Joaquín Díaz

ACADÉMICO CAFETAL


ACADÉMICO CAFETAL

El Norte de Castilla - La Partitura

26-02-2011



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¿Somos los espectadores del siglo XXI unos privilegiados? Por muchas razones yo diría que sí: no sólo porque tenemos la posibilidad de contemplar una inmensa variedad de espectáculos a cuál más entretenido sino porque podemos hacerlo repantingados en una butaca tan cómoda como la de nuestra casa. Sabemos que no siempre fue así y, en algunos casos, hasta hemos sido testigos de ello o sufridores de primera línea. Cualquier persona de más de 50 años recordará a poco que revuelva en su memoria cómo se las gastaban los asientos de los cines y los teatros de la posguerra, duros e inhóspitos, a los que sólo salvaba de ser comparados con el “duro banco de la galera turquesca” gongorino, la ilusión redentora con que íbamos a alienarnos un poco de la realidad.


Me imagino que la historia se repite y que casi el mismo efecto –alienador o narcotizante- perseguían quienes acudían a ver las comedias y se consideraban por un rato “propietarios” de sueños y esperanzas de tramoya. Porque esa era la cuestión: ignorados en la política, oprimidos en la economía y menospreciados o maltratados en el hogar, quienes sacaban una entrada –que no siempre eran todos los que entraban- se sentían con pleno derecho a opinar y juzgar sobre lo que veían y a descargar sus malos humores sobre los pobres comediantes.

El vaso de la paciencia se colmaba si además venía el “apretador” –oficio absolutamente necesario en los patios de comedias y en las “cazuelas” de antaño, que consistía en acomodar a más gente de la que cabía por el método de empujar a mansalva- y te desplazaba medio metro de donde te había colocado antes, con tal de meter a un par de señoras más en el banco. Todo ello, naturalmente, durante el tiempo de función. Es decir a costa de la concentración o del esfuerzo de los artistas o actores que tenían que soportar las altas voces de los que se quejaban, los gritos de los que aseguraban por sus muertos haber pagado al entrar y en verdad no lo habían hecho, y la intranquilidad de los “mosqueteros” por todo aquel desaguisado, pues aprovechando que ya estaban de pie se servían del caos general para pegar cuatro voces porque sí. El siglo XIX trajo un cierto orden a esa confusión y bajó los humos y el grado de ebullición de las cazuelas, que añadieron, por orden de la autoridad, un poco de alineación a la alienación comentada. Es verdad que se mantenían los vicios de mear en cualquier rincón, de acuchillar los paños de los respaldos para llevarse la estopa o de ir a las funciones con niños de pecho que daban más murga que una comparsa de carnaval, pero también es cierto que se seguían observando virtuosas costumbres como las de la caridad con el necesitado y la solidaridad gremial, lo cual equivalía a dedicar algunas representaciones a beneficio de damnificados por catástrofes o por desgracias naturales. Y ¿qué desgracia mayor y más natural que la de no poder cobrar los actores y artistas después de haber puesto el alma en el desempeño de su oficio? Los teatros y coliseos españoles de los siglos XVIII y XIX son testigos de la dureza de la profesión artística. En particular de la profesión de músico, que no sólo debía aguantar a pie firme algunas gracias de los niños como la de tirarle chinitas a la cara cuando –indefenso intérprete de banda– ejecutaba alguna pieza al aire libre, sino que, incluso dentro de los teatros, tenía que soportar “chanzonetas” de mal gusto desde el “paraíso” donde no reinaba precisamente una inocencia adánica y desde donde se “premiaba” así la dedicación y esfuerzo del artista. Ni los bandos de las alcaldías intentando regular el comportamiento de los asistentes a los teatros, ni el sentido común sirvieron para paliar los resultados de una secular falta de civismo. La educación ciudadana no se adquiría ni en las escuelas ni en las casas y eso provocó que los cafés –concurridos y muchas veces cercanos a los teatros– sirvieran de antesala, de “obertura” para la iniciación popular en el mundo de la música, creando primero aficionados ocasionales y después fervorosos melómanos. Durante el siglo XIX muchos cafés de Valladolid tomaron a su cargo la tarea de difundir repertorios clásicos o poner al día a la población en las últimas novedades que se estrenaran en Madrid o París. Cafés como el “Español”, el Café Davó –primero llamado así por el apellido de su propietario, pero luego apodado “El Comercio” por los negocios que allí se hacían–, el Café “Moka” o el Café de Calderón, rivalizaron en ofrecer a sus clientes los últimos modelos de pianos o armonios, ante los que se sentaban afamados artistas locales o de la capital de España, pero también conciertos y agrupaciones que hacían música “mejor que en los propios teatros”, según decía un gacetillero de la época.


Ya en el siglo XX el Gran Café Royalty, situado en la esquina de las calles de Santiago y Claudio Moyano, tomó el relevo en ese encomiable afán por musicalizar la ciudad, contribuyendo al tiempo a hacer más agradable la estancia en el local y evitando ruidos innecesarios. De hecho se prohibía el juego de dominó –durante el siglo anterior también se había seguido la misma tónica en el Café de Calderón- para evitar el golpe triunfal y agresivo de la ficha contra el mármol de la mesa. A comienzos de la década de los años 30, el Café Royalty inauguró unas “temporadas de grandes conciertos” que trajeron de Madrid a varios conjuntos importantes, entre ellos la Orquesta Corvino, integrada por músicos de la Sinfónica de Madrid como Abelardo Corvino (violín 1º), Augusto Repullés (violín 2º), Enrique Alcoba (viola), Roberto Coll (violoncello) y Federico Quevedo (piano), quienes tocaban para el público los llamados “días de moda”, que eran lunes, miércoles y viernes. La empresa propietaria, dirigiéndose a una “parroquia” ocasional que desconociera los usos del Royalty, advertía: “Interpretando el deseo de nuestra distinguida clientela, la dirección y los artistas rogamos que durante la ejecución de las obras musicales se abstenga de hacer ruido alguno guardando el mayor silencio posible”. Para ello, y recordando el conocido refrán de “mejor prevenir que curar”, llevaba a los impenitentes jugones a los reservados correspondientes y se abstenía de sacar cualquier tipo de juego mientras durara la actuación. Dicha actuación incluía todos los días 3 magnos conciertos 3: de dos y media a cuatro, populares y a elección; de seis a ocho y media, clásicos aristocráticos, dedicados a las señoras y a los aficionados a la buena música; por último, de diez a doce de la noche el concierto de gran moda. Como regalo especial, los domingos y días festivos, a las doce, la orquesta Corvino ejecutaba un formidable programa a elección del público. El repertorio abarcaba Oberturas de Rossini, Wagner, Beethoven, Mendelsohn, Mozart o Saint-Saens, obras de Brahms, Listz, Tchaikovsky, Czibulka, Bach o Haëndel pero también composiciones de músicos españoles como Granados, Bretón, Serrano o Montes (la famosa “Negra sombra”) y zarzuelas, óperas, operetas, valses y marchas. ¿Alguien da más por menos precio? Si a todo eso añadimos que Royalty ofrecía cenas especiales a las salidas de los “otros teatros”, que estaba dotado de modernas cámaras frigoríficas “para la esterilización de todos los servicios ad-hoc”, que daba picatostes y churros calientes junto a la más refinada pastelería y repostería elaborada en sus propios hornos y que sus “thés”, chocolates y cafés no tenían parangón por estar hechos en la famosísima máquina americana “Omega”, nos explicaremos perfectamente el éxito arrollador que tuvo este establecimiento –no sabemos si denominarlo academia de música o plácido cafetal- durante varias décadas en Valladolid.