Joaquín Díaz

GUARDANDO EL GANADO


GUARDANDO EL GANADO

El Norte de Castilla - La Partitura

14-03-2015



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En unos tiempos tan turbulentos como los que vivimos, deberíamos soñar con una sociedad en la que todos, guiados por un elemental sentido del compromiso, cumpliésemos siquiera con nuestras obligaciones y deberes para hacer más llevadero este valle de lágrimas en el que estamos, que bien podría considerarse un anticipo del de Josafat, donde los cristianos se verán las caras por última vez aportando los mismos cuerpos y almas que tuvieron. Mientras llega esa última "aportación", "apoquinar" es tarea común y necesaria. A Pedro Crespo, el alcalde de Zalamea, ya le recordaba Don Lope de Figueroa que, por razón de su cargo, estaba obligado a sufrir unas cargas. La respuesta de Crespo, acaso resumía el pensamiento de Calderón sobre sus relaciones con el Estado: "Al rey la hacienda y la vida se han de dar. Pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios". O sea, quitadme todo, dejadme desnudo, pero no se os ocurra tocarme la gorra...

Hace unos días un colega músico que vive en un pueblo a donde llegó después de haber renunciado a la gran ciudad, inhóspita y agresiva, y tras haber disfrutado de las lecturas de Columela con fruición y deleite, me contaba que después de muchos años de dedicarse sólo a su profesión había recibido una notificación de Hacienda en la que se le acusaba de realizar una actividad agropecuaria y no haberla declarado.

Mi amigo y colega, que jamás ha pisado un huerto porque los únicos en los que se mete son los propios de su dedicación artística, se quedó a cuadros y protestó por escrito ante las altas instancias asegurando que una guitarra sí podría tocar, pero una azadilla sólo la había visto en la Enciclopedia de Diderot.

La respuesta de Hacienda le hizo echarse a temblar («Deberá usted demostrar que no realiza dicha actividad agropecuaria»), ya que es un poco ateo y no le queda esa última instancia a la que todos los creyentes recurren cuando aquí en la tierra se han acabado las posibilidades de reclamación. «Pero ¿por qué tengo que declarar que no soy un delincuente -protestaba mi amigo- si jamás he pensado en serlo?» Y le venía a la mente un examen al que su padre les sometía de niños en el que les ponía el siguiente ejemplo: «Si encuentras una cartera con cien mil pesetas (entonces aún existía la moneda nacional) en la calle y sabes con certeza que nadie te ve ¿qué harías?». Las respuestas infantiles, después de asegurarse bien de que nadie-nadie les había visto, eran del tenor de «pues lo dejaría allí», o «¿me podría quedar con un billete de recuerdo?», o «lo llevaría a la comisaría más cercana»... Todas ellas le servían al padre para recordar que los pecados, según la doctrina cristiana, eran de palabra, de obra y de omisión, pero también de pensamiento. Es decir que bastaba que a alguien se le pasara por la imaginación lo que haría con ese dinero para mancharse con él y delinquir sin haberlo tocado.

A los españoles nos ha hecho desconfiados la vida y el país. Con un pasado rico en picaresca y un futuro imperfecto pero también rico en picaresca, nadie está libre de sospechas. Porque ¿quién puede demostrar que no ha soñado alguna vez con contar ovejas o que no ha querido plantar un árbol en alguna alucinación ecológica? Es más: ¿cabe duda acerca de nuestros malos pensamientos cuando contemplamos un paisaje y queremos hacerlo nuestro? ¿Eh? ¿No estamos todos confesando que hemos delinquido alguna vez, siquiera haya sido con la imaginación?

La vida nos lleva por derroteros en los que nuestra frágil barquilla se ve tan zarandeada que sólo queda el recurso de creer en algo para no caer en la desesperación de esas derrotas. Tales aspiraciones son tan legítimas como las que llevaron al barón Pierre de Coubertin a inventarse el «citius, altius, fortius» que tantos ánimos ha levantado, o las que impulsaron a Calderón a cargarse con todo merecimiento al capitán Álvaro de Ataide, que era un sinvergüenza y un canalla por más que le quisiera defender Don Lope de Figueroa con el reglamento en la mano.

Recuerdo que la primera vez que me fui a sacar el documento de identidad al cumplir los 16 años tuve que pelear a brazo partido con la funcionaria que me atendía porque ella no encontraba en la lista de profesiones y oficios el de «folklorista», que era al que yo quería dedicarme sin ningún género de duda y que ya quería que figurara en mi primer documento oficial. Cuando pasaron unos años, todavía tuve que discutir con alguien más a la hora de demostrar para qué valía un etnógrafo, ya que casi nadie sabía lo que significaba y mucho menos qué aplicación podía encontrársele en una sociedad para la que había que ser eminentemente productivo. Hoy, tras tantos años de lucha más o menos inútil, declaro solemnemente que no protestaré cuando un funcionario de Hacienda me acuse de que estoy realizando una actividad agropecuaria. Sí, en efecto, me dedico a la ganadería como casi todos los españoles de mi tiempo: unos alimentan lechazos, otros los crían, otros los reúnen en rebaños, otros los pastorean, otros los esquilan en cuanto tienen edad y lana, otros los matan, otros los adoban, otros los guisan, otros los trinchan, otros los comen, otros aprovechan los huesos, otros los estudian para conseguir razas mejores, otros los pintan, otros los cantan, otros los convierten en símbolos, otros hacen literatura o poesía con ellos... En fin.

¿Por qué no confesar que desde hace tiempo me dedico a «observar» el ganado? Como diría Pedro Crespo «no habría un capitán, si no hubiera un labrador». Y yo puedo decir con la misma razón que no habría antropólogos si no hubiera gente sobre la que investigar, o que no habría estudiosos del alma humana si no hubiese Calderones que se ocuparan de describirla y defenderla cuando la sinrazón se enseñorea de la sociedad y provoca situaciones surrealistas.

Juan del Encina o de la Enzina, que debía ser de Fermoselle, escribió un precioso villancico en el que, con maravillosa naturalidad venía a decir lo mismo que pretendo demostrar ahora y aquí con tantas palabras y circunloquios: que es un gusto «guardar» (o sea mirar, que aunque del Encina era de Fermoselle usaba muchos italianismos) el ganado y a ello pienso dedicar lo que me queda de vida.

«Tan buen ganadico
y más en tal valle,
placer es guardalle.
Pastor de buen grado
yo siempre sería
pues tanta alegría
me da este ganado
que tengo jurado
de nunca dejalle
mas siempre guardalle...»

No sé si la época que nos ha tocado vivir invita a la acción o a la reflexión. Si es apropiada para la meditación o para la vida loca. De lo que sí estoy seguro es de la importancia de la observación. La observación es la chispa que enciende el conocimiento y aunque éste sea contemplado con cierta aprensión por quienes tratan de controlar al ser humano, porque la adquisición de ese conocimiento le hace progresivamente más consciente de su debilidad y le «aisla» de la sociedad, sin embargo la observación -y su motor, la curiosidad- es el único medio eficaz para redimir la pasividad que aqueja al ciudadano de hoy. Además constituye una de las voces que, junto a la duda y al método, componen el vademecum esencial de todo investigador. Aunque sea predicar en el desierto, convendría que el ser humano de nuestros días se acercara sin temor a la filosofía. Más aún: convendría que fuese él mismo un filósofo, con el significado que le dio a la palabra la cultura helenística. Amigo de la sabiduría, es decir, amigo de satisfacer con el esfuerzo del espíritu todas las necesidades intelectuales y morales que al individuo pudieran planteársele. El hecho de que las preguntas fundamentales que se le pudiesen ocurrir a la humanidad ya hubiesen sido contestadas por griegos y romanos no impidió al humanismo volver a plantearse determinados temas. Deberíamos reflexionar sobre algunos interrogantes humanos (aunque otros lo hicieran antes y los solucionaran) porque hay cuestiones que son como los ritos o las costumbres: no sólo debemos saber que existen sino que hay que vivirlos y asimilarlos a nuestra propia vida si queremos que tengan verdadera utilidad.