LA ERA DEL BIEN Y DEL MAL

Amén



Escena única.

Un hercúleo ángel metalúrgico alza un martillo con el que se apresta a golpear un gigantesco remache de hierro; de esta forma cierra definitivamente la boca del infierno. Todavía no lo está del todo, y, a pesar de la tapadera que la bloquea, salen aún unas pequeñas columnas de humo que se extinguirán cuando el atlético querubín termine su función.

Es la época de la “arquitectura del hierro”, que tiene como máximo exponente a Gustavo Eiffel, arquitecto y diseñador de la torre que elevó en París para la Exposición de 1889. Siguiendo sus trazos numerosos edificios con las más diversas funciones, disponían de estructuras de hierro unidas con tornillos o con remaches. La colección de láminas para la catequesis no se pudo abstraer a su época, y aquí aparece reflejada.

En la parte superior de la lámina aparece la palabra “Amén”, que es la que da pie a este dibujo, como conclusión del credo. Con ello se pretende dejar claro, y bien aprendido que un amén, una afirmación, un asentimiento, una palabra empeñada, tiene un valor definitivo del que no es posible volverse atrás. Se invita al creyente a un asentimiento radical. Éste se extiende a todas y cada una de las afirmaciones del credo que han presentado las láminas precedentes, de manera que asentir es aceptar que se está de acuerdo con todo lo anteriormente presentado.

Además, desde el punto de vista de la persona que lleva a cabo la afirmación, implica su propio compromiso irrevocable. Es un sí del que luego no se puede desdecir, una aceptación que debe ser pensada, y emitida con plena conciencia. En esas condiciones, un “amén” emitido es tan definitivo como definitivo aparece en el dibujo el cerramiento del infierno para el creyente. La plástica de este fornido ángel deja zanjadas todas las cuestiones anteriores; el creyente de verdad debe hacer lo mismo.

Luis Resines










“Daniel, el Mochuelo, nunca supo por qué en aquella ocasión se quedó, a pesar de todo, clavado al suelo como si fuera una estatua. El caso es que se quedó tieso y mudo, casi sin respirar. Entonces oyó hablar arriba a la Sara y prestó atención. Por el hueco de la escalera se desgranaban sus frases engoladas como una lluvia lúgubre y sombría:
—Cuando mis pies, perdiendo su movimiento, me adviertan que mi carrera en este mundo está próxima a su fin...

Y, detrás, sonaba la voz del Moñigo, opaca y sorda, como si partiera de lo hondo de un pozo:
—Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

De nuevo las inflexiones de Sara, cada vez más huecas y extremosas:
—Cuando mis ojos vidriados y desencajados por el horror de la inminente muerte, fijen en vos sus miradas lánguidas y moribundas...
—Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Se iba adueñando de Daniel, el Mochuelo, un pavor helado e impalpable. Aquella tétrica letanía le hacía cosquillas en la médula de los huesos. Sin embargo, no se movió del sitio. Le acuciaba una difusa e impersonal curiosidad.
—Cuando perdido el uso de los sentidos —continuaba, monótona, la Sara— el mundo todo desaparezca de mi vista y gima yo entre las angustias de la última agonía y los afanes de la muerte...

Otra vez la voz amodorrada y sorda y tranquila del Moñigo, desde el pajar:
—Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Al concluir Sara su correctivo verbal, se hizo impaciente la voz de Roque:

—¿Has terminado?
—Amén —dijo Sara.”

Miguel Delibes.
Escritor. De la Real Academia de la Lengua Española



Exposición