Joaquín Díaz

Cocina tradicional y gastronomía


Cocina tradicional y gastronomía

Gastronomía

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La palabra gastronomía, que tanto y tan frecuentemente usamos ahora, es un término culto y tardío en España, aunque sus antecedentes históricos nos podrían remontar al momento en que el ser humano siente por primera vez placer al degustar los alimentos -que dejan de ser para él exclusivamente fuente de nutrición- y se aplica a prepararlos y comerlos de forma cada vez más ordenada y reglamentada, de modo que fuesen también una fuente de salud. El proceso por el que la necesidad se convierte en arte es largo y complejo pero tiene unos hitos que suponen variación o mejora en esa evolución. El Marqués de Villena pensó, a comienzos del siglo XV, que todos los alimentos tendrían mejor aspecto y se deglutirían con más facilidad si estaban bien aderezados y mejor cortados, razón por la cual dedicó su Arte cisoria al estudio del trinchado y el cortado de las viandas. Un siglo más tarde, Ruperto de Nola, cocinero de Fernando de Nápoles, escribe en catalán su Libro de cozina, que se reimprimirá en numerosas ocasiones hasta nuestros días. Ruperto, al igual que Villena, hacía un recorrido por cocina y mesa completando el texto con algunas recetas para “dolientes” o enfermos. Es evidente que una preocupación permanente de los tratadistas, independientemente del resultado de la preparación (sabor o gusto) y del sentido práctico (economía), es la salud e higiene de los alimentos.
Luis de Ávila en su Banquete de nobles caballeros y modo de vivir desde que se levantan hasta que se acuestan, ofrece, en 1542, un interesantísimo listado de comidas que pueden hacer daño y sus correspondientes remedios, de modo que el tratado de quien fue médico del emperador Carlos y su consejero en materia dietética, se convierte en una especie de carta o menú de todo aquello que se servía en las mesas de la corte, estuviese ésta donde estuviese, ya que incluso hay unos apartados dedicados a los alimentos que se debían tomar estando de viaje por tierra o por mar, donde con el movimiento del barco le entraban a uno unas bascas espantosas y se purgaba aunque no quisiera.
Jerónimo Cortés, en su Lunario y pronóstico perpetuo, recomienda taxativamente que no se tomen purgas estando la luna en signos que dominan como Aries, Tauro y Capricornio, porque se vomitan y no se pueden retener en el estómago, y continúa diciendo: “Siempre que la luna se hallase en signos ácueos, hará buen efecto la purga. Pero adviértase que si la purga fuese bebida conviene que la luna esté en Escorpión, y si fuese bocado o lectuario (es decir en compota) la luna debe estar en Cáncer. Y si fuesen píldoras en Piscis: y de esta manera los efectos saldrán muy buenos y salutíferos”. Cortés termina el capítulo dando una tabla de purgas y sangrías para saber cuándo convendrá aplicarlas y cuándo no.
Nicolao Florentino confería también gran importancia a la luna aunque se curaba en salud haciendo la salvedad de que “aunque la luna señale e influya una cosa, Dios nuestro señor puede, y está en su mano ordenar, otra muy diferente, y que no pocas veces por yerro de los médicos, por algún desorden de los enfermos o por otras causas, se hace mortal la enfermedad que de suyo no lo fuera”. Según sus palabras, “para juzgar el suceso de la enfermedad se han de saber dos cosas. La primera, el propio día que comenzó la enfermedad o se sintió de mala gana. Y la otra, el día de la conjunción propasada. Sabidas estas dos cosas bien y fielmente, se miran los días que hubiese desde el día de la conjunción hasta el día que comenzó la enfermedad inclusive. Sabido, pues, este número de días, se buscará por la tabla siguiente (y adjunta una tabla) y enfrente de aquel número se hallará el suceso de la enfermedad”. La dicha tabla contiene treinta números alguno de los cuales contiene unas explicaciones que me parecen tan poco exactas como las predicciones del Zaragozano, que a veces pronosticaba que llovería...o no. En cualquier caso, este Nicolao Florentino debía ser un médico un tanto sibilino y de letra complicada, ya que transcribiendo Luis de Oviedo (en el Método de la colección y reposición de las medicinas simples) la receta de uno de sus jarabes, el de achicoria -con el que según él se curaba la opilación del hígado-, varias veces se queja de la dificultad de lectura y de comprensión. Para ese jarabe debía usarse la "endivia doméstica, la endivia silvestre, las achicoria, tarasacon (de cada uno dos manojos), cicerbita, hepática, escarola, lechugas, sumaria, lúpulos (de cada uno un manojo), cebada con la cáscara, alchechengues (de cada uno una onza), regaliza, culantrillo de pozo, doradilla, polítrico, adianto, cuscuta (de cada uno seis dracmas), raíces de hinojo, raíces de apio, raíces de esparraguera (de cada uno dos onzas), cuézase en la cantidad de agua que bastare y cuélese y con azúcar blanco y duro se haga jarabe, y por cada libra de él se ponga a cocer de buen ruibarbo cuatro dracmas y de espica cuatro escrúpulos, atados en un lienzo ralo, el cual a menudo se exprima en el entretanto que el jarabe se cuece".
El número 11 de esa tabla mencionada de Florentino, por ejemplo, habla de un proceso tras el cual el enfermo “presto sanará o luego morirá”.
Pese a tales vaguedades –o tal vez precisamente por ellas- estos libros tuvieron un éxito notabilísimo, sobre todo entre los que quedaban vivos y podían contarlo, resultando del todo imposible a los muertos hablar en contra de sus efectos.
Hablando de muertes, las Crónicas de los Reyes de Castilla están plagadas de ejemplos en los que el protagonismo de las "yerbas" es significativo y letal. Que Dios me perdone, pero la época de la últimamente tan televisiva Reina Isabel, es como para sospechar de todo y de todos. Su hermano, por ejemplo, denominado "el Inocente" por el poeta Jorge Manrique que alabó la excelencia de su Corte arevalense, se ve obligado a dejar la Villa por el temor a una peste que se declara en ella, y viene a morir poco después en Cardeñosa por unas hierbas con que le adoban una trucha. Mosén Diego de Valera, que escribe el "Memorial de diversas hazañas", no duda en reseñar que los muchos niños que fallecieron casi al mismo tiempo que su señor natural en tierras de Segovia y Ávila se iban de este mundo confesando su alegría por poder reunirse en el otro con su rey que tendría poco más de catorce añitos en el momento del óbito.
El uso de venenos hechos con hierbas que se mezclaban con comida es tan frecuente que nos faltaría tiempo y lugar para documentarlo, sin embargo sí destacaré que, al igual que en nuestros tiempos los virus informáticos se tratan de corregir con antivirus que casi inmediatamente están sobrepasados por nuevos virus, las triacas del siglo XVI eran menos numerosas que las eficaces ponzoñas. Paracelso, por ejemplo, describe un contraveneno que, aparentemente, se puede aplicar a diferentes tóxicos: "Se ponen a calentar, en un mismo cazo, alcohol y tártaro a una suave pero constante temperatura. El tártaro llega a destilar una especie de aceite rojizo, dotado de propiedades particulares. Este aceite es el indicado como excelente contraveneno para el caso. Tómense cuatro sorbos, con ligeras intermitencias". Lo que propone Paracelso, en realidad, es una solución de alcohol con tartrato ácido de potasio, una sal del ácido tartárico que se extraía de la costra formada en los recipientes en que fermentaba el zumo de la uva. Poca cosa para una buena cicuta o para un potente eléboro negro.
Diego Enríquez del Castillo, en su Crónica del rey Don Enrique IV no menciona directamente las hierbas venenosas y prefiere achacar a más altos misterios y profundos secretos la causa de la muerte del Maestre de Calatrava, Pedro Girón -señor de Urueña-, cuando va a toda prisa a casarse con Isabel: "E así, como el Maestre de Calatrava viniese con aquel propósito de casar con la hermana del Rey, e no queriendo Dios lo concertado, e no dando lugar a tan gran falsedad, súpitamente le tomó en el camino el mal de la muerte, en tal manera que dentro de diez días murió"...A buen entendedor...
Sin embargo tenemos ejemplos abundantes de que no todas las hierbas eran dañinas. El doctor Andrés Laguna, médico del papa Julio III, dedicó un enorme esfuerzo a comentar adecuadamente la obra clásica de medicina y venenos escrita en el siglo I por Dioscórides. En el prólogo de su traducción, Laguna confiesa las cuestas que tuvo que subir y bajar, los barrancos y despeñaderos por los que tuvo que transitar hasta hallar las especies comentadas y aun los desvelos que le costó solicitar de lejanos países las que no encontraba, con el consiguiente gasto y preocupación. Laguna era gotoso, al igual que el pontífice al que servía, y se tomaba tan en serio su profesión y sus dolencias que llegó a escribir: "Mirad en qué peligros están nuestras vidas, pendientes del albedrío de algunos idiotas, que en lugar de remedio confortativo os dan muy eficaz ponzoña"...
El célebre científico segoviano que estudió la materia medicinal de muchas hierbas y plantas y que comentó el ya mencionado tratado, aseguraba que la verbena, también llamada peristereon o incluso hierba sagrada, "se denominaba así por ser útil para purgar la casa de adversidades si se colgaba en algún lugar visible. Además de esto, hervida en aceite y aplicada servía para resolver los dolores de cabeza antiguos y pertinaces, así como para fortificar los miembros inferiores, soldar las venas rotas y despedir por sudor los cuajarones de sangre recogidos en alguna parte del cuerpo. Otras plantas, como el corazoncillo o el helecho, de las que se aseguraba que sólo florecían la noche de San Juan, tenían aplicaciones diversas, bien recién cortadas, bien desecadas. Respecto al helecho, el Doctor Laguna tiene un párrafo que es un testimonio inexcusable del uso de las hierbas para todos los fines -incluso los mágicos-, pues escribe: "No puedo disimular la vana superstición, abuso y grande maldad (no quiero decir herejía), de algunas vejezuelas endemoniadas, las cuales tienen ya persuadida a la gente de que la víspera de San Juan, a la media noche en punto, florece y grana el helecho. Y que si el hombre no se halla allí en ese momento, se cae su simiente y se pierde, la cual simiente alaban para infinitas hechicerías. Yo digo a Dios mi culpa, que para verla coger, una vez acompañé a cierta vieja lapidaria y barbuda tras la cual iban otros muchos mancebos y cinco o seis doncelluelas mal avisadas, de las cuales algunas volvieron dueñas a casa. Del resto no puedo testificar otra cosa sino que aquella madre reverenda y honrada, pasando por el helecho las manos -lo cual no nos era a nosotros lícito- nos daba descaradamente a entender que cogía cierta simiente, la cual, a mi parecer, se había llevado ella misma en la bolsa, aunque también pudiera ser que realmente se desgranase el helecho entonces, pues por todo el mes de junio están aquellos flecos en su fuerza y vigor..."
Laguna recomendaba que casi todos los remedios que hubiera que tragar se mezclasen con vino, consiguiendo una bebida un poco más aceptable que la simple poción. También Luis de Ávila diferencia los vinos y sus efectos por el color y la edad: "El vino es licor diverso tanto en virtud como en color y calidad, porque así como hay diferencia entre color y color y entre claro y no claro, hay diferencia entre añejo y nuevo y entre dulce y agrio, y como se diferencian en estos accidentes, así también en sus efectos y calidades, de tal manera que lo añejo es caliente en el tercer grado y lo nuevo en el primero, y lo que participa de lo uno y de lo otro es en el segundo: así lo dice Galeno...Lo blanco que es muy claro y acuoso y muy simple es más húmedo y menos cálido. Lo que es turbio o cetrino o dorado participa más de calor...Lo tinto grueso hace hinchamiento en el estómago y lo dulce asimismo, y no es bien digestible, y el dulce es más aparejado a laxar el vientre, y es de menos fuerzas que lo que no es dulce, y lo dulce añejo es convenible a pasiones de pecho, pulmones, vejiga, riñones y semejantes. Lo que es estítico algo áspero es más aparejado a hacer o causar dolor de cabeza, como dice Serapio: lo ácido, cuanto más agrio tanto es más frío y seco y apartado de la complexión natural del vino, que es ser caliente...El vino acuoso, en color simple, en sabor sutil y en licor dice Galeno que naturalmente tiene en su virtud familiaridad a la agua y casi como ella da sustancia".
No sé si este párrafo del doctor de Ávila tendrá que ver con la costumbre de bautizar al vino, practicada por algunos vinateros para rebajar el grado y por otros para obtener mayores beneficios, y que dio origen a aquel refrán que dice: "Vino bautizado no vale un cornado; vino moro, plata y oro". El cornado era una moneda que duró hasta el reinado de los Reyes Católicos, de cuyo escaso valor cabe deducir el poco aprecio que se le tenía al vino aguado. "Agua al vino es desatino"; lo mismo que si la operación se efectúa en sentido inverso, pues "Quien echa vino al agua, de dos cosas buenas hace una mala". Tal vez provengan estas paremias del hecho de que bajo tales circunstancias pierde el vino muchas de sus perfecciones, atenuándose su acción tónica y eliminándose su capacidad diaforética, cualidad que dio origen al famoso proverbio "Al catarro con el jarro", pues el enfermo que bebía vino caliente con romero y espliego macerados sudaba más y por tanto sanaba antes. Ésta y otras razones hicieron exclamar a nuestros antepasados "Con aceite y vino bueno, media botica tenemos", dando a entender no solamente que ambos productos eran primordiales para una correcta alimentación, sino que además podían ser utilizados como bálsamo. Recordemos que ya el buen samaritano, en el capítulo décimo del Evangelio de San Lucas cura al pobre maltratado vendando sus heridas tras haber echado en ellas "aceite y vino". El Doctor Laguna aseguraba que "todo género de aceite, comúnmente, calienta. Molifica el vientre, y preserva de frío el cuerpo". Por eso decía una paremia médica: "Aceite y vino, bálsamo divino", subrayando otra: "Cuidado con la llaga que el vino no sana", por desconfiar de la herida con la que no pueden las virtudes antisépticas, coagulantes y cicatrizantes de un buen zumo fermentado.
Sobre la fermentación tiene una curiosa disertación otro tratadista del siglo XVI, Diego Gutiérrez de Salinas, quien en sus Discursos del pan y del vino del Niño Jesús, afirma: "Al tiempo de cocer del vino tinto es bueno echarle cuatro onzas de pimienta de la negra redondilla que se ha de echar a medio moler, porque es fresca y pica y da sabor y olor al vino tinto y échenle a vuelta unas cáscaras de naranjas. Y si es vino blanco échenle gengibre y rosas secas y muchas cáscaras de peros de eneldo y camuesas y las cáscaras del limón, todo esto cocido con un poco del mosto de la misma tinaja hasta que se mengüe la tercia parte y dejarlo enfriar toda una noche y al sereno, que le dé todo el frescor, y luego a la mañana echarlo en la tinaja y hierva el vino blanco y luego cubrirlo por un día muy bien y será el vino bueno y oloroso; y si lo quisieren hacer esto cuando lo trasiegan y mudan a la bodega, es también bueno, pero ha de ir colado el vino, porque con el tiempo largo no se vengan a corromper aquellos peros o cascas y dañen la madre, que al fin es ella el alma del vino". Del vino blanco dice que es conveniente "echarle un poco de yeso de espejuelo para que lo purifique y sazone porque el vino blanco es caliente y seco y el yeso frío y húmedo".
Francisco Franco, en su Tractado de la nieve y uso della, escribe sobre la ventaja de conservar en frío los alimentos y sobre la conveniencia de preparar y filtrar el agua cuando ha de suministrarse a los enfermos que sufren un estado febril. Al hacerlo, tal vez sin proponérselo, nos está proporcionando la noticia de cómo combinaban a comienzos del siglo XVI algunas carnes con sus respectivas salsas: "Sabemos que el condimento del cabrito es pebre (pimienta, ajo, perejil y vinagre), y del conejo el salmorejo, y el de la ternera es el adobo del ajo, y de los capones asados es salsa de pavo, y para todos, las naranjas, y para los lenguados el vinagre y para los lechones su salsa y para las liebres lebrada. Y en fin, cada mantenimiento tiene su forma de guisarse y su condimento. ¿Por qué la bebida no tendrá la misma prerrogativa en tener su preparación?. La cual es coger el agua y colarse y enfriarse por la mejor manera que pudiese ser y ésta es, a mi ver, el enfriarse con nieve".
No hay que olvidar que en la época de que hablamos, la alimentación, la medicina y la astrología iban de la mano. Rodrigo Zamorano, el riosecano autor de un famoso libro titulado Cronología y reportorio de la razón de los tiempos comparaba el cuerpo humano con una ciudad bien ordenada “donde la virtud o natura es el rey, la enfermedad un tirano que contra él se levanta y la crisis es la contienda y batalla que entre los dos pasa”. No dejaba de insistir Zamorano en la necesidad de que ese cuerpo, además de alimentarse sobria y correctamente, conociese qué planetas tenían ascendencia sobre él y podían mandarle sus influencias.
Otro astrónomo, Jerónimo Cortés, cuyo lunario se publicó en innumerables ediciones desde el siglo XVI al XX, trata los llamados días judiciales como peligrosos para el cuerpo humano y su funcionamiento. Los denomina “caniculares” y escribe que “la común opinión de los astrólogos y médicos expertos es que los días caniculares duran por espacio de cuarenta días, que es lo que se detiene el sol desde que nace con la canícula hasta que acaba de pasar toda la imagen del signo del león. Este espacio de tiempo y días caniculares son tan fuertes y perniciosos que Hipócrates vino a decir y aconsejar a los médicos no diesen medicina alguna a los enfermos en dicho tiempo”. En efecto, Hipócrates, en el libro de la epidemia, desaconsejaba los cauterios y las incisiones en los miembros y pedía que se guardaran esas mismas reglas en los dos solsticios y equinocios, añadiendo que eran de tanta importancia estas consideraciones astronómicas para la medicina, que no debía de haber médico que no fuese un poco astrólogo.
Dichas alteraciones estaban perfectamente previstas y descritas por los sabios gracias a la observación e interpretación de la máquina del mundo, idea representada por una serie de 11 círculos concéntricos en cuyo interior estaba la tierra, a partir de la cual once cielos o atmósferas contenían sucesivamente a la luna, mercurio, venus, el sol, marte, júpiter, saturno, el firmamento, el cielo cristalino, el primer móvil y el cielo empíreo. A partir del octavo cielo, es decir del firmamento, todavía visible a los mortales, se producían numerosos efectos que tenían su influencia sobre la tierra según la posición de las estrellas y los planetas.
La sangría, por ejemplo, uno de los remedios más usados durante siglos para aliviar numerosas dolencias junto con las purgas, no se podía aplicar en determinadas circunstancias. Tolomeo lo veía peligroso e incluso temerario si la luna estaba con el signo predominante. Avicena creía necesario observar cuatro circunstancias: el tiempo, la edad, la costumbre y la naturaleza del paciente. Asimismo distinguía dos tipos de horas para su aplicación, a las que llamaba hora de elección y hora de necesidad. La primera, debía de ser una hora caliente, es decir después de haber salido el sol o después de la digestión y expelidas las superfluidades. La segunda venía motivada por una enfermedad urgente, como fiebre aguda, esquinencia, frenesí o apoplejía, que no admitían prórrogas ni consideraciones astronómicas.
Hablé antes del doctor Luis de Ávila, médico del emperador Carlos, quien dedicó un trabajo a Francisco de los Cobos, secretario del rey, para que éste tuviese la fuerza moral de aconsejar al monarca borgoñón que no se lo tragara todo y cuidara más su alimentación y la deglución de la comida. Al llegar a España, Carlos V tuvo que soportar que le quisiesen cambiar los gustos, particularmente aquellos relacionados con la buena mesa que él había heredado junto con su ducado, pero el prognatismo y las ansiedades acabaron dando muy mala vida a quien todo lo podía menos arreglarse la mandíbula, aunque haya quien asegura que estaba orgulloso de ella por considerarla motivo de distinción y herencia preciada. Pues bien, el doctor Ávila en su obra ya mencionada Banquete de nobles caballeros y modo de vivir desde que se levantan hasta que se acuestan, dedicó su sabiduría y experiencia a analizar cualquier tipo de alimento -carne, pescado, verduras, frutas, legumbres- que pudiera servirle al ser humano para aplacar el hambre, así como las hierbas y especias con que podía condimentar esos alimentos para disfrutar de ellos. Como médico y como consejero trata de inculcar en sus lectores -aunque parece que se está dirigiendo al emperador Carlos cuando describe las dolencias y su curación- la necesidad de seguir un modelo de vida sensato y saludable, con ejercicios diarios, alimentación moderada y variada, horarios de comidas más convenientes y orden de los platos. Dedica incluso un capítulo al "sueño de mediodía" o siesta, recomendando no hacerla "porque dello se sigue mucho daño, así como gota, catarro, dolor de cabeza y otras muchas enfermedades, y si se hubiere de dormir -por la costumbre o por otra cosa- sea media hora después de comer, floja la cinta y los zapatos quitados, y cubiertos los pies y la cabeza alta, y dormir poco y en lugar oscuro"...
Al peligro que ya advertía Laguna de que un idiota cambiara las cantidades de una receta convirtiendo un presunto remedio en un seguro veneno, venía a añadirse en el caso del doctor Ávila el hecho de que quien había compuesto las letras para imprimir el libro era un alemán que no tenía ni idea de la lengua española ni de la latina en que estaban algunas de las partes de la obra, de modo que en la fe de erratas el buen galeno se desespera y termina diciendo que deja muchas otras cosas de poner porque "no mudan sustancia", o sea que en definitiva, aunque estén mal escritas, no son nocivas ni mortíferas.
No sabemos si el rey leyó el tratado de su médico o si se dejó aconsejar de su secretario a la hora de comer. Conocemos la opinión que tenía acerca de la afición a la mesa del ser más poderoso de la tierra el embajador veneciano Federico Badoaro, quien comenta en una de sus cartas una anécdota que dicen le sucedió a Carlos V con su cocinero: "Por lo que se refiere a la comida, el Emperador siempre ha cometido excesos. Hasta su marcha a España tenía la costumbre de tomar por la mañana, apenas se despertaba, una escudilla de pisto de capón con leche, azúcar y especias. A mediodía, comía una gran variedad de manjares: merendaba por la tarde y cenaba a primera hora de la noche, devorando en estas diversas comidas todo género de alimentos. En una ocasión en la que no se hallaba satisfecho con los manjares que le habían preparado, se quejó a su mayordomo Montfalconet, quien le respondió: -No sé lo que podría hacer para agradar a su Majestad, a menos que ensaye un nuevo manjar compuesto de potaje de relojes-. Esta respuesta provocó la hilaridad del monarca, porque de todos es sabido que nada deleita tanto a S.M. como detenerse ante los relojes”.
La complexión, el tipo de vida y los sinsabores del reinado, el abuso de determinados alimentos y probablemente la herencia, terminarían imponiéndose al sentido común y a las buenas prácticas, de modo que los últimos años de su vida le convirtieron en un pobre enfermo confinado en el monasterio de Yuste y entretenido en pescar en el estanque o mirar los relojes y autómatas de su colección. Allí en Yuste mandó redactar un codicilo que se añadió a su testamento en el que decía: "Ordeno y mando que, en caso de que mi enterramiento haya de ser en este dicho monasterio, se haga mi sepultura en medio del altar mayor desta dicha iglesia y monasterio en esta manera: que la mitad de mi cuerpo hasta los pechos esté debajo del dicho altar y la otra mitad, de los pechos a la cabeza, salga fuera dél, de manera que cualquier sacerdote que dijere misa ponga los pies sobre mis pechos y cabeza...Así mismo es mi voluntad que el trigo, cebada, carneros, vino y otras cosas de comer que al tiempo de mi muerte se hallaren en la despensa y fuera de ella se den luego a este dicho monasterio de que yo le hago limosna, porque tengan los frailes dél más cuidado de rogar a Dios por mi ánima. Y así mismo, la botica con las medicinas, drogas y vasos que en ella se hallaren..."
Tenía Borgoña muy adentro y no dejaba de pensar en comida o en bebida ni a la hora de redactar las últimas voluntades.
Julio Alemparte, en sus Andanzas por la vieja España da algunas de las claves de la retirada del emperador a Yuste: el cansancio de las guerras, la crisis consiguiente y el permanente fastidio de la gota. Escribe Alemparte: "España, recién constituida como tal y agrandada con las Indias, vióse repentinamente con su rey y emperador germánico comprometida en multitud de luchas en todas partes. Con los franceses, con el papa, con los turcos de Barbarroja, con los indígenas americanos, con conquistadores rebeldes...Y como las guerras cuestan mucho oro y la pobre Castilla era la pagadora, la miseria se extendió entre sus habitantes. Lo que no lleva Cristo se lo lleva el Fisco, dice un refrán español. Y el propio príncipe Felipe expresaba en carta a su padre: "La gente común, a quien toca pagar los servicios, está reducida a tan extrema calamidad y miseria, que muchos de ellos andan desnudos sin tener con qué se cubrir, y es tan universal el daño, que no sólo se extiende a los vasallos de vuestra majestad: es aún mayor en los de los señores que ni les pueden pagar su renta ni tienen con qué, y las cárceles están llenas y todos se van a perder..."
No es de extrañar que la salud del emperador se deteriorase y terminase mirando con envidia el funcionamiento de los relojes. Recordaré que la expresión “quedarse como un reloj” equivale, en lenguaje coloquial, a quedarse a gusto porque todo marcha perfectamente. Su uso frecuente y su aplicación inequívoca manifiestan a las claras que al ser humano no le molesta que le comparen con una máquina de relojería y que, por el contrario, le encantaría parecerse en precisión a un invento tan puntual y regular. Desde mediados del siglo pasado, sin embargo, hay síntomas de que ese reloj –nuestro reloj, el que marca las horas de nuestra vida- atrasa, adelanta o, lo que parece más preocupante, se ha quedado parado. Algunos filósofos de la comunicación y determinados guías de la cultura han comenzado, como suele suceder en estos casos, a estudiar cuál puede ser la causa de los desajustes. Mientras se ponen de acuerdo –que no lo harán nunca- sobre el origen y las consecuencias, la deconstrucción del reloj cultural ha avanzado sin descanso en el mundo occidental. En esa tarea personal –cada uno somos un reloj distinto y rara vez suele coincidir la dimensión de las ruedas- hay quienes van por delante y ya han desmontado todas las piezas para estudiarlas e intentar ensamblarlas de nuevo. A unos les faltan y a otros les sobran: valores que se pensaban imprescindibles yacen arrumbados e inútiles sobre la mesa mientras que otros, apenas conocidos o identificados antes, se muestran ahora absolutamente necesarios para la supervivencia y para la mejora del ser humano.
Pues bien, esa preocupación por mejorar y aun elevar al individuo cultural, física y económicamente, vino a acrecentar la necesidad de reconocer en el simple acto de comer una importancia trascendental para la vida del individuo. El intento de combinar el mundo artístico y creativo de la cocina con la sensibilidad social y la preocupación por la economía, tendría su cenit en Ángel Muro, periodista y escritor del siglo XIX que escribiría varios libros sobre cómo aprovechar dignamente hasta las sobras. Los siglos XVII y XVIII también tendrán ejemplos de esa preocupación por la salud moral y física. Muchos autores mantienen asimismo durante esos siglos la primera intención de Nola de ayudar a disponer las mesas, añadiendo a los tradicionales consejos para servir y presentar los alimentos, algunas recetas para contribuir a la economía doméstica. Frente al ascético dicho, que en España tuvo tanta importancia hasta nuestros días, “no hay que vivir para comer sino comer para vivir”, las recetas -bien sean las caseras bien las especializadas- se han ido imponiendo con aromas de consciente delicadeza que permiten disfrutar con lo exquisito y compartirlo con los demás en un rito secular cuya finalidad última es que siente bien.