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Revista de Folklore número

2015



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Vestidas de aldeana. Indumentaria tradicional, identidad y clase social en el Oriente de Asturias. 1860-1920

SANTOVEÑA ZAPATERO, Fe

Publicado en el año 2015 en la Revista de Folklore número 2015 - sumario >



Previo

La documentación aportada por el registro fotográfico ha ido abriéndose camino poco a poco en el ámbito de las ciencias sociales como una más de las muchas fuentes de información con las que cuenta un investigador. Se ha hecho historia de la fotografía en sí misma y se la ha utilizado como materia para ilustrar hechos y acontecimientos del pasado, aunque con anterioridad pocas veces se la trató directamente como fuente de información primaria para una investigación, tal como explica Lara López (Lara López 2005):

Si concebir y fijar por escrito un discurso histórico para después ilustrarlo con fotografías es, sin lugar a dudas el proceso claro del historiador , se le puede dar la vuelta a dicho procedimiento y considerar a aquellas no como elementos ilustradores accesorios , divulgativos, ya que las imágenes alegran el texto, sino un elemento documental prioritario, esencial, para a partir de la información suministrada visualmente en función del universo acotado espacio-temporalmente en cada foto, elaborar un discurso histórico, ayudándose del resto de fuentes históricas que no habrán de desdeñarse ni mucho menos.

De la misma manera, la fotografía ha ido ganando poco a poco territorio en el campo de la antropología social y cultural, entendida no solo como un elemento accesorio, sino como el objeto propio de estudio al que se encuesta y se analiza como un informante etnográfico. (Lisón Arcal: 2005; 15-31). En el caso del estudio que se describe en las siguientes páginas, la documentación fotográfica es utilizada como base fundamental para sostener la argumentación. No se trata de utilizar las imágenes para ilustrar un texto, sino de que texto e imagen funcionen como elementos conjuntos para establecer una teoría y documentarla fehacientemente. Las imágenes serán la cita y el documento necesario, parte integrada del discurso y no una aportación prescindible que lo acompañe.

1. Introducción

A mediados del siglo xix una élite cultural burguesa y acomodada fijará los arquetipos de que hoy en día se conoce como traje asturiano o como indumentaria tradicional asturiana, tal y como explica Carmen Ortiz (Ortiz: 2012, 28):

A partir de mitad del siglo xix comienza a difundirse el discurso que establece que la modernización conlleva la desaparición inexorable del traje de los «reinos» de España y su sustitución o rescate, y su conversión en traje «pintoresco», «popular», «regional», «provincial» y finalmente «tradicional».

Formalmente estas vestimentas se corresponden con las modas que las clases populares, campesinos y artesanos, habían utilizados como prenda habituales desde mediados del siglo xviii y principios del siglo xix (Fernande: 2007). Este discurso de construcción cultural de una indumentaria identificativa tendrá una forma particular de expresión en el Oriente de Asturias, dando lugar a un traje singularizado cuyo uso habitual sigue vivo y con gran pujanza.

2. Moda de ciclo largo y moda de ciclo corto, un concepto antropológico del vestido

Conviene antes de comenzar deslindar algunos criterios teóricos que con respecto al concepto de moda se utilizan en este texto. La idea que tenemos normalmente de moda es la que podemos encontrar en el artículo de George Simmel publicado en 1904 y titulado «Fashion». Uno de los aspectos principales tratados por el filósofo alemán es la dicotomía interna de la moda, que por una parte busca la singularidad, la individualidad de la persona que lo diferencie y distinga de los demás, al mismo tiempo que se requiere una uniformidad, una igualdad que integre a ese mismo individuo en un grupo, una clase, que le dote de una identidad colectiva, a menudo como símbolo de un estatus superior (Simmel: 1954):

Significa la moda nuestro ayuntamiento a los pares, la unidad de un círculo que ella define y, consecuentemente, la oclusión hermética de este círculo para los inferiores que quedan excluidos de él.

En función de la individualidad, la moda es rápida, cambia cada poco en busca de elementos novedosos que marquen la diferencia, mientras que como colectivo estas novedades dejan de serlo en cuanto se asimilan, se normalizan dentro del grupo, siendo necesaria la búsqueda de otras nuevas, por lo que se la puede identificar como algo no tan rápido y cambiante.

Un texto clave para entender los estudios y las interpretaciones actuales de la moda, dotada de esa cualidad de rapidez y necesidad de cambio, es la publicación de los escritos del semiólogo francés Roland Barthes. Su Sistema de la moda y otros escritos no sólo es un análisis del lenguaje utilizado en las revistas especializadas, sino que ha dado lugar a una corriente predominante en el estudio y tratamiento de los cambios apresurados en la moda, agrupados bajo la denominación de sistema-moda y que observa a ésta como un producto que se crea y se distribuye precisamente con la intención de ser consumido y olvidado a vertiginosa velocidad (Barthes: 2003). Su impronta en los estudios posteriores no es su definición de la moda como algo cambiante y teñido de banalidad, idea que ya está en Simmel, sino en la propia idea de sistema en sí. Como explica Carmen Abad –Zardoya (Abad Zardoya: 2011; 37-59):

Esta misma expresión (sistema) se suele emplear con un sentido bien distinto y mucho más amplio, para designar a una superestructura–no ya lingüística sino socioeconómica– que contempla los procesos de creación, producción, difusión y consumo de moda, entendiendo ésta como producto cultural y del Zelgaist.

Esta idea de superestructura lleva a considerar la cuestión desde otro punto de vista y el que aporta una destacada figura de la antropología cuyo concepto de moda es bien diferente. Alfred Louis Kroeber había planteado a principios del siglo xx el principio de pauta cultural, refiriéndose a aquellos principios generales que rigen la cultura y que son ignorados por los portadores de la misma. El arte, la religión, la filosofía estarían regidos por unos principios superorgánicos, de acuerdo a los cuales el individuo viviría inmerso en su cultura pero ajeno a estos mismos principios. La moda sería precisamente uno de estos elementos, cuya explicación última parece escaparse pues no se halla en la realidad cotidiana de quienes la viven y la adoptan, sino en una explicación metafísica y simbólica superior. Estas consideraciones sobre la moda corresponden al artículo publicado originalmente en 1909 «On the Principle of order in civilization as exemplified by changes of fashion» por el antropólogo norteamericano y su tesis central gira entorno a una idea contraria a la planteada por Simmel: la permanencia de las características básicas del vestido por debajo de los cambios apenas importantes que impone la moda en su movimiento constante (Kroeber: 1919).

Todos participamos del hábito de hablar ligeramente de cómo la moda de este año trastorna la del pasado. Indudablemente, detalles, orlas, pliegues, fruncidos y volantes, y tal vez colores y materiales, todos los rasgos externos más conspicuos del vestido cambian muy rápidamente. Y en la propia naturaleza de la moda está poner esos detalles en primer plano. Son ellos los que se imponen a nuestra atención y pronto nos dejan la impresión, confusa pero irresistible, de fluctuaciones incalculablemente caóticas, de cambios que son a la vez asombrosos e inexplicables: una especie de velocísimo juego de manos ante el que nos inclinamos en mudo reconocimiento de nuestra incapacidad de controlarlo. Pero por bajo de este laberinto fulgurante, las principales proporciones del vestido cambian sólo lenta y majestuosamente, en periodos que con frecuencia exceden la duración de la vida humana.

Si la esencia del vestido solo cambia en unos periodos largos, cabe preguntarse a qué se debe esta esencia tan poco dada a las alteraciones. Es entonces cuando se vuelve necesario acercarse al mundo de la moda en conjunto con aquello que cubre, tapa o destapa: el cuerpo. Sólo cuando la concepción del cuerpo vestido sufre un profundo cambio ideológico y simbólico, se pueden apreciar cambios profundos en la indumentaria que generaran nuevas modas entendidas en el sentido de ciclo largo, de pauta, dado por Kroeber. Sin pretender hacer aquí un repaso de la historia de la moda, la forma de entender el vestido que dio lugar a lo que hoy conocemos como trajes regionales o indumentaria tradicional tiene un periodo histórico definido. Tanto la ropa del hombre como la mujer se corresponderían con un ciclo largo que se iniciaría en el Renacimiento, cuando las calzas enteras se parten en dos y dan lugar a las medias calzas y a las calzas atacadas, de tal modo que el hombre ha estado enseñando las pantorrillas a lo largo de más de tres siglos. Durante este tiempo las tales calzas han pasado por las etapas de calzas atacadas, zaragüelles, gregüescos, rhingraves o calzones, sin que en ningún momento se modificase la intención de tapar la parte baja de las piernas. Mientras tanto, las damas modificaban pecho y cadera mediante las incómodas basquiñas introducidas en la tela de la pechera, al mismo tiempo que las pesadas faldas preparadas sobre armazones fueron cambiando en forma y nombre: verdugados, guardainfantes, tontillos, crinolinas o meriñaques, cuando no recibían los nombres de sayas, refajos, enaguas o cancanes. Cada uno de estos diferentes estadios de la ropa se corresponde con una moda de ciclo corto, integrada dentro de esa mentalidad superior de la concepción del cuerpo y del vestido.

Es necesario tener presente en cuanto a los cambios en las modas que se definen como ciclos de moda corta, el concepto de «arena» tal y como se maneja en antropología política. Según Ted C. Lewellen no tiene una fácil definición (Lewellen: 1994):

«Arena»: No existe acuerdo sobre el significado de este término, pero tanto la teoría procesual como la teoría de la acción lo utilizan para delimitar una pequeña área, dentro del terreno político, donde individuos o facciones compiten entre sí».

En relación con un campo teórico para el estudio de la moda, «arena» supone un espacio social delimitado en un periodo concreto, en el que la interpretación de los paradigmas referentes por los que se rige el traje, no la pauta cultural última a la que estos pertenecen, cambia y difiere en función de los distintos regímenes gubernamentales y de las circunstancias políticas derivadas de los mismos. Como acción política, una «arena» crea una moda de ciclo corto en la que el aspecto general de la ropa sufre alteraciones claramente identificables, pero las normas últimas establecidas con respecto a cómo se presenta socialmente el cuerpo que estas cubren y modelan, no son modificadas en la misma medida, construyendo distintas apariencias sobre presupuestos establecidos y aceptados.

3. Indumentaria y «arena» política. El caso de los bandos de Llanes

En el Oriente de Asturias y teniendo como centro el concejo de Llanes, la asociación entre un traje asturiano, identidad y ritual religioso adquiere unas connotaciones particulares que lo convierte en una indumentaria cargada de especificidades, asociadas con la conformación identitaria de un traje regional y de la representación de un territorio mediante su indumentaria. Es por lo tanto necesario comenzar con una referencia los llamados «bandos» de Llanes. En un principio este término hace referencia a una facción, a una toma de partido por una determinada idea. Hoy día representan adscripciones emocionales y devocionales de una determinada advocación religiosa y que se corresponden con Santa María Magdalena, asociada con la nobleza y primera patrona de la villa de Llanes; San Roque, con mucha devoción entre los pueblos que rodean Llanes; y Nuestra Señora de la Guía, que recoge la tradición marinera y emigrante y que se corresponde con una formación más tardía y ajena a la pugna política inicial. Según Yolanda Cerra, esta forma de organización de las fiestas llaniscas, se debe a las agrupaciones surgidas del enfrentamiento partidista que se daba ya en la década de los años Treinta del siglo xix (Cerra Bada: 2009;179-205):

No puede olvidarse, en este sentido, el origen de estas fiestas, nacidas de la rivalidad política en los inicios del liberalismo. Estos primeros testimonios muestran la asociación temprana de los trajes de aldeana con los bandos primigenios de Llanes: la Magdalena y San Roque; nacidos en el año 1837 como fruto de la rivalidad política entre exaltados y moderados, pronto se extenderán a toda la población tanto desde el punto de vista social como geográfico, asentándose en las disputas intralocales de barrios —intramuros y extramuros— y desvinculándose más delante de lo puramente político.

Dos cosas hay que destacar dentro de este texto. En primer lugar la desvinculación que pronto se hizo de la política en sí y cómo pasó a representar la rivalidad que se generaba en torno a las fiestas, en una pugna por ver quién las organizaba mejor. Por otro lado, sirve para escenificar las llamadas «picas», las disputas que se mantenían entre las distintas advocaciones que se celebraban en un mismo pueblo. Incluso cuando familias diferentes de barrios separados o pertenecientes a estatus sociales desiguales hacían un ofrecimiento a un mismo santo o virgen, acababan enfrentados por quien habría de llevar a cabo una mejor ofrenda de ramos, una cuestión que aún se habría de prolongar hasta el siglo xx.

4. Indumentaria popular en Llanes

En toda esta cuestión de la conformación del «traje de aldeana», hay que destacar con un nombre propio, el de Doña Amalia Lombán, la señora Marquesa de Gastañaga,y una fecha, la de 1862, en que se hace evidente la adopción por parte de las clases acomodadas de una indumentaria inspirada en las formas de vestir de las clases populares[1]. Las crónicas periodísticas de ese año dan cuenta de cómo las hijas de esta casa noble, así como las del Gobernador, bailaban el Pericote «vestidas como las aldeanas» y participaban activamente en otras manifestaciones de la fiesta popular en honor de San Roque (Solis y Cabal: 1890):

A la una de la madrugada la danza era dilatadísima, y siguió hasta el palacio da la excelentísima señora marquesa de Gastañaga, que danzaba también con sus amables niñas y las del señor gobernador, después de dejarla en él, por el mismo orden y a imitación de las de la Magdalena, volvieron a la plazuela de San Roque a continuar las giraldillas y bailes.

La cuestión clave en torno a estas noticias es platearse cómo vestían las aldeanas para que la nobleza las imitase su indumentaria y, en principio, se engalanase como ellas, propiciando un ciclo de moda larga a partir de la «arena» política del enfrentamiento entre liberales y conservadores, el cual ha durado hasta nuestros días pasando por diferentes ciclos de moda corta según los sucesivos vaivenes políticos que se han ido sucediendo. Lo cierto es que aquellas primeras acciones que en un principio eran para «vestirse como las aldeanas», como las clases populares, pasará luego a ser un «vestirse de aldeana»; ataviarse con un traje especifico utilizado en ciertos ritos de la religiosidad popular que ya no hacen referencia a una clase o posición social, y que partiendo de la villa de Llanes como centro difusor, muy pronto se extendió por el Oriente de Asturias asociándose de modo gradual con un territorio específico y con una acción singular, la de la ofrenda de ramos[2].

La forma de vestir cotidiano de los llaniscos a principios del siglo xix se corresponde con la del resto del Principado de Asturias, que enlaza con las modas populares españolas del momento. Estas se hallaban también inmersas en el proceso de cambio que iba desde el traje abierto con manga al descubierto y que dejaba ver la ropa interior, a uno más cerrado que ocultaba la misma. En este mismo momento de cambios modales tiene lugar una asimilación particular entre la fijación de los trajes de país, el gusto de las clases altas por vestirse como las populares y los acontecimientos festivos. Se deja entonces de representar un papel en la cotidianeidad de los gestos de las clases artesanas y campesinas para entrar en otro tipo de símbolo, identificado ahora con las clases dirigentes, —al igual que ocurre en otros lugares de España— que gustan de imitar aquellas indumentarias aldeanas para señalar su adscripción a un territorio y a unas costumbres entendidas como ancestrales.

5. El traje de chaquetilla bolera

Si cuando se instaba a la nobleza y a la burguesía local a vestirse como las aldeanas, estas se encontraban en su propio proceso de cambio modal del dengue y la manga de la camisa asomando, al jubón y al manto que oculta el cuerpo, lo que refleja la fotografía del momento y crea la singularidad de esta comarca es otra cosa. Efectivamente junto a las mujeres que lucían jubón con manto, estaban también quienes llevaban una forma singularizada de la indumentaria popular asturiana que conservaba el dengue y sobre el que se vestía una chaquetilla bolera[3].

Este atuendo consta de una saya con amplio vuelo, mandil pequeño y de variada forma, una camisa interior con manga larga que no se aprecia al exterior, justillo de tela labrada, dengue muy ceñido al cuerpo y una chaquetilla ajustada. Esta chaquetilla corresponde en realidad con el corte de lo que se conoce como un bolero o chaquetilla bolera, que apenas cubre el pecho y que remite a las prendas de la tradición de los majos del siglo xviii, institucionalizada en este periodo de la segunda mitad del siglo xix por la Casa Real a través de los trajes que le fueron oficialmente obsequiados a la infanta Isabel en los viajes realizados por España a finales de los años Cincuenta y en la de los Sesenta, y muchos de los cuales se guardan en el Museo Nacional del Traje .

Esta moda goyesca o bolera, que había gozado de gran popularidad a finales del siglo xviii en España, como ejemplo de lo nacional y castizo frente a las ideas que llegaban de Francia, va a conocer curiosamente en el país vecino un resurgimiento de manos de una personalidad muy influyente en la moda femenina de la época, la granadina Eugenia de Montijo, esposa del emperador Napoleón III. François Boucher escribe al respecto (Boucher: 1967):

La emperatriz tenía un elevado concepto de su papel de soberana y la indumentaria era a sus ojos uno de los elementos más importantes y así dirigió la moda tanto en lo que se refería al traje de ciudad como al de corte. Cuando se apasiona por María Antonieta y hace preparar en Las Tullerías, hacia 1865, por el arquitecto Lefuel, unos salones estilo Luis XVI, ella lleva con gusto pañuelos anudados en punta en la cintura, imitando a la infortunada reina, y hace adoptar seguidamente, para el día, unas faldas más cortas y pequeños chalecos abotonados y ajustados que se trasformaban en los chalecos a la zuava o a la Garibaldi o boleros españoles415.

Más que un asunto ocasional o un modelo popular de ciclo largo relacionado con la identidad española que sí se dio en nuestro país a finales del siglo xviii y principios del xix, parece que la moda de las chaquetillas cortas fue simplemente un ciclo corto importante entre las clases altas europeas en los años sesenta de esta centuria. El retrato de la señorita L. L., firmado por James Tissot —una de las referencias más comunes en la pintura como fuente de conocimiento de la historia de la moda en la segunda mitad del siglo xix— lleva una de estas chaquetitas cortas tan del gusto del momento. De cualquier modo, más que una influencia de las prendas adornadas con alamares de pasamanería propias de las guerreras de los zuavos o de los húsares, debido a las características del diseño ajustado a la cintura cabe aquí ver la influencia del bolero goyesco español, cortado bajo el pecho y adornado con madroños. El mismo corte que viste la mujer fotografiada por Joan Martí en Barcelona hacia 1865. Mostrando la internacionalidad de este momento modal.

El traje de chaquetilla bolera llanisco podría entenderse, entonces, como algo propio de las señoritas acomodadas de villa seguidoras de las modas a la europea, pero, y ya como primer paso de su singularidad, también se vistieron así las mujeres del campo; no usándolo como un atuendo cotidiano heredero de otros atuendos populares más antiguos, sino como un vestido reservado para los «días de presumir», de gran acontecimiento social, y de días festivos muy señalados en los que no se trabajaba y se hacía ostentación de las mejores galas. Estaríamos asistiendo a un movimiento de retroalimentación entre las modas de las clases populares y de las clases altas. Movidos por el ambiente político y nacionalista del romanticismo regionalista de mediados del siglo xix, las clases dirigentes se apropian, acomodándolo a su gusto, del traje utilizado en un determinado momento por los campesinos y artesanos, quienes a su vez copian y hacen propios los cambios introducidos por quienes ostentan el poder social y proponen modelos a los que imitar y respetar, componiendo una indumentaria de prestigio específica de especial lucimiento, utilizada en ocasiones singulares como las fiestas patronales o acontecimientos familiares como las bodas.

También se podía recurrir a ellos en momentos de gran trascendencia como el acudir a un fotógrafo y posar para un retrato, con el que se pretendía mantener vivo el lazo afectivo y de recuerdo entre familias, amigos o enamorados. Esa presencia activa de la memoria (Sontag 2005), mediante la que se guardaba o enviaba un sentimiento de remembranza y ausencia del ser querido, apresado en la fotografía vestido con los mejores atuendos de la casa, se evidencia en el caso de la joven que en 1869 posó para la cámara de Pérez Sierra, con su bien enarcada saya mediante una crinolina, dengue ajustado y chaquetilla y reloj de cadena. En el reverso, la emocionada dedicatoria de una enamorada: Tuya siempre. Josefa.

En algunas fotografías conservadas tanto en el archivo del Oriente de Asturias como en la Fototeca de Asturias, se puede apreciar este sincretismo entre lo propio de las clases populares y la modernidad que incorpora elementos de las modas burguesas como la crinolina. En el retrato de una señorita fechado hacia 1865, se observa perfectamente el vuelo que crea un armazón bajo la saya adornada con un motivo de greca, bien diferente al que proporcionan los refaxos o faldas bajeras de la indumentaria campesina. Sobre la falda un mandil con motivos florales rematado con una puntilla, la chaqueta de corte bolero y el dengue cerrado con un broche pesado para la cadena de un reloj o guardapelo. En la siguiente fotografía, se puede observar cómo esta misma indumentaria se presenta con mucha más sencillez y menos detalles lujosos, con finas cintas de terciopelo por adorno y sin el vuelo sobre elevado del meriñaque.

No sería este un caso único o aislado de sincretismo entre la moda de las clases altas y la de las clases bajas. Irene Seco Serra en su artículo sobre los trajes seculares femeninos del valle de Ansó en Huesca y la formación de los modelos de indumentaria popular, plantea la bien documentada hipótesis de que los trajes de los valles de Hecho y Ansó no se corresponden con reliquias del pasado heredadas de los briales tardomedievales, sino con la adaptación popular de los trajes de talle alto de la moda de ciclo corto conocida como estilo imperio de finales del siglo xviii y principios del xix (Seco Serra: 2008; 84-103). Más tardía sería la asimilación del sombrero de capota propio de las damas de buena cuna a partir de la década de 1840. Este fue copiado y transformado de acuerdo a los gustos populares, dando lugar a las conocidas y llamativas «gorras» del traje cacereño de Montehermoso (Valadés Sierra: 2013 ;331-358)

6. Con la chaqueta al hombro

Durante los años Setenta del siglo xix puede seguirse el devenir del traje con dengue y bolero en Llanes, comenzando a aparecer numerosas fotografías en las que la chaquetilla aparece doblada sobre el hombro, abierta y cayendo brazo abajo, colocada con esmero para que luzcan los adornos de la caja del cuello y cayendo ambas mangas a un lado y a otro del cuerpo. Lo que cabe preguntarse es si esta forma de lucirla es una cuestión únicamente del posado para la foto o si se corresponde con una realidad de llevarla de esta forma cuando se viste este atuendo, un gesto que enlazaría con formas más propias de ataviarse en el mundo masculino, al que a menudo se le ha presentado y descrito con la chaqueta del traje terciada sobre el hombro. Su estilo en todo caso remite a un elemento de gran prestigio en la moda del siglo xix, las historiadas pellizas de los batallones de húsares y dragones.

