Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz

Si desea contactar con la Revista de Foklore puede hacerlo desde la sección de contacto de la Fundación Joaquín Díaz >

Búsqueda por: autor, título, año o número de revista *
* Es válido cualquier término del nombre/apellido del autor, del título del artículo y del número de revista o año.

Luis Fernández, Zorrilla y los jesuitas

SAN JOSE DEL CAMPO, Jesús

Publicado en el año 2018 en la Revista de Folklore número 431 - sumario >

Esta visualización es solo del texto del artículo.
Puede leer el artículo completo descargando la revista en formato PDF

Jesús San José del Campo es Archivero y Bibliotecario del Colegio San José de Valladolid

Cuando estamos a punto de finalizar los actos conmemorativos del bicentenario de José Zorrilla, hojeando la Revista Vallisoletana[1], encuentro en ella al menos dos registros que hacen referencia al poeta: el primero en el número de junio de 1943, en la página 10 del número 62; el segundo en el número de junio de 1945, en la página 12 del número 77.

En el primer registro, Alfonso Álvarez Bolado, entonces alumno de sexto curso de Colegio y más tarde insigne jesuita, en la sección «Hojas de un diario», hace una amplia reseña sobre la celebración de la solemne distribución de premios del día 1 de junio de 1943. En ella nos explica que el protagonista principal del acto fue el poeta vallisoletano José Zorrilla, en los siguientes términos:

En el patio central se reúne un selecto y numeroso concurso. El RP. Luis Fernández, profesor de literatura, leyó un interesante y documentado trabajo original de investigación sobre el tema «Zorrilla y los jesuitas», como homenaje al insigne cantor de María en el cincuenta aniversario de su muerte. Ilustró con abundantes y curiosos datos nuevos la etapa de la infancia del poeta, sus estudios y educación en el Real Seminario de Nobles de los PP. de la Compañía de Jesús de Madrid, y puso de relieve la influencia que tanto en lo religioso como en lo literario tuvo para la producción posterior del artista su educación en aquel gran centro de carácter privado. Recibió innumerables felicitaciones particularmente del insigne zorrillista D. Narciso Alonso Cortés, que asistió al acto.

Presidieron la fiesta el General Jefe de la 71 división, Sr. Palenzuela; el fiscal Superior de la Vivienda, D. Blas Sierra; Doña Pilar Lozasoain de Solchaga; el Director del Instituto de Enseñanza Media «Núñez de Arce», D. Mariano Gaite, y el RP. Rector del Colegio.

La Banda de la 71 División, magistralmente dirigida por el Capitán D. Félix Elena, interpretó la Obertura de Egmont, de Bethoven, el tiempo 3º de Scherazade, de Rimsky Korsakof y «En las estepas de Asia Central» de Borodin.

El alumno de 7º Teodoro García Valenceja recitó la clásica composición del P. Julio Alarcón, como despedida a la Virgen, acompañado del coro con música del maestro Baixas. El RP. Prefecto leyó los nombres de los alumnos premiados, que recibieron las diversas condecoraciones de manos de las Autoridades o de sus respectivos familiares. Cerraron el acto el Himno del Colegio y el Himno Nacional»[2].

En el segundo registro, el P. Eusebio Rey, entonces profesor del Colegio, se hace eco del éxito que ha tenido la publicación de un libro del P. Luis Fernández tanto en la prensa vallisoletana como en la madrileña. El libro con el título de «Zorrilla y el Real Seminario de Nobles (1827-1833)» informaba, según el escrito, de forma exhaustiva sobre la infancia y primera juventud del autor de D. Juan Tenorio. Con prólogo de Narciso Alonso Cortés, el libro trata de situar al joven poeta en el contexto del Real Seminario de Nobles, institución dirigida por la Compañía de Jesús en la Villa y Corte de Madrid. Partiendo de una explicación sobre los orígenes de la Institución, Fernández nos lleva con auténtica maestría, fruto de su mucho saber y sus largas investigaciones, al conocimiento del marco educativo en el que se desarrolló la formación del futuro poeta. Para ello va describiendo el sistema educativo de la Compañía de Jesús, ya reformado, el horario del internado, el régimen de estudios, visitas y salidas, las vacaciones, las clases ordinarias y «de adorno» que cursó y los jesuitas y profesores que tuvo durante su estancia en el Seminario. A juicio del articulista, Fernández consigue situar al personaje en ese medio físico, cultural y humano, en el que tienen una importancia decisiva algunos compañeros que se convierten en las amistades que van a permanecer a lo largo de toda la vida.

Dentro de todo de este conjunto, resultan de singular interés los capítulos dedicados a la formación humanística, a la iniciación en la poesía y a la educación religiosa, asunto éste que, a juicio de Fernández, se mantendrá a lo largo de la vida. La postura que mantiene Fernández sobre el autor del Tenorio es que más allá de la moral licenciosa de la que hizo gala el autor en diversas ocasiones y de forma especial en algunos pasajes de sus memorias, Zorrilla estuvo siempre inspirado por la profunda religiosidad que adquirió en su etapa colegial. Religiosidad ésta de la que la devoción a la Virgen María era una parte esencial, como demuestra aportando algunas composiciones llenas de ternura al respecto y desconocidas hasta el momento.

Acompañan al libro dos apéndices. En el primero constan las calificaciones obtenidas en sus estudios tanto por José Zorrilla como por su compañero y amigo Pedro Madrazo, junto con los premios y dignidades que consiguieron durante su etapa escolar. En el segundo se muestra el epistolario íntimo e inédito que mantuvo José Zorrilla con el Conde y la Condesa de Guaqui.

No hay duda de que el fin principal que persigue Luis Fernández con este libro es de tipo apologético: se trata de poner en valor el impacto vital de la educación católica y dentro de ella de la educación jesuítica. Educación ésta que, con su religiosidad de tinte mariano, marcaba en aquellos tiempos la vida de los alumnos para toda su existencia. Dentro de esta espiritualidad, María es la intermediaria y el camino privilegiado para llegar al Hijo como entendieron bien los personajes de las «bodas de Canaán». A la vista de la vida del propio Fernández, es obvio que cuando mantiene esto de Zorrilla, no hace otra cosa que explicar desde su propia naturaleza su vocación.

Sobre el origen de este libro, Eusebio Rey, compañero e íntimo amigo de Luis Fernández, afirma en el artículo antes citado de Vallisoletana lo siguiente:

Todo libro tiene una historia externa tan interesante en ocasiones como la misma obra internamente considerada. El del Padre Luis la tiene también. Motivos de amistad y relación social pusiéronle en contacto literario con algunos literatos del siglo pasado, relacionados a su vez con la figura cumbre del gran polígrafo montañés Menéndez Pelayo; como el citado grupo de escritores estuviera íntimamente relacionado con la casa ducal de Villahermosa, llevóle a explorar los ricos archivos de su viejo palacio señorial, situado en el Paseo del Prado madrileño. Y allí fue donde la buena surte y la búsqueda inteligente hicieron caer en sus manos estos documentos tan interesantes para la vida de Zorrilla, quien, como verá el que este libro leyere, gozó siempre de un trato familiar en la noble mansión de sus condiscípulos de colegio, los herederos de la casa de Villahermosa. Otra búsqueda no menos eficaz en los archivos jesuíticos, le permitió trazar un esquema interesantísimo de la organización interna y externa del célebre Colegio de Nobles de Madrid, capítulo relevante para la historia pedagógica moderna de España [3].

La conferencia pronunciada y el libro editado

Conocidas estas dos fuentes citadas en Vallisoletana y el libro al que se hace referencia en la segunda, he tenido la oportunidad de volver a examinar detenidamente los papeles del P. Luis Fernández que se encuentran en el archivo del Colegio San José, con el fin de inventariar este material, haciendo con ello una labor similar a la que hizo él tantas veces con lo que otros publicaron. Y examinando uno a uno los apuntes mecanografiados de las clases de historia que recibió en las universidades de Santiago y Zaragoza, todos ellos encuadernados por él como gustaba hacer, he encontrado el texto mecanografiado de la conferencia que pronunció el 1º de junio de 1943, reseñada por Álvarez Bolado en Vallisoletana a los pocos días de pronunciarse.

Analizado el escrito y teniendo en cuenta que en la introducción del libro figura un prólogo fechado en 1943, aunque la edición sea de 1945, entiendo que caben dos hipótesis sobre la relación conferencia y libro: o bien la conferencia es un resumen del libro ya escrito y pendiente aún de edición, o bien la conferencia es el esquema avanzadísimo del futuro libro a escribir y editar más tarde. En cualquier caso, se puede afirmar que conferencia y libro forman una obra única en dos etapas diferentes de formación dadas las coincidencias entre tema y desarrollo pues los epígrafes de la conferencia son los mismos que los capítulos del libro.

Dicho esto, sólo queda dar algunos datos sobre la vida y obra del autor para finalizar ayudando a los lectores a hacerse una comprensión cabal.

Luis Fernández alumno, profesor e investigador en el Colegio San José de Valladolid

La vida de Luis Fernández va ligada de una manera muy especial a la vida del Colegio San José de Valladolid primero como alumno, luego como profesor y más tarde como investigador.

Nacido en Villarramiel de Campos, Palencia, el 2 de julio de 1908, hecho el ingreso y cumplidos los diez años comienza su vinculación porque sus padres decidieron que este era el lugar en el que querían educar a sus hijos. Corría el curso 1917-1918, en el que cumplió 11 años, y siendo rector el P. Fernando Anseolaga, Fernández comienza su formación en primer curso de bachillerato; según consta en los archivos del colegio[4], durante este curso ejerció la dignidad de jefe de filas y obtuvo su primera cruz de honor en conducta.

Al siguiente año, durante el segundo curso de bachiller, 1918-1919, ya con un nuevo rector, el P. Antonio López de Santa Anna, cambió su dignidad de jefe de filas por la de edil de estudio, consiguiendo como en el curso anterior, una cruz de honor en conducta; además, al final de curso en la solemne distribución de premios consiguió dos primeros accésit, uno en conducta y otro en lengua castellana, y un cuarto en geografía general y de Europa.

Pasado a tercer curso, el 1919-1920, además de mantener su dignidad de edil de estudio y su cruz de honor en conducta, al final del curso consiguió un primer premio en religión y un segundo en aritmética.

En el curso 1920-21, ya en cuarto curso, además de la cruz de honor en conducta de todos los años y la dignidad de proveedor, participó brillantemente en la concertación de mecánica, celebrada el día de San Juan Berchmans, el 27 de noviembre de 1921, en la que se proclamaron las dignidades del curso[5].

En el curso 1921-22, con un nuevo rector, el P. Dalmacio Valbuena, hizo quinto año, ostentando la dignidad de edil de estudio.

En el curso 1922-23 finalizó sus estudios, consiguiendo la máxima dignidad de brigadier del colegio y entrando a continuación en el noviciado que la Compañía de Jesús tenía en Carrión de los Condes. Hecho éste que queda reflejado en Vallisoletana de la siguiente manera:

… Para terminar, consignaremos dos nombres de los primates de la clase, que han tenido la suerte de volver sus espaldas al mundo y consagrarse al Señor, en el Noviciado de Carrión de los Condes, el Brigadier del pasado curso Luis Fernández y el aprovechado joven Victoriano Colodrón[6].

Los años siguientes los pasa Luis Fernández haciendo la primera etapa de los estudios propios de la Compañía de Jesús, juniorado (humanidades) en Salamanca y filosofía en Oña.

Vuelve al Colegio de Valladolid el curso de 1931-32 a hacer la etapa de magisterio (dar clases a los alumnos) y a medio año, apenas comenzada esta etapa tiene que trasladarse a Entre os Ríos, Portugal, a seguir el curso al sufrir la expulsión de la Compañía de Jesús de España. Aprovecha la situación de inestabilidad para desarrollar su segunda vocación, cursando estudios de Historia en las universidades de Santiago y de Zaragoza.

Remata su formación jesuítica en Marneffe, Bélgica, donde realiza sus estudios teológicos, siendo ordenado sacerdote el 27 de junio de 1937.

El curso 1939-1940 vuelve al Colegio de Valladolid en donde emprende junto con su labor de educador y de profesor un proyecto colectivo para recuperar la excelencia que el Colegio había tenido en épocas anteriores y que se vio frustrado por la expulsión. Entre sus muchas ocupaciones en esta nueva etapa colegial destaca como Prefecto de estudios, Director de Antiguos Alumnos, etc. Merece la pena reseñar que fue también director de la Revista Vallisoletana durante un periodo en el que ésta alcanzó una gran regularidad, tanto en cuanto al orden de las secciones como a los tiempos de edición.

Tras una breve estancia en Roma destinado a las emisiones en castellano Radio Vaticana, es destinado a Madrid en donde permanecerá desde 1954 hasta 1973. Allí desempeñará importantes cargos en la administración educativa tales como Secretario General de la FERE (Federación Española de Religiosos de Enseñanza), Consejero Nacional de Educación, Vocal del Consejo General del Colegio de Doctores y Licenciados. Aprovechando esta estancia sigue con su vocación de investigar y escribir, colaborando con revistas tales como Razón y Fe y visitando muchos de los archivos de la capital del Reino.

De nuevo en Valladolid en 1974, inicia un periodo de gran productividad en el que consuma su carrera de investigador publicando un sinfín de artículos, varios libros –entre ellos en 1981 la Historia del Colegio San José, con ocasión de su centenario– y colaborando en la edición de otros, algunos de ellos ligados a sus raíces palentinas.

Su obra, al estar compuesta por numerosas investigaciones sobre temas tan variados, no es siempre accesible ni fácilmente catalogable, ya que se encuentra muy dispersa entre revistas de difícil acceso por su especialización y por otra por la gran cantidad y variedad de temas que explora[7]. De todos modos, al encontrarse muchos de sus papeles en el archivo del Colegio de San José y estando muy avanzada su catalogación, se podría hablar de un primer grupo de artículos que tienen como temática principal la vida de Iñigo de Loyola antes de su conversión, sus parientes, los lugares en los que vivió, etc. Un segundo grupo estaría formado por toda una serie de artículos que tienen que ver con las colecciones diplomáticas de determinados monasterios y la fábrica de edificios emblemáticos civiles o eclesiásticos de Valladolid y Palencia. Un tercer grupo estaría compuesto por artículos de temática variada y difícil clasificación entre los que figuran su aportación al conocimiento del Movimiento Comunero[8].

Como se decía en la introducción, el resto del artículo es la transcripción de la conferencia pronunciada el primero de junio de 1943 en el solemne acto de entrega de premios.

Pudiera parecer atrevimiento injustificado dedicar este acto de distribución de premios a conmemorar la figura del poeta egregio que hace 50 años bajó al sepulcro. Y sin embargo no es así. Todos los que vivimos en Valladolid le consideramos como algo nuestro por haber tenido su cuna en nuestra ciudad y haberse mantenido fiel a ella hasta el final de su azarosa vida. Dobla este título de adopción para nosotros, los padres de la Compañía de Jesús, el contarle en el número de nuestros alumnos más esclarecidos. Y por si esto fuera poco vuelve a sonar su nombre en un acto académico donde se disciernen méritos y se distribuyen recompensas, como sonó repetidas veces el suyo, todavía ignorado por la fama, en parecida coyuntura en las solemnes distribuciones de premios del Real Seminario de Nobles de Madrid.

No intento haceros una semblanza del poeta que vuestra cultura haría innecesaria. Ni voy a reunir en apretada síntesis los hechos más salientes de la vida del poeta. Frescas están aún las nutridas páginas de la más completa y galana biografía que Valladolid, por la erudita pluma del maestro Alonso Cortés, ofrenda en estos días conmemorativos a su poeta. Solo os quiero presentar en brevísimas páginas -pues es mi intento no alargar este acto en demasía- un trozo de la vida de Zorrilla, quizás el menos conocido, pero no el menos interesante, iluminado con nuevo reflejos datos y aportaciones que hasta ahora dormían empolvados en el silencio de nuestros archivos jesuíticos.

Si es cierto que «el poeta nace, no se hace», no lo es menos que el escritor en gran parte es hijo del ambiente en que vive o se ha educado. La segunda niñez -de los 10 a los 16 años- con su curiosidad nunca satisfecha, con sus cambios bruscos y repentinos, con su tendencia a la imitación es sin duda la edad más propicia para depositar con mano prudente y cariñosa en las almas juveniles los gérmenes que luego han de madurar y desarrollarse con lozanía.

Zorrilla lo recibió en manos de los padres de la Compañía de Jesús y aunque es cierto que no podemos presentar su vida como modelo acabado de virtud, sí podemos asegurar que las vibrantes afirmaciones de fe y religiosidad que sellaron que salieron de su lira encontramos un eco de la voz de sus educadores los padres del Real Seminario de Nobles.

El Real Seminario de Nobles

Corría el año 1827. Don José Zorrilla y Caballero, padre de nuestro poeta, había sido nombrado alcalde de casa y corte en Madrid, galardón a su intachable honradez profesional no menos que a su adhesión inquebrantable al régimen absolutista que a la sazón imperaba.

El deseo de dar a su hijo José, niño entonces de 10 años, una formación esmerada le llevó a las puertas del Real Seminario de Nobles. Regentaban entonces los padres de la Compañía de Jesús en la capital de España dos centros educativos: el Colegio Imperial, hoy Instituto de San Isidro, y el Real Seminario de Nobles. Era este último un colegio -no un seminario en su acepción hoy vulgar de la palabra- creado por los jesuitas en 1727 a instancias y con la protección de Felipe V para dar a los hijos de las familias nobles, a imitación de los abiertos en otras partes, por ejemplo, en Viena y en Gratz, no solamente la cultura general propia de todo estudiante, sino también la educación distinguida que convenía a las familias aristocráticas.

Zorrilla le llama en sus «Recuerdos del tiempo viejo», «colegio lujoso y privilegiado». Situado entre la actual calle de la Princesa y la plaza del Seminario, ocupaba aproximadamente el emplazamiento del edificio que es en la actualidad Escuela Superior de Guerra. El sitio considerado como «sano, inmediato al campo, cercano a la ribera del río, libre de los vapores de las calles de Madrid, en terreno elevado, de aires muy puros y en todo muy a propósito para la fundación del Seminario». De amplia y sencilla construcción, el edificio fue comenzado en el reinado de Felipe V y se terminó en el de su sucesor Fernando VI.

Tenía una capilla no más que decente, un amplio teatro para sus funciones de letras y para los exámenes públicos y una huerta de una mediana extensión. Fernando VI contribuyó espléndidamente a la terminación del edificio, a la ampliación de la biblioteca del gabinete de Física y a la instalación de un picadero.

Requisito indispensable para solicitar la admisión era «acreditar la limpieza de sangre y nobleza de padres y abuelos paternos y maternos presentando pruebas hechas ante la justicia ordinaria de los respectivos pueblos con citación del procurador síndico general y testimonio de los goces con la misma citación».

Los estudios allí cursados tenían valor oficial en las universidades según privilegio de Fernando VI, renovado por Fernando VII. Más aún, por disposición real, los alumnos que allí cursarán, debían luego ser preferidos en las provisiones de los empleos y los podían alegar como méritos para sus censos. Los que hubieran de seguir la carrera de las armas serían admitidos a cadetes de cualquier regimiento y gozarían antigüedad de tardes en el mismo Real Seminario desde los 12 años de edad.

La vida en el internado

Sólo 10 años contaba Zorrilla cuando ingresó como interno en el Real Seminario. Con gran amabilidad y cariño le recibiría aquel superior paternal y caballeroso que fue siempre el Reverendo Padre Manuel Gil, alma del Real Seminario de Nobles durante los 9 años que abrió sus puertas en la segunda etapa de su vida y profesor ilustre y director espiritual de la Academia Militar de Segovia antes, y superior y fundador de diversas casas de la compañía después, tanto en Europa como en América y asistente de España en los últimos 25 años de su vida.

Era Zorrilla un muchacho desmedrado, nervioso, imaginativo, propenso a alucinaciones y víctima en ocasiones de miedos cervales. Su Santidad, el Papa Gregorio XVI, cuenta él en los «Recuerdos del tiempo viejo», había enviado al Real Seminario junto con su especial bendición, las reliquias de los santos jóvenes mártires romanos recubiertas de cera, imitando sus figuras degolladas. Tal miedo infundió su visita en la exaltada imaginación del muchacho que nunca logró de sí pasar de noche por delante de la capilla en cuyos altares laterales yacían.

A pesar de sus peculiaridades temperamentales, su conducta durante su estancia en el colegio fue buena, aunque corriente. Ni ostentó nunca las dignidades máximas de brigadier o subrigadier y tampoco hubo de ser reprendido de faltas graves. Tal suposición queda abonada por la ausencia total de apostillas o notas en su hoja del libro de matrículas, pudiendo aplicársele la advertencia general asentada en su portada: «Todos aquellos caballeros seminaristas a quienes nada se les anote sobre su conducta, la han tenido buena, pues solo se pondrán notas a aquellos que se hayan distinguido en lo excelente o en su mal porte».

Su carácter abierto, alegre y decidor hubo de encontrar simpatías entre aquellos muchachos hijos todos de familias nobles, criados en ambiente y costumbres superiores a los suyos. Sin embargo, en aquellos seis años de internado riguroso en que no salían fuera del colegio ni siquiera en las vacaciones de verano, permitiéndoles el reglamento, con inflexible rigurosidad, salir a comer una vez al mes con su familia, se incubaron aquellas amistades verdaderamente fraternales que en tanto influyeron a lo largo de la vida de Zorrilla y perduraron hasta su muerte. Allí conoció e intimó con Marcelino Azlor, duque de Villahermosa, y con su hermano José, conde del Real; allí trató a Fernando de la Vera e Isla Fernández, marqués de la Vera, a Pedro Madrazo, a Leopoldo Augusto de Cueto, a Francisco Pareja y Alarcón y a tantos otros nombres conocidos en el mundo de las letras y de la aristocracia y tan unidos sentimental y literariamente con el nombre de Zorrilla.

Estampa de época tan apartada de nuestras costumbres, a pesar de estar cerca en el tiempo, la que ofrecerían a la vista aquellos 200 muchachos de 10 a 16 años, cuando en las tardes de los días festivos salían a paseo, distribuidos en ternas, uniformados con su casaca de azul turquí, su sombrero redondo dejando escapar el viento las rizadas melenas, y al cinto la brillante espada de plata.

La disciplina colegial, si bien cimentada sobre recursos de convicción y amor más que fuerza, como previene el reglamento, era rígida y minuciosa, teniendo particular cuidado en cortar de raíz todo brote de vanidad o desconsideración a los demás que tan fácilmente podía brotar de aquellos niños de sangre azul que habían de ser interrogados en clase: «señor marqués o señor conde diga usted la lección».

Formación humanística

Es antigua en la Compañía de Jesús la tradición humanística del Ratio Studiorum, norma programática universalmente aplaudida la consagra y pormenoriza hasta en sus menores detalles. No se crea por eso que, habituados los profesores de la Compañía a los preceptos de la retórica, cortaban las alas a la inspiración poética. «Los jesuitas -dice Menéndez Pelayo en el prólogo a las obras del duque de Villahermosa condiscípulo de Zorrilla en el Real Seminario de Nobles- han sabido ser más retóricos y humanistas que poetas y artistas propiamente dichos pero no hay duda que sabían educar artistas y poetas, y, lo que es más, que no contrariaban ni torcían en las inclinaciones nativas aunque ésta se inclinasen, cómo no podían menos de inclinarse en la juventud de 1830, a la libertad de las formas románticas». «Si por los frutos -continúa el polígrafo santanderino- ha de conocerse el árbol no fue desmedrado en el mundo el que se plantó en aquellos últimos días del reinado de Fernando VII, puesto que de aquel colegio salieron nuestro gran poeta nacional don José Zorrilla y nuestro primer crítico de arte, dentro de la escuela romántica, don Pedro de Madrazo.

Persuadidos los padres de la Compañía restaurada, de las perenne vitalidad de las humanidades clásicas como elemento formativo, tanto para el desarrollo intelectual mediante el estudio metódico teórico-práctico de las lenguas latina y griega, como para la formación de un criterio estético equilibrado y sereno por la lectura y análisis de las obras maestras de ambas literaturas, implantaron en esta nueva etapa de su actuación como educadores, con la aprobación del Rey Fernando VII, su plan de estudios clásicos calcado en el ratio studiorum. Cuatro o cinco años de latín y griego, completados con la lectura y análisis de las mejores obras literarias daban el fondo a esta formación. Conocemos al por menor los trabajos y programas que en las diversas clases estudiaban, pero no los detallamos aquí para no hacernos interminables. Solo diremos que en el paisaje otoñal de la cultura española del primer tercio del siglo xix, un grupo de personalidades aisladas: Javier Burgos, Martínez de la Rosa, Sánchez Barbero; Estala, Hermosilla Pérez del Camino, Musso y Valiente, Castillo y Ayensa y dos o tres centros humanísticos de la capital y alguno más en el resto de España casi todos en manos de las órdenes religiosas mantuvieron con el primitivo vigor los estudios clásicos en nuestra patria. Hay que destacar por singular relieve el Colegio de San Mateo del que fue profesor Alberto Lista y discípulos Espronceda y Ventura de la Vega, y los dos colegios de jesuitas en Madrid, el Imperial y el Seminario de Nobles.

Vaya un botón de muestra. Los alumnos de la clase de Humanidades de 1829, de la que formaba parte Zorrilla y su íntimo Fernando de la Vera, en los exámenes celebrados ante un numeroso y erudito público en el teatro del colegio del 24 al 30 de septiembre, habían de traducir, según consta en el programa impreso que hemos visto tres églogas escogidas de Virgilio más un trozo selecto del libro I de la Eneida, quince odas de Horacio, catorce trozos escogidos de Catulo, cuatro elegías y el panegírico a Mesala de Tibulo, cinco Elegías de Propercio, siete epístolas ex Ponto, y cuatro elegías de Ovidio un trozo de los comentarios de César y un trozo de Senectute de Cicerón. Procurarán traducir, añade el programa, y analizar dichos autores por ambas sintaxis: darán razón de las diferentes clases de versos comprendidos en los referidos poetas, los medirán y asignarán la cantidad de las sílabas, explicarán las figuras de la prosodia , la cesura y división del verso heroico por la primera Trihemiremis, Pentamiremis. etc., los Patronímicos y el Metaplasmo y sus figuras. Darán una idea general de la mitología, su origen y progresos, causas de la guerra de Troya, y los pasajes que se ofrezcan en las traducciones. Los ocho primeros alumnos de la clase se ofrecen a componer en latín de repente sobre cualquier tema que se les asigne.

Advirtamos que los que respondían a este programa eran niños como Zorrilla de 12 años y que además estudiaban en el griego, la historia, la geografía, la cronología, la religión y las clases de adorno.

Se ha reconocido generalmente sin dejar lugar a duda alguna la exagerada modestia, casi diríamos menosprecio, con que Zorrilla en sus obras autobiográficas habla de sí propio y en particular de sus producciones literarias y sus conocimientos científicos. Algunos fiados en estas inexactas manifestaciones han creído efectivamente que sus estudios fueron superficiales, que nunca supo más que hacer versos y que en el Real Seminario de Nobles leyó novelas y perdió el tiempo. Y sin embargo nada más lejos de la realidad. Una documentación copiosa e inédita sobre este punto nos lleva a la convicción de que cuando Zorrilla decía a su amigo Ayguals de Izco: «Poco alcancé en las artes y las ciencias. Y eso que allá los padres jesuitas procuraron avivarme las potencias…», o cuando estampaba en los «Recuerdos del tiempo viejo» la conocida frase: «En aquel colegio comencé yo a tomar la mala costumbre de descuidar lo principal por cuidarme de lo accesorio, y negligente con los estudios serios de la filosofía y las ciencias exactas me aplica el dibujo y a la esgrima y a las bellas letras», padecía el poeta un error de perspectiva que más que a los cuarenta y siete años que se interponían desde la salida del colegio, creo hay que atribuir a una postura estudiada, más conforme con la que a partir de su vida universitaria procuró conservar hasta el final de sus días. Zorrilla debía su celebridad a sus obras y a su vida pletórica de contrastes y de aventuras que la imaginación de su público devoto gustaba de agrandar. Nada pues extraño que el viejo poeta moldeara en su volcánica fantasía los años apacibles del Seminario de nobles a tono con los otros más movidos de poeta rebelde y errabundo perfilando de esta suerte su silueta acabadamente romántica.

Los libros de notas, las listas de premios, los programas de los exámenes, los anuncios de los actos públicos, hasta las convocatorias para las solemnes disputas filosóficas, todo nos aporta considerable cantidad de datos positivos ciertos y concretos que nos dan una figura del estudiante Zorrilla muy otra de la que nos pintara su gallarda pluma.

Vaya un dato por todos. Nueve premios, según el Libro de Calificaciones, obtuvo Zorrilla en los seis cursos de sus estudios en el Real Seminario de Nobles: uno en religión, lengua griega, francés, italiano, matemáticas, cosmología y psicología y tres en Bellas Letras.

Siempre se consideró como distinción honrosa otorgada al aprovechamiento desempeñar el papel del defensor de arguyente en las solemnes disputas que según el rito tradicional y escolástico se celebraban al final del curso. Pues bien, en la solemne disputa que sobre cuatro tesis fundamentales de metafísica general y teodicea se tuvo a mediados de septiembre de 1831 en la que defendieron el conde Goyeneche y don Juan Ocaña, uno de los contradictores o arguyentes fue Zorrilla junto con el marqués de La Vera, don Benigno López Ballesteros, don Fernando Nieulant y don Pedro Mendinueta. Señal inequívoca de que Zorrilla era del grupo selecto que penetraba hasta el fondo en las sutilezas de la metafísica y que manejaba con soltura la lengua latina en que se desarrollaban estas disputas.

Ambiente literario y artístico

La precocidad poética de Zorrilla encontró en el Real Seminario de Nobles un clima propicio para su desarrollo. El plan de estudios humanísticos, consagrado por el ratio studiorum y clásico en nuestros colegios se había creído necesario en el siglo pasado completarlo con el estudio y el ejercicio de la Lengua y Literatura vernáculas. Agrupábanse los alumnos en forma de Academia de Bellas Letras y una vez por semana tenían sus reuniones bajo la dirección del precepto de la Academia que para Zorrilla fue el padre Manuel Gil Serrano, un año, y el padre Vicente Regueros, dos. Allí se ejercitaban en trabajos literarios de matiz eminentemente práctico, lecturas comentadas de modelos,presentación de trabajos elaborados por los alumnos: cartas, narraciones, pequeños discursos, inscripciones, emblemas y composiciones poéticas, bien originales, bien imitadas de algún escritor eximio.

Al ejercicio oratorio, le daba singular relieve. Unas veces hacían el análisis de algún discurso no en forma esquemática y seca sino compuesto en estilo elegante, otras instituyen un simulacro de acción judicial en el que uno defendía, otro acusaba y un tercero hacía las veces de juez. Otros muchos ejercicios prácticos adiestraban a aquellos muchachos en el uso de la pluma y la palabra de la que varios fueron luego insignes maestros. Algunas veces entre año, y particularmente a fin de curso con ocasión de los exámenes públicos solía tener la Academia de Bellas Letras sus propios exámenes y un acto poético solemne.

En 1831 los alumnos de la academia, entre los que se contaba Zorrilla, a la sazón estudiante de primero de filosofía debían hacer en sus exámenes «un breve elogio de Fray Luis de León y de don Hernando de Herrera, analizarán dos de sus más sobresalientes composiciones comparándolas con otras dos de Horacio y de Píndaro; analizarán varias poesías de los mejores poetas y presentarán algunas de las que por sí han trabajado. Este año obtuvo Zorrilla el segundo premio en Bellas Letras. Los dos siguientes recibió el primero. Las inigualadas dotes nativas de Zorrilla, aún en formación, destacaban con perfil propio en aquel fecundo cenáculo literario. Allí, más todavía que en las harto raras visitas al teatro del Príncipe, se inició en el arte de la declamación el que luego había de ser maestro insuperable del recitado.

El número 16 del Reglamento de la Academia de Bellas Letras dice así: «también se les enseñará a declamar, es decir, hablar con soltura despejo y naturalidad, según lo exija la materia, y a modular la voz y a dar a cada asunto el tono que le corresponda». La de Zorrilla era entonces juvenil y fresca y argentinamente timbrada su manera de recitar, nunca oída. Nada extraño que se hiciese pronto célebre en los exámenes y actos públicos del Seminario y llegase a ser galán en las funciones de teatro que allí mismo se representaban.

Poco tiempo debía llevar Zorrilla en el seminario cuando pusieron los alumnos en escena un melodrama que se conserva titulado «La restauración del Seminario de Nobles o el templo de la inmortalidad abierto a la nobleza española por nuestro Augusto monarca», obra de marcado sabor dieciochesco, probablemente salida de la pluma de alguno de los maestros de letras humanas. Palas, Marte, Apolo, Momo, Mercurio y un coro de deidades se disputan la dirección del Real Seminario para encauzar a los jóvenes nobles que en él reciben educación bajo su propio signo. Al fin todos convienen en que del Real Seminario sacarán una instrucción completa que a todos satisfaga:

Las armas con las letras reunamos.
Los jóvenes que gustan de proezas

Mavorte por jamás te disputamos.
La instrucción realzará el valor nativo,

mas aquellos que en sus conocimientos
de la patria ser quieren ornamentos
que vuelen libres do les llama el genio.

Por lo demás el primo político que imperaba en las aulas del Real Seminario -recuérdese que corrían los años de 1827 a 1833– era el neoclásico rezagado del siglo xviii con toda su corte de disertaciones filosóficas, mitologías, abstracciones y moralidades embutidas en ahuecadas odas y rimbombantes himnos carentes de vibración humana cuanto más hinchados y aparatosos. Sin embargo, en este cielo poético sin estrellas comienzan a filtrarse por los entresijos de recelos y prohibiciones los nombres y las obras, el fuego y los resplandores de los nuevos astros que se levantan.

En 1829, al finalizar los exámenes generales, cantaban los caballeros seminaristas un himno al rey con música del propio profesor de estilo y piano el notable compositor don José Sobejano y Ayala, pleno de afectuosa adulación al monarca que presidía el acto.

Cantaba el coro:

Surque el viento la alígera fama
sonoro clarín modulando,
y repita que solo Fernando
sabe hacer a su España feliz.

Y comenzaba el recitador:

Sí, gran rey, venturoso contigo,
veces mil y otras te lo diremos,
florescientes, famosos seremos,
tus elogios el mundo dirá:
y tu sombra en el mármol eterno
y en el jaspe y el bronce esculpido
inmortal, admirado, aplaudido,
en edades perpetuas será.

Para actos similares de años posteriores figura el nombre de Zorrilla en los programas. Tal el de 1831 en el que se tuvo una sesión literaria bajo el epígrafe «Madrid» donde se iban evocando los diversos aspectos artísticos literarios y culturales de la capital de España. En ella don Pedro Madrazo, condiscípulo de Zorrilla, leyó unas octavas en inglés sobre el tema: «Madrid escuela de fina y savia educación», composición que ya en su título lleva la impronta del prosaísmo típico del momento. En ese mismo acto Zorrilla recitó una oda original en castellano sobre las fuentes del Prado de Madrid, que por primera vez sale a luz pública.

A gusto de profesores y público debió despachar su cometido el novel poeta por cuanto el curso siguiente, en igual coyuntura vuelve a aparecer su nombre. El acto se dedica ahora a saltar «El triunfo de la religión sobre el paganismo» y Zorrilla declama un romance endecasílabo original sobre la conversión de San Pablo.

Bajo está Serena capa de tradicionales modos poéticos las nuevas corrientes literarias se van filtrando sin ruido, y a pesar de inercias y precauciones llegaban a conocimiento de los internos del Real Seminario de Nobles. Con gran escándalo de los veteranos maestros se oirían en un acto público celebrado el 10 de agosto de 1832 las siguientes expresiones en labios de un joven alumno:

Quién a mi pecho diera
el fuego celestial que el alma grande
de Byron inflamó…

donde el apasionamiento de la expresión, el hondo subjetivismo y la mención nostálgica de lírico inglés rubrica la llegada al Real Seminario de Nobles de las primeras auras románticas.

¡Qué extraño que a despecho de reglamentos y prohibiciones a cada paso multiplicadas en avisos e instrucciones por el meticuloso y vigilante P. Gil, se introdujeran furtivamente en las horas de visita las apasionantes agrupaciones no las apasionantes narraciones de Atala y René, las admirables reconstrucciones históricas de Walter Scott, y las aventuras plenas de interés que Fenimore Cooper escribió en «La pradera» y los nacimientos de Susquejana. Zorrilla dice que los leía a escondidas ahí en esas pequeñas travesuras del colegial bibliómano, primerizas explosiones de rebeldía de su insobornable naturaleza poética, hemos de reconocer el germen de la ascendencia romántica que por toda su vida hubo de imprimir Zorrilla a todas sus producciones.

Contribuyó no poco a educar la sensibilidad y el buen gusto de Zorrilla por lo demás muy despierto la asistencia a las clases de adorno que no abandonó durante toda su estancia en el Real Seminario. Cultivó con éxito la música y sobresalió muy pronto entre sus condiscípulos tanto en el canto como en el piano. Fue su maestro principal el celebre compositor Navarro José Sobejano y Ayala. Buena prueba de su adelanto en el solfeo la da el programa de exámenes de 1828 donde se anuncia que Zorrilla con otros alumnos «como más adelantados cantarán lecciones de mayor dificultad midiendo en diferentes tiempos con accidentes en la llave».

Al año siguiente pasa a la clase de don Vicente Blanco y forma parte de la sección de los más adelantados. Estos, dice el programa, ejecutarán lecciones a solo dúo y trío dando demás razón de cuanto se les pregunte sobre el solfeo. En 1831, Zorrilla da muestras de su soltura en la ejecución, tocando al piano durante los exámenes públicos un vals de la esclava en Bagdad.

Con todo esmero y como elemento principal en la educación se cultivaba la música en sus diferentes formas de solfeo, canto, piano, violín, flauta en el Seminario de Nobles. No menos de seis profesores daban a diario allí sus clases. Una orquesta formada por los alumnos amenizaba los actos públicos. En ellos y en los exámenes se tocaba y cantaba música moderna, toda de autores a la sazón contemporáneos: Rossini con su «Semiramis» y su Cenerantola y su barbero de Sevilla, Morlacchi con su Tebaldo, Isolina Carnicer con su Elena y Malvina para ir a la playa y otros varios.

Otro aspecto de la educación artística lo llenaba el dibujo. Zorrilla aprendió a dibujar con los profesores don Ramón Beltrán y don Antonio Villamil. En 1829 los recién iniciados en el arte debían dar en los exámenes explicación de las proporciones y simetría de las estatuas antiguas, proponer varias definiciones de perspectiva y resolver algunos problemas de ella y en fin, los más dispuestos ejecutarían en el acto y en la vista del público varios contornos de cabezas. Por último presentarían dibujos de toda clase desde ojos hasta academias y algunos principios del antiguo.

Que Zorrilla adiestró en estas clases sus facultades naturales para el dibujo, lo prueba el hecho de que en los días de mayores estrecheces económicas a raíz de la fuga de Torquemada fue recurso del hambre inaplazable poner a contribución los conocimientos de dibujo que adquiriera en el Seminario de Nobles ejecutando para una revista francesa la torre del castillo de Fuensaldaña para ganarse la vida. En la misma celebre huida no poco le sirvió la equitación que en el colegio le enseñaron, porque «la yegua era reacia y antojadiza» como anota él en sus «Recuerdos del tiempo viejo». Hasta la lengua italiana que manejaba con soltura le sirvió en aquella ocasión para pasar disimuladamente por hijo de un artista italiano evitando así el ser conocido.

Como complemento de la educación en su aspecto social se apreciaba entonces, y sobre todo para los hijos de familias nobles, el conocimiento del baile y de la danza, por eso el reglamento del colegio ordenaba la existencia de una clase de baile. La regentaba en tiempos de Zorrilla don Andrés Bellucci. En ella aprendían el rigodón, la contradanza inglesa, las gavotas y el baile inglés.

Educación religiosa

Y llegamos al aspecto más grato de la educación que Zorrilla recibió de los padres de la Compañía de Jesús: la formación religiosa. Damos por adelantado que no se logró por completo de Zorrilla a lo largo de su vida el ideal de sus educadores en lo que atañe a las costumbres. La incógnita siempre pendiente del uso de la propia libertad, que Dios en todo caso respeta, su temperamento exaltado, su carácter versátil, su imaginación desbordada, el tono de vida fuera de ritmo que ya en su adolescencia adoptó, pueden explicarnos suficientemente las cosas oscuras de su vida moral que no hemos de excusar. En fuerte contraste con estas sombras saltan con peculiar relieve sus numerosas y francas profesiones de fe, nunca desmentida, valientes y arrogantes como pocas, pronunciadas o escritas para unos medios y en unos años en que era de buen tono profesar ideas religiosas o por lo menos disimular en público lo que en privado se alimentaba. Zorrilla no. Como poeta y como hombre -que estos dos aspectos ni se pueden ni se deben separar- nunca fue infiel a su repetida calidad de católico convencido. No sólo en sus obras poéticas tan conocidas, pero aun en su copioso epistolario privado, a vueltas de tal cual expresión humorística de dudoso gusto, nunca quebrantó su carácter confesional ni siquiera en aquellos momentos angustiosos en que se hacía presa en él a la vez la penuria económica y la enfermedad.

Gala incomparable de su vergel poético y cristiano es la devoción sincera y ardiente de Zorrilla a la Santísima Virgen. «Entre los grandes poetas modernos españoles -ha dicho un insigne mariólogo- es Zorrilla el que más veces y mejor ha cantado a la Santísima Virgen y son pocos entre los antiguos los que le superan». Los hondos sentimientos que Zorrilla asimiló en el ambiente familiar encontraron un desarrollo y afianzamiento decisivos en el cultivo adecuado de la Piedad en el Seminario de Nobles. Aparte de los ejercicios diarios de misa y rosario, examen de conciencia cada noche, etc., celebraban particularmente las fiestas de la Virgen y sobre todo el mes de mayo. Base y raíz de toda la vida espiritual que entre los colegiales florecía eran los Ejercicios Espirituales los de San Ignacio de Loyola. Todos los años los hacían durante tres días en la Semana Santa para cumplir con la iglesia el Jueves Santo.

Pieza importantísima en la mecánica de la formación espiritual, según la escuela jesuítica, es el trato íntimo y frecuente con el P. Espiritual de las cosas del alma. Zorrilla tuvo la suerte de haber como padre espiritual a un varón eximio, cuyo grato recuerdo perdura en su memoria en los días crepusculares de su vida, como síntesis de aquellos felices pasados en el Seminario de Nobles. Muchas veces alude en sus obras Zorrilla a los años del colegio –no voy a bajar a detalles para terminar enseguida– siempre lo hace con un tono de sentida nostalgia brote de su alma sincera y agradecida a los que trabajaron tanto por su educación.

No me resisto sin embargo a copiar unas líneas escritas en 1884 en la que nos deja la más cariñosa y acabada silueta de su padre espiritual del colegio. En la nota introductoria a su magnífica y predilecta leyenda de «Margarita la tornera». Su asunto, dice Zorrilla, es una tradición conocidísima del siglo xiii muchas veces repetida.

Ninguna de estas narraciones me era conocida al escribir yo mi Margarita la tornera y no creo necesario aducir pruebas en pro de su originalidad, porque por más que su argumento es el mismo que en el de todas las por otros narradas, la forma, el estilo, los caracteres y la relación de hecho es la mía, son completamente originales y de mi invención el origen de su inspiración es el mismo de todas mis leyendas: el de mis propios recuerdos. Gravóla en mi memoria el padre Eduardo Carasa, jesuita vicedirector del Real Seminario de Nobles, en donde me eduqué, contándola en una de las pláticas doctrinales que solía hacernos los sábados. Era un hombre que contaba ya cerca de cincuenta años cuando nos contaba estos ejemplos: su tez fina, sus preciosas y cuidadas manos, su apacible mirada, la tranquila expresión de su fisonomía, la dignidad de su persona, su fácil palabra y su vasta erudición revelaban en el jesuita modesto al hombre bien nacido y educado. Ocupaba una jerarquía superior en la compañía y por su sencillos pero elegantes modales, por su carácter benigno y conciliador, y por su distinguido porte vivió rodeado del cariño de todos los caballeros seminaristas amparados por la nobleza después de la exclaustración y respetado en Madrid durante las agitaciones de los partidos en la Primera Guerra Civil de los siete años. Él fue el confesor que ayudó a bien morir al general don Diego León acompañándole en la carretera en que fue conducido al lugar en que fue fusilado: y la memoria de la tradición de Margarita la tornera, quedó en la mía entre los recuerdos de aquel digno sacerdote, tipo de la calma y de la convicción religiosas, de la dignidad sacerdotal y de la monástica modestia; modelo de bien decir y de bien hablar, a quien nadie oyó nunca una queja ni un improperio contra la marcha de los sucesos, ni la conducta de los hombres políticos que, arrojándole del claustro, turbaron la paz en que había pensado morir, arrojándole otra vez al mundo y a la vida del trabajo sacerdotal en una época revolucionaria. Así que mi leyenda de Margarita la tornera salió versificada como él contaba los ejemplos de sus pláticas: en su estilo florido, franco e impregnado de los perfumes de la fe y de la poesía.

No podía hacerse elogio más cariñoso y ponderativo que este de Zorrilla anciano al que fue su querido padre y mentor en las cosas del espíritu, figura representativa y símbolo de todos aquellos buenos padres que tanto se afanaron por su educación en el Seminario de Nobles.

Pero, por dicha, tenemos entre las obras de Zorrilla una extensa composición titulada Loyola en la que expone el poeta su admiración entusiasta por San Ignacio de Loyola y por su obra la Compañía de Jesús. Forma parte del librito titulado «¡A Escape y al vuelo!» e impreso en 1888. Está dedicado a la señora condesa de Guaqui a cuya familia le unía una íntima amistad por ser esta señora hija de don Marcelino Azlor, duque de Villahermosa, compañero y condiscípulo suyo en el Seminario de Nobles. Las dimensiones de la obra nos impiden su lectura. De ella dice el doctor don Ramón del Busto y Valdés, Arcediano que fue de la Santa Iglesia Catedral Metropolitana de Valladolid y muy amigo de Zorrilla en una magnífica epístola en verso latino traducida por Menéndez Pelayo.

Mas no hay ninguno entre tus regios cantos
con que del orbe la atención cautivas,
que triunfe en perfección y hermosura
de aquel poema en que del divo Ignacio
la gloria recordaste en sacro himnos.
No es lengua humana la que ensalza y pone
sobre los altos astros y la estrella ibera:
Es lengua de ángel, y el amor la guía,
y él suspira y alienta en sus canciones.
Si lengua humana realzar pudiera,
o lengua más sublime que la humana,
al patriarca y al caudillo invicto
que la Legión que por Jesús combate
y con su santo nombre se decora:
al que con nueva acción y blando yugo
y con santos consejos y enseñanzas
para Dios quiso conquistar el orbe,
quizás más grande con los versos tuyos
el atleta cristiano resurgiera.

Hemos llegado al fin. Nosotros los padres de la Compañía recogemos con el más hondo agradecimiento las frases del cariñoso elogio que Zorrilla dedica a sus educadores, y en cambio proclamamos que nos sentimos altamente honrados con discípulos tan eximios como el vate vallisoletano cuya gloria no envejece, sino que adquiere renovado vigor al ritmo con que nuestra patria, objeto predilecto de sus cantares, va ascendiendo cada día por las rutas de sus imperiales destinos:

Cristiano y español, con fe y sin miedo
canto mi religión, mi patria canto.

Valladolid 29 de mayo de 1943




NOTAS


[1] La Revista Vallisoletana fue fundada en 1919 en el Colegio San José de Valladolid definiéndose a sí misma como «... el lazo de unión y el reflejo de la vida religiosa, intelectual y moral de las entidades que lo integran a saber, Profesores, Inspectores, antiguos y actuales colegiales: esos serán sus colaboradores y especiales lectores».

[2] En Vallisoletana, 62, junio de 1943, pág. 10. De todo este acto hay abundante material (programa de mano y fotografías) en el archivo del Colegio.

[3]Vallisoletana, 77, diciembre de 1945, pág. 12.

[4] Se conservan en los archivos del Colegio unas carteleras impresas de 45 x 45 cm., de diversos años, en las que constan los datos que se dan a continuación, pues la Revista Vallisoletana, como se ha dicho, empieza editarse en 1919.

[5] Se conserva en el archivo el programa en el que consta su actuación.

[6] En Vallisoletana, nº 20, diciembre de 1923, pág. 150.

[7] La producción de Luis Fernández, aunque en su mayoría sea de tipo histórico, toca en muchos momentos temas directamente relacionados con lo que académicamente se entiende por historia de la literatura. Son significativos a este respecto sus publicaciones sobre el literato P. Isla.

[8] Para esta catalogación mucho ayuda en la actualidad el acceso a la red DIALNET que desde la Universidad de La Rioja capitanea una de las principales redes de acceso a artículos editados por las revistas de investigación en sus más diversas ramas.


Esta visualización es solo del texto del artículo.
Puede descargarse el artículo completo en formato PDF.

Revista de Folklore número 431 en formato PDF >


Luis Fernández, Zorrilla y los jesuitas

SAN JOSE DEL CAMPO, Jesús

Publicado en el año 2018 en la Revista de Folklore número 431.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz