Joaquín Díaz

DERMATOLOGÍA


DERMATOLOGÍA

La piel y la salud en la tradición

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Probablemente no es éste el lugar ni ésta la ocasión para recordar cuánto y en qué forma ha influido la “modernidad” –vocablo cada vez más confuso y controvertido- en el bagaje cultural con que el ser humano ha atravesado la barrera del tercer milenio. Sí debería mencionar al menos que esa cultura, cuyo conjunto de conocimientos tenía un uso práctico hasta tiempos recientes y acompañaba al individuo durante su existencia, se ha convertido en un simple aditamento, más útil para poder participar en un concurso de televisión que para poder aplicarlo en la vida diaria o integrarlo en nuestra formación o en nuestra educación. La consecuencia de todo ello ha sido la pérdida irremediable de una sabiduría popular cuyo empleo estaba sancionado por la costumbre y era patrimonio de todos, aunque su cuidado y entrega estuviesen siempre en manos de la gente de más edad y experiencia.
Pues bien, pese a la pérdida y desaparición de un amplísimo repertorio de consejos o soluciones para cada situación, cuyas fórmulas nos llegaban disfrazadas de refranes, dichos, cuentos o canciones, sería difícil encontrar hoy a una persona en cuya existencia no hubiese aparecido en alguna ocasión una expresión popular, una práctica consuetudinaria o una creencia imposible de demostrar con la razón.
Son incontables las veces en las que he tenido que escuchar cómo un profesional de la medicina, y por tanto de la salud, tenía que enfrentarse, salvaguardado por su formación científica, con el misterio o la paradoja de unos conocimientos que el propio enfermo usaba o proponía sin haber contrastado o sin haber pasado por el tamiz de una mínima reflexión. Voy a tratar de señalar brevemente las fuentes a partir de las cuales todas aquellas creencias han llegado a convertirse en norma e incluso en norma inapelable por la autoridad que confiere a algo el hecho de ser inexplicable; bueno, no siempre inexplicable: mucha gente se hacía servir después de comer una copa de anís para tener una buena digestión sin pararse a pensar que era un carminativo que aceleraba el proceso digestivo e impedía la formación de gases; o aplicaba un poco de barro sobre una picadura de avispa porque lo había visto hacer siempre, o se ponía una llave fría sobre un orzuelo...Estas y mil soluciones más –algunas acertadas y otras difícilmente justificables- se hacían naturales en la educación de una persona, sobre todo si había vivido en el medio rural, donde todos esos remedios parecían tener una lógica y un acomodo natural.
Tratando de buscar el origen de tales creencias, observamos que son cuatro las fuentes originales de esos conocimientos, a las que tendremos que acudir siguiendo el orden que probablemente tuvieron en el proceso del pensamiento humano: el firmamento y los astros, la naturaleza, la magia y la religión.
Respecto al primero, es decir el firmamento y los astros, habría que comenzar diciendo que, a partir del siglo XVI se hacen numerosísimas impresiones de los libros llamados almanaques, lunarios o reportorios de los tiempos, en los que, tras la reforma del calendario por Gregorio XIII en 1582, se ponían al día todos los conocimientos provechosos y útiles para el ser humano provenientes de diversas civilizaciones: las causas del tiempo y su medida, las fiestas y su cómputo, la historia y cosas notables sucedidas en el mundo, y las señales de la atmósfera, cuya variación o alteración tenía influencia sobre los llamados días judiciales y, principalmente, sobre la aplicación exitosa de las medicinas. Rodrigo Zamorano, un riosecano ilustre que escribió la Cronología y reportorio de la razón de los tiempos, llamaba a esos días judiciales días “críticos”, de crisis, “que según Galeno –escribía él- es una vehemente y súbita mudanza que se hace en las enfermedades, mediante la cual el paciente camina a la salud o a la muerte. Y porque los médicos por esta mudanza juzgan el fin que tendrá la enfermedad, la nombraron crisis, que quiere decir juicio: de crino, verbo griego que significa juzgar, deliberar o discernir. O porque la naturaleza juzga y da muestras de buen o mal suceso declinando hacia la salud o muerte. O porque de las señales que ella muestra juzga el buen médico el suceso que se espera de la dolencia...” Zamorano aprovecha la circunstancia para comparar el cuerpo humano con una ciudad bien ordenada “donde la virtud o natura es el rey, la enfermedad un tirano que contra él se levanta y la crisis es la contienda y batalla que entre los dos pasa.”
Otro astrónomo, Jerónimo Cortés, cuyo lunario se publicó en innumerables ediciones desde el siglo XVI al XX, llama a los días judiciales “caniculares” y escribe que “la común opinión de los astrólogos y médicos expertos es que los días caniculares duran por espacio de cuarenta días, que es lo que se detiene el sol desde que nace con la canícula hasta que acaba de pasar toda la imagen del signo del león. Este espacio de tiempo y días caniculares son tan fuertes y perniciosos que Hipócrates vino a decir y aconsejar a los médicos no diesen medicina alguna a los enfermos en dicho tiempo”. En efecto, Hipócrates, en el libro de la epidemia, desaconsejaba los cauterios y las incisiones en los miembros y pedía que se guardaran esas mismas reglas en los dos solsticios y equinocios, añadiendo que eran de tanta importancia estas consideraciones astrológicas para la medicina, que no debía de haber médico que no fuese astrólogo.
La sangría, por ejemplo, uno de los remedios más usados durante siglos para aliviar numerosas dolencias, no se podía aplicar en determinadas circunstancias. Tolomeo lo veía peligroso e incluso temerario si la luna estaba con el signo predominante. Avicena creía necesario observar cuatro circunstancias: el tiempo, la edad, la costumbre y la naturaleza del paciente. Asimismo distinguía dos tipos de horas para su aplicación, a las que llamaba hora de elección y hora de necesidad. La primera, debía de ser una hora caliente, es decir después de haber salido el sol o después de la digestión y expelidas las superfluidades. La segunda venía motivada por una enfermedad urgente, como fiebre aguda, esquinencia, frenesí o apoplejía, que no admitían prórrogas ni consideraciones astronómicas.
Antonio Castillo de Lucas trascribe en su Refranerillo supersticioso unos versos en los que se atribuye a la luna la máxima influencia sobre la naturaleza humana y de los animales, de ahí la denominación de “lunáticos” dada a los que cambiaban el carácter según las fases lunares o la creencia de que dichas fases agudizaban las crisis epilépticas:
No dio sangría Galeno
En conjunción cuarto lleno
Ni estando luna en león
Ni en el signo de escorpión.
Los médicos prohibieron
El purgar cuando esté en Aries
O en Virgo o León la luna,
En frío o caniculares.
Estas y otras consideraciones por el estilo provienen de la propia experiencia o de la que se fue acumulando en libros como el mencionado lunario de Jerónimo Cortés, quien recomienda taxativamente que no se tomen purgas estando la luna en signos que dominan como Aries, Tauro y Capricornio, porque se vomitan y no se pueden retener en el estómago, y continúa diciendo: “Siempre que la luna se hallase en signos acueos, hará buen efecto la purga. Pero adviértase que si la purga fuese bebida conviene que la luna esté en escorpión, y si fuese bocado o lectuario la luna debe estar en Cáncer. Y si fuesen píldoras en Piscis: y de esta manera los efectos saldrán muy buenos y salutíferos”. Cortés termina el capítulo dando una tabla de purgas y sangrías para saber cuándo convendrá aplicarlas y cuándo no.
Nicolás Florentino confería también gran importancia a la luna aunque se curaba en salud haciendo la salvedad de que “aunque la luna señale e influya una cosa, Dios nuestro señor puede, y está en su mano ordenar, otra muy diferente, y que no pocas veces por yerro de los médicos, por algún desorden de los enfermos o por otras causas, se hace mortal la enfermedad que de suyo no lo fuera”. Pese a tales vaguedades –o tal vez precisamente por ellas- estos libros tuvieron un éxito notabilísimo, sobre todo entre los que quedaban vivos y podían contarlo, resultando del todo imposible a los muertos hablar en contra de sus efectos.


La segunda fuente, que mencioné al comienzo, en la que los antiguos basaban las alternativas de la salud y la enfermedad, era la naturaleza. Animales, vegetales y minerales estaban presentes en la génesis de las afecciones y en su resolución, cualquiera que ésta fuese. Por poner sólo algunos ejemplos, ya que el tema daría literatura para un tratado completo, mencionaré en el apartado de los animales tres casos muy conocidos.
El mochuelo y su tradicional canto estuvieron desde siempre relacionados con la muerte, por eso si se posaba sobre el tejado de una casa donde hubiese un enfermo, indicaba que moriría en breve plazo. Relacionado con esta creencia estaba el hecho de soñar con el ave en cuestión, lo cual pronosticaba malas noticias, o la antigua costumbre de comer carne de mochuelo como remedio para la debilidad. Hay un refrán que viene a poner en entredicho todas esas supersticiones y que dice: “Cuando la mochuela mía es de noche o es de día y cuando mía el mochuelo, está en alto o en el suelo”. La frase hace referencia, no sólo a la movilidad y actividad de la coruja –que tan pronto está en un tejado como en la tierra- sino a la imposibilidad de extraer una conclusión cierta de la observación de su comportamiento, tan extraño y cambiante es. En su famoso Sermón contra las supersticiones rurales, Martín de Braga advertía contra la tendencia a creer en augurios de tal tipo: “La Sagrada Escritura dice, y es muy cierto, que los demonios no dejan de acometer a los desgraciados hombres por medio de las voces de las aves hasta que, a causa de naderías e inutilidades, pierden la fe en Cristo y se precipitan ellos mismos sin pensarlo en su propia muerte”.
Otro animal, en este caso un arácnido acerca del cual se han escrito multitud de fábulas, es la tarántula. Su picadura provocaba el tarantismo, término con que se definían los movimientos que acometían a los afectados por la inoculación del veneno de la araña ubea. La misma palabra se aplicaba también a toda enfermedad que se manifestase con saltos, brincos o cualquier movimiento convulsivo. Jorge Baglivio hizo una descripción de los síntomas de esta enfermedad, basándose en los casos que se producían en la Apulia, región de Italia donde existía una tarántula del mismo tipo de las que se encontraban en regiones españolas como la Mancha. Francisco Xavier Cid, médico toledano, publicó en 1787 un tratado titulado Tarantismo observado en España con que se prueba el de la Pulla, dudado de algunos y tratado de otros de fabuloso y memorias para escribir la historia del insecto llamado tarántula, efectos de su veneno en el cuerpo humano y curación por la música con el modo de obrar de ésta y su aplicación como remedio a varias enfermedades. El doctor Cid da un repaso a las afecciones o enfermedades similares al tarantismo y que pueden confundirse con él y escribe: “También hay tarantismo fingido, llamado por Baglivio Carnevaletto delle donne. La clorose o afección clorótica en opinión del dicho escritor parece que también le causa. Si es así, se podrá con bastante propiedad llamar Tarantismus cloroticus. El chorea Sancti Viti de Senerto, conocido por algunos autores con el nombre de Enthusiasmus y por Platero con la expresión de Saltus Valentini o Saltus Viti, es otra especie de tarantismo llamado tarantismo entaneasmo...Saint Gervais refiere que los habitantes de Túnez están sujetos sin causa manifiesta, esto es sin mordedura de animal alguno, a un particular tarantismo que conocen aquellos naturales con el nombre de Janon, y entre los escritores por el de Tarantismus Tingitanus. Acomete más comúnmente a las mujeres y las obliga a saltar y danzar hasta no poder más...” A continuación reproduce una colección de melodías de tarantelas, colocando en primer lugar la de un ciego de Almagro, llamado Recuero, cuya ejecución al violín producía unos efectos curativos mucho más sorprendentes y rápidos que cualquiera de las otras. Ratifica el maravilloso efecto de la música para la curación de la mordedura de víbora siguiendo a Teofrasto, de la ciática siguiendo a Ismenios, de la locura según Esculapio, de la rabia según Xenocrates, de la alferecía según Crisipo y hasta de la tisis, según Desault.
Con otro animalito, la carraleja, a la que los entomólogos denominan también aceitera o abadejo, se hacían ungüentos para eliminar las verrugas. Esta carraleja, de la familia de los meloideos, expelía, al tocarla o al pincharla el vientre, un líquido oleoso y amarillento, parecido al aceite, con el que se trataban muchas afecciones. Al contener cantaridina se utilizaba para las verrugas mencionadas, pero también para restaurar el apetito sexual, como diurético y como abortivo.
Acerca del uso de minerales en la medicina popular no sólo no hay duda sino que existe una gran tradición que ya se fija desde la Edad Media en libros y tratados como el Lapidario que manda reunir y traducir Alfonso X con todos los conocimientos sobre el tema acumulados en distintas culturas hasta su época. De la lectura de textos como el Lapidario se pueden extraer dos conclusiones básicas: el enorme repertorio de conocimientos teóricos que tenían los alquimistas anteriores al Renacimiento y el escaso nivel de la medicina práctica. Me remito a algunos ejemplos: al hablar el autor del Lapidario de la piedra que llaman ceraquiz, tras describirla y definir sus propiedades, concluye: “Tiene tal virtud que impide el parto de este modo: que si la ataren en cuero de cordero que sea degollado con cuchillo de acero fino, y la colgaren sobre la natura de la mujer, la estorbará que pueda parir de ningún modo, así que conviene que se la quiten al tiempo del parto, si no, por fuerza habrá la mujer de quebrar o morir”. Hablando en otro lugar de la virtud de la piedra bedunaz, determina: “que si de ella molieren como un cuarto de dracma y la mezclaren con algún líquido y la metieren al leproso por las narices, sana a la primera vez, si la lepra no fuere tan fuerte que haya quitado algún miembro, pues esto no se puede recobrar por la virtud de la piedra”. Finalmente, de otra piedra a la que llaman çulun, dice: “Cuando es quemada, hacen de ella medicina muy buena que retiene y enfría mucho y por tanto es buena para las postemas calientes, señaladamente para aquella que llaman carbunclo…Si la hacen polvos y los frotan sobre las encías sana las cavaduras que haya en ellas y también la comezón de la boca…Aún tiene otra virtud muy extraña: que si la molieren y la amasaren con vino e hicieren de ella como una bellota y la pusieren en la natura de la mujer, impídele empreñar”.
Excuso hacer comentarios sobre esto pero no quisiera acabar este apartado de minerales y piedras sin mencionar algunas con calificativo propio a las que se les atribuyen determinadas propiedades curativas o preventivas. La piedra de leche, por ejemplo, suele ser una piedra de creta blanca o un pequeño hacha de sílex de aquellos usados en períodos prehistóricos, a los que se les aplicó después alguna virtud que perpetuara su valor; su principal cualidad era proporcionar una lactancia sin problema a madres y recién nacidos. La piedra del rayo libraba de las exhalaciones y por eso la llevaban los pastores en sus zurrones; la creencia era que el rayo, al caer en la tierra, se sepultaba profundamente y tardaba siete años en aflorar en forma de piedra con propiedades extraordinarias. La piedra de Santa Casilda es un aragonito o carbonato de cal, eficaz contra los flujos. La piedra del águila, que es un nódulo de limonita, evitaba los abortos y favorecía el parto…
Pasemos a los árboles, arbustos y hierbas, usados tanto en cocimientos para bebedizos, como en aplicaciones tópicas en forma de emplastos o ungüentos. De épocas en que la dendrolatría o culto a los árboles entretenía a nuestros antepasados, proviene, probablemente la curiosa costumbre, descrita en numerosas encuestas etnográficas, de pasar a los niños quebrados por medio de un árbol hendido que formase una horquilla. Las especies preferidas solían ser roble, laurel, sauce o mimbrera. Lo importante es que la ceremonia se llevara a cabo la noche de San Juan, que las ramas del árbol formasen arco o uve y que asistiesen los padrinos; su función era, una vez terminada la operación, atar las ramas entre las que había pasado el niño para que se secasen al cabo de un tiempo. Cuando tal cosa sucedía, el niño se curaba.
En lo que respecta al uso del mundo vegetal en la medicina, no estará de más mencionar tratados antiguos como el escrito por Pedacio Dioscórides que anotó, amplió y comentó el doctor segoviano Andrés Laguna en 1555. Laguna fue un humanista y ferviente defensor de la figura de Galeno y, si bien fue acusado en su época de viajar demasiado y olvidar la práctica de la medicina, su notable trabajo como farmacólogo ha llegado hasta hoy en sucesivas reediciones. Pese a participar, al igual que Rodrigo Zamorano, de una educación tradicional salpicada de supersticiones, consejas y patrañas, Laguna pide a Dios perdón por sus errores y se encomienda definitivamente a la ciencia.
En fin, volviendo a las fórmulas de aplicación de bebedizos y pomadas hechos con la raíz, la corteza o las hojas de determinadas especies del mundo vegetal, no me resisto a mencionar los consejos de Avicena traducidos por Jerónimo Cortés. Partiendo de unos versos latinos que encabezan los corolarios, Cortés alaba, poniéndolo en boca del sabio…la raíz del tomillo para quitar el dolor de encías y dientes y mantenerlos limpios, el uso de la ruda para lavarse los ojos y ver mejor, la prudencia en la administración de la sal en las comidas, lo oportuno de tomar alguna nuez después de comer pescado, la conveniencia de comer pan con la masa bien leudada, bien cocido y después de haber esperado a que se enfríe, los beneficios del vino tomado con moderación, la siesta sin llegar al sueño pesado y un ligero paseo tras la cena, lo indicado de los cocimientos de hinojo, verbena, celidonia y rosa, la bondad del grano de mostaza cogido en luna menguante porque –escribe- “purga la cabeza y con su mordacidad hace estornudar y saltar las lágrimas y destilar la reuma por las narices”, además de desopilar el hígado y el bazo, curar la tiña, la perlesía, ayudar a la digestión y deshacer las arenas y piedras de la vejiga…Termina bendiciendo a la salvia (cur moriatur homo, cui salvia crescit in horto?, ¿Cómo se puede morir un hombre al que le crece la salvia en su huerto?) y recomendando la hierbabuena para las lombrices, contra la mordedura de perro rabioso y de alacrán y como triaca de cualquier veneno. Todo ello entre la tradición, la costumbre, la experiencia, la magia y la superstición.

Esa misma magia y superstición, que había mencionado al principio como otro de los motivos en los que se basaban los conocimientos tradicionales acerca de la salud y su cuidado, podrá estar apoyada en creencias sobrenaturales o naturales a las que se contrapondrán remedios físicos o ensalmos. Hasta que Hipócrates vino a sustituir la magia por la medicina natural, el ya citado alunamiento o el fatalismo se imponían sin remedio, según la manera de pensar de los antiguos, para quienes un hada o la genética inevitable eran difícilmente combatibles. Acerca de esto escribía Castillo de Lucas: “No hay duda que la herencia somática (genotipo) influye en el temperamento; los clásicos distinguían la constitución y psicología de los biliosos o coléricos, atrabiliarios, sanguíneos y linfáticos, según el humor predominante; o la reacción endocrina y nerviosa de los modernos biotipólogos, en esquizoides y cicloides; mas también es cierto que el ambiente (fenotipo), por la educación y principios religiosos, modifica el carácter constitucional, prueba de ello es que en los altares hay asténicos, como San Francisco de Asís y pícnicos como Santo Tomás de Aquino; bien dice el refrán que “la sangre se hereda y la virtud se adquiere”, es decir que las condiciones morales hay que esforzarse en conquistarlas, no así la constitución somática; acusa esta influencia ambiental este otro refrán: “cada uno es como Dios le ha hecho…y un poquito peor”; esto corre a cargo de nuestras culpas y no del fatalismo hereditario”.
A pesar de todos estos razonamientos, el mal de ojo o el mal aire se siguen considerando afecciones que escapan al control del afectado y que le pueden llegar por la mala intención de alguien que le quiere dañar o por un efecto caprichoso del destino. En ambos casos el diagnóstico suele estar a cargo de alguien con poderes (saludador, agraciado, compostor, curandero) quien deduce la situación por la reacción de unas gotas de aceite echadas en un recipiente con agua o por las burbujas que se forman al agitar el líquido. La fórmula “dos te lo dieron (refiriéndose a los ojos), tres te lo quitarán, las tres personas de la Santísima Trinidad, que ellas podrán”, era un conjuro aparentemente eficaz que se combinaba con sahumerios (que paliaban el efecto nocivo de la mala sangre o de la mala mirada transmitida) y si es que no habían dado antes resultado medidas profilácticas como la de llevar medias lunas colgadas, la mano de Fátima, la pata del tejón, el coral, la higa o la mano de azabache. Otro mal, el llamado mal de la rosa, en este caso mucho más natural ya que se trataba de una hipoavitaminosis alimentaria, se trataba con un ensalmo y la imposición de manos: “Rosa maldita, ¿cómo fuiste aquí venida?, rosa mal fadada ¿cómo fuiste aquí llegada?: huye mal, al otro lado del mar, que Mengano no te puede pasar y donde yo pongo mis manos, Dios y la Virgen Sagrada pongan las suyas”.
Hechos casuales o accidentes de orden fisiológico, como el estornudo o el zumbido de oídos, podían dar lugar a interpretaciones augurales o a fórmulas de adivinación. El mismo sentido preventivo tenían determinadas prohibiciones que se hacían a las embarazadas como la de no coser para evitar que se enrollara el cordón umbilical, o la de no pasar por encima ni por debajo de cuerdas para evitar que el niño saliera sin frenillo en la lengua, o la de no andar descalza para evitar que el niño salga herniado, o la de no comer fresas para que el niño no salga con manchas, la de abstenerse de liebre para que el niño no salga con labio leporino, etc., etc.
No siempre el estado de buena esperanza era pasivo. Un orzuelo, por ejemplo, podía salir por comer delante de una embarazada o por negarle un capricho, pero se podía uno liberar de él y transmitirlo poniendo un montón de ceniza en el dintel de una puerta para que pudiera ser pisado por otra persona. Aplicación más eficaz era el anillo de oro o la llave sobre el ojo y, usando un remedio más natural, un huevo recién puesto y colocado en el grano. Ya en el campo del curanderismo, haciendo nueve cruces sobre el orzuelo con un diente de ajo (también si el padre de la persona que lo tuviese comía ajo y echaba el aliento sobre el ojo afectado) o con una varita de acebo mojada en agua bendita.
José Antonio Sánchez Pérez, en su obra sobre las Supersticiones españolas, incluye entre las más curiosas relacionadas con la superstición o la ignorancia, las siguientes: “El que quiera curarse de una indigestión no tiene más que bajar una escalera tendido con la cabeza hacia abajo”. Y continúa: “Uno de los experimentos de Física recreativa ha servido durante varios siglos como remedio para curar la insolación. La insolación, según la gente, se produce al meterse el sol en la cabeza y para sacarlo se llena un vaso de agua, se cubre con una servilleta de tejido tupido, se coloca invertido sobre la cabeza del enfermo, de modo que esté la servilleta entre el cabello y el vaso boca abajo; se coloca al enfermo al sol y al poco rato el agua empieza a hervir, lo cual es señal de que el sol le va saliendo de la cabeza. Es en realidad un fenómeno curioso ver cómo van entrando en el vaso burbujas de aire a medida que va saliendo el agua a través de la servilleta”.
Por extraño que nos parezca, muchas de estas prescripciones no están tan lejanas de nuestro ámbito ni de nuestros tiempos. De ello se encargaron libros seudocientíficos del tipo del titulado Libro nuevo que contiene botica general de remedios útiles y experimentados, publicado por Santarén en Valladolid el año 1828 y que indica una solución para extraer una muela sin molestias; dice: "Para sacar una muela sin dolor. Toma un lagarto vivo, ponlo a tostar en una olla nueva dentro de un horno y lo harás polvos. Restrega con ellos la encía del quijar, diente o muela que doliere, ora esté dañada o no, y se ablandará la carne de tal manera que con los dedos, a muy poca fuerza, podrás sacar todos los dientes y muelas sin dolor". Ranas, sapos y lombrices también se utilizaban para frotar, una vez reducidos a polvo, las piezas dañadas.
Por la dureza y por la misma razón mágica del metal, solía servir un cuerno de venado hecho limaduras o quemado en unas brasas.
Pero volvamos a las soluciones mágicas, que habíamos dejado en las que producían el efecto por frotación, siendo las más curiosas las que creen que conviene friccionar la pieza dolorida con el diente de un muerto, o, como recoge el Padre Azkue en el País Vasco, frotar el carrillo con pelos de grano de rosa silvestre. El ajo frotado también se ofrece como una buena solución (más por el ajo que por la friega, supongo), pues este bulbo es uno de los remedios caseros más socorridos. De hecho en algunos lugares lo utilizaban para colocarlo en la muñeca (en "los pulsos", se decía) contraria al lado en el que se tenía el dolor de muelas. Algunos lo dejaban secar en el bolsillo esperando que se extinguiese el padecimiento; este sistema se hacía extensivo a otros objetos que iban desde el diente de un difunto, algún insecto, un puñado de nueces o castañas o una piedrecita, hasta una astilla de la imagen de Santa Apolonia, como sucedía en un pueblo de Guadalajara, donde la mitad posterior de la pobre efigie estaba desgastada por la costumbre de los devotos de arrancar trozos de madera de la talla.Masticar patata, ajo, obleas en vinagre o colocar cataplasmas de pan migado en leche o de harina de linaza eran otras soluciones peregrinas para el caso que nos ocupa.

La prevención de males, particularmente para los niños, por medio de las dóminas o nóminas que contenían escritos es una costumbre tan antigua como la propia historia. Los primeros concilios advierten acerca de la inutilidad de colgar oraciones del cuello de los recién nacidos metidas en pequeños escapularios. La costumbre no ha perdido vigencia y sigue siendo habitual hoy día, entre las familias que van a tener un nuevo miembro, encargar a algunos conventos que todavía lo fabrican detentes conteniendo los cuatro evangelios, la regla de San Benito o escritos sobre la cruz de Caravaca.
De hecho, algunas devociones a los santos por considerarlos reconocidos sanadores cuya intervención en casos apurados había sido contrastada, no estaría lejos de esta superstición de que hablo. Todavía se pueden hallar aleluyas dedicadas a algunos santos en las que faltan algunas viñetas por la costumbre de recortarlas para determinados fines. La figura de San Blas, por ejemplo, acababa hecha una bolita que el enfermo de cualquier mal relacionado con la garganta se tenía que tragar para curarse. Las imágenes de otros santos como San Lucas, San Pantaleón o los hermanos Cosme y Damián se solían pegar sobre la cabecera del enfermo o colocarse en la mesilla con la absoluta convicción de que harían su labor de algún modo. Tal confianza venía avalada por los ejemplarios medievales y otros libros del estilo de la Leyenda Dorada, escrita por Santiago de la Vorágine y publicada bajo el título Legendi di sancti vulgari storiado.
Si hablamos de los Ejemplarios medievales, esos libros en los que se ofrecían normas éticas y de comportamiento, los habría de dos tipos: los que relatan hechos aparentemente reales con un fin didáctico y ejemplar, y los que hablan de las vidas de santos con propósitos edificantes. Entre los primeros, por su antigüedad (el que vamos a mencionar es del año 1090) y por la variedad de referencias a la salud, yo mencionaría el Libro de los enxemplos, de redactor anónimo aunque una buena parte de sus 395 ejemplos aparecen ya en la Disciplina clericalis, del rabino Pedro Alfonso, también llamado Moshe Sefardi. La pretensión de estas consejas era enmarcar con palabras y paradigmas el límite del comportamiento humano en las situaciones más diversas. Como no podía ser menos, la salud y la enfermedad están casi de continuo presentes en estos textos desde las referencias más peregrinas y absurdas hasta los casos más reales y frecuentes. Como muestra de una de las primeras, leeré esta: “Del que mal consejo diere, nescio es quien lo creyere. Dicen que un hombre simple hobo dolor en los ojos e demandó consejo a un su compadre qué farie para amansar tan gran dolor como tenía. E dijole su compadre:-Sácate los ojos de la cabeza e ponlos en tu bolsa, e dende en adelante non sentirás dolor en ellos…Et este, si creiera este consejo, fuera nescio e perdiera los ojos”.
Casos similares y abundantes tienen las Cantigas en Loor de Santa María pero excuso, por razones de tiempo traer más ejemplos. Sólo mencionaré para acabar con esta fuente de abundantes tradiciones relacionadas con médicos y enfermos el caso titulado Infirmitas, contrariis est curanda, o lo que es lo mismo, la enfermedad se cura con las cosas contrarias. Narra el caso del emperador Tito Flavio Vespasiano, quien aquejado de un desfallecimiento de sus miembros no podía ni moverlos. Josefo, el médico e historiador, sugirió que trajesen a un gran enemigo de quien Tito no quería ni oír hablar. Cuando entró en su propio comedor y observó que sus criados le estaban sirviendo exquisitos manjares, ordenó de inmediato que le expulsaran de la sala. Al no obedecer los criados, “tanto se encendio de la ira, que todos los miembros que tenia tollidos rescebieron sanidat”, dice el texto.
La hagiografía es generosa en mencionar santos cuyas existencias tienen que ver de alguna manera con la enfermedad o el sufrimiento; también en describir milagros y acciones de las que devuelven la vida, el más preciado bien, por cuya razón el santo o santa recibe, a partir de ese instante, el encargo de proteger contra determinado padecimiento. Santa Apolonia defiende contra el dolor de dientes y muelas, Santa Lucía contra las afecciones oculares, Santa Agueda contra las enfermedades del pecho, Santa Casilda contra las afecciones relacionadas con el flujo sanguíneo, San Lázaro contra la lepra, San Roque contra la peste…La lista es inacabable. Se llega en algún caso, y recuerdo ahora el del santo apócrifo llamado San Caralampio, a inventar una intervención milagrosísima cuando ya se habían dado por insuficientes los oficios del mismísimo San Roque. En una peste que tuvo lugar en el sureste español a comienzos del siglo XIX, la intervención de San Caralampio fue tan convincente que sus devotos aumentaron en cantidad y las oraciones para encomendarse a él se vendieron en pliegos aquí y allá, propiciando una veneración singularísima que se extendió a América. San Caralampio era el abogado contra la peste, las brujas y toda clase de maleficios, con lo que la relación de enfermedades de las que quedaba uno protegido venía a ser interminable. He visto en muchas ocasiones alguno de esos papeles llevados de pueblo en pueblo por los ciegos y reforzado en su eficacia con la famosa oración de San Benito contra las brujas. En algún caso, sin embargo, el curandero que lo despachaba no dudaba en limitar la duración de los efectos con un escrito de su puño y letra sobre la imagen que decía “Vale por un mes”, marcando claramente una fecha de caducidad y animando al cliente a volver a por otro papel cuando se extinguiera la eficacia del anterior.
En fin, me ha guiado en esta conferencia solamente el norte de la etnografía, si bien no he olvidado en ningún momento el dicho que reza “de médico, poeta y loco, todos tenemos un poco”, frase en la que se encierran no pocas verdades.