Joaquín Díaz

TARASCADAS


TARASCADAS

El Norte de Castilla - La Partitura

19-11-2011



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El éxito de leyendas noveladas en las que algún santo o héroe impone su fuerza o valor a un monstruo representante del mal, nos demuestra con claridad las preferencias de lectores y oyentes durante siglos. “El bien” sometía y derrotaba al espíritu oscuro, al arimán infernal, al animal terrible salido de las entrañas de la tierra, pariente más o menos cercano de Lucifer -paradójicamente el portador de la luz- quien, al desobedecer a Dios, se convertía en el diablo, o sea la antigua serpiente personificada en Satanás. Estas historias -no es necesario que nos engañemos por más tiempo- ni son medievales ni exclusivas de un pueblo crédulo o iletrado: el mal y el bien existieron siempre y siguen existiendo hoy aunque sea más difícil identificarlos sólo por el aspecto externo o por su encarnación humana o animal.

Durante siglos, una de las fiestas más significativas del calendario anual en España fue el Corpus Christi. Y el momento más esperado de la celebración coincidía con la procesión en la que toda la sociedad acompañaba al cuerpo de Cristo, presente en la custodia para su veneración. Uno de los aspectos más cuidados era el de las representaciones, procurándose cada año ofrecer lo mejor y más atractivo para sorpresa y admiración de los espectadores que jalonaban la carrera. Y dentro de esas representaciones, tal vez haya sido la de la Tarasca una de las más populares y admiradas. Su figura, extraña y abigarrada, tenía todos los ingredientes para llamar la atención del público y maravillarlo. No es de extrañar, ya que era el trasunto de un milagro medieval en el que, una vez más a lo largo de la historia, bien y mal se enfrentaban con el resultado esperado. Su popularidad se debió, como en otros muchos casos de la hagiografía y el santoral cristianos, a la imaginación y habilidad descriptiva del dominico Santiago de la Vorágine, quien además de alcanzar la dignidad episcopal tuvo tiempo de escribir historias fantásticas sobre la vida de los santos que superaron el paso del tiempo y llenaron de imágenes el legendario popular. En el caso concreto de la Tarasca, Vorágine partió del relato del dragón domado y vencido -casi siempre atribuido a héroes militarizados como San Miguel o San Jorge-, para adjudicárselo a Santa Marta, la mujer a la que Jesús reprochó en el Nuevo Testamento que se afanase en cosas sin importancia (“Marta, Marta...”). La leyenda que, tras la muerte de Cristo, la supone viajando desde Betania a Marsella, hace más verosímil la historia que sitúa después el obispo Vorágine en la región del Ródano, en la que se habla de un dragón, habitante de un bosque entre Arlés y Avignon, “de cuerpo más grueso que el de un buey y más largo que el de un caballo, mezcla de animal terrestre y de pez, con costados cubiertos de corazas, la boca con dientes cortantes como espadas y afilados como cuernos”. Por si este retrato no pareciera suficientemente espantoso, el texto hace proceder al monstruo de una mezcla horrenda de Leviatán con un onagro. Sorprende que una pintura tan bestial no se corresponda con la xilografía que acompaña el texto de las primeras ediciones de imprenta, de modo que el dragón domesticado por la Santa aparece, eso sí, con los consiguientes atributos de alas, cola, dientes y cuernos, pero poco más grande que un perrito faldero, con lo cual las cuatro lanzas que le atraviesan en la segunda parte del grabado (la que describe el miedo de los lugareños a tener entre ellos al monstruo domesticado por Santa Marta y el consiguiente sacrificio del mismo) parecen excesivas y casi teatrales.



En cualquier caso, el dragón -llamado por los habitantes de la zona Tarascón- totalmente amansado y cabalgado a horcajadas por Santa Marta, quedó como motivo iconográfico perfecto y significativo al que podían recurrir cada año los inventores y fabricantes de monstruos para representar al mal, vencido y sometido por el bien. De ese modo, sobre el Tarascón se situaba siempre a una figura femenina, que fue perdiendo poco a poco sus cualidades iniciales para pasar a ser con el tiempo una personificación que se movía y accionaba durante toda la procesión, constituyendo, junto al domesticado dragón, uno de los atractivos preferidos del público. La atracción se basaba en dos principios, la estética y la sorpresa. La estética tenía mucho que ver con la moda y se reflejaba en los atuendos que llevaban los personajes que iban a lomos del monstruo tanto como en la figura misma de éste. La sorpresa estribaba en lo que salía de las fauces del animal, que podían ser desde cohetes o elementos pirotécnicos que simulasen el fuego arrasador de la boca bestial hasta el brazo de una de las personas que iban en el interior del artificio y que se asomaba rápida y arteramente para arrebatar y engullir los gorros de los rústicos que, entre desprevenidos y abobados, se hallaban contemplando el paso del cortejo.



Ambas cuestiones, moda y sorpresa, siguen encandilando a los públicos de hoy, independientemente de que las monstruosidades nos lleguen por otras vías. Hasta América viajó la Tarasca y aparece tanto en el lenguaje común -los españoles llamaban Tarascos a los Purépechas de Méjico- como en las leyendas de algunos países donde existe un personaje femenino sangriento que da tarascadas -o sea mordiscos- a los hombres con los que se encuentra y cuya sola visión los hace perder el sentido y desmayarse. Desde América, en viaje de ida y vuelta, nos llega ahora otra Tarasca (económica ella, pues la religión del siglo XXI es la economía) que lanza dentelladas a nuestros bolsillos y a nuestras haciendas en forma de monstruo bursátil cuya reacción es tan inesperada como humillante porque termina quitándonos la gorra. De nada vale que Santa Marta acuda en nuestro auxilio porque hay tanto Lehman Brothers, tanta crisis subprime, tantos perifollos cotizables y tantas garambainas monetarias que peligra nuestra cabeza y lo que tengamos encima. Y ya se sabe que a los españoles lo que más nos molesta es que nos quiten la gorra y más aún si es de un papirotazo...Hace tiempo se divulgó por los circuitos habituales de los dichos ocurrentes (ahí donde se toma precisamente el pulso de la sociedad española), un chiste que venía a confirmarlo: Un padre y un hijo van tranquilamente por el bosque y se topan con unos ladrones que, tras insultarlos de palabra y de obra, los dejan en cueros. El niño, que apenas ha entendido nada del incidente, camina cabizbajo de la mano de su padre sin atreverse ni a mirarle ni a decir palabra. De pronto, un impulso le lleva a volverse hacia él y se da cuenta de que lleva la gorra puesta. Entre sorprendido y extrañado, el niño dice: -Papá, si te han dejado la gorra... Momento en que el honor maltrecho y afrentado del padre aprovecha para traducir a palabras todo lo que no se había atrevido a decir a los ladrones:


-¡Pues menudo es tu padre! ¡Como para que le quiten la gorra!