HISTORIA DE LA MODA

La moda en el medio rural



La moda en el medio rural La valoración de la moda se hizo en cualquier comunidad desde dos puntos de vista muy claros, el del propietario que lucía la prenda y el de aquel otro que veía en el nuevo hábito un atentado a las normas y conductas establecidas en la tradición del pueblo. En todo colectivo amplio existe un grupo económicamente superior y con deseo de diferenciación -en el sentido de poder adquirir producciones fuera del entorno o las que llegaban a él procedentes del lugares remotos- que ha querido destacar por encima del común por el uso de galas y lujos nada apropiados para el terreno que pisaban. La voz en copla del pueblo se encargó de segar la cabeza de todos aquellos que despuntaban, aunque con el paso del tiempo y el desarrollo pleno de la moda acabarían cayendo todos en el mismo cesto, valorando más lo de fuera que lo de dentro, lo foráneo que lo propio. El uso moderno de volantes, enaguas, galones, puntillas en los refajos y la ropa interior entre las clases rurales cuyas mujeres separaban la larga camisa de lino en una corta chambra y una faldilla del algodón, y los hombres comenzaban a usar de forma habitual los calzoncillos, cerraron la puerta a una estética artesana que alcanzó una cotas elevadísimas de diseño y elaboración.





Los mocitos de hoy en día todos usan calzoncillos,
y las mozas pa ganarles, delantal y dos bolsillos.
Los mocitos de Robleda gastan pantalones largos
y no gastan calzoncillos porque el lienzo está muy caro.


El mundo rural reaccionó en principio valorando la propia identidad nacional, en un intento de reforzar la tradición que se veía acosada por estos lujos de ciudad, procurando ensalzar lo autóctono en un intento de remediar lo que resultó imparable.

Vale más un valdaviés con la chaquetilla corta,
que doscientos de la Vega, aunque gasten buena ropa.
Vale más una pasiega con cuévano y delantal,
que unas cuantas señoritas vestidas de tafetán.
Vale más una serrana con dos vueltas de coral,
que todas las madrileñas vestidas de faralás.


Aquellos que se lanzaron sobre las prendas nuevas pronto anduvieron de boca en boca, sirviendo como motivo de burla y ridículo, aunque cada vez menos mozos seguían llevando la gala del país. El empeño duraría poco al generalizarse las nuevas prendas rápidamente, la corbata o la boina entre los hombres, la bata entre las mujeres, cuyo desarrollo ya había comenzado en el XVIII -en esos tejidos de seda valenciana, floreados de espolín multicolor- que dieron al traste en el XX con cualquier tipificación local. El vestido -la referida bata-, hoy mandil de cuerpo entero abotonado por la delantera o abrigo de guatiné, fue lujo en los años veinte y puesto en murgas y puyas a la par que los peinados a lo garçón, las pinturas en la cara y los tacones.

Mi amante es alto y buen mozo y no gasta corbatín,
porque no lo necesita para enamorarme a mí.
Ese de la blusa larga y a la orilla los botones
chavales como esos los tengo yo a puntillones.


Al final, la moda antigua iba quedando arrinconada en las arcas del sobrado, avergonzándose los portadores de sus propios vestidos y queriendo todos ir a la moda. El resultado fue un remedo casero de lo urbano las más de las veces, pues la justa economía apenas daba para lucir alguna novedad comercial y tendríamos que esperar a la llegada masiva de los tejidos de algodón floreado industriales, encajes mecánicos y paños fabriles estampados, panas y tartanes para entretelarnos insulsamente. Menos mal que aquella fresca artesanía aguantó hasta la segunda mitad del XX dejando un rastro testimonial rico como pocos ajuares etnográficos.

Como quieres que cante
la polvorera,
si ha estrenado mi novia
enaguas nuevas,
y enaguas con puntillas
y guarniciones
y yo con hebillas
y mis zajones.


El desarrollo de las fibras y de las tendencias en el vestir y en la moda repercute en una aparente renovación de estilos y formas novedosas, diseños únicos, aunque en realidad no hacen sino urdir una y otra vez sobre un mismo bastidor repitiendo modos y maneras incesantemente. Se observa en nuestra tradición reciente la utilización de las pieles animales apenas curtidas -monteras de conejo, cordero, nutria o zorro, polainas, jostras o engorras de borrega, albarcas de piel de burro o buey, zamarras y zahones pastoriles de oveja o cabra- y el uso de diferentes fibras vegetales como el centeno, que entretejía las capas y corozas de gallegos y bercianos, o las gorras de abulenses, charras o segovianas de una media España que calzaba de esparto o madera. Mientras, la otra media vestía de “estezao”, que no era otro material que el cuero del animal limpio de pelo y curtido en leche tras un continuado proceso de “zurrado” entre piedras o rollos de madera. Una lenta dinámica acababa por volverlo en suave y aterciopelada badana, utilizándose para la confección de chalecos, alforjas, esqueros, faltriqueras y calzones en muchas zonas serranas y pastoriles. Otras prácticas primitivas las observamos en tiempos bien recientes entre las montañesas palentinas que cosían con agujas de hueso sus capotes o manteos de sayal con duras hebras hiladas de las crines de sus yeguadas o de sus propios cabellos, mientras los tejedores sayagueses las empleaban como urdimbre para sus capas y para la afamada mantilla, amén de fabricar indomables sogas desbaratadas tan sólo cuando la polilla lograba entrar entre los trenzados.





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