla y posibilitar así la cata, corta y extracción de los panales), mientras que la tapa del exterior, en su parte baja, poseía los agujeros que servían para la entrada y salida de las abejas, la citada piquera (Fotografía 2).

Por lo que hemos observado, las colmenas tradicionales que aún perviven en la Montaña Palentina y sus tierras vecinas del sur son mayoritariamente de tablas, si bien es verdad que, por las características de la investigación de la que surge este trabajo (los colmenares de caseta como una de las tipologías de las construcciones secundarias de la arquitectura popular de la zona), el que aparezca este sesgo es inevitable pues, como se ha dicho, estas colmenas de tablas estaban plenamente adaptadas a este tipo de construcción, donde también aparecen algunos dujos. Los números hablan al respecto, pues hemos contabilizado una media de cuatro colmenas de tablas por cada dujo en los colmenares de caseta que hemos estudiado.

Como curiosidad, citar la presencia de dujos y colmenas de tablas en las fachadas de algunos edificios, principalmente viviendas y normalmente en las zonas de desvanes, desde cuyo interior se podía manipular la colmena para extraer la miel y la cera. Lamentablemente, cada vez quedan menos ejemplos de esto, ya sea por la ruina de las construcciones que las alojaban, o porque las reformas de las construcciones que las contenían se los llevaron por delante.

Colmenares de caseta: la apicultura del colmenar

Estratégicamente ubicados en el territorio en laderas de suaves pendientes, exposiciones de solana, habitualmente con el monte a tiro de piedra y lo necesariamente alejados de los pueblos para evitar picaduras, pero lo suficientemente cercanos a ellos para que sus propietarios no tuvieran que hacer largas caminatas para su cuidado y explotación, estas humildes construcciones rurales son el más bello recuerdo que de la apicultura tradicional queda en el norte de Palencia. Y si bien de aquí a una década por desgracia serán muchos los colmenares de los que sólo quedarán poco más que unas evocadoras ruinas, por fortuna no pocos de ellos sobrevivirán, algunos incluso funcionando gracias a sus abnegados apicultores tradicionales, que año tras año, seguirán obteniendo algunas decenas de botes colmados de miel silvestre y artesanal, como fruto de sus cuidados tanto al continente, el colmenar, como al contenido, las abejas.

Así, para Besson-Gramontain y Chevet (2013, 23-24 y 28), en gran medida la «gran riqueza y originalidad» de la apicultura del tercio norte palentino se refleja en la gran cantidad de estos colmenares diseminados por un territorio rico en «valles boscosos» y en superficies tapizadas de brezo; tanto es así que en parte de esta zona (La Ojeda y La Valdavia-Boedo), «[e]n una época relativamente reciente existía una media de un abejar [colmenar] por familia y en ciertos lugares como Colmenares [de Ojeda] las familias tenían más bien dos abejares cada una, suponiendo estas instalaciones entre 30 y 60 colmenas».

¿Y cómo son estos colmenares del norte de Palencia? Ya hemos adelantado algo de su ubicación, pero la precisaremos ahora. No suelen localizarse a más de un millar de metros de las poblaciones, en la zona intermedia o baja de vallecillos o vaguadas poco profundos y de laderas suaves, en parajes caracterizados por la diversidad de usos del suelo y cobertura vegetal (aunque son más frecuentes en las fértiles zonas de borde entre los medios agrícola y forestal, allí donde la vegetación silvestre es rica en plantas melíferas). Eso sí, siempre buscan las exposiciones de solana, para que las habitantes de las colmenas aprovechen al máximo los rayos solares y puedan resguardarse del frío del viento del norte, sobre todo en estas altas tierras en las que hay que aprovechar al máximo las épocas de templanza climatológica, pues ni con frío ni con viento las abejas salen a pecorear, es decir, a «picotear» de flor en flor buscando el néctar[10].

En cuanto al edificio en sí, se compone de una caseta y, las más de las veces, un recinto cercado delantero o corral, formando el conjunto normalmente un rectángulo más o menos irregular y de una superficie muy variable (desde 20 m2 hasta más de 100 m2). La caseta dibuja también una planta rectangular, de distintas dimensiones en longitud (4-10 m, aunque a veces es mayor) pero muy similares tanto en anchura (en torno a 2-3 m) como en altura (1’5-2 m en fachada principal, hasta 2’5 m en cumbrera). En su interior, un pasillo de en torno a 1-1’5 m de anchura es suficiente para que el apicultor manipule las colmenas por su parte de atrás a resguardo de las inclemencias del tiempo, gracias a esa tapa con agarradero de la que hablábamos antes. Tres de los cuatros muros de esta caseta son de piedra, en seco normalmente, con elementos muy pocas veces trabajados (todo lo más, en alguna de sus caras para mejorar la trabazón), lo que contribuye de manera decisiva a darle ese aspecto humilde que caracteriza a la construcción. Aunque a veces, también es verdad, en algunos de estos colmenares palentinos aparecen sillares, sobre todo en sus esquinas o para el encaje de la puerta, como para que no olvidemos que estamos en tierras del Románico (Fotografía 3).

El cuarto y último de los muros de la caseta corresponde a la fachada principal, la que da sentido pleno al edificio por ser la singular pared que aloja a las colmenas. Se construye de forma totalmente diferente a las demás y de un modo realmente peculiar: a partir de un armazón de postes y jácenas de madera, las colmenas se van apilando, casi desde el suelo y unas encima de otras formando filas y columnas, en el espacio dejado por esos postes y jácenas. En función de la capacidad que se le quería dar al colmenar, entre las colmenas hay más o menos espacio, que se rellenaba con distintos materiales (barro con o sin piedras, adobes, ladrillos enteros o en trozos, trozos de tablones y tablas de madera). De este modo, cada colmenar alberga un número variable de colmenas, aunque suelen ser de 25 a 35[11]. Para acceder al interior de la caseta (a ese espacio que como hemos dicho, permite al apicultor la cata de las colmenas, así como cualquier otra operación de mantenimiento del colmenar e incluso algún merecido pero corto descanso en su trajinar), se dispone de una puerta, muy a menudo ubicada en la fachada principal aunque también en alguna de las fachadas laterales; es menos frecuente que los colmenares disfruten de alguna ventana o ventanuco. Por último, su cubierta puede ser tanto a una vertiente como a dos, formándose en ambos casos con armazón de madera, del tipo colgadizo o a la molinera en el primero y de par y picadero para las de doble vertiente; siempre se cubren en tierras palentinas con tejas.

El corral, como hemos dicho, no todos los colmenares lo poseen: aunque nosotros lo hemos visto en la mayoría, de la bibliografía deducimos que debe de existir en la mitad de ellos. Cumple no pocas importantes misiones para el fomento de la producción apícola del colmenar: protección de las colmenas de los ataques de ganados y animales salvajes y de robos, favorecer en su interior el crecimiento de plantas silvestres melíferas para aumentar la disponibilidad de pasto en cercanía para las abejas, ayudar a la generación de nuevas colmenas en el momento del enjambrazón, aumentar la seguridad de los transeúntes o de los labradores de la tierra de los alrededores frente a las potenciales picaduras y delimitar la propiedad del colmenar. De diferentes formas para mejor adaptarse a las características del terreno, la superficie de estos corrales es muy distinta de unos colmenares a otros, variando desde los 10 m2 a los 100 m2 (los hemos visto incluso mayores). Sus muros son como los de la caseta, es decir, de piedra en seco (normalmente de peores facturas), conformando así una tapia de altura que ronda el metro, aunque también aquí hay considerables porcentajes de variación (y no solo entre distintos colmenares, sino incluso entre los tres muros delimitadores del corral de un mismo colmenar) (Figura 2).

Queremos finalizar este apartado recordando la rica variedad tipológica que esta tradición constructiva de los colmenares presenta en España, manifestada en las distintas formas que muestran y que se reparten por las regiones peninsulares, que como el conjunto de las tipologías constructivas de la fértil y casi inabarcable arquitectura popular española, se ve influenciada por las distintas características climáticas, orográficas, de aprovechamiento de los recursos naturales para la obtención de los distintos materiales de construcción e, incluso, en el caso que nos ocupa, de la presencia de determinadas especies de fauna contra las que debían protegerse las colmenas, cuyo ejemplo más característico lo constituyen los cortines contra el oso del noroeste de España[12].

Algunas notas generales sobre el uso de la toponimia en el estudio del espacio rural y la toponimia palentina

Por las limitaciones espaciales de este trabajo y, sobre todo, porque su objetivo no es teorizar sobre la toponimia sino intentar utilizarla como herramienta para el estudio de la historia agraria y rural de un marco geográfico concreto, nos limitaremos aquí a dar unas pinceladas sobre la toponimia en general, y la palentina en particular, trazos con los que se pretende una aproximación a este otro objeto de nuestro estudio (la toponimia), al igual que hemos hecho arriba con la apicultura tradicional particularizada para el norte de la provincia de Palencia.

Al hablar del tema es obligatorio citar la obra Toponimia palentina (Gordaliza Aparicio y Canal Sánchez-Pagín 1993), en la que se recopila tanto la toponimia mayor como la menor de la provincia. Aunque hablaremos más extensamente de ella en el siguiente apartado, decir que en dicha obra sólo se incluye la explicación de la toponimia mayor palentina, si bien se dan una serie de notas generales que sin duda ayudan a la compresión de algunos de los topónimos menores recogidos. A juicio de Ortega Aragón, este trabajo de la explicación de la microtoponimia apenas si ha sido realizado en lo que se refiere a esta provincia de Palencia, encontrándose, todo lo más, alguna explicación a estos topónimos de parajes, caminos, ríos y arroyos, montes y otros accidentes geográficos y vías de comunicación en determinados trabajos particulares, explicación a la que se habría llegado «más como referencia histórica, como curiosidad local, que como interpretación directa del topónimo» (Ortega Aragón 2007, 5). No obstante, algunos autores, entre los que destaca el citado Roberto Gordaliza Aparicio, producen cada cierto tiempo estudios con los que nos explican la toponimia menor de las variadas comarcas de esta provincia del norte de Castilla, como el que éste dedicó en su día a la Montaña Palentina (Gordaliza Aparicio 1994), y al que nos referiremos en esta nuestra humilde aportación a la materia. Aportación, es necesario aclararlo desde el principio, con la que no pretendemos dar explicación alguna a los topónimos que cita, sino tan solo compilar los nombres de los parajes asignables al tema apícola para, a partir de dicho conjunto, intentar sacar conclusiones sobre cómo la actividad apícola tradicional en el norte de la provincia palentina influyó en su toponimia.

Nos valdremos pues de una de las características que, según Ortega Aragón (2007, 6-7), poseen estos topónimos menores, la de la referencialidad, es decir, «a que esos nombres impuestos con plena libertad y para uso continuado [hagan] referencia a alguna singularidad del terreno, bien como alusión a su propietario, bien por alguna característica geográfica o de producción, bien por recordar un hecho, una costumbre, etc.»; según esto, los topónimos que vamos a manejar son referencia a una utilización apícola del pago, lo que nos permitirá usarlos como fuente de estudio de la apicultura tradicional del territorio en el que se ubican[13].