Esta influencia de la moda militar en el atuendo femenino no sería un caso singular ni momentáneo. A principios de aquella centuria los abrigos llamados spencer y las pellizas para las mujeres marcaron una tendencia que se mantendrá a lo largo del siglo xix, particularmente para los trajes de paseo y los trajes de montar. Como explica Miki Iwagami (en Akiro Fukai et alii: 2010):

El camisero (vestido de talle alto del periodo del imperio napoleónico) era emblemático de una conciencia estética recién desarrollada y de los valores posrevolucionarios franceses. No obstante, el invierno europeo era demasiado frío para el fino material del vestido camisa, así que se popularizaron los chales de cachemira, que servían tanto para abrigar como para adornar el vestido. Además, las prácticas prendas de estilo inglés, como el spencer, el bolero y el redingote ayudaban a protegerse del frío. Estas prendas exteriores mostraban una clara influencia de los uniformes militares napoleónicos, que habían adoptado atrevidos diseños para resaltar el valor de las tropas.

La colocación de la chaquetilla bolera como una pelliza militar terciada y llevada sobre el hombro que se aprecia en las fotografías llaniscas de la década de 1870, coincide temporalmente tanto con el gusto por los uniformes zuavos difundidos por Eugenia de Montijo, como con el periodo de la primera guerra de la independencia de Cuba, con lo que conllevaba de noticias y referencias militares en la sociedad, en las que las acciones heroicas gozaban de gran prestigio. Estas mujeres que aparecen con la chaqueta al hombro, van a enlazar con la forma de llevar el traje que se adoptará una década más tarde, marcando los pasos que llevan desde un traje cerrado que cubre el cuerpo ocultando la ropa interior, a uno más abierto en el que la prenda de abrigo pasa a ser un ornamento y que deja al descubierto las mangas adornadas de la camisola, retomando la forma de presentarse el vestido enseñando el blanco de las camisas según se estableció en las interpretaciones estandarizadas del traje asturiano.

7. La fijación del traje de aldeana

A finales de los años Ochenta el traje de chaquetilla bolera había evolucionado para presentarse como un atuendo en vistosas telas de algodón o finas lanillas, adornado en el ruedo de la falda con cintas de terciopelo y pasamanerías, con un mandil engalanado y un no menos adornado dengue. La chaquetilla había terminado por recogerse y plegarse primorosamente sobre el hombro; forma de lucirla que permanece vigente hasta el presente. Este ya no es un traje para vestirse «como las aldeanas», utilizado al calor del gusto por el traje popular campesino en los años Sesenta. Este ya es el «traje de aldeana» por sí mismo, un destacado atuendo de prestigio, vestido por todas las clases sociales y con su propia funcionalidad. A este cambio es al que se refiere García Mijares cuando escribe (García Mijares: 1990)[4]:

Aquel traje peculiar del país, que en todo el mundo era conocido como Llanisco Asturiano, y que tanto realzaba los encantos de quienes le llevaban, solo se gasta hoy por algunas jóvenes como disfraz en romerías y fiestas populares, pero compuesto de costosas telas y ricos adornos, que cuadran muy mal con su primitiva sencillez y las naturales gracias de la mujer.

En la fotografía de Macario García fechada en 1889 se aprecia la variedad en el traje de las mozas engalanadas para tocar el ramu. Algunas posan ya con «el traje de aldeana» con la chaquetilla al hombro, mientras que otras aparecen cubiertas con el pañuelo de talle cruzado sobre el pecho como era común a las clases populares de entonces. Aquellas lucen pasamanerías algunas muy destacadas en sus mandiles y dengues, mientras que estas otras siguen adornando el ruedo de la saya con cintas de terciopleo. Muchas de ellas llevan un abanico en la mano, un detalle de buen gusto y distinción muy utilizado por las mujeres de la alta sociedad.

Este tipo de ricos adornos de pasamanería con pedrería, que tampoco parecían gustar a García Mijares, fueron comunes en la indumentaria femenina de mediados del siglo xix. Refiriéndose a un vestido confeccionado en un paño fino de pelo de cabra llamado sultana, en el nº 46 de La Moda Elegante de octubre de 1866, cuando se describe la confección y adorno de un traje de señora se puede leer:

DE SULTANA LILA, orlado con una tira de paño de seda violeta, sobre el que corre una puntilla de pasamanería negra, con cuentas de azabache; corpiño montante, liso; péplum con cinturón, recto por delante, con puntas a los lados y detrás, de la misma tela del traje, y reproduciendo la misma guarnición.

Unos años más tarde estas mismas cadenetas de pedrería servirían como adorno para las faldas sobrepuestas impuestas por la moda del polisón recogido de los vestidos estilo Worth. Una fotografía de Isabel, archiduquesa de Austria y suegra de Alfonso XII, muestra el uso de este tipo de pasamanerías en las ropas de la mujer en la década de 1870.

No sería de extrañar que por imitación de los trajes de las damas elegantes, se añadiesen estos adornos a los trajes de asturiana, sobre todo si estos estaban destinados a la fiesta y al ocio, a unas manifestaciones religiosas y rituales como la ofrenda de ramos, además de a la representación de bailes folklóricos; buscando una singularidad y una riqueza que aunaba en esta indumentaria el gusto por este tipo de atuendos, a la vez que se siguen las corrientes estéticas. Estos hechos vendrían a establecer de nuevo una relación con las familias adineradas de los comerciantes, burgueses y clases pudientes tanto las asentadas en la villa como las de los emigrantes asturianos en Madrid, a las que pertenecía en su momento la marquesa de Gastañaga. Se constituiría así una indumentaria particularizada con la que se revestirían a la vez de identidad y de fervor piadoso con motivo de las visitas a los lugares de origen de sus familias, festejando a sus santos y vírgenes predilectos, a la vez que creaban un proceso de asimilación y sincretismo a partir de las modas pertenecientes a las clases populares de la primera mitad del siglo xix, reinterpretadas y adaptadas de nuevo a los gustos de las clases acomodadas. En realidad la antigua nobleza, los funcionarios de alto rango, intelectuales, comerciantes o grandes y medianos inversores modificaron, conservaron, añadieron y adornaron distintas piezas de acuerdo con los procesos modales que viven en cada momento en el seno de su sociedad, trasladando sus gustos a los trajes identificados como típicos o regionales[5].

El traje «de aldeana», en lo que a su apariencia física se refiere, se entenderá desde mediados de la década de los años Ochenta del siglo xix, y a tenor de lo que se observa en las fotografías a partir de entonces, como el que se compone de una camisola corta con mangas al exterior rematadas en los puños con una vuelta de puntilla o tira bordada y como complemento de la ropa interior, unas enaguas blancas a las que se les daba consistencia mediante el planchado con almidón. La saya con adorno de terciopelo y pasamanería en el bajo ruedo, llevaba por encima un mandil pequeño, también adornado y orlado en el exterior con flecos o puntillas. En sus cintas, se anudaba un vistoso lazo llamado banda. Sobre la camisa, se veía un justillo de tela labrada y el dengue, adornado con pasamanerías y al que se leiría añadiendo un vistoso fleco de pedrería. A la cabeza, un pañuelo recogido artísticamente sobre el moño y rematado por dos picos, también documentado fotográficamente al mismo tiempo que aparece el traje de chaquetilla bolera. Es esta, doblada sobre el hombro, la que acabará por definir la estética completa de ésta indumentaria, coincidiendo con la que describe Fermín Canella en 1896 y que se ha mantenido hasta el presente, sujeta a algunos vaivenes de la moda, pero inalterada en los rasgos esenciales que la definen (Canella 1896):

Para estos días solemnísimos guardan las bellas jóvenes sus más ricas preseas y el airoso traje de la comarca. No puede ser éste más pintoresco. A la antigua camisa de manga muy ancha con puño extrecho, ha reemplazado modernamente una chambra más ó menos adornada. El justillo es de tisú ó terciopelo labrado; el dengue de terciopelo negro con adornos de agremanes; la chaqueta muy corta, abierta y de la misma tela y adornos que la falda; mas no se lleva puesta, sinó terciada con gracia sobre el hombro izquierdo. La falda, no muy larga, es de tela de lana de color oscuro, adornada con terciopelo y más agremanes; el delantal, muy pequeño, es de color diferente y lleva, con flecos, más terciopelos y otros adornos. A la cabeza atan, sobre el extremo, un pañuelo de seda de vivos colores; pero recogido y atado con coquetería sobre el moño. Cuelgan de las orejas ricos pendientes, según la posición social, y llevan alfiler, medallón, generalmente de la mexicana Virgen de Guadalupe, pendiente de larga cadena de oro, recogida en la cintura. Y calzan media blanca labrada bajo el escotado zapato (sic).

