Revista de Folklore • 500 números

Fundación Joaquín Díaz

Si desea contactar con la Revista de Foklore puede hacerlo desde la sección de contacto de la Fundación Joaquín Díaz >

Búsqueda por: autor, título, año o número de revista *
* Es válido cualquier término del nombre/apellido del autor, del título del artículo y del número de revista o año.

Revista de Folklore número

053



Esta visualización es solo del texto del artículo.
Puede leer el artículo completo descargando la revista en formato PDF

EL JARRAMPLAS

GARRIDO PALACIOS, Manuel

Publicado en el año 1985 en la Revista de Folklore número 53 - sumario >



Caminar por Cáceres es hermoso, es palpar la belleza. Es infinita la capacidad de admiración que guarda esta provincia para quien entra en ella. Ir a Villar del Pedroso, visitar al espartero Agustín y a su hermana Crece, hacer que una cante y otro toque el rabel, trasladarnos de época, vivir el Día de las Candelas en Santibáñez el Alto, descubrir un tambor con piel de perro en un convento de Serradilla, unas rascas en Brozas, presenciar la muerte de la vaquilla a manos de mujeres en Galisteo, una boda en El Torno, pasear por Trujillo contando cigüeñas, comiendo en la posada, asistiendo al trabajo de los orives, preguntando el por qué de los espejos en los sombreros a las artesanas de Montehermoso o dejándose ir en el Carnaval de Aceituna. Saborear el burgo de Plasencia, el ambiente de Garrovillas, entrar en la casa de Antonio Gómez, en Garganta, para que te enseñe lo que guarda de la Inquisición, o la Picota de la plaza. Es tierra para andarla. Aquí no valen prisas ni limitaciones. Es mejor no tocarla entonces. Para mí fue hogar durante algún tiempo, junto al suroeste de Salamanca. Así conocí en enero la fiesta del Jarramplas en El Piornal, con su aire de Taraballo de Navaconcejo. El Jarramplas es un mártir voluntario que no se lucra ni se luce, sino que cumple una manda o promesa. Se expone limpiamente ante el pueblo, arrodillándose en la nieve, tocando el tambor, para que contra su cuerpo choquen las bolas blancas, los tronchos, las berzas, los tomates, las panojas secas que sus convecinos han ido acumulando. Viste de blanco y se adorna con cintas y ribetes de colores, y protege su cara con una máscara de cartón mal pintada, y su cabeza, con un cono con cuernos y crines. Cuando bajan al Santo Sebastián de su trono y lo sitúan en las andas, el Jarramplas debe estar presente: es el eje de la fiesta. Todo el día se lo lleva recorriendo el pueblo, aporreando el tambor, acudiendo a las puertas para nutrirse antes del sacrificio. Las campanas voltean, y toda la chiquillería le sigue. Es el tiempo de las alborás:

A la puerta de la iglesia
vamos ahora
a rezar una Salve
a nuestra Señora.

Sebastián valeroso
Hoy es tu día
todos lo festejamos
con alegría-

En los montes de Italia
hay un soldado,
y Sebastián se llama
nuestro abogado.

Sebastián se presenta,
para el martirio,
quedándose siempre
firme y tranquilo.

Diocleciano al principio
su amigo era
luego manda que a un tronco
atado muera.

Le amarraron a un tronco
y allí le dieron
la muerte con saetas,
verdugos fueron.

Todo su cuerpo tiene
hecho una llaga
y una mujer piadosa
se lo curaba.

Esta mujer piadosa
llamada Irene
se lo llevó a su casa
y allí lo tiene.

A la guerra, a la guerra,
y al arma, al arma,
Sebastián valeroso
venció en batalla.

Tal cual el Jarramplas va terminando cada estrofa, un niño que no se le separa le va repitiendo el último verso.

Al niño que repite
qué le diremos,
que este Santo Bendito
lo lleve al cielo.

Al J arramplas que toca
en esta Rosca
y a los que van cantando
darlos la Gloria.

La mujer de Jarramplas
está dormida
y si no se levanta
no come migas.

A los veinte de enero,
cuando más hiela,
salió un capitán fuerte
con su bandera.

Tras las coplas le obligan a rezar un Rosario las viejas costumbres. Yo más bien diría que asiste al mismo, pacienzudo, pasándolo a la cuenta de los sacrificios aburridos. Termina la velada con rondas por calles, visitas a parientes, cena de migas, pan, queso y perronillas. El centro sigue siendo el personaje. Le amanece el veinte recorriendo el pueblo, acumulando limosnas para el Santo, hace la procesión a cara descubierta, mirándolo, y aguanta a pie firme todos los oficios religiosos, roscas y ceremonias. Coincidiendo con el final, redobla su tambor al tiempo que el coro repite: "A la guerra, a la guerra".

Es día de fiesta. Los piornalegos estrenan algo en su cuerpo y repiten un rito que no saben de dónde viene, ni cuándo, ni para qué. El gentío espera al mártir a que salga de la iglesia. Está parapetado tras las columnas, las esquinas, los balcones. Los más jóvenes llevan bolsas bien provistas de proyectiles blandos: "Es el mal". Durante la espera, el pregonero lee un bando en el que recuerda a todos la ley "emanada del uso y la costumbre, por la que queda prohibido tirar objetos a los mayores de catorce años".

Y sale al fin. Rompe la tensión acumulada con gritos, redobles de tambor, carreras, saltos y mandobles a diestro y siniestro con el latiguillo emporrado que lleva. Los chicos se le enfrentan y a cada uno que coge le obliga a besar las cachiporras. El suelo se llena de berza, patatas blandas, tronchos, y los proyectiles le aciertan en el cuerpo o le pasan, yendo a chocar quizás con otros. La batalla dura hasta la hora de comer. Los últimos momentos los pasa el Jarramplas de rodillas, dejándose ser blanco fácil, sin perseguir a nadie, no sé si cansado o meditando sobre el sentido de lo que está viviendo.

La hora de la comida es de tregua, ya la del Rosario, el mártir vuelve al escenario público a presidir actos que no entiende, como las inacabables letanías, la ofrenda al Santo, el beso en hilera a Sebastián y las largas canciones, que debe acompañar con su tambor. Los Jarramplas antiguos debían de divertirse lo suyo con una costumbre que un cura abolió: la de bailar agarrado al Santo. Todo aquel devoto que quería, podía marcarse unos pasos con la imagen en los brazos. Ahora la cosa se ha organizado de otra manera. Si para bailar era costumbre dar algo de limosna, ese algo podía multiplicarse organizando una curiosa puja: la de meter al Santo en el templo. Y hay quien recuerda de años en que ha habido una segunda, para subirlo a su trono. Así que el que más alto llegó a ofrecer, toma en peso a Sebastián y lo coloca en su sitio. El Jarramplas da por finalizado su protagonismo y se difumina en el paisaje nevado de las calles del pueblo. Cuando aún suenan las últimas voces desentonadas de los más rezagados, el mártir, ya despojado del uniforme que le pusieron, quizás siga pensando en la soledad de su cuarto en el sentido del día, o que mañana se habrá de levantar temprano para aparejar un tronco de mulas y remover un tercio. Por hoy, habrá cumplido con algo de lo que no estará muy seguro para qué sirve




EL JARRAMPLAS

GARRIDO PALACIOS, Manuel

Publicado en el año 1985 en la Revista de Folklore número 53.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz