Joaquín Díaz

YA NO SE CUAL VA TRAS CUAL


YA NO SE CUAL VA TRAS CUAL

El Norte de Castilla - La Partitura

03-11-2012



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Recuerdo que una de las frases favoritas de mi madre, cuando trataba de poner orden en nuestras confusas vidas infantiles o juveniles, era: "tú haz composición de lugar". No sé lo que pensarían mis hermanos de la admonición ni cómo la asimilarían ellos, pero a mí se me antojaba la frase como un juego, y ese "componer el lugar" como el montaje de uno de aquellos teatritos de cartón de Paluzzie en los que íbamos colocando, una vez "compuesto" y armado, a los actores de la trama situándolos adecuadamente en la escena. Porque entonces, componer y descomponer tenían el sentido que debían tener de arreglar, ordenar y hasta de adobar, que ese era el significado principal de la palabra hasta que la gastronomía se cruzó en nuestras vidas y redujo todo a abrir la boca sin decir absolutamente nada. Respecto al lugar que debíamos componer, aunque se reducía aparentemente al teatrillo de nuestros juegos, tenía mucho más alcance y dimensión. Se trataba de invertir un rato en reflexionar acerca de nuestra posición en la vida. No tanto de elevarnos del entorno cuestionándonos "para qué", sino simplemente "dónde".

Hacer composición de lugar en estos momentos me hace sentirme solidario con tanta gente que, al cabo de sus pocos o muchos años de vida, se ha visto forzada a revisar sus coordenadas, a comprobar si el suelo que estaba pisando se llamaba en realidad como sugería el mapa o si hacía trampa el "global position system" y nos había colocado en cualquier lugar insospechado y desconocido del planeta. Porque lo incómodo de la situación no estriba tanto en ignorar cómo se llama el sitio en el que estás, sino en estar desprevenido para afrontar las situaciones que se derivan de ello: no llevar paraguas si está lloviendo o carecer de la ropa adecuada para aceptar de buen talante el frío o el calor. Por eso parece que nos interesan tanto los datos meteorológicos: nos han acostumbrado a creer que controlamos el tiempo que va a hacer y esa falsa seguridad nos acompaña todo el día, sea en nuestras conversaciones de ascensor sea en nuestro fuero interno. A pesar de todo, creo adivinar en la gente una cierta satisfacción al comprobar que los pronósticos no son más precisos que la misma vida y que las equivocaciones de las mujeres y hombres del tiempo son todavía el eslabón que nos encadena a la única realidad que nos va quedando.



Hay momentos de la historia (y voy a llamar historia al lugar y al tiempo que nos une, no a los cuentos que han escrito sobre eso personas casi siempre interesadas en que los argumentos sean como ellos quieren), hay momentos de la historia, digo, en los que hay que volver a plantearse si el lenguaje que hemos aprendido nos sirve para algo o forma parte de esa trampa desproporcionada y artera del GPS. Si palabras como trabajo o familia tienen todavía el sentido sosegado y dulce que parecían tener en los libros de texto en que aprendimos o si, por el contrario, son términos de aquellos que, señalados en rojo, significaban peligro o demandaban máxima atención. Puede que hayamos llegado al extremo del tablero y convenga regresar al centro del mismo para recordar qué significan las piezas dentro del juego o incluso cómo se llama eso a lo que estamos pretendiendo jugar. Si nuestro vocabulario se reduce pero nuestra imaginación vuela habrá un momento en que las palabras que usamos, aparentemente las mismas, no tengan el mismo significado para todos y reine por doquier la incoherencia. Ahora va a resultar que sí era importante la precisión en el lenguaje, y que tenían razón quienes nos advertían de que el sonido de los vocablos debía ir un poco más allá para no confundirlo con el ruido:



"Las palabras han de ser / del hombre sabio y astuto

de tanto peso y saber / que no dejen de hacer

en quien las oyere, fruto.



No de burla, ni livianas / que será tiempo perdido

porque las palabras vanas / son cáscaras de avellanas

que tienen sólo el sonido..."



Decía el insigne Sebastián de Horozco en su Teatro universal de proverbios en pleno siglo XVI, y yo me vuelvo a preguntar -ya lo hice hace mucho tiempo en estas mismas páginas- si las palabras vanas se refugian en algún cielo o descienden acaso a algún infierno a cuya puerta hay que abandonar toda esperanza transformando también las conversaciones en algo dantesco.

¿Tiene sentido tanto debate soportado a diario, tanta argumentación inútil y tanta energía desaprovechada cuando las palabras han perdido su univocidad y sólo suenan a cascajo de Navidad?

¿No estaremos preocupándonos en exceso por lo superficial y descuidando lo verdaderamente importante?

¿No es hora de que las izquierdas y las derechas dejen de pelearse como verduleras y se den cuenta de quién les ha robado de verdad el repollo?

¿No nos pierde la incoherencia por tener trastocadas las palabras y sus significados?



Vuelvo a Horozco y a su justo juicio cuando escribía:

"Gran causa para robar / es los ladrones saber

que no les ha de faltar / quien les quiera receptar

y sus hurtos esconder.



Más nocivos y peores / son estos que los atapan

Porque no habría robadores / si no hubiese encubridores

Donde se esconden y escapan".



Se puede decir más alto pero no más claro, que ya cocían habas en el siglo XVI lo mismo que ahora y los pícaros deambulaban libremente para desnudarte en cualquier descampado (y por algo atribuyeron a Horozco tanto tiempo la paternidad del Lazarillo). En la era de la seguridad -esa misma seguridad que nos recomendaban nuestros progenitores a la hora de elegir un oficio, tal vez porque ellos no la habían tenido nunca- parece que da lo mismo idioma que germanía y que sirve igual el lenguaje de la gente honrada que la palabra rufianesca, de modo que estamos todos revueltos, buenos y malos, chulos y discretos, canallas y benditos, girando en la rueda de la fortuna y no acabamos de hacernos nuestra composición de lugar porque nunca estamos quietos y nos pierde el ansia de dar una vuelta más. Cuando al fin parece que se para el carrusel y que descendemos del juguete para colocarnos en el lugar que se nos ha asignado en el teatro, nos damos cuenta de que una mano enorme, ajena, indiferente, inmisericorde, nos saca del "lugar", del escenario -ese "escenario" del que parece que se han adueñado los economistas cuando hablan de sus cosas que no son las nuestras-, para colocarnos en el cajón de los trastos.



Y así



"El necio vil y abatido / tiene mayor presunción

viendo el orden pervertido / que al fin es favorecido

y el sabio puesto al rincón.



Así que no dijo mal / el refrán que puesto queda:

sirviendo el verso de sal / ya no sé cuál va tras cuál

porque todo al revés rueda".