Pero, ¿hasta qué punto podemos utilizar esta toponimia menor para el estudio que pretendemos realizar? Si partimos de la base de que consideramos a la toponimia de un territorio, tal y como lo dice Arroyo Ilera (2010, 301-302), como «un fiel reflejo de las interrelaciones entre los aspectos físicos y humanos del mismo, de su evolución y de su paisaje», lo que a su vez hace que cada topónimo de un lugar cumpla tres funciones, «la identificación del mismo, individualizándolo respecto a otros lugares; en segundo lugar, su localización, como si de unas coordenadas cualitativas se tratara; y, por último, la descripción de sus elementos o notas geográficas más distintivas», consideramos posible y aceptable nuestro planteamiento, y por extensión los resultados que obtengamos. Y es que, y citando ahora a Ordinas Garau y Binimelis Sebastián (2013, 167), «[a] través de la toponimia podemos percibir el paisaje al quedar descritos y definidos en ella sus elementos más característicos, tanto pretéritos como actuales, de manera que en el conjunto de los topónimos queda sintetizado el paisaje, actual e histórico», lo que permite obtener a través de los nombres «el conocimiento del territorio [gracias a la] abundante información que proporcionan los nombres geográficos, a veces oculta por el paso del tiempo y las transformaciones y deformaciones que acarrea». De este modo, los topónimos se convierten en «fósiles lingüísticos», pues

[...] tras su imposición en un determinado momento histórico, quedan fijados y ofrecen una imagen del lugar en un periodo pasado: la adquisición del carácter de nombre propio ayuda a una fijación del nombre, lo que hace que, incluso perdida la referencia que dio lugar a la aparición del mismo, este pueda permanecer (Molina Díaz 2012).

Entonces, y parafraseando al anterior autor (que los utilizaba para el estudio de la vegetación que algún día pobló determinados territorios principalmente andaluces) para llevarlo a nuestro terreno, los estudios toponomásticos pueden servirnos como un medio de información geográfica o vehículos que nos ayuden a descubrir el pasado apícola del norte de la provincia de Palencia, aunque, en algunos de los parajes que definan no quede rastro de esta ancestral ocupación agraria. Eso sí, siempre con la cautela de utilizarlos no como algo matemático, exacto y plenamente objetivo, sino «como sistemas subjetivos de representación» (Ansola 2016, 26) y como una herramienta más de estudio del territorio.

Dando un paso más en el universo conceptual de la Toponimia, y definiendo conceptos ya apuntados, la principal clasificación divide los topónimos en macro y microtopónimos. Los primeros se corresponden con los nombres de las poblaciones y entidades administrativas de un territorio, aunque a veces suelen incluir también los de grandes unidades geográficas (orónimos e hidrónimos importantes); todos ellos conforman la ya citada toponimia mayor del territorio. Los microtopónimos, o toponimia menor, serán por su parte los nombres de los pequeños lugares de un territorio, como caminos (hodónimos), arroyos, barrancos, fuentes, parajes, casas, etc. (Dirección General del Instituto Geográfico Nacional 2005, 108). Con estas premisas, Fernández Mier (2006, 38, 40-41) nos advierte de «que el uso que se hace de la toponimia es parcial y no se tienen en consideración la mayor parte de los topónimos, es decir, la microtoponimia, la cual puede aportar una información que no es convenientemente valorada para épocas en las que existe mayor información documental», subrayando de esta forma la importancia de estos microtopónimos, a pesar de que no pocos autores la cuestionan como fuente de información; eso sí, hemos de procurar «extraer a partir de los topónimos la información que verdaderamente nos ofrecen, sin forzarlos en relación con determinados temas o periodos»[14].

Por su parte, Ansola (2016, 1) afirma que «[e]l uso de la toponimia para el estudio de la formación y evolución de las organizaciones espaciales en áreas rurales ha sido muy habitual tanto dentro de la historia como de la geografía histórica». Este autor plantea como principal problema la ubicación sobre el territorio de los topónimos extraídos de fuentes documentales históricas que, la mayoría de las veces, ofrecen fiabilidades diferentes por sus variaciones de escala, transcripciones confusas y delimitaciones imprecisas, lo que en ocasiones provoca que tengan que verificarse sobre el terreno por los conocedores del lugar; lo que a su vez plantea nuevos problemas, al obtenerse distintas ubicaciones para un mismo topónimo según el testigo que se consulte (Ansola 2016, 25)[15].

Y así, con el sentido de ser un instrumento para el estudio de una actividad propia del medio rural palentino surgida, muy posiblemente, al final de la Edad Media o el comienzo de la época renacentista, y que ha pervivido desde entonces hasta hace escasas décadas, cuando se produjo como dijimos la revolución de la apicultura y ésta dejó de practicarse como lo había hecho durante todos esos siglos, vamos a utilizar nosotros la microtoponimia o toponimia menor (la macrotoponimia que citaremos será casi testimonial). Será pues usada la toponimia con un enfoque fundamentalmente geográfico, obviando las otras posibles aproximaciones que nos permite la rica ciencia toponímica, a saber, filológica[16], léxica[17] o lingüística en general (incluyendo la sociolingüística y psicolingüística)[18], de psicología social[19] o histórica. Son pues, como vemos, múltiples las aproximaciones que hacen que la toponimia se convierta en «una disciplina de síntesis donde convergen diferentes campos de conocimiento que interactúan de manera complementaria» (Joan Tort, citado por Membrado Tena e Iranzo García 2017, 192), centrándose en todo caso en «el espacio geográfico (función toponímica) y en el tiempo histórico (memoria toponímica)» (Membrado Tena e Iranzo García 2017, 192).

En definitiva, pretendemos aquí con nuestro trabajo un modesto acercamiento que, aun a pesar de estar alejado de las profundidades que alcanzan muchos de los trabajos que en materia toponímica se han venido publicando en España en los últimos lustros, pueda arrojar algún conocimiento o aportar nuevas ideas sobre la historia de apicultura tradicional en el Norte de Palencia.

Como colofón de este apartado de amplio peso conceptual, resumiremos algunas ideas sobre el origen del corpus toponímico del norte de Palencia, aunque como hemos dicho no es objeto de este trabajo analizarlo lingüísticamente. Así, dicho corpus se asienta sobre diferentes substratos lingüísticos, comenzando con los correspondientes a varias etnias pre- y protohistóricas de pueblos pre- e indoeuropeos, dentro de los cuales los principales serían los protoceltas y celtas, de tal manera que, antes de la conquista romana y la posterior asimilación de su cultura en el territorio (de mayor a menor intensidad de sur a norte), lo que se hablaría serían dialectos celtas con restos de otros idiomas, algunos relacionables con el vascuence u otras lenguas aborígenes y de otros pueblos, como los ligures. Sin olvidar la influencia mediterránea que, a partir de los pueblos iberos del Levante español, penetró hasta la Cordillera Cantábrica hacia el 300 a.C. Sobre esta toponimia de base mayormente celta o protocelta, pero impregnada de elementos anteriores ligures y posteriores iberos, es sobre la que se derrama el elemento latino fruto de la romanización (Díez Asensio 1987, 439-440). Gordaliza, particularizando para la Montaña Palentina, nos dice que estos «pobladores prerromanos, detallaban en su lengua primitiva las características más evidentes del lugar o nombraban el terreno señalando lo más importante o vital para ellos», y puesto que «[e]stos abruptos lugares [de la Montaña Palentina] no eran sitio de disputas e invasiones y las influencias extranjeras (romanas, germánicas, árabes) fueron mucho menores que en la llanura», aquí «los nombres antiguos se han conservado mejor». Nombres ibéricos prerromanos de los que Pomponio Mela decía que «eran inauditos e ininteligibles para los romanos», y que incluso hoy día nos parecen diferentes a los latinos, «más corrientes y comprensibles»; «nombres de una lengua diferente, muy antigua, que han quedado fosilizados aquí desde hace, quizá, miles de años» y que muestran mayor abundancia (casi un tercio del corpus toponímico de la Montaña Palentina) en esta tierra agreste «porque siempre estuvo alejada de invasiones, luchas y despoblaciones [lo que] ha posibilitado que pudieran conservarse» (Gordaliza Aparicio 1994, 5, 12 y 27). El resto de la toponimia de la zona de estudio puede considerársela como una hija más de la Reconquista, con los topónimos más antiguos (excepto los citados prerromanos) de creación romance, pues en «los textos latinos medievales el topónimo aparece de forma romanceada». De esta forma «el léxico rural y popular se refleja y se mezcla en la denominación de los pagos», y «lo habitual, lo necesario, va dando nombre a los trozos de tierra del minifundio castellano», proceso esencial que permite distinguir un pago de otro con la finalidad última de diferenciarlos (Bustillo Navarro 1987, 266).

Comencemos ya pues a pasear por la toponimia palentina, como aquel transeúnte en el que se convertía Álvaro Ruibal y que, sugestionado por un «paisaje antiguo y despejado», recorría con asombro una tierra pródiga en panoramas primitivos y anclados en el tiempo, mientras era «punzado por el toque mágico de una fonética arcaica, legendaria…» (Ruibal 1982: 37).

Selección de fuentes toponímicas y ámbito, metodología y objetivos del estudio

Fuentes toponímicas utilizadas

Como ya hemos dicho, la principal fuente que utilizaremos en este trabajo es la obra Toponimia palentina, de F. Roberto Gordaliza Aparicio y José María Canal Sánchez-Pagín (1993), en la cual estos autores escudriñan, principalmente, la cartografía de los Servicios de Concentración Parcelaria y, allí donde la misma no se ha realizado, la memoria de las gentes, a través de entrevistas personales y trabajo de campo[20]. Así, además de relacionar los topónimos de las localidades de la provincia (toponimia mayor), deduciendo además el significado de su nombre, los autores recopilan la microtoponimia de cada una de dichas localidades, ordenando estos topónimos en dos grandes familias, los hidrónimos (arroyos, fuentes, ríos, lagos) y los orónimos (caminos, montañas, pagos, parajes, cañadas). Se genera así el corpus de la toponimia mayor (además, explicado) y el de la toponimia menor palentinas, nombres en este último caso «casi olvidados o escondidos», que sólo existen «en la boca de los hablantes» y «sobreviven apegados al terruño como restos de otros tiempos (y quizá de otras lenguas), esperando una evocación cariñosa y también un estudio completo que nosotros ahora nos hemos atrevido a iniciar» (Gordaliza Aparicio y Canal Sánchez-Pagín 1993, 11-12).

