Joaquín Díaz

LO BIEN HECHO, BIEN PARECE


LO BIEN HECHO, BIEN PARECE

El Norte de Castilla - La Partitura

25-07-2009



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Los monjes jerónimos, además de estudiar Filosofía, Teología y Cánones, dedicaban siete años a formarse en Música

Fray José Sigüenza, cronista e historiador de la orden española de San Jerónimo, escribe a comienzos del siglo XVII: “quisieron nuestros padres y pusieron buen cuidado en ello, que el canto de nuestro coro estuviese lleno de mucha compostura, gravedad y modestia pretendiendo se hiciese más con el corazón que con la boca usando el canto que había en España, el de mejor sonido, cual era el que se usaba en la iglesia de Toledo, a quien siempre han imitado en cuanto han podido”. En esa reflexión sobre el canto, tras de la cual se pueden descubrir opiniones precedentes de San Agustín o de San Isidoro, hay una filosofía acerca del modo de cantar de los monjes de su orden. Sigüenza habla no sólo de un repertorio sino una forma de presentar, cuidar y transmitir ese repertorio, que seguirían los jerónimos hasta que las circunstancias se lo permitiesen.

Tuvieron los jerónimos muchos y buenos protectores entre los reyes y nobles. Fray Juan de San Jerónimo, hablando de las razones que inclinaron de siempre a los reyes de España a elegir esta orden para que se ocupara de monasterios importantes (Guadalupe, El Escorial, el de Nuestra Señora de Prado de Valladolid), dice: “Juntábase a esto –es decir a la devoción que distintos monarcas tuvieron hacia estos monjes– la consideración, que es sobre todas estas y la primera: que las casas de esta orden son unas moradas donde siempre, a imitación de las del cielo, se está sin diferencia de noche y de día haciendo oficio de ángeles”.



En los monasterios, el desarrollo de cada día estaba marcado por las horas canónicas, división de la jornada que ya usaba la tradición rabínica en las sinagogas basándose en las costumbres del desaparecido templo de Jerusalén que marcaba tres horas para concurrir al recinto a orar: la tercia, la sexta y la nona. A la tercia oraban los judíos porque era tradición que en esa hora se les entregó la ley en el monte Sinaí. A la sexta porque en esa hora se erigió la serpiente Aenea o de oro en el desierto. A la nona porque en ese momento dio la piedra en Cadés agua para el pueblo sediento. La Iglesia, los primeros padres y sobre todo los primeros creadores de reglas monásticas aceptaron de buen grado la división horaria de cada día, dándole, según los tiempos y el interés en la exégesis, diferentes interpretaciones a cada uno de los espacios de tiempo, que ampliaron a siete. San Benito, en su Regla, siguiendo precisamente un Salmo del Antiguo Testamento, el 119, que se recitaba en el templo de Salomón y que mantenía el orden de las 22 letras del alfabeto hebreo, recogía uno de los dobles versos de la letra «sin» que decía : «Siete veces al día te alabo por tus justos juicios». «Y nosotros –escribía san Benito- para cumplir con este sagrado número 7, hemos de celebrar los oficios de nuestro servicio a sus horas, o sea laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas».

Los monjes jerónimos, además de estudiar Filosofía, Teología y Cánones, daban siete años de música. No era un capricho. Desde los comienzos de la orden se cuidó muchísimo la solemnidad en los oficios. Esta costumbre de cuidar especialmente el canto es recordada en un Libro de costumbres de finales del siglo XV en el que se escribe: «El oficio de cantar devota y espaciosamente, es propio de la Orden»; y Fray José Sigüenza, músico él mismo, remacha: «Es muy constante esta religión en las cosas que una vez abraza». Y una de esas cosas, era el culto divino por medio del canto y especialmente del canto que seguía la ortodoxia instaurada desde antiguo. De hecho, los monjes jerónimos aun en los momentos en que la polifonía empieza a imponerse en el culto y en la liturgia, mantienen su distancia de ella como si se tratara de un modelo desviado de su propio estilo de concebir el canto. Para los monjes estaba prácticamente desaconsejado el discanto, es decir la forma de interpretar con una voz fija sobre la que otra iba haciendo adornos, salvo en ocasiones en que la solemnidad o el propio tema lo permitían, como por ejemplo en el Benedictus, el Magnificat o el Nunc dimittis. Por eso dejaban para los grupitos o capillas de músicos seglares, si es que se podía disponer de ellos, el uso de esos modelos novedosos y más adornados en los que, no sólo se perdía la sobriedad característica del canto gregoriano sino que se hacía difícil entender la letra de lo cantado. Juan Varela de Salamanca, en el año 1508, imprime en Sevilla un Antifonario para uso específico de la orden de San Jerónimo, en canto llano. El término «canto llano», generalmente, se utilizaba para hacer referencia a la música litúrgica monódica. Se contraponía al «canto de órgano». Que los jerónimos preferían diferenciar lo sencillo de lo complicado, parece evidente. Que preferían separar la liturgia de la ciencia queda bien claro en esta carta que el Padre General, Fray Jerónimo de Alabiano, dirige al rey Felipe II ante su interés por implantar estudios superiores en El Escorial. En esa misiva, del 22 de agosto de 1564, escribe: «De una cosa es bien que Su Majestad esté advertido, que así como conviene que en la Orden haya letrados y personas doctas en número y cantidad competente para que en todas las casas de ella haya el oficio del púlpito y para leer y confesar, etc., así no conviene que haya exceso en haber muchos letrados, porque comúnmente las letras van en detrimento del coro y oficio divino, que es nuestro principal y primer instituto».

La música del coro siempre tuvo, pues, por encima de otras formas de cultivo personal, una consideración especial: en Lupiana, primera fundación de la orden, en Guadalupe y en el Escorial se crearon excelentes archivos musicales. Aunque en la mayor parte de los monasterios jerónimos no era habitual que nadie de fuera se ocupara de los oficios, en Guadalupe Don Diego López de Rivadeneira deja una renta anual de 1.500 ducados dedicados a mantener a un grupo de ministriles con chirimías, sacabuches, bajón y trompetas para que acompañaran los oficios. Es un caso especial ya que normalmente la música estaba encomendada a los monjes o al órgano si lo había. En algunos monasterios como el de Lupiana se mantuvo un extraordinario archivo y una enseñanza musical tan cuidada que, según dice la tradición, cuando en el siglo XIX se exclaustraron los jerónimos por la desamortización, pudieron colocarse inmediatamente como profesores de música o intérpretes en algunas orquestas teatrales madrileñas. Lo bien hecho, bien parece…