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Revista de Folklore número

305



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FICCIÓN Y NO FICCIÓN EN LA NARRATIVA ORAL

MARTIN CRIADO, Arturo

Publicado en el año 2006 en la Revista de Folklore número 305 - sumario >



Quienes vivimos en sociedades industrializadas empleamos mucho tiempo en trabajar, en desplazarnos y en comprar; a pesar de ello, buscamos constantemente las ocasiones para hablar de nuestras vidas con otras personas, para contarnos experiencias en forma de secuencias narrativas. Si no lo hacemos, enfermamos de soledad, porque necesitamos contar y que nos cuenten historias. Esta necesidad tan acuciante, que se nos impone de manera imperiosa, es posible que tenga que ver con aspectos fundamentales de nuestra vida: el filósofo J. R. Searle ha explicado cómo el trasfondo se constituye, en parte, a través de la narración. El trasfondo, o Background, es un conjunto de creencias, capacidades, presuposiciones, habilidades, hábitos y saberes de tipo preintencional que permiten al individuo vivir (Searle, 2001, pp. 99–101); el habitus de Pierre Bourdieu es, en gran medida, un concepto coincidente (Bourdieu 1991 y 1998). El trasfondo no es propiamente un sistema de reglas aprendidas, sino de habilidades equivalentes, en cuya formación intervienen, además de la predisposición innata, acontecimientos estructurados de acuerdo con formas narrativas (Searle, 1997, pp. 141–157). Las novelas y, en mayor medida, el cine y la televisión se han convertido en los principales encargados, actualmente, de contarnos historias, si bien está claro que, como todos sabemos, presentan el problema de que no admiten la reciprocidad. En una novela podemos identificarnos con un personaje y, a través de él, no sólo sentir sino también comunicarnos con los demás; esto es más difícil en el cine y en la televisión, donde la velocidad narrativa nos zarandea demasiado y el poder de seducción de las imágenes nos cautiva. El éxito de los espacios televisivos llamados realitys se debe, precisamente, a que permiten ese intercambio de historias entre gente corriente. Por otro lado, la narración oral de tipo más tradicional, la que se lleva a cabo cara a cara, va cambiando y perdiendo protagonismo en un medio que está sufriendo tan grandes transformaciones; esto no quiere decir que vaya a desaparecer, ni mucho menos, ya que en nuestra sociedad, como en la de tipo tradicional, la literatura oral por excelencia, sin negar la importancia que tiene la lírica, es, y ha sido, la de tipo narrativo (Zumthor; Brioschi y Girolamo).

La narratología, o teoría de la narración, distingue tres conceptos que hacen referencia a los tres niveles constituyentes de todo relato. Historia o fábula es el contenido de la narración, los acontecimientos; narración, el proceso de producción del relato; y, finalmente, relato o texto, el producto del proceso anterior, el enunciado verbal (Bal; Genette 1989). La narratología se centra en el análisis del relato como forma de representar la historia; es, sobre todo, un estudio formal. Sin embargo, cuando los oyentes o los lectores habituales se enfrentan a un relato, fijan su atención, en especial, en la historia que se narra, que es lo que los atrae, los ata casi de forma física; rara vez se interesarán por la forma del texto, salvo que sean especialistas. Uno de los aspectos que interesa verdaderamente e intriga a oyentes y lectores es el carácter ficticio o histórico, real, de los acontecimientos que en él se narran, es decir, si la historia es ficción o si ha sucedido en el mundo real. A muchos narradores cultos, novelistas o cineastas, les molesta la insistencia del público, e incluso de los críticos, en este asunto; quizá porque prefieren mantener la ambigüedad propia del arte, convertida en mito por los románticos, sin darse cuenta de que la ambigüedad no sólo es de la obra sino también del propio artista. Las fantasías del narrador le pertenecen de la misma manera que su propio ser y su vida cotidiana. Por eso Genette llega a dudar de que exista tanto la ficción pura como la no ficción pura (1998, p. 14). Pero este es un problema sobre el que se ha escrito mucho, quizás porque se ha abordado desde perspectivas muy distantes.

En la cultura occidental, la noción habitual de ficción, tanto en literatura como en la artes plásticas, se ha basado en la de mimesis, por lo que se ha considerado que la ficción es la imitación o simulación de la realidad, y su rasgo más importante el de la verosimilitud, que no es una correspondencia entre la imagen, o el texto, y su referente, que sería una relación de verdad –que convendrá a la narración histórica–, sino una relación del texto, o la imagen, con lo que la sociedad acepta como verdadero; la verosimilitud, y la ficción, por tanto, dependerá del período histórico y de la situación. Lo que la piedad popular consideraba verdadero ya era calificado de pura ficción por algunos filósofos griegos, que pretendían separar lo natural de lo sobrenatural. De la cultura griega surgió con impulso poderoso este principio de ficción verosímil, que ha prevalecido hasta el siglo XX, cuando se cuestiona este modelo, cuando se plantea que puede haber una ficción no verosímil, que se intenta justificar. Surge una corriente de crítica literaria antimimética que concede el mismo grado de realidad al mundo real que a los mundos posibles de ficción que el hombre ha ido e irá construyendo, y que pueden ser totalmente autónomos del mundo real, mundos imposibles de acuerdo con las leyes naturales, pero aceptables si poseen coherencia interna, principio éste que sustituiría al de verosimilitud (Garrido Domínguez, pp. 13–32). En todo caso, parece claro que, al menos en el pasado, es difícil encontrar ejemplos de ficción pura:

La ficción pura sería un relato desprovisto de toda referencia a un marco histórico. Pocas novelas, como ya he dicho, se encuentran en este caso, y quizá ningún relato épico; el “érase una vez” de los cuentos populares ofrece, a mi juicio, un indicio poco refutable de anterioridad, aunque sea explícitamente mítica, de la historia (Genette, 1998, p. 56).

Incluso, sería plausible pensar en la imposibilidad de tal empeño desde el momento en que es ineludible la carga referencial que toda lengua histórica arrastra y que, de una u otra forma, aparecerá en el texto narrativo (García Landa, p. 107). La ficción pura, totalmente desligada del mundo real, necesitaría un lenguaje también puro, que sólo sirviera para referirse a ese mundo de ficción.

