Joaquín Díaz

MÚSICA DE VIENTO


MÚSICA DE VIENTO

El Norte de Castilla - La Partitura

15-06-2013



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Es curioso que las mejores páginas de la literatura coprológica tradicional se deban a algunos clérigos y frailes que dejaron escritas en papel sus impresiones ”turbias” o que de forma pretendidamente anónima se entretuvieron en dejar pistas en el propio lugar del crimen, o sea en retretes de seminarios, colegios y otros lugares por ellos frecuentados. Esas pistas sin embargo, no lo olvidemos, eran en el fondo expresiones culturales –o sea muestras de la propia mentalidad (considerando ésta como el conjunto de conocimientos adquiridos y desarrollados en una tradición cultural a los que vendrían a añadirse después la propia educación y la experiencia)- y por tanto identificables. Expresiones culturales -circunstanciales, eso sí- que nacían con la pretensión, o al menos la intención, de que el mensaje llegara a otro y mostrara un pensamiento que se había hecho sentencia en prosa o verso, en forma de dibujo o de escritura, pero sin duda expresiones reconocibles que delataban a su autor.

Como expresión escrita, gráfica, y como reflejo de un estado de ánimo, estos letreros –junto a otros realizados por cientos y cientos de usuarios de este tipo de “reservados de uso común”- deben considerarse “grafitos”, pues además de describir o desarrollar una idea se realizan en un lugar y un marco públicos para que otros los contemplen y se establezca una relación intelectual o intercambio de opiniones. En cierto sentido es un “blog” que ha ampliado un poco el espacio de su armario de bitácora. Una vez conocido el ámbito en que se va a desarrollar la “obra”, conviene prepararse y saber cuál va a ser nuestro papel en esas circunstancias:



“Vázquez, Menéndez y Angulo,

los tres al mismo nivel,

aseguran que el papel

es preciso para el culo.

Entra aquí sin disimulo,

mas toma un papel primero;

si eres fino caballero

y decente en el obrar:

lo deberás de llevar

para limpiarte el trasero”,

decía el presbítero José Manuel de Mata en 1846 tras observar las paredes del seminario de Tepoztlán, en México.



Quienes tuvimos la suerte de nacer en épocas en que el reciclaje era algo natural, conocimos el uso final que en España se daba a la prensa escrita, dividida en cuartillas irregularmente rasgadas de tantos por tantos cíceros y colgada de un gancho servicial, cercano al agujero negro en el que algunos –casi siempre castigados de hemorroides pero condenados por una atracción gravitacional- veían entonces las estrellas antes de que Stephen Hawking las redescubriera. Había personas –hombre prevenido vale por dos- que iban siempre pertrechadas con un dobladillo de papel de “El elefante”, casi el único existente antes del elegante tisú actual, porque preferían lo malo conocido que lo bueno por conocer y confiaban más en su memoria que en la del encargado de reponer los papeles del gancho. De los “trompazos” de aquel elefante podrían hablar con dolor millones de ojetes mucho antes de que se descubriese en la India que con las plastas del animal se podía hacer papel. Curioso ciclo que probablemente desconocían quienes pusieron ese nombre a la fábrica de celulosa.



Así pues, y descartado el papel como destinatario de cualquier rúbrica salvo la ya comentada, sólo quedaban las paredes o la puerta del antro por su parte interna para poder expresarse uno mientras se despachaba. No todo el mundo era partidario de usar tal lienzo, en particular los propietarios del recinto o los encargados de su limpieza a quienes se puede atribuir sin duda este grafito de protesta:



“Tú que te las das de artista / y presumes de pinceles

pinta el coño de tu madre /en vez de pintar paredes.”



Para estos censores no estaba justificada la pintada ni siquiera por una prolongada estancia o por una contumaz constipación. Los retretes de las estaciones fueron siempre testigos mudos de la dificultad que presentaba usar los servicios del vagón mientras estaba el tren estacionado –había revisores que se cuidaban de cerrar las puertas a cal y canto, tal vez por seguir aquella norma cinegética de que “no es buen cazador quien se caga en el puesto”- pero también levantaron acta de lo peligroso de prolongar más de lo debido la estancia en la improvisada vicaría:



“A cagar bajé del tren

al parar en Alicante.

