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Revista de Folklore número

103



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DE LOS OLMOS DE CASTILLA

SANTAMARIA, Juan Manuel

Publicado en el año 1989 en la Revista de Folklore número 103 - sumario >



El olmo, uno de los árboles más representativos de muchos paisajes de la áspera meseta, desaparece.

De las cerca de cuarenta y cinco especies de olmo conocidas, dos son las propias de estos pagos, aunque ambas -Ulmus campestris y Ulmus carpinifolia, olmo campestre y olmo rojo-, como si de una sola se tratase, presentan las mismas señas de identidad: es el árbol que motea de oscuro el verde tierno de las fresnedas y salcedas de los sotos; el que eleva al viento el geométrico trazado de las lindes de los prados; el árbol atalaya al que llegan, para hacer en él sus nidos, las cigüeñas huérfanas de torre; el árbol que durante siglos ha sido plantado, solitario, en las plazas de pueblos y aldeas para que cobijara con su sombra las risas de los niños y las añoranzas de los viejos; el que los ilustrados del siglo XVIII llevaron, en largas hileras, a los bordes de los caminos y los regeneracionistas del siglo XIX a los parques y jardines de las ciudades...

Un árbol símbolo que supo de concejos reunidos al amparo de su copa protectora y el que, creciendo junto a los pórticos románicos, ha logrado dar forma a uno de los dípticos más bellos y definidores de las tierras castellanas.

DE SUS NOMBRES Y TOPONIMIA

-¡Bueno está el campo este verano, con tantos ramujos secos por todas partes!

Cuando escuché esta frase -esta u otra muy similar- corría el verano de 1987 y los secos ramujos que veían incluso los que nunca vieron nada en un campo que apenas si entienden como paisaje, eran las ramas secas, tempranamente desnudas, de los olmos muertos que surgían por doquier

Esas ramas, atormentados grafismos negros dibujándose en el terso azul de nuestros cielos, son como un signo que augura la extinción de los olmos, y si ésta se consuma, los campos de Castilla -de Cantabria a la Serranía de Cuenca- habran perdido algo más que una silueta añadida a un paisaje. De ellos se habrá ido uno de los árboles más radicalmente campesinos, uno de los árboles más plenamente incorporados al campo, entendido éste como medio y modo de vida; el árbol útil, al que cantaba el poeta adivinándole transformado en ascua de hogar, melena de campana, lanza de carro o yugo de carreta.

Un árbol tan familiar que, en una tierra donde muchas especies vegetales sólo pueden ser identificadas como árboles, sin que no siempre se distinga -y sé que esto es una exageración- entre un pino y un peral, a él se le llama olmo, olma, negrillo, negrilla, negrillón e incluso, aunque erróneamente, álamo negro, y que ha servido para crear una amplia serie de topónimos en la que se incluyen los muchos pueblos denominados El Olmo, El Olmillo, 0lmedo, Olmedillo, Olmedilla, Olmedillas, Valdeolmo, Fuente el Olmo, Pinilla del Olmo, Villar del Olmo, San Juan del Olmo, Negrilla -y aun El Alamo o Alameda en esos lugares en los que como álamo es conocido-, frecuentes en Burgos, Palencia, Zamora, Valladolid, Soria, Segovia, Avila, Salamanca, Madrid, Guadalajara o Cuenca.

Olmos -de la Picaza, de Ojeda, de Pisuerga, de Esgueva, de Peñafiel- es nombre que como Olmillos -de Castro, de Muñó, de Sasamón-, o como Olmeda -de Cobeta, de Jadraque, del Extremo, de la Cebolla, de la Cuesta, del Rey- podremos encontrar repartidos por toda la geografía de las provincias mencionadas.

DE LOS USOS DE SU MADERA

Su madera, de color oscuro -parecida a la del álamo negro, de ahí la confusión de nombres-, con tonos rojizos y de constitución fibrosa, no es especialmente bella ni dura, pero sí tenaz, difícil de hendir y muy resistente a la flexión, al choque y a la humedad, características de las que derivan las múltiples aplicaciones de que ha sido objeto.

Cada vez que se han necesitado vigas de grandes dimensiones a las que había que someter a fuertes presiones, se ha acudido al olmo, que, con sus troncos, ha proporcionado los pies derechos que compiten con las columnas de piedra en los soportales de calles y plazas, los pilares que se clavan en el suelo y las vigas maestras que se tienden entre ellos para armar los rudimentarios puentes que salvan ríos y arroyos en la red viaria del medio rural, las hilas y sopandas de las techumbres y los cargaderos que adintelan el gran vano de acceso a tenadas y corrales.

Hay pocas maderas que ofrezcan las cualidades que tiene la del olmo para la fabricación de puertas cuando éstas han de ser recias y sólidas. Serradas en gruesos tablones, a veces de hasta quince centímetros, sirvió para construir las de los recintos amurallados que defendían villas y ciudades, las de castillos y templos de los siglos XI al XV, que en algunos casos han llegado hasta el presente prácticamente intactas; en tablas más delgadas hasta tiempos muy recientes se ha venido usando para montar los troncos entarimados, las escaleras, el balconaje y las puertas carreteras de las casas de labor.

En el equipamiento de éstas la madera de olmo también tuvo un papel destacado, ya que apenas había una actividad agrícola, ganadera o doméstica que no empleara algún utensilio fabricado, en todo o en parte, con madera de olmo.

Fue la preferida para fabricar bancos de carpintero, borriquetas de aserrado y armazones para ruedas de afilar; con ella se hacían artesas, dornajos, gamellas y pesebreras, y en la construcción de carros y carretas con olmo se labraban la pértiga, las varas, las contravaras, los mozos, los cubos de las ruedas y las zapatas de los frenos; de olmo eran también los yugos empleados para uncir machos o vacas, el tornillo y la tuerca de los lagares y los cangilones de las norias; fue tallada por los imagineros de todas las épocas y se utilizó para realizar objetos tan diversos como los yugos de las campanas, las tablas de lavar, los juegos de bolos y el carretón de varas de los primeros pasos infantiles.

Los niños buscaban entre sus ramas las horquillas de los tiradores, y en sus raíces secas, palos para fumar, y durante los meses de agosto y septiembre, sus hojas, mezcladas con salvado, entretenían el hambre de los cochinos, que las devoraban, a la espera de la recogida otoñal de las bellotas, con las que se completaría su cebo.

En las páginas del Dioscórides, traducido por el doctor Laguna, se recoge otra aplicación: «El humor que al apuntar de las hojas de olmo se halla en unas vexigas suyas, da claro lustre al rostro, si se untan con él.»

DE SUS FORMAS

De estos usos deriva incluso la imagen de los olmos, ya que el tratamiento que reciben está, en buena medida, determinado por ellos.

Cuando el olmo, que tiene su hábitat natural en las tierras frescas y profundas de valles, valleruelas y vallejos labrados por ríos y arroyos en los piedemontes serranos, puede desarrollarse espontáneamente, adquiere una silueta columnar rematada por un suelto haz de ramas que componen un abanico a medio abrir. Para facilitar la recogida de hojas y el ramoneo, se favorece el mantenimiento de olmos en estado arbustivo y las chaparreras en setos y linderos. Si lo que se desea es obtener maderas de gran longitud, se eliminan todas las ramas que brotan a lo largo del tronco, dejando una sola guía para que alcance la mayor altura posible, mientras que si lo que se quiere es que dé sombra, se le somete a una poda rigurosa a escasa altura del suelo, tres o cuatro metros, como mucho, impidiendo luego que baya ramas que tomen el papel de guía única; el tronco del olmo así tratado va pudriéndose por dentro hasta quedar reducido a un cilindro hueco rematado por ancha cepa que sirve de sostén a una gran copa esférica formada por numerosas ramas de escaso grosor.

Este olmo, globoso en su forma y de función protectora, es el que suele recibir la denominación femenina de olma o negrilla.

DE ALGUNOS GRANDES OLMOS

En todas las provincias castellanas hay olmos espectaculares: «De los parques las olmedas son las buenas arboledas...", escribía Antonio Machado, y hermosas olmedas eran las de Sigüenza, Mombeltrán, Almazán, Cuéllar, Soria... Esta última, plantada por los sorianos sobre terrenos de la Dehesa de San Andrés el año 1611, ha de ser una de las primeras arboledas urbanas de Castilla, y los cuatro olmos que subsisten de aquella primitiva plantación son ejemplares verdaderamente notables, con un tronco todos ellos que supera los nueve metros de perímetro. Allí se encuentra el famoso Arbol de la Música, así llamado por la plataforma de madera instalada en su copa, capaz para recibir a todos los componentes de una no muy numerosa orquesta.

Estos olmos sorianos se hallan al límite de su edad, ya que el olmo no es un árbol longevo, pues difícilmente rebasa los 300 años.

Con el envejecimiento comienza por pudrirse interiormente, y pronto llega un momento en el que su tronco, apenas un armazón de roña, es incapaz de resistir el peso de las ramas, que se vienen abajo al menor embate del vendaval o de las nieves.

Es probable que los vecinos de los pueblos que contaran con algún olmo señalado pusieran, antes de que la ruina de éste se consumara, un ejemplar joven para asegurar su sustitución; el primero, aunque carcomido casi por completo, puede mantenerse en pie muchos años antes de consumirse totalmente y retoñar cada primavera. En lugares como la ermita de la Virgen de las Vegas (Requijada, Segovia) puede verse cómo la gracia de aquella rama verdecida -y evoco una vez más a don Antonio- acompaña al olmo centenario.

Una atención constante puede prolongar mucho tiempo la vida de los olmos. El Olmo de Santa Cecilia, localizado en La Granja de San Ildefonso (Segovia), es un ejemplo. Plantado posiblemente a finales del siglo XV, en los primeros años del presente mereció la atención del naturalista Joaquín María de Castellarnau, que le dedicó un breve artículo publicado en la revista España Forestal. Sus propietarios, los Condes de San Jorge, atendiendo al mal estado en que se hallaba, reforzaron su tronco, impidieron que el agua penetrara en su interior colocando láminas metálicas y atirantando sus gigantescas ramas con cables de hierro para evitar su desplome; estas ayudas le han permitido sobrevivir hasta alcanzar el majestuoso porte de que hace gala y una circunferencia de tronco superior a los doce metros que lo convierten en el olmo campestre más grueso del mundo.

Otros cuidados como la poda sistemática para impedir que las ramas alcancen grandes dimensiones y un peso excesivo, la consolidación interna del tronco con obra de piedra y cemento, y la externa, rodeándolo con un poyo corrido que evita la putrefacción del pie al tiempo que sirve de mentidero público, pueden contribuir al mismo objetivo.

Al escribir sobre los olmos de Castilla ha de tenerse en cuenta el papel que desempeñan en el campo de las tradiciones religiosas. En Maranchón (Guadalajara) se celebra todos los años la romería de la Virgen de los Olmos, recordando la milagrosa aparición de María, desde lo alto de un enebro y llevando una rama de olmo en la mano, a un ganadero alcarreño, suceso acaecido en 1114; en El Olmo (Segovia) se venera asimismo una imagen de la Virgen del olmo, y en estas o similares advocaciones -en Toro (Zamora) hay un templo dedicado a San Pedro del Olmo- acaso perviva una arcaica manifestación idolátrica centrada en torno a este árbol, si no sagrado sí muy ligado a lugares sagrados, circunstancia que acaso explicaría la frecuencia con que junto a iglesias y santuarios aparecen olmos venerables, tan imponentes a veces como el de la ermita de la Virgen de Luguillas (Mojados, Valladolid), que tiene un tronco de nueve metros y medio de circunferencia.

Al hecho de haber sido plantados junto a una ermita hoy desaparecida, es posible que deban su existencia algunos olmos que surgen, un tanto inexplicablemente, en medio de los trigales, solitarios y de tan inusitada corpulencia, en algún caso como la que caracteriza al Olmo de Langayo (Valladolid), auténtico gigante vegetal de más de nueve metros de perímetro de tronco y unos treinta metros de altura.