Otros autores, sin romper del todo con las teorías de tipo mimético, plantean la ficción como un mundo posible entre otros muchos mundos posibles, que, según su cercanía o alejamiento del mundo real, serán más o menos accesibles; cuando hay coincidencia, se da un grado de accesibilidad total, lo que ocurre en géneros como el periodismo o la historia; a medida que ambos mundos, el real y el ficticio, se van alejando, en géneros como la ficción realista, la ciencia ficción, los cuentos maravillosos, etc., la accesibilidad va siendo menor (Albaladejo; Ryan).

Sin embargo, estas teorías literarias de tipo formalista, que se centran en el estudio del texto, no consiguen resolver, en la práctica, las diferencias entre realidad y ficción; “el análisis formal de los textos no puede discriminar por sí solo su consideración ficcional” (Pozuelo Yvancos, p. 179), porque, en realidad, el problema de la ficción no es de naturaleza literaria, sino filosófica. Sólo la pragmática ha podido aportar alguna explicación, partiendo de la teoría de los actos de habla de la filosofía analítica (Austin; Searle 1986), según la cual los actos de habla literarios no están en el mismo nivel de los otros y, por tanto, no se les puede aplicar el mismo criterio de verdad; la ficcionabilidad no depende del texto en sí, sino de la intención comunicativa. Los actos de habla verdaderos son aquellos a cuyos enunciados se pueden aplicar criterios de verdad, es decir, expresan un saber sobre el mundo que puede ser confrontado con la realidad, mientras que los hechos y personajes de ficción sólo pueden hacer referencia al propio mundo de ficción. Sin embargo, negar que la ficción pueda hacer referencia, de algún modo, al mundo exterior no parece que esté de acuerdo con la realidad; por otra parte, se ha discutido que sea únicamente el autor quien impone los criterios de verdad, como quería Searle, y se ha concedido más importancia al receptor, quien será, al final, el interprete del texto y de las intenciones del autor (Lozano, Peña–Marín y Abril, p. 206; García Landa, pp. 253–255). Por supuesto, esto supone aceptar que existe una realidad exterior a nosotros y que podemos conocer algo de esa realidad, aunque sea de forma deficiente y parcial. La narración histórica, o no ficticia, se constituye con actos de habla en los que la palabra es fiel al mundo real, dirección “World to Word” de Searle, y, por eso, la narración histórica responde a criterios de verdad, si bien filósofos e historiadores idealistas, que no aceptan esas premisas, llegan a negar la posibilidad de este tipo de narrativa, asimilando la historia a la novela, a la ficción, donde se invierte la dirección, “Word to World”, si bien, como acabamos de ver, es el receptor quien establece, en definitiva, la historicidad o ficcionalidad del texto.

El etnógrafo, al recoger historias de la boca de sus informantes, se está continuamente planteando, como receptor que es, el valor de verdad de todo lo que escucha, y, para él, en primer lugar, se trata ante todo de un problema de tipo pragmático, al que tiene que dar respuestas también pragmáticas, como afirma Sperber:

Cuando un amigo dorzé me dice que el embarazo dura nueve meses, pienso: “Bien. Lo saben”. Cuando añade “Pero en tal clan dura ocho o diez meses”, pienso: “Esto es simbólico”. ¿Por qué? Porque es falso (Sperber, p. 25).

Valoramos la credibilidad que nos merece la persona a la que escuchamos y sometemos a crítica los contenidos de los discursos de acuerdo con toda una serie de principios en los que nos hemos formado. En el siguiente relato, que la narradora nos presenta como historia, se cuentan episodios de la vida de una persona de su pueblo, unos trágicos, otro maravilloso, de alguno de los cuales aparece como testigo, lo que refuerza la veracidad de tales acontecimientos; éste es el relato en trascripción literal, realizada, como todos los demás textos, a partir de la grabación magnetofónica:

¿Quieres que te cuente una historia? Pues verás, en mi pueblo, verás lo que sucedió. Resulta que había una señora, que se llamaba María y estaba para llevar la comida y el agua fresca a los segadores. Y un día pues tardaba mucho y les salía un poco de ojo, pero, bueno, al fin llegó. La preguntaron que por qué había tardao tanto y les dijo que nada, que porque había…, que porque no estaba la comida preparada y, en fin, alguna disculpa. Se pusieron a comer y ella estaba sentada, y, al levantarse, vieron que estaba empapadita de sangre y la preguntan:

– ¿María, pero qué te ha pasao?

– ¡A mí nada, a mí nada! –con unos nervios –, ¡a mí nada!, ¡no me ha pasado nada!

– Pues, tiene que haberte pasado algo, oye. ¡Fíjate cómo estás! ¿Es que te ha tirado el burro y te has hecho daño?

– No, no, no, nada.

Total, que ya, claro, como echaba mucha sangre, la cogieron, la llevaron al médico, la miró y resultó que les dijo el médico que había tenido una criatura hacía muy poco tiempo, muy poco, ni una hora. Entonces, ella se puso a gritar todo nerviosa, y a llorar, y declaró que sí, que había dado a luz, y que había hecho un hoyo en la tierra antes de llegar adonde estaban los segadores, y que había enterrao a la criatura. Mira, y la tapó con la tierra, pero medio viva, medio viva. Y se conoce que, claro, no estaba bastante profundo el hoyo que había hecho y –entonces se gastaban, lo mismo los hombres que las mujeres, sobre todo en el campo, botas con tachuelas, con unos clavos– la pisó, y tenía la criaturita en el pecho y en la espalda, por el cuerpo, las señales de la bota, como que la había achuchao para que no abultara tanto la tierra. Entonces, pues la denunciaron; pero no allí en el pueblo, pues la tomaron como que estaba medio loca, porque, realmente, es que hacía cosas que…, pues, bueno, la llamaban la endemoniada…

Y ya llegó el tiempo que se casó, y iba montada en un burro con su marido, de la parte de atrás, cogiéndole a él de la cintura, iban a por hierbas y cosas para los animales, y yo me acuerdo que los chiquillos decíamos:

– Anda, la María la endemoniada, que la sube, que sube p’arriba…

Y era verdad, íbamos todos los críos para verlo, se subía para arriba como a un metro o metro y medio, pero sin que nadie la empujara, ni nada de nada. Y volvía a caer al poco tiempo, otra vez sentada en el burro donde iba. Y claro, a los críos nos chocaba aquello. No sé si estaría endemoniada o cómo estaría, pero lo que sí sé es que hacía cada cosa rarísima.

Resultó que tuvo una terminación fatal, porque en un riachuelo, que había un molino, allí le llamaban el Arroyo del Molino, la encontraron un día con un mantón allí doblao y un trocito de pan. Lo sorprendente era…, apareció ahogada, pero lo sorprendente es que había un riachuelo que, que salía una cantidad de agua que apenas nada, y estaba lleno de renacuajos y cochinillas y la entraban por la boca y por la nariz, y ¡ay, madre mía!, ¡horrible!, así terminó la pobre María (1).

La narradora insiste en la veracidad, incluyéndose entre los espectadores del episodio central, precisamente el más difícilmente creíble. Si los episodios primero y tercero, a pesar de su dramatismo, los aceptamos como históricos sin mayores problemas, tenemos dificultades para hacer lo mismo con el segundo, que consideraremos legendario, sencillamente porque no podemos creer que esta mujer, por muy endemoniada que fuera, se elevara por encima del borrico “como a un metro o metro y medio, pero sin que nadie la empujara, ni nada de nada”. Legendario quiere decir que es una narración considerada verdadera por sus narradores, bien porque ellos mismos han contemplado los hechos, bien porque así lo dice la tradición, que es la verdad transmitida por los antepasados; sin embargo, cuando confrontamos los hechos con la realidad, comprobamos que no resisten la aplicación de criterios de verdad, que es imposible que nuestra protagonista realizara ese acto de esa manera; en definitiva, que es falso. Concluimos que lo que se nos cuenta ahí es simbólico, como dice Sperber; que, a través de este episodio del relato, se expresa una creencia generalizada en las sociedades tradicionales: considerar sobrenatural lo que, seguramente, sólo era los padecimientos de una mujer con alguna minusvalía o deficiencia mental.

Para Sperber, el simbolismo es un dispositivo cognitivo, de aprendizaje, que nos permite procesar toda la información que no puede ser procesada por el dispositivo racional; por ejemplo, la información sobre lo misterioso y sobrenatural, sobre todo lo que no podemos comprender aplicando el principio de causalidad natural. El saber simbólico no es un saber sobre el mundo, sino sobre los recuerdos y las palabras. No es sometido a ningún tipo de verificación, porque actúa de manera inconsciente en el sujeto, que cree que forma parte de su saber enciclopédico, el que versa sobre el mundo, donde ese saber aparece como verdadero: es lo que denominados creencia. Para el narrador, esa creencia es verdadera sin que necesite ningún tipo de justificación ni explicación; el mito es aceptado a pies juntillas mientras se cree, sin dudas ni reticencias. Cuando alguien comienza a plantearse explicaciones, cuando el simbolismo empieza a ser consciente, cuando la verdad de una creencia es puesta en entredicho y necesita que se justifique, entonces está dejando de actuar como creencia y se convierte en figura, es decir, en ficción; en este caso, no se confronta con la realidad porque el receptor acepta de partida que pertenece no al mundo real sino al de ficción. De todas las maneras, entre ambas formas de simbolismo, inconsciente y consciente, no hay una clara solución de continuidad, sino toda una sucesión de ambiguos estados intermedios.

El etnógrafo, en su trabajo, graba abundantes narraciones; muchas de ellas tienen una finalidad descriptiva, pues pretenden fundamentalmente presentar un ambiente, un contexto etnográfico por medio de la narración iterativa (Genette, 1989, pp. 174–176), en la que se muestran acciones mil veces repetidas, siempre, más o menos, de la misma manera. La narración iterativa es una forma antigua y tradicional tanto en la narrativa oral como en la literaria. Suelen ser narraciones impersonales, como ésta, en la que se nos habla del trabajo en los planteles:

El trabajo se hacía a mano todo, todo. Ibas, les excavabas, les azufrabas, les cubrías, y tol tiempo en la viña. Porque te ibas por la mañana, hasta por la noche no venías, así que te comías un pan con una sardina arenque, te bebías una cuartilla vino larga, y a cavar con una azada y otros que llamaban azadones, de dos picos. Ande había canto, ande era cantillo, tenías qu’ir con el azadón de dos picos, así, para que entraría, pero había pocos d’esos… (2).

El narrador utiliza recursos claramente impersonalizadores, como la segunda persona del singular, que tiene aquí carácter generalizador; él se incluye entre esos posibles sujetos, pero de esta manera queda claro, además, que así era de forma generalizada, que los demás vecinos del pueblo hacían lo mismo. Esto es un poderoso recurso para asegurar la realidad de los hechos contados. A veces encontramos narradores que, para aclararnos algún punto sobre el que les hemos interrogado, son capaces de respondernos con narraciones autobiográficas aplicadas al asunto. En este caso, el grado de subjetividad es mayor, aunque no tiene por qué disminuir la confianza en que se nos narren hechos reales, pues tendemos a confiar más en la narración de quien ha participado en los hechos, que en la narración impersonal de alguien que puede conocerlos sólo de oídas. Esto, por otra parte, es un conocido recurso de la comunicación coloquial. Hablando de plantas silvestres que tienen uso medicinal y de los peligros que algunas encierran, escuchamos este relato:

En Castrillo hay dos mujeres, dos hermanas, que vienen los veranos a Castrillo, que recorren tol monte y van, llevan un halda delante y hasta que la llenan de toda clase de yerbas que hay. Y estaba yo en el plantel de Los Pinos un día y, claro, venían pol monte y me vieron, me vociaron:

–¡Ah, señor Isidoro! ¿Qué tal?

–¡Hombre! Pero, cómo venís por aquí, me cagüen diez, con el calor que hace hoy.

–Ya llevamos to la mañana por ahí dando vueltas.

–Pues, ¿qué hacís pu aquí?

Dice:

–Mira, estamos cogiendo esto.

Digo:

–¡Coño! ¡Sí que huele bien! Y ¿pa qué lleváis esta mata?

Dice:

–¡Qu’es mu bonita!

Digo:

–Me cagüen diez, qu’eso es veneno todo, ¡hombre! Esa mata no se puede coger.

Dice:

–Como la vemos con las macucas tan coloraditas, pues sí que la hemos cogido.

–Cagüen diez, eso, si te da la gana de morder, te quedas sin dentadura. ¡Eso es torovisco; ese es un veneno mu fuerte, hombre! (3).

La narración dramatizada nos presenta primero a los personajes de manera breve y concisa, para ir dirigiéndose progresivamente al asunto que nos interesa, y termina insistiendo en el rasgo más importante para el narrador, que esa planta es venenosa y, por lo tanto, no se debe recoger; de paso nos aporta el dato descriptivo de las “macucas tan coloraditas” por el que es fácil reconocer y poder evitar el peligro, que es mayor por ser, precisamente, una planta tan atractiva.