Como cagar, cagué bien

pero me jodió bastante,

pues me quedé en el andén.”



Un peligro que se añade –además de la suciedad reinante- al arriscado que se atreve a hacer sus necesidades fuera de casa, pero es que “el cagar no precisa tiempo ni lugar”, es como las narraciones antiguas, que requiere una cierta intemporalidad: “Lu cuntu non metti tempu”, dicen los contadores de historias sicilianos. Nadie tiene derecho a apremiarnos ni nos va a quitar la vez ni va a ocupar nuestro lugar; ya hemos dicho que, antes o después:



“En este mundo traidor / de cagar nadie se escapa:

caga el rico, caga el pobre / cagan la reina y el papa.”



Y si todos en esa función somos iguales no es porque hayamos comido lo mismo sino porque todos apuntamos al mismo fin, que es calcular el ángulo de tiro sin perder de vista el objetivo:



“Dado el cuadrado de pi

y el de la estrella polar

averiguar si es aquí

donde se puede cagar…”

escribía un escolar en el retrete de un colegio, preocupado sin duda por ejercitarse con tino y por resolver el problema con acierto. Todo esto, claro está, por hacer bueno el proverbio de que “el buen cagador no ensucia prendas”. Con ese propósito recomendaba el padre Vinuesa a través de una parábola en sus celebradas “Páginas turbias”, que, aunque el enemigo apretara, mantuviésemos el tipo para que no nos ocurriera como a Don Servando:



“Por entrar Don Servando a la carrera

en inmundo y oscuro cagadero,

metió el pie en el pestífero agujero

Y de mierda manchose la pernera.”

De lo que él deducía la siguiente moraleja:

“Con calma todos los negocios trata;

si te apresuras, meterás la pata.”



En definitiva, una de las pintadas más repetidas aquí y allá en los retretes públicos nos da la pauta, confirmando que, paradójicamente, el blanco es lo negro:



“Cagad alegres

Cagad contentos

Pero hijos míos

Cagad adentro…”



Porque, aunque alguna copla cuartelaria –transcrita luego a grafito indeleble para su consideración- fuera partidaria de cualquier ocupación pareja al acto



“…cuando vayas a cagar

lleva el cigarro encendido

cagarás y mearás

y estarás entretenido…”

sin embargo sesudas voces advierten del peligro de estar en dos sillas y mal sentado:



“Cagar y estornudar, nunca a la par…”



En fin, ocupado o no, sin ganas o con ellas, con premuras o despaciosamente, el cliente ocasional de estos apartados solía contribuir al imaginario cultural ya fuese pintando ya fuese simplemente leyendo lo que había sido escrito por otros usuarios más explícitos. En la observación de esos letreros, cualquier lector sensato extraería las siguientes tipologías:



Letreros que son una afirmación de la personalidad:

“Aquí estuvo…”



Letreros que revelan un cierto narcisismo:



“Viva yo”.



Letreros entre el narcisismo y la solidaridad:



“Somos los mejores”.



Grafitos amorosos:

“Fulanito ama a Menganita…”



Letreros que reflejan una agresividad mal encubierta:

“Me cago en todo lo que se menea”.



Consideraciones filosóficas, sociales y políticas que muestran lo contradictorio de la vida:

“En este sitio apartado

Donde viene tanta gente

Hace fuerza el más cobarde

Y se caga el más valiente.”



Frases de doble sentido:

“Mucho ojo…”



Letreros malintencionados, como aquél que, escrito en una letra minúscula, obligaba al curioso a levantarse a duras penas del trono, a dar unos pasos incómodos y ridículos para aproximarse al cuarterón de la puerta en el que había sido grabada la menudencia, para encontrarse finalmente con la inscripción:

“Que lo haces fuera, marrano”.



En fin, todo un cosmos…