Los ejemplares citados en las líneas anteriores no son los únicos sobresalientes, y una relación de éstos, por sumaria que fuese, habría de incluir árboles tan significados como la Olma de Polientes (Cantabria), el Negrillón de Boñar (León), la Olma de Recuerda (Soria), los olmos de Valdezate (Burgos), Olmedo (Valladolid), Pedraza y Languilla (Segovia), Anchuelo, Rascafría y Miraflores de la Sierra (Madrid), Corduente (Guadalajara)..., o tan singulares como el de Turrubuelo (Segovia), que, con su vacío tronco, protege el desarrollo de un joven retoño nacido en su interior.

Ignoro si alguno de estos árboles sobrevivirá cuando estas líneas se publiquen. Espectaculares eran los dos olmos de Milmarcos (Guadalajara); se sabía que el más viejo y corpulento había sido plantado en 1646, y el más joven, un siglo después. A finales de 1988 ambos se habían secado, y los más, talado; también había muerto la olma de Rapariegos (Segovia), aunque los vecinos, en lugar de abatirla, la han convertido en monumento de sí misma.

Desde los primeros años de esta década otros muchos olmos, de todos los tamaños y edades, están corriendo la misma triste suerte.

DE LA ENFERMEDAD DEL OLMO

Un siglo, al menos, llevan los olmos sufriendo un azote que los diezma. O esto es lo que a mí me consta, ya que la primera noticia que tengo sobre una devastadora plaga que causaba en ellos enormes daños data de 1880, un año que debió de ser muy malo para el campo castellano si hacemos caso de la inscripción que una mano anónima grabó toscamente en una Piedra de la iglesia de Sotosalbos: 1880 no llovió.

El único enemigo conocido entonces era la galeruca (Galeruca ulmariensis), un pequeño escarabajo defoliador que destruía las hojas del olmo antes de que acabara el verano, cuando el árbol se hallaba aún en pleno período vegetativo. La galeruca siguió presentándose implacablemente en ciclos de unos veinte años, y su acción defoliadora, aunque no acababa con la vida del árbol, lo debilitaba, facilitando el ataque de un escolítido, el barrenillo (Scolytus sp.), que al perforar el tronco, y esto se descubrió más tarde, introduce en él las esporas de un hongo que, desarrollándose en su interior, obtura los vasos por los que circula la savia, causando así la muerte del árbol.

A mediados del presente siglo la lucha contra la «enfermedad de Holanda», que así pasó a llamarse por haber sido una investigadora holandesa la que descubrió el hongo en 1921, fue muy intensa y tan eficaz que se creyó que había sido definitivamente dominada.

Falsa esperanza. A comienzos de la década presente los olmos volvieron a ser atacados por el hongo (Ceratotystis ulmi), que ha desarrollado una cepa más agresiva contra la que apenas pueden hacer nada los fungicidas que se emplean para combatirla.

Unas ramitas que se secan en la parte alta de la copa constituyen el primer síntoma, y a los pocos días de haberse puesto de manifiesto -a veces bastan un par de semanas-, la enfermedad, conocida hoy como grafiosis del olmo, acaba con árboles centenarios.

El tratamiento que se aplica actualmente es muy costoso y no garantiza la supervivencia de los olmos. La única esperanza que nos queda de que no desaparezcan es que los propietarios, sean particulares, pueblos o instituciones, con la ayuda de los poderes públicos, los cuiden y repueblen hasta que nuevos descubrimientos permitan vencer esta dura plaga.

No sé si estaremos dispuestos. A pesar de la carga sentimental que los olmos encierran, los hemos destruido a miles -podríamos recordar todos los que han sido talados a lo largo de las carreteras españolas en estos últimos años de desarrollismo-, magnificando así, de forma suicida, los estragos de la grafiosis.

El olmo, otrora útil además de entrañable, ya no nos es necesario. El hierro, el ladrillo y los plásticos son eficaces sustitutos de su madera; cambian los modos de vida, y los antiguos aperos se convierten en trastos inservibles; en los pueblos semivacíos nadie busca hoy el agrego de la olma que invitaba al diálogo...

No es necesario seguir. Nuestros olmos han quedado abandonados, y acaso haya que achacar a la soledad y al olvido al que han sido relegados, tanto como a la progresión de la grafiosis, la causa de su quizá no muy lejana extinción.



DE LOS OLMOS DE CASTILLA

SANTAMARIA, Juan Manuel

Publicado en el año 1989 en la Revista de Folklore número 103.

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