LA ERA DEL BIEN Y DEL MAL

Descendió a los infiernos



Escena única, con una sola alusión aneja, contemplada en el dibujo.

La afirmación del credo apostólico “descendió a los infiernos” tiene su base en la lectura literal de 1 Pe. 3, 18-19: “Murió una sola vez por los pecados [...] muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados”. Esto supone una cierta actividad (?) tras la muerte. Y, desde el punto de vista de la teología —y de la catequesis—, la suposición de unas zonas o estratos inferiores (de donde viene “infiernos”), en los que estaban sepultados, clasificados en diversos grupos, los muertos, a la espera de la resurrección final. Era el sˇeol hebreo (o el hades griego): el lugar de los muertos.

La consideración simple de que Jesús participó totalmente de la suerte de los muertos, fue transformada en una visita redentora. Y en esa actividad tras la muerte, Jesús aparece en el cuadro descendiendo, nimbado, acompañado de ángeles, para llevar la noticia de la salvación a los justos del Antiguo Testamento, que, según la versión típica, tenían vetada la entrada en el cielo. Hay, dispersos, grupos postrados en tierra, en actitud anodina, envueltos en fumarolas que brotan del suelo (para indicar la condición de infierno). Dominan los tonos negros y rojos.

Pero una comitiva sale al encuentro de Jesús, alborozados: son reconocibles Juan el Bautista (vestido de piel), José (vara en la mano), David (corona y arpa; hay además otra arpa).

Con la vista hacia lo alto, aclaman en Jesús a su Salvador.

Hacia la parte inferior derecha, una especie de ventana, en color rojo, permite ver a los que aún estaban en el purgatorio, purificando sus pecados. Para ellos la salvación no es un hecho inmediato, sino todavía una esperanza, pero ya cercana. (aparece también el purgatorio en la lámina 27).

Luis Resines










Hamed abuelo descendía a los infiernos cada mañana a las seis en punto. Los infiernos estaban a cientos de metros bajo la tierra llana en la que se asentaban las casas, nivel quince, galería veinte de una mina perdida en el paisaje. Por abrir caminos en lo profundo armado del barreno recibió un jornal hasta los cuarenta y seis años. A los cuarenta y siete el médico vio que tenía los pulmones de cartón, sin flujo ni huecos. No cumplió los cuarenta y ocho. A abuela Sara no le quedó ni una “miajita” de aquellos infiernos para seguir tirando, y confesó desde su sagrada cátedra a pie de hornilla que para ir a los infiernos no era necesario bajar tanto.

Hamed padre iba a los infiernos de la bajamar al despuntar el alba. Infiernos de chapoteo, agua, pescado, hielo y carencias, cuadro que pintaba con palabras en el aire de la casa a su regreso, hasta que un golpe de mar le mostró el camino de los infiernos hondos de los que nadie volvió nunca. Madre Fátima recordó más de un día en voz alta la confesión de abuela Sara sobre los infiernos.

Hamed hijo gastó hasta el alma en procurarse un sitio en la patera nueve mil ciento ochenta para hacer el viaje desde una playa de Marruecos a otra playa de España. Lo hallaron bocabajo cuando las olas del estrecho lo escupieron a la costa junto a doce muertos más. Abuela Sara y madre Fátima insistieron juntas en lo de los infiernos como si se tratara de un clamor que les quemaba dentro.

Hamed nieto fue a los tres años a la escuela pública y un entendido en estas cuestiones le quiso explicar lo de los infiernos. Él se adelantó y dijo: “Yo ya lo sé”. Y todos quedaron asombrados al ver que un niño tan chico supiera esas cosas.

Manuel Garrido Palacios. Etnólogo y escritor



Exposición