Como fuente accesoria hemos acudido a la cartografía oficial del Instituto Geográfico Nacional (IGN), en concreto, al Mapa Topográfico Nacional escala 1:25.000 (en adelante, MTN25), por ser el que mayor número de topónimos incluye debido a su mayor escala de trabajo en comparación con la de otras cartografías del IGN; las versiones utilizadas de este MTN25 son la Ráster y la Histórica (Impresa). Sobre esta fuente, Ansola (2016, 6) afirma que, si bien puede considerarse como la «toponimia oficial» junto a la del Catastro, aporta «una información muy escueta en ese sentido», suministrándonos únicamente los nombres de los principales elementos físicos, de los núcleos de población y de algunos lugares significativos; además, contiene «errores tipográficos» y desplazamientos espaciales en los topónimos. No desdeñamos nosotros de forma tan categórica la validez de esta toponimia, pues si bien es cierto que no es comparable el número de topónimos recogidos con el que nos ofrecen los corpus toponímicos (como se comprobará en la segunda parte del artículo, teniendo como referencia a la citada obra Toponimia palentina), cosa lógica por otra parte pues el espacio de escritura del MTN25 (y no digamos los de escalas inferiores) se ve limitado físicamente por el tamaño de la correspondiente hoja del Mapa, ofrece sin embargo la inmensa ventaja de ubicar en el territorio los topónimos; esta impagable información, sin embargo, no la hemos visto en ninguna relación toponímica (la inclusión de la ubicación de cada topónimo en estas relaciones obligaría a la incorporación en ellas de listados de coordenadas geográficas asociadas a los topónimos, convirtiendo estas relaciones en enmarañadas y hasta de cierta complejidad) (Figura 3).

Otras fuentes utilizables para estudios toponímicos son el catastro actual y el Catastro de la Ensenada. Comenzando por el primero, Ansola (2016, 6-7, 26) considera la información que nos aporta más completa que la del MTN25, «pues cada parcela aparece asignada a un determinado paraje que es identificado con un nombre concreto», aunque también advierte sobre el criterio seguido «a la hora de agrupar las parcelas en parajes cerrados y de asociar el conjunto a un topónimo concreto», agregación y asignación que, a priori «se muestran desde luego muy difíciles de protocolizar y de dotarlas de una alta rigurosidad histórico-territorial». No carece de problemas no obstante su utilización, pues

[...] puede ocurrir que el topónimo que identifica a un paraje se encuentre en la realidad fuera de esa delimitación (…), así como que un paraje ocupe sólo parcialmente el terreno de su topónimo real (el que usan los lugareños) y sin embargo abarque la superficie de otros que también nombran a parajes.

En nuestro estudio hemos utilizado este catastro actual (que denominaremos a partir de ahora simplemente como Catastro) de manera parcial, aplicada tan solo a una serie de municipios y enfocada básicamente a la evaluación del alcance de la utilización individual o conjunta de las anteriores fuentes (Toponimia palentina y el MTN25) junto con esta última (Catastro).

En lo que se refiere al Catastro de la Ensenada como fuente toponímica, volvemos a citar a Ansola (2016, 8-10), quien afirma que

[...] a pesar de la abundancia de la información (…), ni la correcta lectura de la toponimia que contiene ni su localización precisa resultan en absoluto fáciles [debido a que] la escala de asignación toponímica varía en unos y otros casos, pudiendo ir desde la alusión a un paraje mayor, a un lugar concreto inmerso en un paraje no siempre determinado o a la simple denominación de la parcela inventariada sin más referencias, [además de que] la grafía de los nombres de los lugares suele ser cambiante, llegando en algunos casos a no quedar nada claro si se están refiriendo a un topónimo con grafías similares o a otro diferente, [y por último] ni las mediciones de las distancias respecto de la población (…) ni los errores en la situación de los límites de las parcelas (…) permiten muchas veces una localización de detalle y exenta de riesgos de apreciación.

A estas tres circunstancias se une el hecho de que, al menos en la zona de estudio del citado autor (la localidad cántabra de Lebeña), se detectan algunas ausencias de barrios y lugares[21].

En nuestro caso, disponemos de la edición impresa y con grafía actualizada de las respuestas del Catastro de la Ensenada para la localidad de Cervera de Pisuerga (Centro de Gestión Catastral y Cooperación Tributaria, 1993), y a ella recurriremos simplemente para dar un esbozo de la potencialidad de la utilización de esta fuente toponímica en nuestro caso o en casos similares a él (se hará en la segunda parte de este trabajo).

En definitiva, para nuestra investigación toponímica hemos utilizado una fuente de información que hemos considerado como principal, la Toponimia palentina de Gordaliza Aparicio y Canal Sánchez-Pagín (1993), complementándola con otra, el MTN25 del IGN (2022). Una tercera fuente, el Catastro actual, nos servirá para plantear una evaluación de la aplicación de estas tres fuentes a nuestro estudio toponímico. Este análisis simultáneo cubrirá únicamente a un subconjunto de los municipios de nuestra área de estudio; posteriormente, generalizaremos los resultados obtenidos a la totalidad de dicha área.

Ámbito de estudio

Llegados a este punto es hora ya de definir con claridad el ámbito territorial de nuestro estudio sobre la toponimia apícola del norte de Palencia. Y aprovechando que una de las fuentes de información que hemos utilizado es la cartografía del IGN, en concreto el Mapa Topográfico Nacional 1:25.000 (MTN25), nos apoyaremos en ella para mejor delimitar el territorio objeto de pesquisa. Así, y teniendo en cuenta que la raya provincial marcará los límites norte, este y oeste, el límite geográfico establecido para el borde sur del territorio será el correspondiente a las Hojas 131 a 134 del Mapa Topográfico Nacional 1:50.000 (MTN50) del IGN, en sus versiones históricas de 2007 y 2008, es decir, la Latitud Norte 42º40’04”[22]. En definitiva, la revisión toponímica de la cartografía se ha realizado sobre las Hojas del MTN25 que se relacionan en la Tabla 1, en la que también se relacionan las Hojas del MTN50 de las que proceden, así como si la revisión se hizo de la hoja completa o de parte de ella (cuando se exceden los límites de la provincia de Palencia).

Con ello, ese genérico norte de la provincia de Palencia aparece ya definido como la región del septentrión provincial al norte de la latitud 42º40’04” y que engloba a la totalidad de la Montaña Palentina y a cuatro comarcas de Palencia situadas al sur de ella, ya sea totalmente, La Peña, o en parte, La Ojeda, La Valdavia y La Vega, que entran en las hojas cartográficas seleccionadas en aproximadamente el 85 %, el 30 % y el 20 %, respectivamente (Figura 4). Complementaria a la anterior, la Tabla 2 muestra la correspondencia entre las citadas comarcas palentinas y las hojas del MTN25 en las que dichas comarcas se cartografían.

Objetivos y metodología del estudio

Nuestra intención primera a la hora de iniciar este estudio fue la búsqueda de una relación entre la implantación de los topónimos apícolas en el norte de Palencia y las características y nivel de desarrollo sobre el territorio de dicha práctica agraria, en su versión tradicional. A partir de este, que es nuestro principal objetivo, fueron surgiendo otras posibilidades de estudio tanto de la toponimia como de la apicultura tradicional en este ámbito territorial, ya sea consideradas de manera independiente o relacionándolas entre sí. Estos objetivos secundarios, o derivados del principal, irán surgiendo conforme vayamos avanzando en nuestro análisis.

Para la consecución de nuestros objetivos partiremos de la revisión de los listados de topónimos recogidos en la varias veces citada Toponimia palentina (Gordaliza Aparicio y Canal Sánchez-Pagín 1993) y de aquéllos plasmados en las hojas del MTN25 del IGN, con la finalidad de recopilar los que sean de nuestro interés agrupándolos por comarca, municipio y /o localidad. En una primera fase consideraremos por separado ambas fuentes, para posteriormente integrarlas, aunque advirtiendo de que los resultados obtenidos tras esta integración necesitarían de una posterior comprobación, al no encontrarse representados sobre el MTN25 los límites de las jurisdicciones de las localidades de un mismo municipio (esto podría ocasionar la asignación de un topónimo a una localidad de un municipio cuando, en realidad, dicho topónimo designara un paraje de otra localidad de dicho municipio).

Como ya dijimos, hemos considerado a priori a Toponimia palentina como fuente de datos toponímicos principal, mientras que al MTN25 como complementaria. Pues bien, la corroboración de esta presunción será el segundo de los objetivos, análisis donde también entrará en liza el Catastro, tercera de las fuentes con las que trabajaremos. Como dijimos también, esta tercera fuente será manejada de manera restringida, pues sólo la utilizaremos para aquellos municipios de nuestra zona de estudio que únicamente posean una localidad. La razón de este uso parcial es el asegurarnos que los topónimos que se encuentren tanto en Catastro como en el MTN25 sólo puedan ser asignados a esta localidad (y no a otra del municipio), peligro que no se corre al usar Toponimia palentina, que sí hace la diferenciación de topónimos según localidades de un mismo municipio. De esta manera, podremos comprobar cuántos topónimos aportan, al corpus toponímico de una localidad (que, insistimos, coincidirá en este caso con el municipio completo), cada una de las tres fuentes consultadas, y con ello, lograr la jerarquización de su importancia.

Es de destacar que, según creemos, la metodología que aquí se plantea, y que se aplica únicamente a la toponimia apícola, sería extrapolable a todo tipo de estudios sobre la toponimia de la provincia de Palencia, siempre que utilizaran una, dos o las tres fuentes manejadas por nosotros.

Para facilitar la comprensión de la metodología descrita, vamos a exponer con detalle su aplicación a uno de esos municipios de nuestro ámbito territorial conformados por una única localidad: Polentinos. Localidad-municipio ubicado en La Pernía (Montaña Palentina), según Gordaliza y Canal (1993, 389) este macrotopónimo significaría «villa repoblada por naturales de Polientes, lugar de Valderredible, en Cantabria, donde a los naturales se les llama ‘polentinos’ y ‘vallucos’». Pues bien, el número de topónimos recogido, individualmente, por cada una de las tres fuentes es el siguiente: 41 en Toponimia palentina (Gordaliza Aparicio y Canal Sánchez-Pagín 1993, 389), 52 en el MTN25 y 71 en el Catastro.

Parece obvio afirmar que entre estos tres conjuntos de topónimos habrá intersecciones, es decir, elementos que se repiten en dos o en las tres fuentes, y exclusividades, topónimos que únicamente figuran en una de ellas. En efecto, para Polentinos estas cifras son las siguientes (en los tres casos, la recopilación que se hace incluye los nombres de pagos, parajes y montañas del municipio, obviándose hidrónimos y hodónimos o nombres de caminos; para una mejor comprensión de este listado se ha confeccionado la Figura 5):

NÚMERO TOTAL DE TOPÓNIMOS DE POLENTINOS: 116

Como se observa, de esta forma se consigue determinar (y recopilar) el número total de topónimos del municipio de Polentinos utilizando las tres fuentes y eliminando las repeticiones, que son 116.

La conclusión a la que llegamos con este análisis nos dice que la utilización en exclusiva de Toponimia palentina permite abarcar el 35% (41 de los 116) de los topónimos del municipio; pero si a ella le sumamos los resultados del MTN25, llegaríamos hasta el 63% (73 de los 116), mientras que si lo hacemos con los del Catastro, alcanzaríamos el 80% (93 de los 116).

Con la utilización conjunta del MTN25 y el Catastro la recopilación alcanzaría el 92% (107 de los 116) de los topónimos. Finalmente, si únicamente utilizáramos una de las tres fuentes, obtendríamos resultados poco aceptables, pues con el Catastro llegaríamos al 61% (71 de los 116), con el MTN25 englobaríamos al 45% (52 de los 116) y con Toponimia palentina, a un escaso 35% (41 de los 116)[23].

Paralelamente a esta evaluación de las fuentes de datos toponímicos utilizadas, realizaremos asimismo una comprobación, aunque muy limitada por referirse a un solo municipio (Báscones de Ojeda), del valor del MTN25 en la inventariación de los colmenares de caseta, mediante la comparación de los recogidos en esa fuente con los incorporados en el Catastro. Y finalmente, haremos una aproximación a la importancia que la toponimia apícola alcanza en el conjunto de los topónimos del ámbito de estudio, tanto para todo él como para cada una de las comarcas en las que puede dividirse el norte de la provincia de Palencia. En esta primera parte estudiaremos la toponimia del MTN25, así como la ubicación de colmenares de caseta en dicha cartografía, para dejar el resto de indagaciones para la segunda parte.

Las tradiciones apícolas en la toponimia del norte de Palencia

La toponimia apícola del norte de Palencia en el MTN25

Recordando lo dicho anteriormente, nos encontramos en el norte de la provincia de Palencia con dos concepciones de la apicultura tradicional. Por un lado, en la zona más septentrional, es decir, básicamente en la Montaña Palentina, aparecería una apicultura de asentamientos de colmenas, que en su inmensa mayoría serían dujos y que no agruparían a más de una docena de ellos, toda vez que el desarrollo de la actividad era en esta zona más montañosa secundario y destinado al consumo doméstico y al comercio a escala vecinal. Por el contrario, al sur de la Montaña la tradición apícola se inclinaría hacia la construcción de colmenares de caseta, con unas producciones más importantes que permitirían un comercio a mayor escala. Ambas tradiciones, como es evidente, no fueron compartimentos estancos en cada una de las dos zonas citadas, dándose en la zona montañosa colmenares de caseta, aunque muy puntualmente y de menor tamaño que los situados en tierras más al sur, y apareciendo también en las comarcas al sur de la Montaña Palentina asentamientos de dujos.

Nos preguntamos si esta diferente implantación de esas tradiciones apícolas, que hemos denominado apicultura del dujo y apicultura del colmenar, se refleja tan a las claras en la toponimia de la zona norte de la provincia de Palencia como lo hacen sobre el terreno. Es decir, si la aparición del topónimo dujo o sus variantes y sinónimos (que luego relacionaremos), es mayor en la zona norte palentina, identificando ubicaciones de dichos asentamientos o, alternativamente, zonas boscosas idóneas para la obtención de la materia prima necesaria para su fabricación (este segundo aspecto lo trataremos después)[24], y en el otro lado, si el topónimo colmenar y sus derivados y variantes es más utilizado al sur del ámbito de estudio, identificando aquellos lugares en los que existía una de estas construcciones.

Creemos importante añadir también que el no escrutar al completo las comarcas de La Vega, La Valdavia y La Ojeda, por sobrepasar las mismas el límite de las Hojas 131 a 134 del MTN50, no resta valor al análisis, pues lo que se pretende es observar la transición entre la Montaña Palentina, la zona más septentrional de la geografía provincial, y el resto de la provincia, tanto en lo referente a la distribución de la toponimia asociada a las dos tradiciones apícolas palentinas como a la existencia de colmenares de caseta en la zona más al sur (búsqueda que realizaremos en el siguiente subapartado). No obstante, sí que tendremos que tener especial cuidado a la hora de comparar, a través de esta fuente (MTN25), los resultados obtenidos para estas tres comarcas con los de la Montaña Palentina y La Peña, cuyos resultados sí que son totales por estar incluidas por completo en las hojas cartográficas revisadas.

Antes de iniciar la exposición de los resultados, y siguiendo las Normas sobre toponimia elaboradas por la Dirección General del Instituto Geográfico Nacional (2005, 95-96) para la cartografía MTN25, decir que podemos incluir a los topónimos con los que vamos a trabajar en las categorías de descriptivos, transparentes y tanto simples como compuestos. Así, son descriptivos pues «describen alguna particularidad del lugar mediante términos comunes que tienen significado», denominándoseles también primarios, pues «la forma primaria de dar nombre a un lugar se realiza mediante una descripción breve, motivada por alguna característica del lugar» (frente a ellos aparecen los topónimos nominativos o topónimos puros, los que nominan a un lugar con un nombre propio); son transparentes en tanto en cuanto «son comprendidos por las personas que conocen la lengua en que están expresados» (por contraposición a los topónimos opacos, «aquellos cuyo significado desconocemos al quedar ocultos por una evolución formal de los topónimos [–de tal manera que no los reconocemos–], por tratarse de palabras que han caído en desuso o por desconocimiento de la lengua en que fueron creados»); por último, los hay tanto simples, aquellos «formados por un solo término, sin contar el artículo, ya que se considera parte del nombre» (ejemplos: El Dujo, Colmenar, Los Colmenares), como compuestos, cuando «tienen dos o más términos y generalmente [están] formados por un genérico y un específico», donde el término genérico «indica la naturaleza o características del elemento geográfico denominado y el término específico el que lo identifica de manera particular» (ejemplos: Fuente del Dujo, Colmenar de Calle)[25]. Asimismo, y según diversos autores que dividen los topónimos en tres grandes familias, los geográficos, los socioeconómicos y los mentales o simbólicos, los que aquí se recogen se enmarcan dentro de la categoría socioeconómicos (como El Dujo o El Colmenar) y geográficos (Arroyo de la Fuente del Dujo o Alto del Colmenar de las Ánimas) (Tomé Fernández 2006:262)[26].

Y tras este largo pero creemos necesario preámbulo, es hora ya de pasar a la exposición de los resultados obtenidos. Comenzando por los topónimos encontrados relacionados con la apicultura, han sido estos en total 21, correspondientes a parajes, aunque también a otros elementos geográficos. Casi todos ellos (18 de 21) derivan de las dos palabras clave que estamos manejando en este artículo, es decir, dujo y colmenar, como se puede observar en la Tabla 3, donde se han recopilado agrupados por las zonas de Palencia consideradas (con indicación de las Hojas MTN25 en los que aparecen) y por la tradición apícola a la que se pueden asignar. Así, los topónimos relacionados con el término colmenar aparecen hasta en diez ocasiones, tanto de manera genérica («(El) Colmenar» y «(Los) Colmenares», en dos ocasiones, y «Socolmenares»[27]), como referidos a colmenares con nombres propios («Colmenar de Calle», «Colmenar Blanco», «Alto del Colmenar de las Huertas» y «Alto del Colmenar de las Ánimas»[28]; incluimos en este grupo el nombre de uno de los pueblos de La Ojeda, Colmenares de Ojeda[29]. Para facilitar la ubicación de estos topónimos apícolas del MTN25 en la geografía palentina, se incluye la Figura 6.

La otra familia de topónimos, los derivados del vocablo dujo, se compone de ocho elementos: «El Dujo» (en cuatro ocasiones), «Fuente del Dujo» (dos apariciones)[30], «Arroyo de la Fuente del Dujo»[31] y «Trasdeldujo» (ambas en una ocasión). A ellos habría que añadir los dos derivados de arna, sinónimo de dujo, «Arnillas» y «Arnales» (en este caso, ha de entenderse con un concepto diferente al burgalés, donde recordemos que nombraba a los característicos colmenares de roca allí existentes).

El topónimo restante es el denominado «Cuesta la Cera», que lo podemos considerar también relacionado con la apicultura, aunque no nos aporta información alguna sobre la tradición apícola a la que se puede referir[32]. Tampoco hemos considerado al topónimo «Hornillos», que aparece al sur de la localidad de Cozuelos de Ojeda (T.M. de Aguilar de Campoo; Hoja MTN25 0133c1), pues a pesar de denominarse con ese nombre, en algunas zonas de Burgos, Cantabria y Álava, a las colmenas que se embutían en huecos practicados en las paredes de las casas (hornilleras) para hacer un aprovechamiento desde la misma vivienda (Torres Montes 2008, 838), o incluso a los apilamientos de colmenas horizontales que formaban muros apiarios, no hemos encontrado en nuestra zona de estudio esta denominación en un contexto apícola[33].

Aunque las conclusiones las expondremos al final de este trabajo (en su segunda entrega), avanzaremos ahora alguna idea (como cada vez que incluyamos algún plano o tabla con los resultados de los análisis toponímico-cartográficos que vayamos generando). Así, de la observación de la ubicación de los topónimos en este primer plano (Figura 6) llama la atención dos concentraciones de topónimos: la de aquellos que indican apicultura del colmenar en La Ojeda, y la de los de apicultura del dujo en el extremo oriental de la Montaña Palentina, en la comarca de La Lora. También nos parece interesante analizar, aunque no profundizaremos demasiado en ello, en la ubicación territorial de estos topónimos en lo que se refiere a la exposición a los rayos de sol de los parajes que designan. Con ello, intentaremos comprobar si las exposiciones este-sureste-sur-suroeste, que consideramos las que mejor captan los rayos solares, y que como hemos visto eran mayoritarias para las fachadas principales de los colmenares, son también, en este caso, mayoritarias en los topónimos. Analizados los de la Tabla 3 según las ubicaciones con la que se representan en las Hojas MTN25 que estamos manejando, se llega a la conclusión de que, en un 60% de los casos (en concreto, 12 de los 20 topónimos que se han considerado en este análisis), designan parajes que se orientan hacia esas exposiciones solares. Por tanto, parece que los topónimos apícolas muestran una alta correlación con lugares en principio apropiados para el desarrollo de la actividad apícola, que en estas latitudes no sólo no huyen del sol, sino que lo buscan para mejorar las condiciones de vida de las abejas y, con ello, la producción de miel y cera. Resulta curioso además que esa relación entre exposición a los rayos del sol y topónimos es más descarada en aquellos que designan parajes relacionados con la apicultura del dujo, es decir, los topónimos que identificarían lugares en los que habría habido, en algún momento, asentamiento de colmenas: esto sucede en siete de los diez topónimos de este tipo encontrados.

Para concluir este subapartado, discutamos ahora la persistencia de estos topónimos en el territorio. ¿Sería posible hoy día estudiar la existencia sobre el terreno de aquellos elementos apícolas que sirvieron para bautizar los parajes que estamos tratando? Nos tememos que la respuesta es negativa, toda vez que, en el caso de los referidos a la apicultura del dujo, es muy poco probable que, a lo largo de las centurias, se hayan mantenido los parajes utilizados como asentamiento de dujos, pues esto habría requerido, además del mantenimiento de la actividad en sí, la inmutabilidad de los criterios seguidos tanto por los sucesivos apicultores que, a lo largo de los siglos, han ido sucediéndose en estas tierras, como del consentimiento de los propietarios de los terrenos para el asentamiento y de las características de la vegetación circundante, tan decisiva a la hora de la elección de la posada de colmenas por la necesaria cercanía de especies melíferas. Por otra parte, ya apuntamos arriba que los topónimos de esta familia podrían deberse también a la ubicación en el territorio al que nombran de masas boscosas apropiadas para la obtención de la materia prima de los dujos[34]. En este caso, y aun a pesar de que pensamos que en un territorio con abundancia de bosques (y en consecuencia de árboles muertos o huecos, la materia prima de los dujos) como el que estudiamos esta razón no debe buscarse como origen del topónimo, los cambios a veces profundos acontecidos en la cobertura forestal del territorio entre el momento en el que surgió el topónimo (también incierto) y la actualidad, dificultan, cuando no imposibilitan, la búsqueda de esa correlación.

Al respecto de la segunda de las familias de topónimos, es decir, la que identifica con un nombre propio a un colmenar, habría, en primer lugar, pensar en si la antigüedad de esta tipología constructiva es la suficiente como para haber podido influir en la configuración toponímica de esta u otras zonas. Pues bien, parece no haber duda en que los colmenares actuales tienen su precedente en las construcciones para este fin descritas por los tratadistas agrarios romanos (Columela sería el principal exponente), de los que a su vez derivarían los colmenares citados por nuestros tratadistas renacentistas (por ejemplo, Jaime Gil, en su Perfecta y curiosa declaración de los provechos grandes que dan las colmenas bien administradas de 1612) y perfectamente descritos desde el punto de vista constructivo el siglo siguiente (por ejemplo, en la obra de 1720 de Francisco de la Torre y Ocón Economía general de la Casa de Campo). Si tenemos en cuenta esto, parece evidente que la respuesta a la pregunta que nos hacíamos es afirmativa. No obstante, tampoco pensamos que el colmenar concreto que sirvió para nombrar al paraje permanezca aún en el territorio, sobre todo si tenemos en cuenta su construcción con unos materiales de escasa calidad, cuando no reaprovechados de otras construcciones, y su edificación, la mayoría de las veces, por los propios apicultores. Hemos de pensar más bien en el uso continuado por sucesivas generaciones de apicultores de un mismo territorio para un mismo fin, lo que habría hecho que perdurara en el tiempo el motivo del nombre del paraje[35].

Los colmenares del norte de Palencia en el MTN25

La revisión de las hojas del MTN25 a la búsqueda de topónimos apícolas fue aprovechada para la localización de los colmenares cartografiados en ellas, lo que no es baladí, pues su ubicación nos va a servir para corroborar esa distribución de la apicultura del colmenar que establecimos anteriormente. Sobre esta presencia García Barriga (2012, 357), en su estudio de los colmenares de la zona del Tajo Internacional en Cáceres, recuerda que la importancia de dichas edificaciones, por ser la fuente de la miel (producto esencial hasta la primera mitad del siglo xx al constituir el edulcorante más comúnmente utilizado en la gastronomía popular, así como en otras aplicaciones de tipo medicinal y cosmético), se plasma en la presencia de estos colmenares en la cartografía histórica levantada hasta entonces, mapas que suelen recoger la localización de numerosos de estos edificios mostrándolos como elemento económico y patrimonial al mismo nivel que molinos, fuentes, casas y pozos (en la segunda parte comprobaremos que, en nuestro caso, lo que hemos obtenido conduce a un análisis algo diferente).

Los resultados de esta segunda búsqueda los hemos plasmado en la Tabla 4, diferenciándolos por comarcas e indicando las localidades y las hojas MTN25 en las que se ubican, además de situarlos sobre el plano de la zona de Palencia objeto de este estudio (Figura 7). Se observa con claridad en este plano que el número de colmenares asciende de norte a sur; es más, en la Montaña Palentina tan solo aparece cartografiado un colmenar en Valoria de Aguilar, en el límite de La Lora con La Ojeda, si bien es cierto que hay algunos edificios en una zona que podríamos considerar tierra de nadie entre la Montaña Palentina y La Ojeda, como son los de Barrio de San Pedro y Foldada. Junto a esa ausencia, en el lado contrario es de destacar la acumulación de edificaciones que se da en La Ojeda, y más concretamente tanto en el extremo nororiental de la comarca, hacia la frontera con La Lora, como en su extremo oeste, hacia La Valdavia, dejando un pasillo central donde dichos colmenares no aparecen, según esta cartografía.

Pero, aparte de servir para establecer la anterior como una primera conclusión, lo que nos ha permitido esta nueva búsqueda es su integración con la de los topónimos del MTN25, lo que se consigue sumando los planos de las Figuras 6 y 7. Esto genera el plano de la Figura 8, en el que se puede comprobar que la concentración de topónimos de la apicultura del colmenar en La Ojeda se corresponde con una paralela acumulación de colmenares en la zona, llamando especialmente la atención la gran concentración de elementos de este tipo de apicultura (colmenares y topónimos asociados a ellos) que aflora en ese extremo oeste que antes citábamos. Es esta una zona de una considerable extensión carente de localidades, que en su mayor parte se corresponden con el denominado Monte Indiviso o El Indiviso[36]; a primera vista, se podría lanzar la hipótesis de que esa escasez de núcleos habitados facilitó la instalación de colmenares en estos parajes, lo que trajo también aparejada la multiplicación de topónimos que les hacían referencia.

Esta integración de resultados la hemos estudiado también desde el punto de vista de la distribución de ambos elementos (topónimos y colmenares), de norte a sur, lo que nos puede dar una idea, al menos teórica, de la variación en el espacio de la implantación de la apicultura en el norte de Palencia. Los resultados se exponen en la Tabla 5, en la que además de las hojas del MTN agrupadas en función del rango de latitudes (se entiende que todas Norte) y del número de topónimos y colmenares encontrados en las mismas, se determina un índice superficial que relaciona dicho número con la superficie palentina incluida en las respectivas hojas del MTN. Gracias a este índice se puede visualizar el bajo desarrollo que, según estos elementos, habría tenido en la Montaña Palentina (excepción hecha de La Lora, avanzamos ya) la apicultura tradicional, desarrollo que, sin embargo, ascendería con rotundidad nada más se abandonaban las tierras montañosas y se llega a los parajes más amables de La Peña y, sobre todo, La Ojeda y La Valdavia (para mejor comprensión de esta Tabla 5, se recomienda consultar la Figura 4).

Para exprimir aún más la posibilidad de obtener conclusiones a partir de los resultados obtenidos, hemos englobado dichos elementos (topónimos y colmenares del MTN25, obviando aquéllos que aparecen aislados del resto) para generar así un área de concentración de los mismos que, como hipótesis, la consideraremos como la de mayor importancia apícola del ámbito territorial estudiado; es lo que se ha plasmado en la Figura 9, realizada a partir de la concentración de elementos de la Figura 8.

Para concluir, y con respecto a esta aparición de colmenares en el MTN, se podría pensar que, conforme las técnicas apícolas modernas iban llegando a la zona y los colmenares tradicionales iban abandonándose primero, y convirtiéndose en ruinas después, su desaparición física sobre el terreno se trasladaría a las versiones del MTN que se iban editando. Ello supondría, en definitiva, que quizás en las primeras ediciones de las hojas de la zona de dicho mapa topográfico aparecieran más colmenares que en las actuales. Esta hipótesis nos llevó a buscar estos edificios en las más antiguas ediciones del MTN50 disponibles (del MTN25 no tenemos ediciones anteriores), que se pueden agrupar en dos franjas temporales, la de las décadas 1930–1940 y la de la década de 1970[37]. Pues bien, tras esta revisión se comprobó que apenas se habían producido desapariciones de colmenares en las hojas actuales con respecto a las anteriores. En concreto, las localizadas fueron cuatro, todos en la Montaña Palentina: un colmenar en las cercanías de la localidad de Camporredondo de Alba (Hoja 0106-Camporredondo de Alba; el colmenar aparece en la 1ª Edición de 1935, para no aparecer ya en las posteriores); y tres colmenares en las cercanías de la localidad de Cenera de Zalima, desaparecidos, junto a la localidad, bajo las aguas del Embalse de Aguilar, construido hacia 1963 (Hoja 0133-Prádanos de Ojeda/Aguilar de Campoo; figuraban en la 1ª Edición de 1927, desapareciendo en las posteriores por la circunstancia comentada). Como dato curioso, decir que el único colmenar encontrado en el MTN actual en la Montaña Palentina, el colmenar de Valoria de Aguilar, sólo aparece a partir de la 3ª Edición de la Hoja 0133 del MTN50, edición de 2007, no figurando en las anteriores (parece lógico pensar que no por haberse construido en esta última fecha, sino por no haberse cartografiado hasta entonces).

En la segunda parte se indagará en los topónimos apícolas recopilados para nuestro ámbito de estudio por Gordaliza Aparicio y Canal Sánchez–Pagín en su obra Toponimia palentina (1993), así como aquellos que aparecen en el Catastro actual y en el del Marqués de la Ensenada, aunque sólo de modo teórico. También evaluaremos las fuentes toponímicas utilizadas, finalizando con las conclusiones obtenidas al respecto de algunos de los temas tratados en nuestro trabajo.




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Notas

[1]Según el relato mítico del historiador romano Justino, Gárgoris, rey de Tartesos hacia el 1 000 a.C., fue el descubridor de la recolección de la miel, describiendo su aprovechamiento y enseñándoselo a su pueblo, razón por la que será apodado como El Melícola (Julio Caro Baroja, Los Pueblos del Norte, Segunda Edición –San Sebastián: Editorial Txertoa, 1973–, 290; Guzmán Álvarez, en Luis Méndez de Torres, Tratado Breve de la Cultivación y Cura de las Colmenas. Ordenanzas de Colmenería de la Ciudad de Sevilla y su Tierra. 1586 –Sevilla: José Guzmán Álvarez y Consejería de Agricultura y Pesca de la Junta de Andalucía, 2006–, 18-19; Fidela Pérez Castro, Los colmenares antiguos en la provincia de León - León: Caja España, 1994-, 17).

[2]Indudablemente el más expresivo de estos nombres de localidades es el de Colmenar (y sus derivados), del que, según el Nomenclátor del INE (2022), hay hasta 13 representaciones en España, a saber: Colmenar de la Sierra, en Guadalajara; Colmenar del Arroyo, Colmenar de Oreja, Colmenar Viejo y Colmenarejo, en Madrid; Colmenar, Colmenarejo y El Colmenar, en Málaga; El Colmenar, en Murcia; Colmenares de Ojeda, en Palencia; Colmenar Alto y Colmenar Bajo, en Gran Canaria; y Colmenar de Montemayor, en Salamanca. Ampliaremos la información sobre este topónimo mayor cuando abordemos el que nos compete en este artículo, el de la palentina Colmenares de Ojeda.

[3]Una relación de referencias bibliográficas a topónimos apícolas en las distintas geografías y lenguas de España la recoge este autor en su trabajo (Julio Concepción Suárez, «Toponimia de las abeyas entre los pueblos de Lena», Boletín del Instituto de Estudios Asturianos 135 -1990-: 620-621, 623-624).

