Joaquín Díaz

MÚSICA EN EL QUIJOTE


MÚSICA EN EL QUIJOTE

El Norte de Castilla - La Partitura

01-12-2012



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Ha habido varios intentos, y alguno, por cierto, muy bien documentado, de acercamiento al tema de los instrumentos musicales en el Quijote. Cecilio de Roda, Adolfo Salazar, Miguel Querol, Pedro Echevarría Bravo y más recientemente Pepe Rey serían los que, entre todos los investigadores que trabajaron sobre la cuestión, la analizarían con una visión fundamentalmente organológica, dado el oficio de musicólogos que practicaron, si bien hay asuntos que, todavía al día de hoy, siguen siendo opinables y podrían suscitar controversia. Uno de los casos más notables es el de la llamada gaita zamorana, instrumento sobre el que se han lanzado las opiniones más curiosas cuando, desde mi punto de vista, lo más sencillo sería atenerse a la realidad de su propio enunciado: gaita, porque es un instrumento de fuelle con soplete y con puntero en el que va una lengüeta doble, y zamorana porque Zamora fue y sigue siendo, como provincia fundamentalmente rural, una de las que más modelos y variantes ha añadido al instrumento hasta nuestros días. Las piezas de Sanabria, de Aliste, de Sayago continúan siendo instrumentos observados con interés por los estudiosos que ven en sus hechuras (son instrumentos grandes y sólidos) y en las escalas que emiten (de corte modal), una innegable antigüedad, mantenida hasta nuestros días a pesar de la evolución de la música y de sus parámetros.

Pero esto, que podría ser una opinión más, se convierte en dogma cuando leemos en el Tesoro de Covarrubias, publicado cinco años después del Quijote: “Las gaitas zamoranas tienen nombre en España”. Es decir, cuando hay que hablar de gaitas de fuelle, se habla de las de Zamora porque son las más famosas, igual que dos siglos más tarde la fama se la llevarán las gallegas o las asturianas, como se puede deducir leyendo el artículo correspondiente al “Gaitero” de Los españoles pintados por sí mismos. Otra cosa es que el Diccionario de Autoridades traiga una advertencia de que, si bien “regularmente se entiende por gaita el instrumento que se compone de un cuerecillo, a que está asida una flauta con sus orificios”...con “un cañón de largo de una vara el cual se pone encima del hombro y se llama roncón...y por un cañoncito que tiene el cuerecillo en la parte superior” por donde “se le llena de aire”; a pesar de esa advertencia, como digo, el Diccionario añade dos acepciones más bajo la denominación de “gaita” que corresponden a una dulzaina y a una lira mendicorum o zanfona.



Pero si venimos a nuestros días nos encontraremos en la vigésimo segunda edición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua (que es el que tengo a mano) que gaita es, en su primera acepción, un instrumento “musical de viento parecido a una flauta o chirimía de unos 40 cm. de largo”. Curioso. Porque si es una flauta (se supone que de tres agujeros, pues así se sigue llamando todavía entre otros lugares en Salamanca: gaita charra), no es una chirimía, ya que ambos instrumentos tienen distintas fuentes de sonido –en el primer caso un bisel contra el que incide el aire y en el segundo una lengüeta doble–. Y si es de unos 40 centímetros será más bien una dulzaina que una chirimía, ya que ésta, en el mismo diccionario, se dice que tiene 70 cms, es decir, casi el doble de longitud.



Otro caso controvertido es el de los instrumentos llamados por Miguel Querol “lilíes” o “lelilíes” a los que califica como “instrumentos militares”. Nos sorprende que el investigador no tuviese la curiosidad de mirar el Diccionario de la Real Academia donde, al contrario que en el caso de algunos instrumentos, los lelilíes son descritos correctamente como “grita o vocería que hacen los moros cuando entran en combate o celebran sus fiestas y zambras”, esto es, el sonido gutural que lanzan modificando la emisión por medio de la lengua y que es tan parecido al ijujú o ujujú, clásico relinchido o algarabía con que se acaban las rondas y algunos bailes en España. En efecto, si leemos atentamente la mención a esta palabra en el Quijote –en la Segunda parte, capítulo XXXIV–, nos daremos cuenta de que difícilmente podría tener otra interpretación: “Añadióse a toda esta tempestad otra que las aumentó todas, que fue que parecía verdaderamente que a las cuatro partes del bosque se estaban dando a un mismo tiempo cuatro rencuentros o batallas, porque allí sonaba el duro estruendo de espantosa artillería, acullá se disparaban infinitas escopetas, cerca casi sonaban las voces de los combatientes, lejos se reiteraban los lililíes agarenos”.



Otro instrumento cuya terminología parece equívoca es el salterio. Lo mismo puede designar a un instrumento de cuerdas golpeadas estrecho y largo (con cinco o seis cuerdas) que a otro de cuerdas pinzadas (con más de cien); en el primer caso, quien lo tocase estaría de pie y llevaría en su mano derecha una flauta con la que haría el son al rítmico golpeteo, mientras que en el segundo probablemente estaría sentado y tocaría las cuerdas con plectros o acaso con macillos. Me inclino por pensar que Cervantes nos está hablando del primer instrumento porque, volviendo a su coetáneo Covarrubias, su Tesoro nos describe de forma inequívoca lo que, de forma generalizada, se entiende por salterio en esa época: “El instrumento que agora llamamos salterio es un instrumento que tendrá de ancho poco más de un palmo y de largo una vara, hueco por dedentro, y el alto de las costillas de cuatro dedos; tiene muchas cuerdas, todas de alambre y concertadas, de suerte que tocándolas todas juntas con un palillo guarnecido de grana hace un sonido apacible; y su igualdad sirve de bordón para la flauta que el músico de este instrumento tañe con la mano siniestra, y conforme al son que quiere hacer, sigue el compás con el palote; úsase en las aldeas, en las procesiones, en las bodas, en los bailes y danzas”. Es decir, Covarrubias está hablando de un tambor de cuerdas (ése del que el Arcipreste de Hita decía que era “más alto que la mota”) y no de ese otro salterio trapezoidal que tendrá su auge mayor en el siglo XVIII y que jamás se tocó junto con una flauta de tres agujeros.



Tampoco está claro a qué albogues se refiere Cervantes cuando hace decir a don Quijote: “Albogues son unas chapas a modo de candeleros de azófar, que dando una con otra por lo vacío y hueco hace un son, que, si no muy agradable ni armónico, no descontenta y viene bien con la rusticidad de la gaita y del tamborín”. Yo creo que es una definición tan disparatada como muchas otras de las que hace uso Cervantes para certificar la locura de don Quijote, aunque, como diría el refrán “a zurrón tira el nombre”, ya que había un tipo de candelabro de pared que se llamaba albortante, término que puede inducir a error a don Quijote al tratar de describir la forma de los albogues, confundiendo un instrumento de viento con uno de percusión formado con los soportes de los candeleros. Difícil sería tocar con esos soportes que carecían de asa, pero ahí queda la definición para confundir aún más a los exégetas de la obra inmortal.



Acerca de lo que en el Quijote se llama “silbato” también habría algo que aclarar. Silvo o silbo se llamaba en la época al sonido que se hacía con la boca o con algún instrumento utilizando algún dedo o un bisel para que el aire chocara y se dividiera produciendo el son. Cuando Cervantes escribe sobre ese instrumento se refiere, sin embargo, a una pieza concreta: “Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos, y así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces...”. Covarrubias llama a ese instrumento “capa puercas” o “castrapuercas” y dice de él que es un “género de flautilla con cinco o seis silbatos”. Como este instrumento es conocido en la actualidad (todavía se escucha sonar de vez en cuando anunciando la llegada del afilador) y no requiere más explicación sólo añadiré que era instrumento compartido entre amoladores y capadores y que se distinguía perfectamente sin embargo gracias a la melodía que cada oficio tenía como propia y que le diferenciaba ante la clientela común. Los afiladores fueron franceses hasta el siglo XIX, época en la que, por incidencias fáciles de comprender después de la Guerra de la Independencia, los gallegos (y especialmente los orensanos por una hambruna que sufrieron), se dedicaron al antiguo y necesario oficio de amolar cuchillos, navajas y tijeras que antes tuvieron los franceses. También tomaron la profesión de componedores de paraguas y en ocasiones reciclaban material construyéndose el instrumento musical con una serie escalonada de conteras de diferente longitud y sonido.