8. Vestidas para tocar el ramu

La singular vitalidad de esta indumentaria viene asociada con esa particular expresión de la religiosidad popular a la que continuamente se está aludiendo y que es la ofrenda del ramu. Como «ramu» se entiende aquí tanto una estructura de madera, mediante la cual se presentaban a los santos y a la Virgen el producto de una ofrenda o promesa, como el propio rito de llevar a cabo dicha ofrenda. Estos productos son, normalmente, bollos de pan en forma de rosca, aunque también se pueden ofrecer ramos con manteca, embutidos, velas y otros elementos llamativos, como conservas enlatadas y botellas de licor. Puede ser una estructura pequeña, portada por una sola persona, como suele ser normal en el occidente asturiano, o de mayor tamaño, con forma piramidal y llevada en andas por cuatro participantes, hombres o mujeres según la costumbre del lugar. Se adornan con flores, ramas, cintas de colores, telas de seda o pañuelos e colores. No es extraño que se aprovechen adornos de otro tipo, como farolillos, espumillón y bolas de navidad y papeles de colores. Normalmente se acompañan de cantos alusivos a la fiesta, a la ofrenda y a la imagen a cuya intervención se debe el cumplimiento de un favor o petición por parte de la advocación religiosa que se trate.

Del ramu que del que aquí se hace descripción es la forma específica que toma en el concejo de Llanes, llevado a hombros por cuatro mozos y acompañdo de forma colectiva por el número ilimitado de mujeres que quieran participar[6]. La ofrenda es cantada, creando un juego de repetición de las estrofas alusivas al acto en forma de cuarteta. La interpretación se hace siguiendo el ritmo que marcan uno o dos tambores y las panderetas que deben llevar todas las participantes. La idea actual es que el protocolo siempre ha estado asociado con el uso del traje de aldeana, pero en un principio este no fue un procedimiento exclusivo y preceptivo para las ofrendas de ramos; y en algunas fotografías de finales del siglo xix y principios del xx se observa cómo comparten espacio con una prenda también de carácter precioso como fueron los mantones de Manila. Hasta los años Veinte de la pasada centuria, de hecho, se encuentran bastantes fotografías en las que se ve a mozas tocando los ramos con ésta o con otras prendas indiferenciadas de las que usarían en cualquier otro acto festivo. De ello da cuenta Romualda Martín-Ayuso en su tesis doctoral de 1921, entendiendo aquí que por traje de mujer se refiere al ya específico de aldeana:

El traje de mujer lo visten las jóvenes, todas sin distinción de clases el día de la romería de San Roque y el Carmen, y también se ven algunas, las que llevan los ramos en procesión, ataviadas con mantones de manila» (sic).

No es la única noticia del uso de estos mantones relacionados con las fiestas. En el diario El Noroeste de 20 de agosto de 1905 el periodista Emilio García de Paredes hace una crónica de las fiestas de San Roque en Llanes y relata cómo para la verbena previa al día del santo se utilizaba uno y para el día grande, el de la ofrenda de ramos, el otro:

Las que festejan a «San Roque invencible» lucieron ayer sus esbelteces aprisionando el escultural talle en valiosos mantones de Manila y hoy realzando su belleza con el típico y clásico traje de aldeana.

En el archivo de El Oriente de Asturias se conserva copia de una fotografía en la que se ve a un grupo de mozas con panderetas en la mano, junto a un ramu adornado con pañuelos o telas de colores; todas ellas ataviadas con mantones de hombros en lugar de dengues y sin pañuelo a la cabeza. No hay notificación alguna en la fotografía sobre el lugar o la fecha en la que fue tomada, pero según información del Manuel Maya, director del semanario El Oriente de Asturias durante décadas, corresponde a un ramu ofrecido por los marqueses de los Altares en La Carúa hacia 1900. Amada Sánchez recordaba cómo en sus años mozos tocó ramos en los que vestían con «ropina de cada día, de la mejor que tenías»[7]. En la Fototeca de Asturias se conserva una fotografía fechada hacia 1920 en la que se ve a un grupo de mozas tocando un ramu en honor de San Roque y en la que todas van vestidas con ropas de calle. Se sitúa en el concejo de Ribadesella y pertenece al fondo del periódico El Progreso de Asturias, editado en La Habana a partir de 1919. Ataviarse con los preciosos mantones de Manila para acompañar los ramos, aunque el rito de ofrenda no fuese tan elaborado, fue costumbre en otras partes de Asturias que se mantuvo a lo largo del siglo xx, como en el caso de las ofrendas dadas en algunos pueblos de los concejos de Cabrales y Cabranes.

9. Las mozas del ramu

No todas las mujeres podían tocar o participar del rito del ramu y es aquí cuando la asociación entre edad, estatus social y apariencia física toma un destacado protagonismo. El cuerpo de una moza vestida de aldeana no es un cuerpo ordinario, se singulariza. Mientras que el traje se democratiza en tanto que su uso se extiende a todas las clases sociales, las mozas que pueden vestirse con él y participar de la ofrenda son pocas. La pureza de las niñas queda al margen de toda duda, pero solo las rapazas a las que se les atribuía un cuerpo virgen —que lo fuesen o no pertenecía a la intimidad de la persona— podían intervenir en el rito. Casadas, paridas sin marido, prostitutas de pueblo y solteras que pasaran de una edad más allá de los veinticinco años, las conocidas como mozivieyas, quedaban excluidas de participar en el ramu y por lo tanto, de vestirse «de aldeana». María Santoveña Celorio, nacida en Vibañu en 1901, confeccionó y estrenó un traje de aldeana a comienzos de la década de 1920, que solo utilizó una vez en la vida. Quedó embarazada y se casó prácticamente al mismo tiempo de estrenarlo, pasando a ser utilizado después por sus hijas y sobrinas[8].

Este cuerpo virginal recibía, además, cuidados específicos. La moza que iba a tocar el ramu debía comer bien el día de antes y no realizar esfuerzos que fuesen a dejar marcas de agotamiento en su rostro, por lo que se la mandaba a dormir temprano para que su aspecto fuese descansado. El maquillaje, asociado en aquel entonces con mujeres coquetas, casquivanas y de vida «fácil», se permitía en este contexto con tal de que la moza luciese lo más bella posible. Esto suponía, en ocasiones, tener que alterar artificialmente la forma de su cuerpo. No todas las familias se podían permitir tener un traje de aldeana y lo habitual era que las casas hubiese uno solo. Si a la moza el traje le quedaba muy justo, poco se podía hacer, salvo utilizar un añadido en la parte posterior del dengue o disimular la abertura de la saya, pues ni la longitud de esta o de la chaquetilla se podía alargar. Sin embargo, si el traje quedaba grande, se ataba alrededor de la cadera de la moza una toalla, para que la falda asentase bien y se pudiera ceñir mejor la cintura. Para que el dengue «sentara bien» al pecho, se procedía a colocar igualmente rellenos artificiales que agrandasen el busto. De la misma manera las enaguas se almidonaban para que el traje tuviese más vuelo, por lo que muchas veces lo que iba bajo la tela era un falso cuerpo, arreglado artificialmente para conseguir una determinada apariencia estética, la de una moza lozana y guapa bien vestida de aldeana. Esta habría de soportar el escrutinio al que la someterían amigos y convecinos, junto al resto de participantes en el día de la fiesta. La crítica de quién estaba más guapa o mejor vestida formaba parte intrínseca, y aún lo forma, de la ofrenda del ramu tanto como el propio ritual. Hoy los trajes se alquilan de acuerdo con la talla de la moza y las propias casas de alquiler tienen gente responsable de vestir a sus clientas, con lo que las críticas recaen ahora sobre la calidad del servicio prestado por éstas y no sobre la pericia de las mujeres de la casa que vestían mal a sus familiares.