[4]En las Normas para el uso de la toponimia en el MTN25 se expone de manera sencilla la problemática a este respecto. Así, cita la definición que da de «toponimia» el Diccionario de la Real Academia Española: «[el] estudio del origen y significación de los nombres propios de lugar», aunque también la aportada por el filólogo Fernando Lázaro Carreter en su Diccionario de términos filológicos, según el cual la toponimia sería la «rama de la Onomástica destinada al estudio de los nombres de lugar», es decir, el «estudio de los topónimos en su sentido más amplio, sin dar prioridad a la etimología o procedencia de los nombres». Sin embargo, continúan las Normas diciendo que «[t]ambién se denomina toponimia al conjunto de los nombres de lugar de una determinada región», y que «[p]or este motivo, hay autores que prefieren utilizar el término toponomástica para referirse a la disciplina del estudio de los topónimos, como una parte de la Onomástica (ciencia que estudia los nombres propios), reservando el de toponimia sólo para el conjunto de nombres de lugar» (Dirección General del Instituto Geográfico Nacional, Toponimia: Normas para el MTN25. Conceptos básicos y terminología, Publicación Técnica núm. 42 -Madrid: Ministerio de Fomento, 2005-, 95).

[5] Las colmenas de cuadros móviles, que iban proliferando en Europa y EE.UU. desde mediados del siglo xix, no comenzaron a ser mayoría en España hasta bien entrado el siglo xx (Anna María García Codina, La Apicultura en la provincia de Guadalajara. Del Antiguo Régimen a la Modernidad, Universitat Rovira i Virgili – Barcelona–, Tesis doctoral 2017: 216-218). En ellas se colocan cuadros extraíbles, formados por un marco de madera con una lámina de cera prefabricada con el inicio de la celdilla, en los que las abejas fabrican esas celdillas para depositar la miel; esto permite la extracción del cuadro para obtener el producto (lo que se denomina castrado o catado de las colmenas), y una vez limpio, volver a colocarlo en la colmena. Por el contrario, en las colmenas tradicionales (del tipo fijista, por contraposición a las anteriores, del tipo movilista), las abejas fabrican su propio panal adherido a sus paredes; de ahí que haya que extraer completo el panal y que las abejas tengan que empezar de cero la elaboración de uno nuevo, al contrario que en las movilistas, donde las abejas se encuentran con el trabajo bastante avanzado como hemos dicho, lo que redunda en un aumento de la producción.

[6] Por ejemplo, en tierras albaceteñas y a partir del siglo xviii, la sustitución de los dujos de encina o de las colmenas cilíndricas de esparto trenzado por estas de corcho facilitó las operaciones de transporte (una montura podía transportar quince colmenas de corcho, en lugar de cinco de esparto), por lo que los apicultores, aun a pesar de su mayor coste (el corcho había que traerlo de Castellón o de Sierra Morena), las preferían por conseguir con ellas una mayor producción apícola al posibilitar la trashumancia en busca de las floraciones de temporada (con los otros tipos de colmena, era ésta una práctica minoritaria debido a la dificultad de su transporte) (Guy Lemeunier, «La apicultura en Francia y España entre los siglos xviii y xix», Historia Agraria 54 -2011-:21 y 35).

[7] Otro tipo de colmenas en la tradición apícola española, inexistentes en nuestra zona de estudio, eran las de cestería (fabricadas a partir del trenzado de mimbre, esparto, zarzamora, caña u otras especies vegetales y su posterior recubrimiento exterior con una mezcla de barro, paja, boñiga, yeso o ceniza; abundaban allí donde los terrenos forestales eran más escasos), las colmenas cerámicas (poco extendidas quizás por su incapacidad para amortiguar las temperaturas exteriores tanto en verano como en invierno) y las de yeso o barro empajado para adaptarlas en colmenares de caseta.

[8] En la actualidad en la Montaña Palentina se produce una miel de gran calidad fruto de una gama de especies de flora melífera muy singular (pertenecientes principalmente a las familias Ericáceas, Rosáceas, Leguminosas y Labiadas), que encuentran aquí su hábitat gracias a las características orográficas (presencia de cumbres y valles) y climatológicas (importantes precipitaciones en forma de nieve, elevada pluviometría y corto periodo de sequía estival), y a la diversidad de medios ecológicos presentes (diferentes altitudes, exposiciones y edafologías). A ello se podría unir el particular sistema de explotación apícola, donde la mayor parte de las colmenas son fijas (no trashumantes), lo que generaría no solo la calidad de esta miel, sino su considerable homogeneidad entre todas las producidas por los distintos municipios de la zona (datos al respecto: el 91% de las explotaciones, que acogen al 68% de las colmenas, son fijas). Un indicador de esta calidad sería el que la mayor parte de la producción de miel se exporte a Alemania y Francia (Julia Miguel Garrido, Estudio justificativo para el reconocimiento de la Denominación de Origen Protegida (D.O.P.): “Miel Montaña Palentina-Las Loras”, Universidad de Valladolid: Trabajo Fin de Máster –Curso 2014/2015–: 5, 11, 15, 23-27).

[9] Los dujos solían fabricarse con las especies arbóreas propias de cada región española y que, a la vez, mostraran más aptitud para el fin; así, hemos encontrado citas de dujos de castaño, roble, rebollo, encina, olmo, álamo, chopo, tejo, fresno, haya, cerezo o sauce. Y aunque algunos tratadistas españoles se inclinaban por especies concretas para fabricarlos, con los conocimientos apícolas actuales se sabe que el material con el que se fabrique el dujo, siempre y cuando cumpla unos requerimientos mínimos, no tiene ninguna influencia sobre el comportamiento de las abejas (Francisca Padilla Álvarez, «Los conocimientos apícolas del Hermano Francisco de la Cruz», Cuadernos de etnología de Guadalajara 34 -2002-: 32).

[10] Según Jerónimo Molina García («Nuevo tipo cerámico en el ajuar ibérico: embudo para miel (Consideraciones arqueológico-etnográficas)», Murgetana 78 -1989-:14), tradicionalmente se ha denominado abejas de saetía, «como si de otra estirpe se tratara», aquellas que se ven castigadas por el frío y el viento, lo que las hace iracundas, agresivas e intratables, conducta que acentúan además tras la operación de castrado de las colmenas. De ahí que se hayan siempre evitado las exposiciones al norte, las zonas umbrías y llanas y los lugares azotados por el viento.

[11] En nuestro estudio de campo de los colmenares del norte de Palencia, hemos observado un grado de aprovechamiento de las fachadas principales muy similar, arrojando la mayor parte de los colmenares estudiados un índice de ocupación de las fachadas de 2-3 colmenas/m2 fachada o 3-4 colmenas/m longitudinal de fachada.

[12] A grandes rasgos, podríamos dividir los tipos de colmenares españoles en tres grupos: colmenares de caseta (como los palentinos), colmenares murados (recintos cercados con muro de piedra en cuyo interior se ubican las colmenas en forma de asentamiento, grupo en el que se encuadrarían los citados cortines) y un tercer grupo, que acogería a las tipologías minoritarias particulares de territorios más o menos extensos (como los arnales de peña y las banqueras aragonesas, las tejavanas del norte de Castilla o las hornilleras de roca burgalesas o zaragozanas).

[13] Para Gonzalo Ortega Aragón («Sociedad y transmisión oral en la toponimia menor palentina», Publicaciones de la Institución Tello Téllez de Meneses 78 -2007-: 19), estos topónimos menores, «íntegros y genuinos o desfigurados por la transmisión oral u otras circunstancias, encierran mucha historia social, mucha sociología local, y aportan excelentes materiales para entender la vida y la evolución de los pueblos. Podemos, por tanto, decir que la toponimia menor es un sustancial auxiliar de la historia, sobre todo de la historia local y provincial» (en dos párrafos en el original).

[14]Concluye la autora al final de su artículo afirmando que «[l]a permanencia de estos topónimos a lo largo de mil años está vinculada a la vigencia de las estructuras agrarias y las unidades de explotación a las que designan, una ordenación del espacio que se gesta en el periodo medieval y que, a grandes rasgos, se ha mantenido hasta el siglo xx», aunque los cambios en todos los órdenes que se están viviendo en el mundo rural (abandono o cambio de las actividades y técnicas agrícolas tradicionales, despoblación) «suponen la pérdida de funcionalidad de dichos topónimos, de ahí que en un corto periodo de tiempo estén condenados a la desaparición» (Margarita Fernández Mier, «La toponimia como fuente para la historia rural: la territorialidad de la aldea feudal», Territorio, Sociedad y Poder 1 -2006-: 50). Sobre esta antigüedad de los topónimos en el norte de España, Ballesteros Arias et al («Por una arqueología agraria de las sociedades medievales hispánicas. Propuesta de un protocolo de investigación», en Por una arqueología agraria. Perspectivas de investigación sobre espacios de cultivo en las sociedades medievales hispánicas, ed. Helena Kirchner –Oxford: BAR International Series 2062, 2010–,191) subrayan que con la documentación escrita es posible demostrar que gran parte de los topónimos se remonta a la época medieval, poniendo el ejemplo de Asturias, donde «el 95% de los topónimos mencionados en la documentación medieval y moderna se conserva en la actualidad designando el mismo predio».

[15] Este problema no afectará en demasía a nuestro estudio, pues no nos interesa la ubicación exacta de los topónimos en el territorio, sino su localización en una u otra localidad o, incluso, en una u otra comarca del norte de Palencia.

[16] Para Fernando Arroyo Ilera («Creciente interés geográfico por la toponimia», Estudios Geográficos Vol. LXXI, Núm. 268 -2010-: 300), «desde antiguo la Toponimia, o mejor la Toponomástica, ha sido una disciplina preferentemente filológica, en cuanto en el estudio de todo topónimo ha prevalecido los problemas del nombre respecto a los del lugar»; de ahí que a la tarea de «recuperar el sentido inicial del topónimo», se dedicaran «los más prestigiosos lingüistas y filólogos de nuestro país, desde Menéndez Pidal a Corominas».

[17] En este sentido, las normas para el uso de la toponimia en el MTN25, publicadas por la Dirección General del Instituto Geográfico Nacional (Toponimia: Normas para el MTN25. Conceptos básicos y terminología, Publicación Técnica núm. 42 –Madrid: Ministerio de Fomento, 2005–, 31-32), indican que «a través de la toponimia podemos conocer muchas palabras que cayeron después en desuso en el lenguaje común», por lo que se hace importante conservar la distinta terminología empleada por las distintas gentes para la preservación de «la riqueza léxica de nuestro país», convirtiéndose así los topónimos en «un archivo de las diferentes hablas, dialectos y lenguas de España a través de la historia». Sobre esto, son muy esclarecedoras las palabras de Ramón Menéndez Pidal: «La toponimia no es sólo la historia de los nombres propios más usuales en un idioma, pues encierra, además, un singular interés como documento de las lenguas primitivas, a veces los únicos restos que de algunas de ellas nos quedan. Los nombres de lugar son viva voz de aquellos pueblos, desaparecidos, transmitida de generación en generación, de labio en labio, y por tradición ininterrumpida llega a nuestros oídos en la pronunciación de los que hoy continúan habitando el mismo lugar, adheridos al mismo terruño de sus remotos antepasados; la necesidad diaria de nombrar ese terruño une a través de los milenios la pronunciación de los habitantes de hoy con la pronunciación de los primitivos» (citado por Antonio Martín Corona, «Aportación a la toponimia palentina», en Actas del I Congreso de Historia de Palencia (Castillo de Monzón de Campos, 3-5 de Diciembre de 1985), Tomo IV, 285-293 -Palencia: Excma. Diputación Provincial de Palencia, 1987-, 285).

[18] El lingüista Llorente Maldonado (citado por Hermógenes Perdiguero, «Toponimia de la Ribera del Duero (Burgos) (I)», Biblioteca: estudio e investigación 9 -1994-:105) considera al estudio de la toponimia como una ciencia interdisciplinar por necesitar la lingüística de la Historia, la Geografía, la Geología o la Botánica para fundamentar sus explicaciones, a la vez que las explicaciones lingüísticas pueden servir a estas disciplinas.

[19] Al respecto de estos tres enfoques últimamente citados dicen Joan Carlos Membrado Tena y Emilio Iranzo García («Los nombres de lugar como elementos evocadores del paisaje histórico. Análisis de la toponimia de los núcleos de población de la cuenca del Vinalopó», Investigaciones Geográficas 68 -2017-: 192): «El análisis de grandes conjuntos de topónimos está vinculado a la sociolingüística. La psicolingüística destaca que un topónimo es un signo lingüístico y como tal de interés para la semiótica. La toponimia puede ser estudiada también como la expresión de una percepción de un lugar, lo que la relaciona con la psicología social». En general, y recogiendo las palabras de Ernest Querol, los citados afirman que «la casuística que encierra la toponimia es tan variada que hay infinitas maneras de abordarla, sin que ninguna deba prevalecer sobre el resto», si bien sus pilares fundamentales son la historia, la geografía y la lingüística: «La lingüística es una ciencia clave para elucidar el origen semántico de los topónimos (…), pero sin un conocimiento previo del contexto geográfico e histórico de nuestro caso de estudio, el desciframiento de un topónimo puede ser mucho más costoso e incluso puede dar lugar a equívocos» (Joan Carlos Membrado Tena y Emilio Iranzo García, «Los nombres de lugar como elementos evocadores del paisaje histórico. Análisis de la toponimia de los núcleos de población de la cuenca del Vinalopó», Investigaciones Geográficas 68 -2017-: 192 y 204). La parte introductoria del trabajo de ambos autores es una buena aproximación a la variedad y complejidad de esta ciencia toponímica.

[20]Sobre esta fuente directa los autores plantean la siguiente interesante reflexión. «Los nombres de lugares, fuentes, caminos, valles y hondonadas, prados, casas y términos se han transmitido de padres a hijos sin interrupción. Más o menos arcaicos, nunca han sido la letra muerta de un documento. Han tenido la garra del uso diario, la fuerza que dan al nombre el uso vital y el trabajo de cada jornada, el sentir y el vivir de una persona. Por eso su conservación ha sido más fiel que las dudosas fuentes clásicas y literarias que citan nombres de modo impreciso y donde el autor, muchas veces extranjero, no ha estado nunca». Interesante es también la definición que hacen de la materia: «La Toponimia es el estudio de los nombres propios de lugar. En este sentido se opone al conjunto de otros nombres de objetos, seres vivos o nombres abstractos. Su objeto es descubrir el sentido original de esos nombres, poner en claro su génesis y desarrollo y aportar, tanto a la Historia como a la Lingüística, una serie de informaciones que permitirán construir hipótesis a partir de una base muy segura. De las más seguras, porque los nombres de lugar no se dejan influenciar por el poder de los magnates de turno y porque permanecen indefinidamente, subsistiendo a los grandes cataclismos históricos e incluso a las lenguas que se suceden unas a otras» (F. Roberto Gordaliza Aparicio y José María Canal Sánchez-Pagín, Toponimia palentina -Palencia: Caja España, 1993-, 12).

[21] Otro asunto distinto es la utilización de este Catastro de la Ensenada para el estudio de la apicultura española del siglo xviii (haciendo referencia al tema que nos ocupa). En efecto, siguiendo la máxima de Ensenada «Conocer antes de reformar», su obra pretendía un diagnóstico de la situación de la agricultura y la ganadería castellanas como paso previo a la imposición de las reformas ilustradas que debían de sacar de su postración al agro español. Los datos con este fin recopilados son una fuente impagable e insustituible de la que se pueden extraer valiosos conocimientos sobre el estado de la apicultura en el siglo xviii español, así como del resto de las actividades económicas de las que trata (Anna María García Codina, La Apicultura en la provincia de Guadalajara. Del Antiguo Régimen a la Modernidad, Universitat Rovira i Virgili –Barcelona-, Tesis doctoral 2017: 242).

[22] Referenciada al Datum Europeo ED50; en las ediciones del MTN25 posteriores a 2010, la latitudes se determinan en función del Datum ETRS-89, por lo que esta latitud del borde sur de nuestro ámbito será 42º40’00”. Por ser de más fácil relación hemos utilizado para esta delimitación el MTN50 en lugar del MTN25. Para la equivalencia MTN50-MTN25, ver la Figura 4.

[23] Estos resultados parecen contradecir lo dicho anteriormente sobre la consideración de Toponimia palentina como fuente principal de datos toponímicos. Sin embargo, y aunque sea adelantar resultados (se exponen en la Tabla 11, en la segunda entrega de este trabajo), la importancia de las fuentes utilizadas en lo que se refiere al acaparamiento de los topónimos de un municipio (de los de una única localidad), según nuestro análisis, eleva a Toponimia palentina al primer lugar (recopilación del 59% de los topónimos de un municipio), seguida del Catastro (54% de los topónimos) y el MTN25 (43%). Polentinos es pues, una excepción a la regla expuesta.

[24] Para Hermógenes Perdiguero («Toponimia de la Ribera del Duero (Burgos) (III)». Biblioteca: estudio e investigación 12 (1997): 278), y particularizando para el caso de Roa de Duero, el topónimo dujo señalaría «a una zona donde se colocaban las colmenas».

[25] Para Hermógenes Perdiguero («Toponimia de la Ribera del Duero (Burgos) (II)», Biblioteca: estudio e investigación 10 -1995-: 234), la fusión de dos nombres para dar lugar a topónimos compuestos es el mecanismo, junto al de derivación, más frecuente en la toponimia menor.

[26] Los topónimos geográficos y socioeconómicos tendrían un carácter descriptivo y podrían considerarse como «topónimos de uso», al contrario que los mentales o simbólicos (personajes, acontecimientos históricos etc.), que normalmente se corresponden con los «topónimos de decisión», aunque, evidentemente, hay excepciones a esta generalización. Asimismo, los topónimos socioeconómicos reflejan un universo social que integraría las etimologías provenientes de la vida comunitaria, la composición poblacional y las actividades económicas, de tal manera que su estudio puede servirnos para explicar la división funcional del espacio en un pasado más o menos remoto (Sergio Tomé Fernández, «La toponimia urbana de barrios en Castilla y León», Estudios Geográficos LXVII, Núm. 260 -2006-: 262 y 272). Aunque es adelantar resultados, diremos que, con base a los topónimos encontrados en la Cartografía MTN25, el 57% (12 de 21) de los topónimos apícolas encontrados en nuestro ámbito de estudio se pueden encuadrar dentro de los socioeconómicos, mientras que el restante 43% (9 de 21) lo haría en los geográficos (Tabla 3). Si consideramos la obra de Gordaliza Aparicio y Canal Sánchez–Pagín Toponimia palentina (1993), los resultados se igualan de manera casi perfecta: 51% de topónimos geográficos (43 de 84) y 49% de socioeconómicos (41 de 84) (ver la Tabla 6 de la segunda parte de este artículo). En ninguna de las dos contabilizaciones se han computado los topónimos dudosos).

[27] Los topónimos precedidos de la preposición so indican «bajo, debajo de», utilizándose para la identificación de lugares «debajo de» algún elemento del territorio, que en nuestro caso parece sería algún pago con varios colmenares que, por lo que hemos podido comprobar, hoy habrían desparecido. Esta utilización de la preposición so es una imagen toponímica muy repetida en todos los territorios españoles (Emilio Nieto Ballester, «Maroto, manotera, salmerón: aportaciones de toponimia española a propósito de la expresión de loma», Revista de Filología Española LXXXII, Núms. 3–4 –2002–:308).

[28] Pérez Castro (Los colmenares antiguos en la provincia de León-León: Caja España, 1994-, 14) refiere una tradición para algunos pueblos de León en los que existía el denominado Huerto de Ánimas, normalmente propiedad de la Iglesia pero que explotaban los vecinos del pueblo; las rentas obtenidas de las colmenas aquí existentes se destinaban a sufragar misas por las ánimas y los difuntos del lugar. Este Colmenar de las Ánimas de Báscones de Ojeda posiblemente tuviera el fin comentado, sobre todo a la luz de lo que nos dice Gonzalo Ortega Aragón («Sociedad y transmisión oral en la toponimia menor palentina», Publicaciones de la Institución Tello Téllez de Meneses 78 -2007-: 9) y Francisco Molina Díaz («La toponimia como medio de información geográfica: el caso de los fitotopónimos», Biblio 3W Vol. XVII, núm. 982 -2012-) al respecto de los topónimos De las Ánimas, que definen terrenos o propiedades, como pudiera ser este caso, que pertenecieron a la Cofradía de las Ánimas del lugar, cuyo piadoso fin era interceder mediante la oración por las almas de los difuntos que se encontraban en el Purgatorio. Por su parte, Ramos Díez (Brisas de mis montañas leonesas. Tradiciones y costumbres de mi pueblo Velilla de Guardo –Buenos Aires, Argentina: Edición del autor, 1940–, 232) da cuenta para Velilla del Río Carrión, en Fuentes Carrionas, de las «tierras de las Ánimas», que eran «legadas por almas piadosas» para pagar al campanero para «que ningún día se omitiera el toque por las Almas del Purgatorio», trabajo «que bien merecía una recompensa», pues tanto en verano como en invierno «hiciera sol o cayeran rayos con nieve o con agua y granizo, tenía que cumplir con su misión a las nueve de la noche y a las cuatro de la mañana»; y en el mismo sentido, Luis Manuel Mediavilla de la Gala («Actitudes y manifestaciones populares frente a la muerte, en la comarca de ‘La Peña’ (Palencia)», Revista de Folklore 292 -2005-:140-141), para el cercano pueblo a Báscones de Ojeda de Recueva de la Peña, da cuenta de una fundación que hundía sus raíces hacia la mitad del siglo xvii y que destinaba las rentas de los productos de una finca, conocida como «Tierra de las Ánimas», a «hacer tocar la campanilla de las ánimas a las noches» por las calles de la localidad, como modo de recordar a los vecinos el rezo en sufragio por las almas de los difuntos del pueblo. Podría encuadrarse por tanto este topónimo dentro de los hagiotopónimos, «nombres de Santos o cosas santas convertidos en nombres de lugares», incluyendo «tanto a las personas denominadas canónicamente santas, como a las cosas, instituciones, edificios que por su origen eclesiástico o destino religioso admitan en sentido amplio esta calificación» (Luis López Santos, citado por Antonio Martín Corona, «Aportación a la toponimia palentina», en Actas del I Congreso de Historia de Palencia (Castillo de Monzón de Campos, 3-5 de Diciembre de 1985), Tomo IV, 285-293 –Palencia: Excma. Diputación Provincial de Palencia, 1987–,292).

[29] Perteneciente al municipio de Dehesa de Montejo, Gordaliza y Canal (Toponimia palentina –Palencia: Caja España, 1993–, 270 y 376), después de indicar que en los Becerros aparece con la misma grafía y que «[l]as colmenas y dujos son hoy todavía abundantes», asignan como significado del nombre de esta localidad «El lugar de las colmenas» (que se completaría con el significado de Ojeda, que los mismos autores hacen provenir de Fogeda, es decir, hoyeda, lugar de hoyos, «como el paisaje nos lo demuestra con sus ondulaciones»). Sobre las localidades cuyo nombre es este de Colmenares, aunque en los contextos geográfico de la mitad meridional de España y temporal de su repoblación tras la Reconquista, José Sánchez Benito («Datos sobre la organización de la producción apícola castellana en la Baja Edad Media», Estudis d’Historia Economica 1 -1989-:12-13) afirma que suelen tener su origen en las casas de los colmeneros que surgían en torno a ellos, y hacia las que se orientaba el paso de las gentes, lo que terminó por convertir estos lugares en ventas y, durante los dos últimos siglos de la Edad Media, en aldeas; por ello, concluye el autor que, por esta razón, «hemos de ver también en la apicultura un factor de ocupación y, por tanto, de organización social del monte».

[30] Este topónimo es relativamente común en la toponimia palentina (también como «Fuentedujo»), designando a aquellos manantiales en los que se introducía un dujo para facilitar que manara el agua (F. Roberto Gordaliza Aparicio y José María Canal Sánchez–Pagín, Toponimia palentina –Palencia: Caja España, 1993–, 471); también lo explica así J.M. González para la toponimia asturiana (citado por Julio Concepción Suárez, «Toponimia de las abeyas entre los pueblos de Lena», Boletín del Instituto de Estudios Asturianos 135 -1990-: 1990:627). En efecto, según la recopilación hecha por nosotros para este trabajo a partir del corpus toponímico de Gordaliza y Canal, «Fuente (del) Dujo» es el segundo más numeroso de los topónimos apícolas recopilados para nuestra zona de estudio, con un total de 8 apariciones sobre los 77 topónimos recopilados. Como veremos, el más abundante es el conjunto «(El/Los) Dujo(s)», con 13 elementos. Sobre la forma «Fuentedujo», decir que es uno de los ejemplos que nos encontramos (junto con «Trasdeldujo») del proceso de formación de topónimos denominado aglutinación, «unión de dos o más elementos formando una sola y nueva unidad morfológica», frecuente en toponimia, «como consecuencia de la tendencia a acortar las palabras en el lenguaje oral» (Dirección General del Instituto Geográfico Nacional, Toponimia: Normas para el MTN25. Conceptos básicos y terminología, Publicación Técnica núm. 42 – Madrid: Ministerio de Fomento, 2005–, 23–24). Por su parte, los topónimos «Fuente Dujo» y «Fuente del Dujo» han de considerarse similares, siendo el primero producto de la omisión de la contracción «del», transformación ésta muy común en la toponimia española al ser dicha omisión común en el lenguaje hablado; no obstante, desde el punto de vista lingüístico se considera más correcto la forma completa del topónimo (Dirección General del Instituto Geográfico Nacional, Toponimia: Normas para el MTN25. Conceptos básicos y terminología, Publicación Técnica núm. 42 –Madrid: Ministerio de Fomento, 2005–, 28-29). Por último, según Emilio Nieto Ballester («La toponimia de las fuentes en España: una nota sobre algunos resultados del lat. fonte», Revista de Filología Española LXXX, Núms. 3-4 -2000-:395) en la toponimia española son constantes las referencias a fuentes, pudiéndose afirmar que todas las capas lingüísticas históricas de nuestro país muestran manifestaciones toponímicas de este elemento, independientemente de la antigüedad de dicha capa lingüística; para Marina García Fernández («Algunos hidrónimos en la toponimia de Saldaña, Palencia, en Actas del III Congreso de Historia de Palencia (30 y 31 de Marzo y 1 de Abril de 1995), Tomo IV, 249-264 –Palencia: Excma. Diputación Provincial de Palencia, 1995–, 254), ello se debe «a la importancia de los manantiales como elementos determinantes para la instalación de poblados, o cuando menos para la identificación de los terrenos que las rodean».

[31] Los hidrónimos compuestos formados a partir de arroyo suelen referirse, en la toponimia palentina, al nombre del animal que en él habitan, a las características del terreno o al de algún lugar que atraviesan, como en este caso (Antonio Martín Corona, «Aportación a la toponimia palentina», en Actas del I Congreso de Historia de Palencia (Castillo de Monzón de Campos, 3–5 de Diciembre de 1985), Tomo IV, 285–293 –Palencia: Excma. Diputación Provincial de Palencia, 1987–, 289).

[32] El microtopónimo cuesta puede nominar, bien un camino que atraviesa una pendiente, bien un terreno en pendiente. «En su origen significó costilla y costado o lado, para después pasar a designar el costado o ladera de una montaña y, en definitiva, a cualquier superficie inclinada» (Dirección General del Instituto Geográfico Nacional, Toponimia: Normas para el MTN25. Conceptos básicos y terminología, Publicación Técnica núm. 42 –Madrid: Ministerio de Fomento, 2005–, 119 y 123). En cuanto a cera, Pascual Riesgo Chueca («Formas del parcelario: su huella en la toponimia menor», Ería 94 –2014–:197) anota que en Castilla y León algunos topónimos La cera procederían de la simplificación, por etimología popular, del topónimo La acera, que a su vez provendría del término facera, tierra labrantía cercana al casco de un pueblo a menudo adyacente a sus casas (Facera >> La acera >> La cera). En el presente caso, para el término «Cuesta» nos inclinamos por la acepción para definir la ladera de una montaña, en concreto la que tiene por cima el pico La Horca (951 msnm), entre Barrio de Santa María y Puebla de San Vicente, dos de los tres barrios que conforman la localidad de Becerril del Carpio; y en cuanto a «La Cera», nos parece poco probable de que se utilizara este término para definir una facera de Barrio de Santa María, tanto por la escasa entidad del núcleo como, sobre todo, la existencia de zonas aparentemente mejores para ese fin en las cercanías del mismo que la ubicación de la Cuesta la Cera (Hoja MTN25 0133c4). Por lo anterior, consideramos este topónimo como apícola.

[33]En este sentido, Gordaliza Aparicio y Canal Sánchez-Pagín (Toponimia palentina –Palencia: Caja España, 1993–, 49) le dan a la localidad palentina de Hornillos de Cerrato, ubicada en esta comarca, el significado de «los pequeños hornos del Cerrato». Con este significado de construcción para fabricar algo mediante calor, ya sea carbón, cal o industria del vidrio, lo recoge Nieto Ballester (Breve diccionario de topónimos españoles –Madrid: Alianza Editorial, 1997–, 189-190) bajo la entrada «Hornos», entre cuyas localidades aparece citada esta de Hornillos de Cerrato. A pesar de ello, los derivados del nombre horno serán considerados en este estudio como de dudosa adscripción al tema apícola, dejando así una puerta abierta a un futuro cambio de opinión que se produciría si aparecieran noticias o informaciones que lo provocaran.

[34] Julio Concepción Suárez, en su trabajo sobre la toponimia apícola de los pueblos de Lena en Asturias, asegura que tanto los lugares apropiados para el asiento de colmenas como la localización de «montes de arbolado que por su calidad producían troncos adecuados para fabricar truébanos [dujos]», provocaban el que se nombrara a determinados parajes con sustantivos propios de la toponimia de las abeyas, que principalmente se derivaban en esas tierras asturianas de arna y de truébano, los nombres locales de lo que nosotros denominamos dujo; incluso los derivados de la segunda voz «hacen pensar (al otear el terreno) en determinadas zonas estratégicamente adecuadas para la captura, recría, localización, seguimiento o alimentación de abeya». Resulta curioso que la voz truébano en la zona astur-leonesa signifique, según comarcas, tronco hueco, vasija para guardar grano, sal u otros productos y colmena, e incluso el cesto en el que los pasiegos llevaban a la espalda los niños de pecho (Julio Concepción Suárez, «Toponimia de las abeyas entre los pueblos de Lena», Boletín del Instituto de Estudios Asturianos 135 -1990-: 624-625 y 628).

[35] Sobre la antigüedad de los colmenares de la zona de estudio, no tenemos datos. Para otra región española, en concreto para la comarca zaragozana de Borja, Robert Chevet («Apicultura tradicional en los alrededores de Borja», Cuadernos de Estudios Borjanos Vol. XLVIII –2005–, 297–298) consigue datar, gracias a testimonios documentales e inscripciones en los propios edificios, 9 de los 32 colmenares que estudia, de los que 6 serían del siglo xvii y los tres restantes de una fecha mucho más cercana (entre 1930 y 1945).

[36] Es este un territorio perteneciente a Olmos de Ojeda y situado entre los municipios de Payo de Ojeda, Micieces de Ojeda y Báscones de Ojeda hacia el este, y de Castrejón de la Peña, Congosto de Valdavia y La Puebla de Valdavia hacia el oeste. El Indiviso no muestra pues continuidad con el resto del término de Olmos de Ojeda, quedando la cabeza del municipio al este del citado territorio. Su nombre significa «el término no dividido» (F. Roberto Gordaliza Aparicio y José María Canal Sánchez–Pagín, Toponimia palentina –Palencia: Caja España, 1993–, 290).

[37] En concreto las hojas consultadas, en función de su edición, fueron las siguientes: 1) Edición de los años 1930-1940: los trabajos cartográficos suelen ser de 1931 (Hoja 0082), 1932 (Hoja 0107), 1935 (Hoja 0106) y 1936 (Hoja 0134), aunque en algunos casos hay anteriores (Hojas 0132 y 0133, ambas de 1927). Hay también trabajos de los años 1936 (Hoja 0132) y 1937 (Hojas 0081, 0105 y 0108), pero que por la Guerra Civil aparecen incompletos. Estos, y los de otras hojas no comenzadas en esas fechas, son concluidos en ediciones de los años 1941 (Hoja 0081), 1942 (Hojas 0108 y 0131), 1943 (Hoja 0105) y 1944 (Hoja 0105); 2) Edición de la década de 1970: los años de la edición suelen ser 1972 (Hojas 0132 y 0133), 1976 (Hojas 0082, 0106 y 0134) y 1977 (Hoja 0107); no obstante, en una ocasión nos hemos encontrado con una edición anterior, del año 1968 (Hoja 0081).



Toponimia y apicultura en el norte de Palencia (I)

BLANCO ROLDAN, Ricardo

Publicado en el año 2024 en la Revista de Folklore número 503.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz