LA ERA DEL BIEN Y DEL MAL

Subió a los cielos



Escena entera.

Jesús asciende a la vista de sus seguidores. El dibujante ha situado a 22 personas, en diversas actitudes. No se ajusta a ninguno de los relatos bíblicos: Mt 28, 16, habla de los once, lo mismo que Mc. 16, 14; Lucas implícitamente también alude a ese mismo número (tanto en Lc. 24, 50, como en Hch. 1, 6-11). Una especie de tradición cristiana ha querido ver también que allí estaba María, aunque ningún dato peculiar permita afirmarlo ni negarlo.

Sin embargo, con el tropel de 22 personas, Llimona ha querido representar el grupo más amplio de seguidores de Jesús, a quienes les llega la noticia de su despedida y que acuden a verlo por última vez. Predominan los rojos en sus vestidos. Unos están postrados, con la cabeza inclinada hacia el suelo; otros miran hacia arriba; todos, sin embargo, están arrodillados. Únicamente María, también arrodillada, extiende sus brazos hacia Jesús; éste, en la parte superior, marcha al cielo.

Es inevitable evocar la lámina 7, que, con el tema de la Anunciación, representaba una escena celestial en que el Padre está despidiendo al Hijo que marcha a la tierra a cumplir su misión redentora. Frente a aquella despedida tan entrañable, ahora no aparece ningún gesto de acogida, ninguna escena celestial. No aparece el Padre para recibir al Hijo enviado, ni el Espíritu Santo lo acompaña. El protagonismo de la acción se centra en Jesús y únicamente en Él. Está situado a unos metros sobre sus atónitos seguidores. Aparece vestido, con los brazos ligeramente abiertos que hacen que se extienda y despliegue el manto.

“¿Y dexas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, escuro,
con soledad y llanto
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?”,
escribió Fray Luis de León.

Luis Resines










Contemplar esta lámina me retrotrae a los años infantiles en mi pueblo natal de Villabrágima. Todos los domingos, después de misa mayor, los novicios jesuitas llegados en bicicleta desde Villagarcía, nos impartían catequesis (íbamos a “la doctrina”), preparándonos para un certamen que se celebraba en el mes de mayo entre los pueblos de la comarca. Para enseñarnos utilizaban diapositivas, filminas o láminas, traspasando nuestras pupilas las imágenes que ilustraban la vida de Jesús.

Recuerdo una lámina, muy semejante a ésta, titulada La ascensión del Señor a los cielos. Los muchachos quedábamos absortos contemplándola en una iglesia semioscura, donde las palabras del novicio resonaban de forma grave: “Fijaos en Jesús Redentor que sube triunfante a los cielos, a sentarse a la diestra de su eterno Padre, de donde ha venido...Todos los que han muerto en gracia de Dios antes de este momento, esperan en el seno de Abrahán a que Jesús franquee la entrada en el cielo para poder reunirse con Él...” y yo, olvidándome de la enseñanza, comenzaba a imaginarme cómo podía ser el cielo, dónde estaría, qué se haría en él, en qué idioma se hablaría... volviendo después de un tiempo a la realidad para escuchar de nuevo la plática catequética que seguía hablando del exilio terrenal, el valle de lágrimas, la parusía, ¡cuán despreciable nos tiene que parecer la tierra!... hasta que llegaba el momento de las preguntas y yo cuestionaba si el cielo estaba cerca o lejos de la tierra, porque, si estaba muy lejos, tardaríamos mucho en llegar y, si estaba cerca, cómo es que no le veíamos. Y el novicio comenzaba a hablarnos del concepto de cielo más como un estado que como un lugar. Era entonces cuando empezaba a no entender nada.

Modesto Martín Cebrián. Etnólogo y escritor



Exposición