Una característica destacada de las ofrendas de ramos es la capacidad que tienen para asimilar los cambios que se producen en la sociedad. Desde un principio, los cuerpos enfermos, contrahechos o mutilados, no participaban habitualmente de los ramos pero su presencia, aunque criticada, no quedaba excluida completamente. En una fotografía firmada por Gilardi, una mocita coja con un alza el zapato posa ante la cámara con la pandereta en la mano. Milagros Valle sufrió poliomielitis infantil que le dejó una pronunciada deformidad en los pies, por lo que fue conocida siempre con el sobrenombre de La Coja. Esto no le impidió tener su propio traje de aldeana y tocar el ramu en repetidas ocasiones durante su juventud[9].

10. Vestidas para el recuerdo

Junto a la intencionalidad de vestirse de aldeana para el ritual festivo., aparece otra intencionalidad diferente para la que también se lucían estas galas; es la de hacerse un retrato de estudio, generando un momento único para perdurar en la memoria. Más allá del origen modal y social y del traje de aldeana, lo cierto es que caló muy pronto entre todas las clases sociales no solo de Llanes, sino del Oriente de Asturias . Con él se asistía a festejos, se bailaba y se posaba para la fotografía. Igual que con otras formas de presentar el mismo lecto indumentario de traje asturiano, las mujeres vestidas de aldeana posaron muy pronto para el fotógrafo. Al principio, apenas con una pandereta o un abanico por todo acompañamiento. A medida que el tipismo propio de las tarjetas postales de principios del siglo xx se iba introduciendo en el retrato privado (Guereña 2005; 35-58), las mozas posaban fingiendo industriosas tareas del campo o rodeadas de elementos que recuerdan el hogar. La mujer fotografiada por Cándido García hacia 1895 muestra en la pandereta el bando al que pertenecía y la propia fotografía enseña los desperfectos del paso del tiempo y los agujeros de los clavos que un día la sujetaron a la pared. Se trata del mismo Cándido García que tiempo después retratará a una moza que en una mano lleva un clásico de la iconografía evocadora del mundo rural astur, la guiyada o vara de arrear el ganado, mientras que en la otra lleva una zapica, una jarra de madera de las que antaño se utilizaban para la sidra y otros licores, mientras que un carro de baretas y un horru le sirve de fondo[10].

Estos retratos sirven para observar la evolución del traje y como en él se pueden apreciar los cambios en la moda femenina sin que su concepción estética fundamental sufra mayores alteraciones. Daniel Álvarez Fervienza retrató a la tía Consuelo hacia 1890 con un traje adornado con fina pasamanería de color claro. En 1904. Una moza vestida con un traje de aldeana con adorno de pedrería posa con la pandereta que vincula al traje con las ofrendas de ramos. En 1917 es Cándido García el que retrata a tres personas en actitud de bailar El Pericote, baile identificativo de Llanes caracterizado por tener como base una tríada formada por dos mujeres y un hombre en lugar de la habitual pareja, dando imagen a otras de las manifestaciones asociadas directamente con el traje de aldeana, la interpretación de los bailes identificativos de la comarca. En el periódico El Noroeste, con fecha del 20 de agosto de 1905, se registra el éxito alcanzado por los representantes llaniscos que interpretaban por primera vez El Pericote en el espectáculo que se había ofrecido en la plaza de toros de El Bibio de Gijón, destacando la singularidad del baile, el atuendo y la belleza de algunas de las bailarinas:

Resumen: que el «Pericote» de Llanes ha sido y será hoy uno de los números más aceptables del Certamen. Merecen consignarse los nombres de las bailadoras y bailadores de Llanes. Son las primeras Fernanda Vargas Caso, Felicita Romano Mijares (preciosísimas), Vicenta García Gabanzo, Encarnación Rodríguez Díaz, Clementina Bustillo y Amparo Rodríguez Díaz. Los bailadores se llaman Francisco Álvarez (a) Pancho el barrilero y Regino Muñiz García.

La familia del fotógrafo aficionado Miguel Rojo Borbolla, pertenecientes a la clase acomodada de comerciantes asturianos en Madrid, guarda memoria de las distintas etapas vividas por las diferentes generaciones de las mujeres de su entorno, fotografiadas con las estéticas sucesivas del traje de aldeana. Los retratos corresponden al libro Fotografías de la vida campesina. Puertas de Cabrales 1904-1913 y pone de manifiesto cómo el uso del traje de chaquetilla bolera se extendió rápidamente en el concejo limítrofe de Cabrales de donde era originaria la familia Rojo Borbolla. Hay diferencias entre las fechas publicadas en el texto y las que se adjudican aquí a las imágenes. La revisión de las mismas se realizó de acuerdo con Joaco López Álvarez, editor de la publicación y trasmisor de la memoria directa de la hija póstuma del fotógrafo Gloria Rojo González nacida en 1930, que fue la que se usó inicialmente para adjudicar las fechas[11]. Los criterios utilizados para la revisión no se basan tanto en las edades relativas a las distintas generaciones que se aportan el libro y que pueden resultar confusas, como en las dataciones conocidas en las que se pueden colocar las fotografías y sus autores así como en sus formatos y la indumentaria que lucen en ellas. En la primera imágen se puede ver a Escolástica Borbolla, madre de Miguel Rojo Borbolla, vestida con un traje de chaquetilla bolera que pertenecía a una hermana suya, retratada en Madrid hacia 1870. El segundo es la hermana del mismo, Elisa Rojo Borbolla, retratada con la chaquetilla caída sobre el hombro de acuerdo al estilo de la década de los Setenta, fotografía firmada por P. Escribera. La última es la de la hija de esta última Gloria González Rojo en 1890, con el traje ya tipificado completamente como «de aldeana», con la chaqueta al hombro y la pandereta en la mano en una fotografía de J. Mon, fotógrafo de origen asturiano el cual tenía estudio en Madrid ya desde los primeros años Sesenta del siglo xix. Aun así las atribuciones de nombres y de autores de las fotografías no son firmes y pueden ser objeto de discusión. Las fechas de los trajes son más correctas de acuerdo a otras documentaciones fotográficas fechadas y conservadas en el archivo de El Oriente de Asturias[12].

Como se indica en el libro Miguel Rojo Borbolla sobre Puertas de Cabrales, el traje que lleva Escolástica Borbolla en la fotografía pertenecía a una hermana suya. Esto no es un caso particular. Una característica común a todo la evolución del traje de aldeana es que lo habitual era tener uno por familia, constituyendo un bien preciado que se dejaba en herencia a las generaciones venideras. La bisabuela de la autora de estas páginas, María del Carmen Teresa Alonso Puertas tenía uno que dejó a su única hija María Amieva Alonso quien lo utilizó en su juventud[13], ésta a su vez se lo dejó en herencia a una de sus propias hijas, Felisa Zapatero Amieva, quien lo transformó en un traje de niña, el primero con el que se vistió quien esto escribe. Se solía a dar el caso de familias en las que, al haber un único traje para todas las hermanas, estas se turnasen para ir a tocar los ramos, llegando incluso a circunstancias tales como que, si una de las hermanas carecía de gracias físicas, no se vestía de aldeana ni iba al ramu por ser la fea de la familia, quedando el uso y disfrute de tan distinguido atuendo sólo para las hermanas a las que la naturaleza había dotado de belleza.

11. El mito de los indianos

El uso de esta indumentaria siempre se ha asociado con los indianos y ciertamente tuvieron una importante presencia en las fiestas, a las que ayudaban a subvencionar con sus generosos donativos[14]. Cuestión muy diferente es que influyesen directamente en la evolución del «traje de aldeana». Éste, como ya se apuntó más arriba, está más relacionado con las clases burguesas y nobiliarias vinculadas con la villa de Llanes y muchas de ellas residentes en Madrid, donde estarían al tanto de las innovaciones y nuevas tendencias en la moda, entendida aquí en el sentido que Barthes le daba al término, de cambios rápidos y constantes en los detalles más destacados del adorno y el colorido. Esas modas iban de la capital francesa a América y no viceversa. En enero de 1888 se publicaba en Madrid el número uno de la revista La Última Moda: revista ilustrada hispano-americana precisamente para dar conocimiento de las novedades que llegaban de Paris. El aumento progresivo del adorno que tanto parecía ofender a García Mijares, tendría más que ver con el gusto de los asturianos en la capital, fuese esta asturianeidad real o de sentimiento, que con la influencia de los indianos. Estos, mayoritariamente hombres, pagarían presumiblemente a las mujeres de su familia las mejores galas y mandarían confeccionar los mejores trajes que se pudieran permitir, de acuerdo a los dictados del gusto de la época y de los estamentos verdaderamente influyentes. En la fotografía de una mujer joven retratada en Argentina, se puede advertir cómo las modas europeas eran seguidas por las clases pudientes del Nuevo Mundo, de modo comparable a como se hace con el retrato de una mujer firmado por Fernando del Fresno en Oviedo y otro hecho en París. Todas siguen el mismo gusto estético en el vestir, con los drapeados y las mantillas, así como con los elementos de adorno, ocupando sus manos con un abanico rematado en una mota colgante.

Un indiano, por muy enriquecido que hubiese vuelto de Las Américas, tardaba mucho en gozar —si es que lo alcanzaba alguna vez— del mismo estatus que aquellos que podían presumir de rancio abolengo o de una formación académica e intelectual de la que muchos de los emigrados carecían. Por muy adinerados que volviesen, el haber salido de los más bajos estamentos de la miseria y haber tenido que marchar para medrar y buscar fortuna no se olvidaba, por lo que eran en muchas ocasiones mirados por encima del hombro incluso por aquellos que habían hecho su riqueza de una forma similar en Madrid, o eran herederos de quienes en otros tiempos habían ejercido los más bajos oficios, para ir subiendo poco a poco en el escalafón social. Vicente Pedregal Galguera dio cuenta de esta situación no por poco explicita menos cierta, en el cuento titulado Quico el del Coteru. Los amores entre una señorita de la nobleza y el indianu, que, pese a haber vuelto enriquecido no dejaba de ser el hijo de un pobre labriego, terminaron de forma trágica cuando la novia muere en un accidente causado por su padre quien:» inconsciente, pero fatalmente, derrama la sangre roja de su hija en defensa de la azul que creía corría por sus venas» (Pedregal Galguera 1981).

María Amieva Alonso contaba cómo algunas mozas de su época habían comprado telas para hacerse un traje de aldeana con el dinero de sus hermanos indianos, no que estos les hubieran traído los tejidos, los adornos o la misma idea de hacerse el traje. Es más, María Balmori Concha, consideraba aquellos trajes engalanados con aplicaciones importadas de América como un ejemplo de mal gusto, por más que quien las llevase lo hiciese con orgullo por ser un obsequio familiar[15]. Este mal gusto en el vestir atribuido a los indianos parece ser un apriorismo como tantos otros referidos a ellos. En La Moda Elegante de octubre de 1866, en el artículo firmado por G.deP. que lleva por título «El Indiano» se puede encontrar una referencia directa a tal falta de galanura:

«Con facilidad conoceréis a nuestro hombre: le veréis grave, pero afable y cariñoso en ocasiones con su levita negra, su pantalón, por lo regular a grandes cuadros escoceses, claros y oscuros, chaleco verde, amarillo y encarnado (los indianos son muy aficionados a los colorines), que surca una larga cadena de reló tan gruesa y fuerte como la amarra de un buque de alto bordo, y su sombrerito hongo en los días de trabajo y de copa alta en los feriados. Por lo regular sus dedos están cuajados de enormes sortijones de brillantes y esmeraldas y topacios, y para que todo el mundo los admire acciona sin cesar cuando habla».

Tratándose de una revista de modas, es normal que se hagan juicios de valor sobre la indumentaria, pero no parece que el atuendo del indiano difiera mucho del de otros elegantes de la época, de los que se pueden encontrar algunos ejemplos en las cartas de visita de los años Sesenta del siglo xix y en las cartas americanas de las décadas posteriores. Con su levita ribeteada y pantalón de rayas, enseñando la cadena del reloj intencionadamente mediante el gesto de la mano en el bolsillo, la imagen de un hombre retratado en Madrid no se separa mucho de la que se describe para la estética del indiano, componiendo los dos la figura de hombres vestidos a la moda del momento, con mayor o menor gusto personal. Por comparación, la imagen de dos emigrantes en Méjico, en la que se entremezcla el traje de pantalón largo y telas a cuadros con las chaquetas cortas propias de los trajes de calzón corto de las modas campesinas, hace referencia a las duras condiciones con las que muchos comenzaron su andadura allende el mar.

Desde el momento en que abandona su casa, el emigrante se convierte en «el otro». Otro para el país al que llega, donde sólo es un desplazado, y otro para la sociedad que deja atrás. Segregados de su grupo original por la emigración, aun conservando los lazos familiares y ostentando una posición económica muy superior, el indiano plantea abundantes problemas para su reintegración en su sociedad de origen. No puede reubicarse fácilmente ni entre las clases bajas de las que salió para poder prosperar, precisamente porque lo consiguió, ni tampoco entre las clases pudientes porque no pueden olvidar sus orígenes humildes. Difícil es que con este inestable estatus social, se puedan convertir en árbitros y orquestadores de la moda, algo que ha correspondido tradicionalmente a nobles y burgueses; pero sí que contribuyeron sin duda alguna al asentamiento de nuevas tendencias mediante el uso y el encargo de la confección de ropas elegantes a la última moda, aceptando y difundiendo aquellas en las que podían hacer ostentación social de su poder económico. En el relato corto Aldea firmado por Gregorio Martínez Sierra en la revista literaria La Lectura en 1904, la narración de las tristes ilusiones otoñales despertadas entre un indiano y su sobrina, se cuenta como no son nuevas modas las que vienen de Las Américas, sino dinero para vestir mejor:

Aun no hace un mes que llegó al pueblo Juancho, y ya Celesta gasta saya de merino negro y pañuelo de talle con flecos; Quico tiene calzones de pana y fuma del estanco; Celestín y Juanin y Rogelia calzan botas traídas de Gijón».

Más que importar o crear una indumentaria señalada para la mujer, por tanto, hay que valorar la importancia de este colectivo de inmigrantes en la difusión del traje de aldeana, que asimilaron rápidamente por asociación con otros grupos de alto estatus social, y al que más que importar, exportarían desde Asturias hacia sus países habituales de residencia, pasando a formar parte de las celebraciones festivas en memoria de la añorada patria en fechas muy tempranas. Sin embargo, una única fotografía conservada en la Fototeca de Asturias puede dar cuenta de cómo las mujeres llaniscas emigraron llevándose con ellas sus mejores galas. Joaco López explica cómo el traslado hacia América era mayoritariamente masculina salvo en un caso (López Álvarez: 2005; 443-452):

... hasta finales del siglo xix; la casi totalidad de los emigrantes serán varones que se asientan en ciudades y trabajan en el comercio y la industria (…) A partir de finales del siglo xix también embarcarán muchas mozas, sobre todo a Argentina, para trabajar como niñeras o criadas.

Una fotografía fechada en Argentina hacia 1875 muestra a dos mujeres, una vestida con jubón y manto y la otra con traje de chaquetilla bolera siguiendo las mismas pautas estéticas que estaban de moda en Llanes por la misma época, constituyéndose en uno de los pocos documentos de mujeres emigrantes anteriores a la década de 1890, y en la que se pueden observar los que entonces se entendía como una de los mejores trajes de la mujer llanisca de entonces.

Evidentemente todas estas consideraciones no pretenden disminuir la importancia que los indianos tuvieron en la sociedad a finales del siglo xix y principios del xx, y no solo en Llanes sino en toda Asturias. Fueron mecenas, impulsores de obras públicas, fundadores de escuelas para la mejora de la instrucción pública y benefactores de sus poblaciones de origen. Esto ha hecho que en muchas ocasiones se les considere como los elementos únicos de la dinamización social de la época, una suerte de factótum sin el que nada era capaz de progresar. Es necesario poner su influencia en perspectiva y entenderla dentro del conjunto de otras clases poderosas y no menos influyentes, conformadas por los asturianos en Madrid —nobles, políticos, comerciantes, burgueses acaudalados en definitiva— y las élites locales, entre las que destacaban tanto los miembros relevantes de la administración y la función pública, como los profesionales liberales de entonces, tales como médicos y abogados. Por la proximidad inmediata, estas estarían en mejor posición para influir en las clases populares, frente a los indianos que visitaban ocasionalmente su tierra vestidos al gusto predominante en el momento.

12. A modo de conclusión

La construcción de un traje identitario diferente al estándar establecido desde los centros de poder de la capital asturiana y su entorno durante el proceso de industrialización del siglo xix, adquirió en Llanes una particular especificidad que rápidamente se extendería a otros concejos de la comarca oriental. El llamado «traje de aldeana» fue aquí el resultado de un proceso sincrético entre las modas populares y las modas burguesas, potenciado desde las clases elevadas de la villa relacionadas con la emigración en la capital de España, que dio lugar a un singular ciclo largo de moda. El traje de aldeana quedaría asociado desde finales del siglo xix con los bailes folclóricos y las expresiones religiosas populares como la ofrenda de ramos, sujeto desde entonces a diversos ciclos de moda corta, en función de las diferentes ideas estéticas y sociopolíticas que se han sucedido en sus más de ciento setenta y cinco años de historia. Vestidas de aldeana, participando en los ramos o en la interpretación de los bailes identificativos del país, estas mujeres conforman aún hoy día un grupo singularizado, cuyos atuendos las distinguen temporalmente del resto de la sociedad y las señalan como participantes en unos actos rituales vinculados a la fiesta y al territorio.




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NOTAS

[1] En aquella fecha de 1862 ostentaba el título de marqués de Gastañaga Miguel de Vereterra y Carreño, que junto con Amalia Lombán fueron padres de seis hijos, cuatro de ellos mujeres.

[2] La ofrenda de ramos es un rito de presentación en el templo de una estructura engalanada con cintas, panes y flores, acompañado de cánticos y percusiones; mediante el cual se lleva a cabo una acción de gracias a un santo o advocación mariana. (Cerra Bada 2008, p. 169-179.)

[3] Para la descripción del mismo se usará aquí la denominación de «traje de chaquetilla bolera», término ad hoc que no forma parte de las expresiones populares para referirse a esta indumentaria. El nombre con que normalmente se le conoce en la comarca es como «la chaqueta de aldeana» o «la chaqueta del traje», dándose por entendido que se refiere a la indumentaria ya tipificada como «traje de aldeana». Para las descripciones de la indumentaria tradicional asturiana, Fausto VIGIL no recoge el uso de la chaqueta como prenda de mujer, Gausón FERNANDE describe como chaqueta un tipo de jubón utilizado en zonas localizadas del concejo de Cangas de Narcea y Gloria ROZA la identifica con el nombre de chaquetiya, una prenda de uso moderno que sustituye al dengue, cerrada en el delantero por medio de botones, salvo el caso de las que se usaban en la zona oriental, que son las que por su particularidad se describen aquí.

[4] Manuel García Mijares publicó sus artículos en El Correo de Llanes durante los años Ochenta del siglo xix, por lo que se le puede considerar como un testigo del asentamiento y popularización de esta indumentaria.

[5] Este proceso no se ha detenido, y si bien el traje «de aldeana» conserva en el presente las características básicas que lo definen, a lo largo del siglo xx ha pasado por distintos momentos de moda de ciclo corto, siendo quizás los más llamativos la adaptación a la minifalda, la exuberancia en los adornos en los años ochenta y una revisión historicista a finales de esta centuria y principios de la presente. Correspondería uno de estos momentos con una con la corriente del aperturismo español de los años Sesenta y la superposición de la modernidad a los trajes típicos, siguiendo el concepto del folclorismo impuesto por las estructuras culturales de la dictadura franquista y el otro a la revisión de los arquetipos identitarios surgidos tras la caída del dictador y la llegada de la España de la democracia y la formación de las autonomías.

[6] Las ofrendas de ramos son comunes a otras partes de Asturias, tal y como describen Herminia MENENDEZ de la TORRE, y Eduardo QUINTANA LOCHÉ. Las ofrendas de ramos en Asturias. Gijón. Fundación Municipal de Cultura.2008

[7] Amada Sánchez, natural de Vibañu, Llanes, nacida en 1924.

[8] Maria Santoveña Celorio. «Madre la de la Texa». Vibaño de Llanes (1901-1993†).

[9] Milagros Valle Díaz. Vibaño de Llanes (1906 -1999†).

[10] Las baretas son las finas varas de avellano que entretejidas se utilizan para crear paredes y celosías y el horru, los graneros sostenidos sobre cuatro postes , llamados pegollos, una de las construcciones características e identificativas de Asturias.

[11] Miguel ROJO BORBOLLA. Fotografías de la vida campesina. Puertas de Cabrales 1904-1913. Edición de Juaco López Álvarez. Gijón. Museu del Pueblu d´Asturies.2007.

[12] Las fechas para los fotógrafos se pueden consultar en Antonio GOMEZ IRUELA. «Las galerías fotográficas de Madrid en los inicios de la fotografía». Paperback nº6. 2008, así como en otros inventarios de fotógrafos españoles que se reseñan en la bibliografía.

[13] María Amieva Alonso. Debodes, Caldueñu ( Llanes) (1896- Molins de Rei, Barcelona 1980†).

[14] Según Mª Magdalena FERNÁNDEZ-PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS: A los emigrantes que lograron hacer fortuna se les denominó «indianos». El fenómeno indiano no fue una gesta gloriosa, sino un drama para muchos jóvenes que no vieron otra salida más que la emigración. Se asocia el término «indiano» con riqueza, pero sólo una minoría alcanzó el triunfo, una gran mayoría fracaso en dicho intento.

[15] María Balmori Concha. «Güela la de Los Cuetos». Vibañu. (1909/1995†).



Vestidas de aldeana. Indumentaria tradicional, identidad y clase social en el Oriente de Asturias. 1860-1920

SANTOVEÑA ZAPATERO, Fe

Publicado en el año 2015 en la Revista de Folklore número 2015.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz