Joaquín Díaz

LA SUERTE


LA SUERTE

El Norte de Castilla - La Partitura

16-07-2011



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Hace poco tiempo el Colegio de Médicos me invitó a dar una conferencia con motivo del día de su patrona, la Virgen del Perpetuo Socorro. Me pareció adecuado, por la ocasión y por el auditorio, hablar de los santos sanadores porque es un tema que, pese a su antigüedad, sigue estando siempre de actualidad pues el mundo de las creencias es intemporal. Conocemos por la tradición la labor benefactora de esos santos valedores (14 se veneraban en la Edad Media) y sabemos que Santa Apolonia defendía contra el dolor de dientes y muelas, Santa Lucía contra las afecciones oculares, Santa Águeda contra las enfermedades del pecho, Santa Casilda contra las afecciones relacionadas con el flujo sanguíneo, San Lázaro contra la lepra, San Roque contra la peste…



La lista es impresionante.

Se llegó en alguna ocasión, como en el caso de un santo apócrifo llamado San Caralampio, a inventar una intervención milagrosísima cuando ya se habían dado por insuficientes los oficios del mismísimo San Roque, el habitual protector. Y es que en una peste que tuvo lugar en el sureste español a comienzos del siglo XIX, la intervención de San Caralampio fue tan convincente que sus devotos aumentaron en cantidad y las oraciones para encomendarse a él se vendieron en pliegos aquí y allá, propiciando una veneración singularísima que se extendió a América. El nombre de San Caralampio -procedente probablemente de San Aralambo, mártir de Magnesia al que la iglesia oriental veneraba como protector contra el cólera y el tifus- quedó también como abogado contra la peste, las brujas y toda clase de maleficios, con lo que la relación de enfermedades de las que quedaba uno protegido por su intercesión venía a ser interminable.



He visto en muchas ocasiones alguno de esos papeles llevados de pueblo en pueblo por los ciegos y reforzado en su eficacia con la famosa oración de San Benito contra las brujas que se imprimía en el reverso de la hoja. En algún caso, sin embargo, el curandero que lo despachaba no dudaba en limitar la duración de los efectos con un escrito de su puño y letra sobre la imagen que decía “Vale por un mes”, marcando claramente una fecha de caducidad y animando al cliente a volver a por otro papel cuando se extinguiera supuestamente la eficacia del anterior.



La prevención de males, particularmente para los niños, por medio de esas dóminas o nóminas que contenían escritos es una costumbre tan antigua como la propia historia del papel. Los primeros concilios advierten acerca de la inutilidad de colgar oraciones del cuello de los recién nacidos, metidas en pequeños escapularios. Pues pese a ello, la costumbre no ha perdido vigencia, y sigue siendo habitual hoy día, entre las familias que van a tener un nuevo miembro, encargar a algunos conventos que todavía lo fabrican, detentes conteniendo los cuatro evangelios, la regla de San Benito o escritos sobre la cruz de Caravaca.



De hecho, algunas devociones a los santos por considerarlos reconocidos sanadores cuya intervención en casos apurados habría sido contrastada, no estaría lejos de esta superstición. Todavía se pueden hallar aleluyas dedicadas a algunos santos en las que faltan determinadas viñetas por la costumbre de recortarlas para fines curativos. La figura de San Blas, por ejemplo, acababa hecha una bolita que el enfermo de cualquier mal relacionado con la garganta se tenía que tragar para curarse. Las imágenes de otros santos como San Lucas, San Pantaleón o los hermanos Cosme y Damián se solían pegar sobre la cabecera del enfermo o colocarse en la mesilla con la absoluta convicción de que harían su labor de algún modo. Tal confianza venía avalada por los ejemplarios medievales y otros libros del estilo de la Leyenda Dorada, escrita por Santiago de la Vorágine y publicada en 1264 bajo el título Legendi di sancti vulgari storiado.



Precisamente Vorágine publica cuatro milagros famosos que la tradición atribuía a los hermanos médicos Cosme y Damián, entre los cuales mencionaré sólo el más conocido por ser el más representado en la iconografía religiosa:



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“El papa Félix, abuelo cuarto de San Gregorio, construyó en Roma una magnífica iglesia en honor de los santos Cosme y Damián.



Un hombre, encargado de la limpieza y vigilancia de este templo, cayó enfermo de un cáncer que al cabo de cierto tiempo le corroyó totalmente la carne de una de las piernas. Cierta noche, mientras dormía, soñó que acudían a su lecho los santos Cosme y Damián provistos de medicinas y de los instrumentos necesarios para operarle; pero antes de proceder a la operación, uno de ellos preguntó al otro:



-¿Dónde podríamos encontrar carne sana y apta para colocarla en el lugar que va a quedar vacío al quitarle la podrida que rodea los huesos de este hombre?




El otro le contestó:



-Hoy mismo han enterrado a un moro en el cementerio de San Pedro ad Vincula; ve allí, extrae de una de las piernas del muerto la que haga falta y con ella supliremos la carroña que tenemos que traerle a este enfermo…



Uno de los santos se fue al cementerio, pero, en vez de cortar al muerto la carne que pudiera necesitar, cortóle una de sus piernas y regresó con ella; amputó luego al enfermo la pierna que tenía dañada, colocó en su lugar la del moro, aplicó después un ungüento al sitio en que hizo el injerto, y seguidamente los dos santos se fueron al cementerio con la pierna que habían amputado al sacristán y la dejaron en la sepultura del moro.



Cuando el sacristán despertó, quedó extrañado al no sentir los dolores que habitualmente le aquejaban; palpóse la pierna que solía dolerle y, como al palparla no notara molestia alguna, encendió una candela y a la luz de ella advirtió que la pierna estaba completamente sana. Su asombro fue tan grande que llegó a sospechar que estaba soñando o que no era él en persona el que se hallaba acostado en aquel lecho…



Loco de alegría saltó de la cama, despertó a sus familiares, les refirió lo que aquella noche había soñado y les mostró cómo lo que él creía un sueño había sido una realidad pues estaba completamente sano.



Hecho público el suceso, algunas personas acudieron al cementerio, abrieron la tumba del moro y comprobaron que al cadáver le faltaba una de las piernas y que junto al resto de su cuerpo se hallaba la pierna cancerosa que los santos habían amputado al sacristán”.

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Los Ejemplarios medievales, esos libros en los que, además de relatos de este tipo, se ofrecían normas éticas y de comportamiento, eran, por lo general, de dos tipos: los que narraban hechos aparentemente reales con un fin didáctico y ejemplar, y los que hablaban de los milagros de la Virgen sanando a enfermos o resucitando muertos, o de las vidas de santos y sus poderes.



Todavía hay muchas madres y abuelas que recuerdan el antiguo y célebre responsorio de San Antonio (“Si buscas milagros mira / muerte y error desterrados…” atribuido a Fray Julián de Spira) con el que se las apañaban para encontrar las cosas perdidas, incluyendo entre esas “cosas” a algún novio. Si las estadísticas se empeñaban en demostrar que la mayor parte de las veces se recuperaban los objetos extraviados (no tanto los novios, hay que reconocerlo) ¿para qué pedir más explicaciones al destino o a la suerte?



Pues Jerónimo Cortés nos cuenta en su Lunario que hubo una señora en Valencia que, enferma de cáncer, pidió a San Antonio que la curase. Una vez sanada, se enteró de que Dios a veces recompensaba con una gloria más completa a quien sufría una enfermedad, de modo que volvió a pedirle al santo que le devolviese su dolencia, cosa que hizo San Antonio al poco tiempo, pudiendo morir la enferma muy aliviada por haberse cumplido sus ruegos. Ya lo decían los latinos: Nemo sua sorte contentus