Joaquín Díaz

RECORDANDO A DOÑA BALDOMERA


RECORDANDO A DOÑA BALDOMERA

El Norte de Castilla - La Partitura

23-06-2012



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Quién me iba a decir a mí que a estas alturas de la vida acabaría escribiendo de economía. Bueno, no sé si lo a lo que me voy a referir puede considerarse asunto económico o sería más propio incluirlo entre los “cuentos inmorales”. A propósito del tan traído y llevado “esquema de Ponzi” (un engaño similar al protagonizado recientemente por Bernard Madoff), que trajo de cabeza a la economía norteamericana allá por los años 20 del pasado siglo, han aparecido otros casos de estafas “piramidales” que sucedieron en siglos anteriores. Carlo Ponzi, un italiano emigrado a los Estados Unidos, se inventó –o intentó “mejorar”– un sistema de inversión que en un tiempo mínimo ofreciera un interés altísimo a quienes le confiaran su dinero. En realidad Ponzi utilizaba los capitales que le iban llegando de nuevos y confiados inversores para hacer efectivos los desmesurados beneficios a quienes se los reclamaban en un plazo breve, pero todo el montaje se basaba en la credulidad de los impositores y principalmente en su codicia. Acusado, enjuiciado, encarcelado y vuelto a poner en libertad, Ponzi confesó antes de volver a Italia, que él mismo había sido víctima años antes en Canadá de una estafa similar que le dio la idea para desarrollar ese sistema que todavía hoy lleva su nombre, aunque en España deberíamos denominarlo “la patente de doña Baldomera”. Baldomera Larra era, además de hija del escritor Mariano José de Larra que se suicidó poco después de ella nacer, esposa de un médico de Palacio en tiempos de Amadeo de Saboya que al llegar Alfonso XII al trono se marchó a Cuba.

Como los recursos de un marido en las colonias llegaban por aquellas épocas tarde y mal, Baldomera recurrió a un método que tampoco había inventado ella –un siglo antes el escocés John Law había dejado temblando las arcas francesas tras implicar al propio Luis XV en una estafa de Estado–, pero que hizo despertar la pasión por el dinero fácil en una España en franca decadencia, del mismo modo que las promesas de Law convencieron a todos los habitantes del país vecino de que en Louisiana había oro y plata en vez de pantanos y mosquitos. Con el precedente de haber salvado el tesoro de la corona de la quiebra total –aunque en realidad sólo había creado un banco “malo” para absorber la inmensa deuda del rey– John Law obtuvo el monopolio de explotación de la colonia, a donde envió barcos llenos de pobres reclutados en París que murieron a poco de llegar, a manos de los indios o diezmados por las enfermedades. Sin embargo, lejos de Louisiana y de su cruel realidad, en París crecía la fama y la consideración del escocés que finalmente vino a eclipsarse cuando uno de los inversores –rival y posible beneficiario de su caída– le obligó a entregarle en monedas de plata el valor de lo que, hasta ese momento, sólo habían sido papeles en forma de acción.



Volviendo al caso español, La Ilustración Española y Americana publicaba el 22 de noviembre de 1876 –unos días antes de que doña Baldomera se fuese con la mayor parte del dinero de sus impositores– unos comentarios que resultaron ser casi proféticos: “Los imponentes se multiplican, los ingresos superan a las salidas por intereses, y todo marcha perfectamente, pues la cola continúa culebreando en la plaza de la Paja (se refería la Revista a las aglomeraciones de confiados inversores que esperaban para entregar sus ahorros en la oficina de la timadora). Dios haga que esa cola no se convierta algún día en cola de culebra, porque entonces, ¡ay del cuello en donde se enrosque!”.



El cuello, finalmente, fue el del propio Estado español pues las garantías de la llamada “Caja de Imposiciones” de doña Baldomera, dejaron de existir a partir del momento en que huyó a Francia llevándose 8 millones de pesetas de la época que le habían confiado los crédulos inversores. Ninguno de ellos, sin embargo, había desconfiado del “sistema” –pese a que su primera sede había estado en un teatro, con toda la carga de farsa que eso pudiera conllevar–, ni se había alarmado tampoco cuando alguien, al tratar de conocer el secreto de tan fabuloso negocio, había recibido como respuesta: “Es tan sencillo como el huevo de Colón”. Si alguno, más atrevido, perspicaz y desconfiado, demandaba aquellas “garantías” que a ninguno de los impositores parecían interesar en caso de una posible bancarrota, doña Baldomera respondía muy tranquila: “¿Garantía?: El Viaducto” (elevado puente que ya por aquel entonces era el último recurso de los suicidas).



Bueno, tal vez habría que decir que no todo era tranquilidad y que, descubierta la estafa, la procesión iba por dentro, porque regresó doña Baldomera de su refugio dorado alegando que su conciencia no la dejaba vivir fuera de España sabiendo que había defraudado a tantas personas, algunas de las cuales se habían arruinado totalmente. Tal vez estaba detrás, sin ella saberlo, el espíritu de “Fígaro”, su padre, aquel gran fustigador de los vicios humanos que, acaso por prudencia, no había querido llegar a conocer a su propia hija. Los periódicos de la época escribieron, y no poco, de la detención de doña Baldomera, del juicio consiguiente en el que se les condenó –a ella y al administrador– por alzamiento de bienes (el administrador recurrió al Tribunal Supremo y ambos fueron absueltos finalmente). Tampoco fueron escasos otros escritos, canciones y hasta Aleluyas, ridiculizando la situación y satirizando la codicia desmedida. Todavía conservo una de esas Aleluyas, estampada en la litografía de Boronat y vendida en la librería de “El Arca de Noé”, que comenzaba diciendo:






“Se presenta esta señora / para todos protectora”... y se ve a doña Baldomera, reclinada sobre el cuerno de la abundancia del que salen monedas sin cuento. Aunque ha pasado más de un siglo de aquel fraude y algunos de los pareados podrían parecer lejanos, el asunto tiene tanta actualidad que casi todos los versos, aparentemente simplones y de una poética elemental, podrían servir hoy de titulares en cualquier periódico de economía: “Hay muchos revendedores / que cotizan sus valores” o “Por su valor y al contado / toma papel del Estado”. De hecho, la fama de doña Baldomera fue tal en su momento que la propia Aleluya la comparaba con uno de los “inventores” de la publicidad de productos farmacéuticos, el doctor Francisco Garrido Pardo, quien desde su establecimiento de la calle de la Luna, en Madrid, comenzó a realizar ventas masivas de sus específicos gracias a una propaganda sistemática y constante en casi todos los diarios y revistas españolas de su época: “Con la fama que ha adquirido / eclipsó al doctor Garrido”, reza el pareado situado bajo una viñeta en la que se puede ver a doña Baldomera soplando en la trompeta de la Fama.






Hay dos aspectos, sin embargo, que hacen buena a la desgraciada hija de Larra con respecto a la situación actual: doña Baldomera se arrepintió y se entregó, de modo que pudo ser juzgada, y además el humo que vendía, por lo menos se veía. Hoy, ni eso. Como decía el último dibujo de la Aleluya: “Cuando haya conclusión / daremos otra edición”...