Joaquín Díaz

LUPUS IN FABULA


LUPUS IN FABULA

El Norte de Castilla - La Partitura

05-02-2011



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La casualidad no existe. Tendemos a considerar un hecho como casual porque probablemente nos resultaría muy molesto tener que analizar todas las circunstancias que en la vida se cruzan, se enredan y se enmarañan hasta llevarnos a ese punto en el que vamos a coincidir con aquello que nos parece fortuito. Creo, sin embargo, que la casualidad es la excusa perfecta de que nos servimos los humanos para justificar la ignorancia o el misterio. ¿Es casualidad que la Virgen se aparezca siempre a los pastores? Pues no. Evidentemente los pastores siempre están ahí, en el monte, en el campo, cerca de esa oquedad donde luego dicen las leyendas que los antiguos cristianos dejaron una imagen para ponerla a salvo de los moros, o pastoreando precisamente en ese promontorio sospechoso donde ya los romanos edificaron un templo a Venus. ¿Y por qué Mefistófeles se le aparece al Doctor Fausto? Pues porque el sabio siempre anda rodeado de redomas y manejando sustancias mágicas para recuperar la juventud, que –¡oh casualidad!– es lo único que no está al alcance de su sabiduría.

Los ingleses dicen “talking of the devil and their horns appear” (o sea, hablando del diablo vemos aparecer sus cuernos) ¿Podríamos decir que es accidente que se presente el lobo cuando estamos hablando de él? Terencio, el dramaturgo romano, se refirió a esa misma o parecida circunstancia en su obra Adelphoe, cuando hace exclamar al esclavo Siro: “Lupus in fabula”, expresión que se ha traducido habitualmente como “hablando del ruin de Roma, por la puerta asoma”. Yo no llamaría casualidad al hecho de haber recibido hace días una carta de un amigo francés, cuando ya había iniciado la redacción de este artículo, pidiéndome datos sobre ese “rey de Roma” dichoso, que siempre se asoma por la puerta cuando estamos hablando de él. Gonzalo de Correas, aquel humanista a quien todos deberíamos estar agradecidos por su Vocabulario de refranes y frases proverbiales, recogió una paremia en la que se decía “En nombrando al ruin de Roma, luego asoma”…locución que, por cierto, vendría aquí como anillo al dedo si se nos ocurriera comparar su Ortografia kastellana nueva i perfeta (1630) con las normas que ahora se siguen para escribir mensajes en los teléfonos móviles.



Pero volviendo al tema planteado por mi amigo el hispanista francés, su duda se centraba en un cuento de Leopoldo Alas “Clarín” –El número uno–, donde el escritor aludía a su protagonista, llamado nada menos que Primitivo Protocolo, diciendo que en la escuela era “rey de Roma” por las medallas y diplomas que se llevaba. Seguramente al leer este fragmento se le vino a mi amigo a la memoria el título de “rey de Roma” que se adjudicó al malhadado hijo de Napoleón I, o sea Napoleón II, quien disfrutó de un imperio tan efímero y débil como su propia salud ya que murió tuberculoso, eso sí, no sin antes haber dejado embarazada a su prima Sofía de Baviera (casada con Francisco Carlos de Austria) quien daría a luz nada menos que a Maximiliano I de México. ¿Hablamos de casualidades otra vez? A este Napoleón II se le vino a llamar rey de Roma por voluntad de su padre, siguiendo la costumbre del Sacro Imperio Romano Germánico de denominar así a los emperadores que habían sido nombrados pero no habían sido coronados por el Papa. No estoy seguro de que la expresión del refrán que conocemos y usamos se refiera a este “rey de Roma”, del mismo modo que tampoco creo que “ruin de Roma” (expresión que parece más antigua pues ya la recoge Correas) tuviese que ver con el lobo o el diablo. Pero Marcos Márquez de Medina recoge en su obra Arte explicado y gramático perfecto (siglo XVIII) el refrán “En mentando al ruin de Roma, luego asoma”, y explica: “Quando un lobo se aparece de repente, quita entonces el habla al que le mira: así nosotros, estando hablando de alguno, callamos y dexamos aquella conversación quando el tal se llega ácia nosotros; y hace por entonces el mismo efecto que el lobo”. Algunos investigadores pensaron que esto de dejar mudas a las personas podía muy bien achacarse al diablo (no sabemos si por el susto mismo o por el azufre), así que echaron mano de antiguas creencias para identificar al demonio con el lobo y matar dos pájaros de un tiro explicando que el “Lupus in fabula” de Terencio se podría traducir por “Habla del diablo y enseñará el rabo”, siendo ese diablo para determinados eruditos (¡qué casualidad!) nada menos que Urbano VI, el que se las tuvo tiesas con Clemente VII. O sea, a todos los efectos, el “ruin” para los seguidores del de Avignon.



Echaré mi cuarto a espadas: la frase “Lupus in fabula”, tal y como la pronuncia el esclavo de Ésquino en Adelphoe (“Los hermanos”) significa: “Ojo, que viene”, refiriéndose a la entrada en escena de Démea, padre de Ésquino. Y ese “ojo, que viene” quiere decir, en la época de Publio Terencio como en la nuestra, que hay tanta casualidad en el hecho de que aparezca alguien como en que estemos hablando de él. Los lobos encajan muy bien en los relatos y éstos parece que están hechos para los lobos, que se sienten tan a gusto en ellos como en el monte. Algo de lo que bien podríamos aprender nosotros, los humanos, que mostramos por naturaleza un recelo hacia el entorno que nos rodea, sobre todo si no somos capaces de controlarlo o dominarlo. El pánico a los animales salvajes que pueden causarnos daño está perpetuado en el cuento de Caperucita, por ejemplo: sólo el leñador, es decir el dominador del bosque, capaz de sortear sus trampas y de aprovecharse de sus recursos, es quien finalmente puede romper el maleficio y matar al lobo, que se ha comido a la niña (por ignorante o inocente ante el peligro) y a la abuela (demasiado vieja para defenderse del ataque). ¿Es casualidad que Caperucita estuviese en el bosque? Ni hablar, ya sabemos que su madre la había mandado de recadera porque su abuela vivía en otro pueblo. Además Perrault, que fue quien más mano metió en los cuentos para usarlos en beneficio de sus teorías, compara al lobo en su moraleja final con esos caballeretes desvergonzados que se acercan a las caperucitas y les prometen el oro y el moro para luego dejarlas a la primera ocasión que se les presente. Desde Calila y Dimna, aquellos dos “lobos cervales” hermanos que narraban sus propias historias, los relatos han sido el mejor y más entretenido medio que han tenido nuestros progenitores para enseñarnos a no ser tontos de vocación y a que los animales sean nuestros mejores maestros. ¿Tendremos que decir otra vez que no es por casualidad?