Con frecuencia la relación de un romance, canción o refrán va precedida de una pequeña narración, que apreciamos, sobre todo, en tanto en cuanto nos aporta datos relacionados con dicho texto; por tanto, solemos sintetizar la información pertinente pero sin valorar la narración en sí misma:

Mi madre tenía un hermano, que era tío mío, claro, y tenía un borrico, y el borrico, pues…, cuando yo tenía catorce o quince años, decía mi madre:

–Anda, vete que te deje tu tío el burro, y vas al molino a llevar una fanega de trigo pa moler.

Y se lo hacía [el pan] en casa, porque no había panaderos, como ahora… ¡Bueno! Pues me iba a por el borrico y tan contento.

Pero ya llegó el día que mi tío pues no le interesaba y le vendió, y a nosotros no nos hizo gracia… Y le digo así, fíjate, éste es refrán:

–Oh, glorioso San Antón,
el diecisiete de enero,
aquí le tenéis al “Rojo”,
el hijo del tío cestero.

A mí me llaman el “Rojo”
por apellido, no lo sé,
en un concurso de feos,
el primer premio gané.

Mi madre tan loca fue
que decía: Hijo mío,
te voy a llevar a la feria
con el burro de tu tío.

Ya le pusieron en venta
y le ofrecieron cinco duros,
y les parecía poco,
y no le dieron ninguno (4).

Quienes han estudiado la narrativa autobiográfica se han planteado, a la hora de aceptar el contenido de un determinado texto autobiográfico, qué criterios se podían aplicar para discernir la verdad o falsedad de los hechos contados. En algunas ocasiones, estos se pueden confrontar con otras narraciones, con datos históricos considerados fieles a la realidad, con testimonios de personas que también vivieron esos hechos; de todas formas debemos partir de la constatación psicológica de que las mismas experiencias no son vividas, y menos recordadas, de la misma manera por distintas personas. Esto ha conducido a cierto escepticismo: “La poca fiabilidad de la autobiografía es, como señala Hart con acierto, una condición inevitable, no una opción retórica” (Smith, p. 126), a pesar de lo cual, el lector, quizás con algo de asumida candidez, espera una verdad; sin embargo, es difícil engañarse, ya que a menudo, si el relato autobiográfico no es una mentira descarada o una autojustificación, suele ser una fusión del pasado y del presente del autor, que representa su personaje, su identidad actual, del momento en que lo escribe.

Lejeune estableció cuatro rasgos definitorios de la autobiografía: (1) es una narración en prosa, (2) que tiene como tema la vida de una persona, (3) cuyo autor real se identifica con el narrador y (4) con el personaje principal, pero se dio cuenta de que estos no pueden garantizar que el relato sea histórico o ficticio, y recurrió al llamado “pacto autobiográfico”, por el cual el receptor acepta el principio establecido por el autor de que esa narración es verdadera, que los hechos relatados corresponden a lo que sucedió en la realidad, por supuesto, desde el punto de vista del autor (Lejeune, pp. 49–87).

Al tratarse de autobiografía de tipo oral, se plantean, además, otros problemas. Partiendo de la afirmación de Bourdieu de que “las clases dominadas no hablan, sino que se habla de ellas” (Lejeune, p. 340), es lícito plantearse una serie de dudas sobre las narraciones de este tipo. La moda etnográfica inaugurada por Lewis con Los hijos de Sánchez en 1962 dio lugar al nuevo método etnográfico, a la par que nuevo género narrativo, de las historias de vida (López–Barajas); pero, teniendo en cuenta que la escritura no está al alcance de los narradores orales, en la mayoría de los casos el etnógrafo reconstruye la vida del protagonista a base de entrevistas, que después irá ensartando con mayor o menor acierto hasta convertir las narraciones orales discontinuas en un gran relato orgánico. Si a esto se le añade la renuncia a la trascripción literal, elaborando un discurso literario totalmente ajeno al narrador, como defiende Lejeune (pp. 382–395), estaremos ante un género híbrido que ha perdido en gran medida su autenticidad. Pues, la función referencial y autentificadora no consiste sólo en la presencia del nombre del entrevistado; el efecto de realidad lo da, sobre todo, la palabra salida directamente de la boca del narrador, por más que al verla escrita se pierda parte de la fuerza elocutiva. Por ello, cada vez más se propugna el uso de la trascripción literal (Pujadas), si bien no siempre se cumple. La siguiente narración, ambientada en el Valladolid de la posguerra, nos da una breve y vivaz visión de los presos de la guerra desde los ojos de una adolescente, que la rememora en su ancianidad con cierta carga, quizá inevitable, de idealización:

¿Quieres que te cuente algo que te va a gustar? Pues, verás, mis padres estuvieron en una finca que estaba detrás del manicomio viejo, donde han hecho la granja avícola que se llama José Antonio. Entonces, aquellos cimientos fueron construidos por los locos que había en el manicomio viejo y los presos de guerra, y los pobrecillos, pues, claro, era en el verano, tenían muy poco alimento, pa no decir nada, incluso no tenían ni agua fresca. Cuando mi madre se iba a la Plaza Toros a comprar alguna cosilla, yo aprovechaba y les sacaba agua con un cubo de un pozo que teníamos, que era agua muy fresquita y muy buena; cogía los cazos, cogía vasos, cogía cazuelas, todo lo que pescaba y venga a darles agua para que refrescaran, porque algunos incluso se desmayaban, los pobres.

¿Sabes lo que también hacía? Pues nos daban una cantidad de harina por persona de nuestra casa, y mi madre hacía pan, porque había sido panadera, y lo teníamos en una habitación, allí pusieron un horno que se llama de peregüela, y mi madre hacía el pan y lo quedaba allí. Cuando se marchaba mi madre a la Plaza Toros a comprar alguna cosa, yo, con una horquilla del pelo, abría un candado que había, cogía un par de hogazas o tres, las partía y se los repartía a los pobres que estaban allí trabajando. Y, claro, a mi madre la sorprendía mucho, decía:

– Pero bueno, ¿cómo es posible que con las hogazas que hago, con la cantidad de pan que hago y no nos llega ni a los ocho días?

Yo callada, y era porque lo daba, claro.

Y también, ¿sabes lo que hacía? A mi hermano Nicolás le decía:

– Nicolás, esta noche voy a preparar dos cestos y nos vamos a subir a las viñas.

Que había que subir a las viñas, a donde es ahora Parquesol, pues allí eran viñas del mismo dueño, este señor alemán, y había un guarda arriba, que vivía con su familia, pero por la noche salía para que no le cogieran la uva al dueño, y llevaba una escopeta y se llamaba Nicolás también. Y claro, él sentía que se movían las hojas de las viñas y él tiraba algún tiro al aire y yo le decía a mi hermano:

– No tengas miedo, que eso lo hace para asustarnos.

Y decía mi hermano:

– Pero, ¿él sabe que estamos nosotros aquí?

– ¡Cómo lo va a saber, qué va! Bueno, total que, cuando teníamos los cestos llenos, bajábamos p’abajo con ellos y dejábamos la uva, y subíamos a por unos árboles que había con unas acerolas riquísimas, unas eran amarillas y otras rojas. Y decía yo:

– ¡Pobrecitos! Esto hace que no lo comerán vete a saber.

Y decía él que no, que esto es más difícil pa cogerlo, pero decía yo:

– Bueno, pues si no son los dos cestos llenos, uno por lo menos.

Le llenamos entre los dos y también lo bajábamos y lo escondíamos.

También había marranos y había palomas, conejos, gallinas, de todo, en la finca y, a escondidas de mi madre, pues yo todo lo hacía a escondidas de mi madre, pues yo había visto que en un pajar que estaba pegando a la cuadra de las mulas, subían las gallinas a poner y todas las tardes al atardecer cogíamos unas cestas y recogíamos por donde ponían, pero yo ya sabía que en aquel pajar ponían gallinas, pero yo aquellos huevos les tenía reservados para ellos. Entonces teníamos que cocer para los marranos patatas pequeñitas, calderas de patatas pequeñitas para los marranos, y yo ponía, yo era la encargada de eso porque me convenía, claro, yo ponía a cocer las patatas pequeñas en una caldera de cobre y ponía en el fondo patatas y luego los huevos de aquel pajar. Yo me subía con un delantal y en caso de que me encontrara con alguien, como si llevaba el delantal recogido y llevaba los huevos, y encima de los huevos ponía unas patatas y si llegaba el dueño, pues me decía:

– ¿Has puesto las patatas a cocer para los marranos?

– Sí, señor –decía yo– sí, señor.

Ponía las patatas y los huevos a la vez, pero él no los veía y así que se descuidaban, pues yo cogía patatas y cogía huevos lo metía en un cubo con un poco de agua pa que se enfriara y lo cogía entre el delantal y alguna prenda de ropa así pa disimular y eso, y salía por la trasera y se lo tiraba y los pobres se lo daban unos a otros, pero yo me indignaba más por los presos de guerra, porque los locos, aunque poco, llegaban las doce y media y iban a comer por la puerta de atrás al manicomio, y aquellos tenían pues un poco de comida, pero los pobrecicos presos les llevaban unas calderetas con agua, prácticamente agua con lentejas, cuatro lentejas bailonas como decía yo, que había más pajas que lentejas y tenían un hambre horroroso… (5).

Se trata de una narración espontánea, que no responde a ninguna pregunta dirigida; la narradora elige libremente aspectos de su vida, aquello que le apetece narrar a un extraño. Las historias contadas son dramáticas y tristes, pero su personaje siempre desempeña un papel decoroso. El narrador difícilmente puede sustraerse a ese proceso, que ya la memoria realiza inconscientemente, de idealización; no hablo de que mienta, lo que también podría suceder, claro, sino de un conocido mecanismo psicológico de autodefensa. La historia oral está de moda; hay cursos, seminarios y revistas especializados que quieren recuperar la voz de los que nunca la han tenido, si bien esto sucede en un momento en que casi todo el mundo habla, o escribe, y casi nadie escucha. ¿La popularización de una cosa tiene que suponer siempre su desvalorización? No siempre, por supuesto, aunque a menudo sucede. Al final será el especialista quien decida, pues es el primer, a veces el único, interesado, además de mediador.

La narrativa etiológica, es decir, mitos y leyendas, contiene un saber que sus narradores tienen por verdadero, pero que no se corresponde con la verdad histórica del mundo real, sino que pertenece a otro nivel. Mientras que el saber enciclopédico sobre el mundo no precisa más que de su enunciación por medio de proposiciones “p”, el saber simbólico necesita un refuerzo de su veracidad: toda proposición va seguida de “es verdad” (Sperber). Así vemos que los narradores de leyendas, que tocan temas míticos como, por ejemplo, el principio de cosas o seres religiosos, se sitúan en un pasado cercano y consideran que los hechos contados son historias verdaderas que ellos conocen a través personas cercanas, personas de toda confianza, sus antepasados, que así se lo contaron. En ocasiones, las leyendas se contaminan con elementos que ponen en duda lo sobrenatural y extraordinario, o bien tratan de dar una explicación más o menos racional, que, sin embargo, no explica nada, sino que es un comentario también simbólico. En la siguiente leyenda, el elemento maravilloso de la intervención divina se trata de explicar por medio del conocido recurso del castigo divino sobre el pueblo, que rompe el compromiso a que habían llegado con la divinidad; esta explicación es también de carácter simbólico:

Habían acordau de celebrar la fiesta el cinco de agosto. Entonces, unos a cara descubierta y otros cubierta cogieron y no quisieron celebrar la fiesta, se fueron a trabajar. Entonces, ardía la torre, las eras, todo en llamas. Y ya vieron que era un castigo. Y fueron a apagar y no se apagaban. Entonces todos dejaron de trabajar y se apagó toda lumbre. Ardía la torre, las eras, todo estaba en llamas, y era porque no celebraban la fiesta de la patrona que habían acordao el cinco de agosto. Y como era en el verano y tenían que trabajar, pues dijeron que no, se pusieron a trabajar, y tuvieron que parar los carros donde les pillaron las llamas y todo ardía, ardía y no se quemaban… Se fueron a la iglesia a ver qué santo era, y acordaron que era la Virgen de las Nieves y, entonces, volvieron ya a celebrar. Y después de otros años, volvieron otra vez, y volvió a pasar lo mismo… Era el cinco de agosto la fiesta de la Virgen de las Nieves en Gatón de Campos.

Entonces era costumbre de sacar a la Virgen, de sacarla danzando desde el altar, y el sacerdote dijo que no, que no la sacaba y las autoridades, y el pueblo decían que sí. Entonces iba un dulzainero y le decían:

– ¡Toca Fausto!– los del pueblo.

Y el ayuntamiento y el sacerdote decían que no, que no tocara. Decían:

– Toca, Fausto.

– No toques.

– Toca.

– No toques.

Y el hombre no sabía qué hacer. Por fin la sacaron danzando, hace muchos años (6).

La narradora enlaza la leyenda propiamente dicha de la Virgen de las Nieves con un episodio de enfrentamiento entre las autoridades y el pueblo por la forma de celebrar el rito; el tono algo jocoso que presenta, que nos recuerda cuentos tradicionales en que dos contendientes la emprenden con un inocente, no oculta que el pueblo es el verdadero defensor de la tradición frente a las agresiones de los poderosos. Los folkloristas de la escuela norteamericana dan a este tipo de leyendas, que cuentan hechos en que aparecen personajes sobrenaturales y que son conocidos de oídas, la denominación de “fabulat”, distinguiéndolas de las conocidas como “memorat”, que es un “relato de un incidente insólito, pero supuestamente verídico por boca de un testigo, de un participante en la acción o de un allegado” (Ramos, p. 33). En la narración siguiente, se puede hablar de hecho insólito pero con una relación no del todo clara con lo sobrenatural, pues el propio narrador presenta los acontecimientos con muchas cautelas; si bien se relacionan claramente con la insatisfacción de un muerto que reclama lo suyo, el propio cura no parece muy seguro. Es posible que el narrador nos esté contando un hecho real, el ruido de cacharros que caían al suelo, fenómeno provocado por una causa poco clara, por lo que todos deciden aplicar al caso una narración apropiada, que forma parte del repertorio de todas las sociedades tradicionales:

Esto es un hecho real. Esto pasó a una vecina en el pueblo de Fuensaldaña, que decía, entiendes, la vecina a mi madre que se la movían todos los cacharros de la cocina y no sabía lo que pasaba. Entonces mi madre fue a ver si era verdad y pasó allí una noche. Efectivamente, estando ella y varias más, no ella sola, oyeron caer los cacharros por el suelo, y fueron a comprobarlo, y vieron que era verdad. Entonces dijeron si era un fantasma o algo parecido. Entonces, ya consultaron con el cura del pueblo y ya le dijeron y dice:

– Bueno, lo único que puedo hacer es ir a bendecir y a ver si el espíritu representa algún muerto.

Eso fue lo que dijo el cura. Al día siguiente fue el mismo personal y fue la bendición de la casa, del pozo, del agua que había en el pozo, y dijo el cura:

– Si hay algún espíritu y quiere hablar, puede hablar en este momento.

Entonces, el cura ya terminó la ceremonia y se marchó. Por la noche fueron muchos vecinos a comprobar, a ver si pasaba lo mismo. No oyeron nada, no había pasao ya nada esa noche. Y nosotros, todos los vecinos, creíamos que era algún muerto de la familia que le había prometido una misa y no la dijo. Eso pasó en Fuensaldaña (7).

Por supuesto, mitos y leyendas son narraciones ficticias, pero no se pueden asimilar a la pura ficción del cuento, por ejemplo. Sus emisores las consideran actos de habla verdaderos; de acuerdo con su intención comunicativa, deberíamos considerarlas narraciones no ficticias, históricas. Al ocupar en la vida social el estatus de narraciones históricas, y mientras permanecen como tales, tienen la fuerza de las creencias; para el antropólogo, lo más importante es su simbolismo:

Te voy a contar otra historia que también sucedió allí, en mi pueblo. Resulta que había una señora ya un poco mayor, de unos cincuenta y tantos o sesenta, que decían que hacía mal de ojo a los niños. Yo no sé si sería cierto que les hacía mal de ojo o no, el caso es que niño que ella cogía y le besaba, y le acariciaba, a los pocos días enfermaba ese niño y se moría. Hasta que ya la gente, claro, pues era mucha coincidencia que uno y otro, y otro… Ya por allí, por la calle de ella, estábamos todas las chiquillas, yo la primera, que me decía mi madre:

– No pases por la calle de Mari Paz, pues se llamaba Mari Paz.

Y rodeábamos por no pasar por su calle. Hasta que ya tuvo una denuncia, y otra, y otra, y la llamaron a declarar y ¿sabes lo que declaró? Que sí, que efectivamente, que ella sentía algo que no se lo podía explicar, que tenía una atracción a las criaturas pequeñas, pero que sabía que las iba a perjudicar, pero que no lo podía remediar.

Entonces llegó el caso de que la prohibieron, no la castigaron de otra manera, pero de esa manera sí, la prohibieron que no saliera de casa [sic], porque a lo mejor alguna criatura de aquellos chiquillos de dos o tres años que no lo sabían, no lo comprendían, pues pasaba por allí, y esa atracción que ella tenía a las criaturas pues las perjudicaba, porque es que matemáticamente se morían…Y claro, fíjate, todas las madres estaban con un miedo horroroso de que no pasaran por allí. Y ella, en casa, daba cada golpe a las paredes y a las puertas…, que pa qué la tenía que pasar eso, porque ella lo sabía, que aquella criatura que cogía en sus manos y la besaba, que dice que se la clavaban los ojos… (8).

Frente a la seguridad del texto fijo, característico de la literatura escrita, la literatura oral siempre ha presentado una heterogénea diversidad. El texto narrativo oral de ficción, a fuerza de repetirse, sufre un proceso de fijación en variantes que traslucen un modelo estructural, aun aceptando que cada realización de la narración suponga una actualización y, por tanto, una variación. El narrador memoriza no sólo el esquema de la historia sino también partes del texto al pie de la letra, que en muchos casos pueden ser de tipo formulístico. El texto narrativo oral no ficticio se fundamenta en la improvisación y la espontaneidad, y la narración, es decir, el proceso de construcción del texto, está muy condicionado por las características del sujeto narrador. Es interesante la diferenciación que establece Vidal Lamíquiz entre oral, lo preparado de antemano que carece de espontaneidad, como hace el narrador profesional, que cuenta relatos o episodios de su vida de forma fija, y coloquial, lo espontáneo, que se narra sin preparación previa (Lamíquiz, pp. 133–139). Esta distinción no deja de presentar problemas, pues no siempre hay solución de continuidad tajante entre los textos ficticios y los no ficticios. A menudo los cuentos, considerados como uno de los prototipos de ficción, se aplican a personas históricas y se narran como si fueran anécdotas reales de su vida:

El tío Roque venía una vez de Roa andando, entonces íbamos andando a to los laos, y se le había hecho tarde, era ya de noche. Venía andando por el camino de Los Pozos, ¿sabes?, ese camino que atraviesa la Vega, que estaba mu mal, lleno bazacadas y zarzas, medio abandonao. Y antes de llegar a la altura la ermita de la Virgen de la Vega, sintió que le sujetaban fuerte del capote y que no podía andar; ni menearse. Venga tira que tira, ¡na!, que no podía moverse. Y allí se estuvo to la noche hasta que amaneció.

Cuando llegó a Castrillo por la mañana, dice que las brujas le habían cogido en medio la Vega, en el camino los Pozos, y que le habían tenido allí to la noche, dice:

– ¡Por más que tiraba de cojones, que no podía escaparme!

Le tenían bien sujeto, eso decía él. Pero lo que le había pasao es que se había quedao agarrao en unas zarzas y traía el capote esgarrapizao (9).

Esta historia, atribuida a un personaje real con fama de brujo y de quien se cuentan innumerables anécdotas (Martín Criado, p. 17), parece ser un cuento de tipo tradicional oído en diferentes partes de España, por ejemplo en los Pirineos (Violant y Simorra, pp. 494–495) y en Valladolid (Corral Castanedo, p. 264). Estaríamos ante un ejemplo de cómo a un personaje histórico, sobre todo si es celebre de alguna manera, se le atribuyen hechos que la mentalidad popular considera apropiados a su forma de ser o de actuar. Caro Baroja resalta la paradoja del euhemerismo, que pretende explicar los mitos convirtiéndolos en historia, al constatar justamente lo contrario:

Lo curioso es que esta tesis, invertida, nos da, precisamente, el esquema de algo muy común en el campo del Folklore, que es la tendencia a dar categoría de realidad concreta y hasta si se quiere natural a un mito o una leyenda muy generalizada, pero sin apoyo en la propia experiencia (Caro Baroja, p. 25).

Y aquí aparece otro asunto que ha planteado muchas dudas. Los relatos de brujas han sido incluidos en recopilaciones de cuentos por algunos autores (Espinosa I, pp. 355–383), mientras que otros los consideran de tipo legendario por tener personajes y motivos que se fundamentan en creencias, ya que la bruja y sus poderes carecen de sentido sin la presencia del diablo. Bien es cierto que muchos de estos relatos tienen un tono jocoso muy similar al de los cuentos de ese tipo. Parecen actuar en esto tendencias antitéticas que forman parte de la psicología humana. Por un lado, la continua tentación de actualizar el relato, de dotarle de historicidad, ya que ésta goza de gran prestigio social. Por otro, el constante impulso hacia la ficción que llena de fantasía nuestras rutinarias y aburridas vidas; sólo con el contrapeso virtual que nuestra mente construye, a menudo a partir de narraciones que nos llegan de fuera, podemos soportar la monotonía de la vida cotidiana.

Muy cercanos al cuento, y a veces origen de él, están las anécdotas o sucedidos, hechos curiosos o interesantes, bien por la historia en sí, bien por la persona que los protagoniza o el lugar donde ocurrieron, que se consideran dignos de ser narrados. La mayoría de estas anécdotas son “de oídas”, se cuentan como verdaderas pero a veces es difícil concretar su carácter de narración histórica. Para reforzar la veracidad de los hechos ante el auditorio, algunos narradores hacen un alarde de datos concretos; nombres, lugares, fechas hacen que nadie dude de que aquello pasó realmente:

El herrero de Langayo, el tío León, que pesaba 98 kilos, parecía que se murió, y tenía un amigo que era sacristán y ese sacristán tenía mucho miedo, y cuando se murió ese señor, se inflamó, y estando el sacristán velándole, llegó y salió corriendo porque creía que había resucitao. Y es que se quedó descompuesto, todo inflamao, empezó uuuh… El sacristán, que era un medioso, salió corriendo y decía que había resucitao el tío León. Yo era muy pequeño, mira, tendría seis o siete años.

Hubo un nublau el día 25 de junio de 1945 a siete kilómetros del pueblo, bajaron unas torvas de agua; arrastró mucho ganao, entre ellos un caballo que le tiró al Duero, llegó hasta San Bernardo. Y de San Bernardo a los ocho días, cruzó el río y volvió a donde su dueño. El dueño se llamaba Tordable y se les llama los Ratones.

Un cazador apellidado Iglesias, estando en unas yeseras, creyó que había matao un zorro y se le echó al hombro. Y a los dos kilómetros el zorro no iba muerto, le mordió un brazo y tuvo que estar esperando hasta que llegó un pastor que le soltó el zorro, y se lió a darle tiros y estropeó la piel (10).

Sin embargo, todos los relatos de este narrador, especialista en anécdotas breves, tienen un tono humorístico que, aun aceptando su carácter histórico, los acerca al cuento breve o chiste; no hay que olvidar que la tercera parte de la clasificación de la conocida obra de Aarne y Thompson se titula “Chistes y anécdotas”. A menudo, en un mismo medio social, la anécdota es conocida por varios de los presentes, que se permiten intervenir en la narración, como en el siguiente relato, en el que el narrador parece dudar o no recordar bien la sucesión de los hechos, de forma que, a pesar de que conoce bien lo que tiene de gracioso, no sabe hacerlo explícito de forma convincente y necesita la ayuda de un contertulio que reelabora la narración, intentando resaltar el aspecto cómico de los hechos:

[Agustín] Esto era un molinero que había en el río, allí, de mi pueblo, y resulta que fue al pueblo al acarreo, y en esto que ya iba de vuelta al molino y se puso una tormenta muy grande. Y el hombre no tuvo más idea que refugiarse en las tapias del cementerio, a la puerta del cementerio. Y oyó a otros que decían:

– ¡Que ha cesao ya la lluvia! Y, fíjate, echó a correr y dejó a los burros atrás, y llegó él antes que los burros.

[Teresa] Se puso la tormenta y los chicos fueron a la puerta del cementerio a ver si venía el padre, y en esto que fue cuando dijeron:

– ¡Padre, padre! Y el otro dejó los burros y todo, y se marchó corriendo (11).

En la narración oral, cuando el narrador está en presencia de otras personas de su ambiente, es bastante frecuente, especialmente en narraciones históricas y de tipo legendario, que intervengan algunos de los presentes para corregir, discutir o puntualizar ciertos aspectos de lo narrado, como ocurre en este caso. El relato cuenta lo mismo, pero aporta el dato de que fueron los hijos a buscar al molinero y, al llamarlo, provocaron el incidente; en ambas versiones queda implícita la causa profunda que lo origina, el temor a los muertos, y en ambas se resalta la intensidad del miedo del protagonista.

No siempre las anécdotas son relatos de tanta brevedad, si bien es cierto que no todo el mundo es capaz de contar anécdotas extensas. Hay narradores que dominan el arte de hacerlo con morosidad, recreándose en la presentación de personajes y ambientes, van introduciendo a los oyentes en el nudo del relato y saben mantener el interés por el desenlace. Suelen ser relatos en que abunda lo truculento o lo gracioso, aspectos ambos muy estimados para distraer e interesar a los acompañantes; uno de estos asuntos es el de los chascos y sorpresas producidos por la introducción de nuevas costumbres:

En Cuenca de Campos hay una romería, una fiesta que es San Bernardino, el 20 de mayo, y tienen siempre muchos invitaos, acostumbran a tener muchos invitaos, y cada uno procura de poner la comida que mejor le parezca, mejor presentao, en fin, todas esas cosas.

Y en una casa, pues tenían varios invitaos y, claro, la madre las advertía a las hijas que hicieran todo bien, pusieran bien la mesa, todo bien puesto, todo bien preparao y todo. Resulta que, claro, se acordaron, ya está todo bien preparao, la comida muy bien hecha, todo muy bien preparao y todas esas cosas.

– ¡Ay, madre, se nos ha olvidao comprar el papel del váter!

–¡Ay, madre! lo que se nos ha olvidao –dice – que no tenemos papel pal váter.

Y, claro, ya pensando, dice: – N’os apuréis –dice– porque como sois modistas, pues tenéis los papeles de los patrones, se parten en cachos y se ponen en el servicio.

Todas tan contentas y tan alegres, lo partieron; claro, que un sitio ponía para la delantera y para la trasera.

Claro, ellos, ¡bah!, ¡unos detalles!, que fueron a casa y dice:

– ¡Ay, madre! Donde hemos estao, qué detallistas –dice– hasta en el servicio, los papeles del servicio ponía “pa la delantera” y “pa la trasera” (12).

La misma narradora relata un sucedido dramático de robos y muertes, con cierto toque romántico, que produce una impresión agridulce originada por esa combinación tan humana de la muerte y el amor, además del misterio que hay por todo el texto: En Moral pasó este caso. Eran unos mesoneros y recogían, pues, a los arrieros que iban de pueblo en pueblo, y llegó en casa de la mesonera y dice:

– Póngame usted cena para cuatro personas.

Y dice la mesonera:

– ¿Qué quiere usted?

– Carne con patatas.

Llevaba un perro, pero al mesonero no le agradaba mucho el señor, le dio muy mala espina. Total, que la mesonera hizo la cena y le dijo:

– Ya tiene usted la cena.

Dice:

– El caso que no han venido los demás compañeros, que traen una piada de vacas.

Pero eran unos ladrones que le iban a robar.

Y entonces dijo el arriero:

– Voy a ir yo cenando, cuando vengan, que cenen.

Total, que se puso a cenar y toda la carne se la echaba a un perro, y ya pues le dio muy mala espina, y pidió una cama que tuviera una ventana a la calle porque estaba delicao de asma.

Resulta que el señor, el mesonero, como le dio muy mala espina, en la alcoba plantó un colchón y fijó las camas, y ellos siempre estaban preparaos de escopeta como entonces se usaba. Y no hizo na más que acostarse, y al poco tiempo bajaban por las escaleras, que sintió él bajar por las escaleras, y empezó a disparar, pero a la criada la puson delante de la puerta los ladrones pa que dispararan y la mataran, pero el hombre al no querer matarla, tiraba con ese cuidao y mató a un ladrón; después de una pelea grande, los ladrones se marcharon, pero nadie reclamó el muerto.

Como después el pueblo se echó encima, pues le enterraron como a un perro, le tiraron en una hoya en el cementerio. Resulta que después la señora enfermó y murió, y se casó con la criada el mesonero (13).

Es posible que la narración sea sobre todo un modo de cerrar la realidad, de dejarla atrás definitivamente y neutralizarla, de moralizar sobre ella, creándonos una “imagen de la vida que sólo puede ser imaginaria” (White, p. 38), pero que necesitamos para superarla. Es posible que la narración oral cotidiana no sea más que nuestra vulgar e intrascendente explicación de la realidad, que nos damos a nosotros mismos en primer lugar, y quizá también en segundo y tercero, aunque nos parezca más convincente cuando nos la escuchamos contar en voz alta.

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NOTAS

(1) Grabado en 1994 a Maruja Cocinero Tubilla, de 75 años de edad, en Mucientes (Valladolid).

(2) Grabado en 1989 a Valentín Higuero, de 71 años, en Villovela de Esgueva (Burgos).

(3) Grabado en 1986 a Isidoro Criado Carrasco, de 89 años, en Castrillo de la Vega (Burgos).

(4) Grabado en 1994 a Pablo Rodríguez, de 83 años, natural de La Mudarra (Valladolid).

(5) Grabado a Maruja Cocinero Tubilla, cf. Nota 1.

(6) Grabado en 1994 a Filomena Madrigal Gómez, de 68 años, en Gatón de Campos (Valladolid).

(7) Grabado en 1994 al señor Leovigildo, de 84 años de edad, en Fuensaldaña (Valladolid).

(8) Grabado a Maruja Cocinero Tubilla, cf. Nota 1.

(9) Grabado en 1998 a Ángel Álvarez, de 51 años, en Castrillo de la Vega.

(10) Grabados en 1994 a Eliseo Carrasqueño, de 73 años, natural de Langayo (Valladolid), si bien vivió también en Quintanilla de Onésimo, (11) Grabado en 1994 a Agustín Aparicio Rodríguez, de 67 años, natural de Santiuste de San Juan Bautista (Segovia) y a Teresa Martín Luengo.

(12) Grabado en 1994 a Dionisia Moro, de 82 años, en Villalón de Campos (Valladolid).

(13) Grabado a Dionisia Moro; cf. nota anterior.

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FICCIÓN Y NO FICCIÓN EN LA NARRATIVA ORAL

MARTIN CRIADO, Arturo

Publicado en el año 2006 en la Revista de Folklore número 305.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz