Joaquín Díaz

LA VIDA EN MINIATURA


LA VIDA EN MINIATURA

El Norte de Castilla - La Partitura

15-01-2011



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El miniaturismo es el arte de reproducir objetos reales en tamaño reducido. Hasta nuestros días ha llegado esta actividad en forma de profesión o de afición y son numerosísimos los apartados y especializaciones que abarca. Aunque su historia haya estado ligada aparentemente al mundo infantil y del juguete –casas de muñecas, cocinitas, soldaditos de plomo, automóviles, trenes, etc.– hay excepciones que pueden demostrar esencialmente que en la invención y producción de la miniatura hay un deseo de perfección del ser humano que tiene poco que ver con la infancia. Deseo de evolución, también diría yo, ya que en el propio lenguaje demostramos a diario nuestra tendencia a convertir en diminuto aquello que, por razones estéticas, éticas o de otro tipo, nos parece desmesurado o desmedido y por tanto imperfecto o memorable.

No hace falta darse una vuelta por un mercadillo para comprobar que una braguita da mejor imagen que una braga y mucho mejor que unas bragas, sin tener que llegar al exceso de que éstas sean de esparto. Hace tiempo que los hombres nos adelantamos en eso y llamamos calzoncillos a la prenda que nos ponemos bajo el pantalón, sobre todo si recoge, administra y magnifica el paquete. Tampoco es necesario ser un lince para deducir que si usamos la palabra “anillo” no nos estamos refiriendo a un salvohonor estrecho o apretado sino simplemente a aquella sortija que, redonda también y con un agujero en medio, se suelen entregar dos personas para sellar una alianza, por ejemplo. Si repetimos mucho una frase pueden acusarnos de usar una muletilla sin que por ello tengamos que ser toreros o estar lisiados. Una casita de muñecas no es un adosado porque le falta la hipoteca y una caseta de feria no es una casa, porque le falta la fachada y por más gente que haya dentro y fuera siempre se impone el frío de estar asentada en tierra ajena. Cuando nos damos un piquito manifestamos el cariño o el amor de forma tan natural como las aves, aunque luego nos falle la brújula y no podamos usar nuestros labios como magnetómetro. Si vemos lentejuelas en el suelo es fácil que se deba a los excesos de una fiesta más que a una plantación de “lens culinaris”… Para qué seguir. Los diminutivos nos ayudan a crear imágenes que enriquecen el lenguaje coloquial y lo refuerzan.



Pero no era ahí a donde quería yo llegar sino al abuso enfadoso de diminutivos que llena últimamente nuestra vida y en particular nuestro buche, pues es precisamente a la hora de comer cuando oimos dar los mordiscos más feroces al idioma para reducir a añicos algunos de sus términos. Chopitos, merlucitas, pulpitos, pollitos de corral, alitas, riñoncitos, pimientitos, aderezados con cebollita o con ajito, con almendritas o con pepinillos, acompañan a los diminutivos ya aceptados que han convertido las mollas en mollejas, las chuletas en chuletillas, los menudos en menudillos y las natas en natillas. Da la sensación de que, dicho así, la comida es más exquisita, nos va a sentar mejor y nos va a costar menos, pero ninguno de los tres supuestos suele cumplirse. Ya he dicho que las miniaturas parecen sentarle bien a la primera edad y por eso nuestra infancia estuvo sembrada de Bertoldinos, de cerditos, de cabecitas de ajo, de Pulgarcitos, de casitas encantadas, de enanitos (que también hay que tener ganas de reducir), de Caperucitas, de gallinitas, de burritos, de conejitos y de habichuelas, pero seguir usando ahora sufijos para minimizar la vida se me antoja, además de artificial, cursi, como ya lo eran los ridículos eufemismos de la minina, la pirulita o la cosita. Y sin embargo seguimos todavía pidiendo “un poquito” de tiempo –como si las horas de los relojes deseados fuesen distintas y durasen más porque se atascan sus manecillas–, un pellizquito de sal por favor –como si el camarero nos fuese a traer la pizca entre los dedos en vez de en el salero, como debe ser–, una manita cuando estamos atascados y no sabemos salir de un atolladero, un “pelín” más de suerte al jugar a la lotería para, si sale agraciado nuestro boleto, irnos a vivir a un pueblecito, que parece ser más cómodo y tranquilo que una ciudad… Mentirijillas de trufaldín. Un duendecillo se encarga de trastocar la diminución y dejarlo todo patas arriba.



Como buen alumno del Arcipreste no quisiera extenderme en ejemplos, pues está claro que a menos bulto más claridad y que lo bueno si breve dos veces bueno:



Quiero vos abreviar la predicaçion

que siempre me pague de pequenno sermon

e de duenna pequenna e de breve rason

ca poco e bien dicho afincase el corazon…



Lo concreto, lo conciso, lo breve, lo pequeño, servían en los tiempos del románico y de la clerecía para dar ejemplo. Como lectores, qué bien nos sonaban los diminutivos cuando los escribía el de Hita… Y qué decir de la época áurea: cuando Cervantes o Lope venían a lo minúsculo nos parecía estar soñando con una mozuela en aquellos idílicos pradecillos mientras escuchábamos el plácido y distante rumor de los arroyuelos… Qué cosas. ¿Será que ellos usaban correctamente los afijos y entreveraban magistralmente las menudencias? ¿Será, como decía Giambattista Vico, que las cosas sublimes se explican mejor con las pequeñas expresiones que nos legaron los poetas? Freud trató de convencernos de que los niños aspiraban a ser grandes y los grandes soñaban con la infancia. Feynman, el Nobel de física en 1965, se sacó de la manga la nanociencia y soltó impunemente en el salón de actos del Instituto Caltech aquello de “En el fondo hay mucho sitio”, con lo cual no sabemos si estaba invitando a los que llegaban tarde a que se sentaran en las butacas de atrás o estaba retando a sus propios alumnos a que le adivinasen, como Edipo a la Esfinge, cuál era ese animal que primero caminaba con cuatro, luego con dos y finalmente con tres (nanopatas).



Nuestros antepasados sacaron del peso la peseta, lo cual venía a demostrar que los sonoros doblones y los reales de vellón, tan aumentativos y tan consistentes ellos, venían a contraerse y menguar como nuestro imperio. Y las pocas perrillas que nosotros hicimos trabajando se convirtieron en una filfa: o sea en el resultado natural de la reducción de un capital por el tiempo y las circunstancias. Dinerito, ay, que creíamos nuestro y que, al igual que las palabras, se ha consumido como la cabeza de un explorador entre los jíbaros.