Joaquín Díaz

EL CRISTO DE MEDINACELI EN LA TRADICIÓN


EL CRISTO DE MEDINACELI EN LA TRADICIÓN

Historia del Cristo de Medinaceli y su devoción

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El propósito de esta ponencia es contribuir al mejor conocimiento de algunos de los motivos por los que la devoción al Cristo de Medinaceli ha venido a ser tan popular en España. Las devociones populares, independientemente de la fe -que es requisito imprescindible y sólida base sin la cual no se sostendrían aquellas en el tiempo-, suelen responder a sentimientos humanos, pero también a fórmulas universales y motivos legendarios que se acomodan sin dificultad en relatos históricos, en especial si éstos tienen su origen en algún hecho inexplicable a la luz de la razón. La verdadera historia del Cristo cautivado y redimido tiene, en ese sentido, elementos suficientes para poder ser observada a la luz de la tradición o, lo que es lo mismo, a la luz de un análisis antropológico.
En realidad, el hecho que nos reúne aquí parte de una realidad terrible y nunca suficientemente estudiada que es la de las guerras de religión y la existencia de cautivos cristianos en el norte de Africa a partir del reinado de Isabel y Fernando, momento en el que termina la Reconquista y se establece la frontera natural del estrecho de Gibraltar. Recientes estudios aportan datos escalofriantes acerca del número de españoles en cautividad en Berbería durante el período comprendido entre la decimoquinta y la décimoctava centuria y cifran en 25.000 los desdichados que se encontraban en manos de piratas o moros al final del siglo XVI (1). Este hecho, de gran repercusión social y humana, tuvo –como no podía ser menos- una respuesta en la literatura y en la transmisión oral que trataré brevemente. En el campo de la literatura bastaría con asomarse a la obra de uno de los cautivos más ilustres de todos los tiempos que fue el genial Miguel de Cervantes. Dos de sus obras dramáticas, “El trato de Argel” y “Los baños de Argel” son paradigma suficiente para confirmar la existencia de escritos testimoniales, basados tanto en experiencias personales como en un explicable interés y preocupación entre la población española. Acerca de la situación, tan absurda como indigna, que padecían los cautivos versan los primeros octosílabos de la mencionada comedia de Cervantes “El trato de Argel” en los que Aurelio, esclavo de Izuf, exclama:
“¡Triste y miserable estado!/ ¡triste esclavitud amarga / donde es la pena tan larga/ cuan corto el bien y abreviado!” (2)
Los sentimientos, imposibles de imaginar para quien no hubiera sufrido las penalidades, se resumen admirablemente en estos cuatro versos:
“Cállese aquí este tormento / que, según me es enemigo, / no llegará cuanto digo / a un punto de lo que siento” (3).
El desaliento y la melancolía hacían mella en quienes esperaban –a veces inútilmente- que la caridad, la suerte o una coyuntural política de estado acudiesen a rescatarles, por eso uno de los personajes de “Los baños de Argel” canta un romance en el que se hace decir a unos cautivos : “¡Cuán cara eres de haber / oh dulce España!” (4). El recuerdo de la patria, de la familia, de los paisajes, y la amarga sensación de que el rescate y el regreso se harían más imposibles a medida que días, meses y años pasaran, inducía a muchos desgraciados a caer en la desesperanza y a renegar de su fe. Las difíciles circunstancias personales y el inevitable abandono oficial eran dos losas que pesaban demasiado en el ánimo de los miles de esclavos que se debatían interiormente entre una ilusión casi imposible y el sentido práctico. Por eso importaba tanto el ejemplo y se trataba de evitar el error, en que fácilmente podían incurrir los prisioneros, de declararse moro aun siendo cristiano en la intención. El mismo Cervantes, revestido de la autoridad de excautivo y disfrazado del homónimo Saavedra, dice en “El trato de Argel”:
“¿No sabes tú que el mismo Cristo dice:
-Aquel que me negare ante los hombres
de mí será negado ante mi Padre;
y el que ante ellos a Mí me confesare,
será de Mí ayudado ante el eterno
Padre mio? ¿Es prueba ésta bastante
Que te convenza y desengañe, amigo,
Del engaño en que estás en ser cristiano
Con sólo el corazón, como tú dices?” (5)
El rey moro de “Los baños de Argel” pretende que la renuencia de los españoles a abjurar de su fe sea sólo tozudez y le dice al Cadí que está intentando acabar con la resistencia de un muchacho a latigazos:
“…Pues no te canses
que es español, y no podrán tus mañas,
tus iras, tus castigos, tus promesas,
a hacerle torcer de su propósito.
¡Qué mal conoces la canalla terca,
porfiada, feroz, fiera, arrogante,
pertinaz, indomable y atrevida!
Antes que moro, le verás sin vida” (6)
Pero en realidad esta interpretación del comportamiento es una pobre y prosaica visión de la capacidad de resistencia de tantas almas que prefirieron salvar sus convicciones y sus creencias más profundas antes que la vida. Por eso, y porque se podría hablar de una verdadera imitación de Cristo en el padecimiento, en unas indicaciones que da Cervantes para la misma obra, retrata a un joven a punto de morir en la misma actitud que Cristo antes de su suplicio redentor y escribe: “Córrese una cortina; descúbrese a Francisquito atado a una columna, en la forma que pueda mover a más piedad”.
Con el mismo carácter piadoso y humanitario se publicaron papeles sueltos, pliegos o Relaciones en un intento de mover a compasión a quienes las escucharan o leyeran. Aún más, esas Relaciones llegaban a veces en forma de carta desesperada que despertaba los sentimientos y conmovía el corazón del auditorio. En ese sentido podemos considerar la compuesta por Juan Ramírez y publicada por Hugo de Mena en Granada en 1569 “Relacion de una carta muy dolorosa enviada por Lorenzo de Paez, cautivo en Constantinopla a su afligido padre…” o la “Carta muy dolorosa enviada por Melchor de Padilla, cautivo en la ciudad de Argel a su padre Diego de Padilla…”, del año 1576, compuesta por Mateo de Brizuela (7). Otro fin persigue la “Relación que envió un sacerdote a su padre a Gibraltar declarando de su cautiverio y la aventura que tuvo en convertir a su amo, el cual le dio libertad juntamente con noventa cautivos”, publicada por Domingo de Fonseca en 1608 (8), en la que dicho sacerdote convierte al moro con la declaración de los misterios de la misa y entra así con pleno derecho en la antología de motivos de la literatura universal en el apartado de los esclavos o siervos que resultan ser superiores en facultades a sus propios señores. Dentro de este mismo tipo de Relaciones –definidas por Victor Infantes como “textos breves de tema histórico concreto” para ser transmitidos por medio del proceso editorial (9)- está también el archiconocido pliego de “La renegada de Valladolid”, atribuido a Mateo Sánchez de la Cruz y reeditado una y otra vez hasta comienzos del siglo XX (10), para relatar la historia de una joven vallisoletana que, cautivada en Bujía, accede a convertirse a la religión de Mahoma y se casa con un rico musulmán. A los veintiseis años de la conversión, su esposo adquiere un esclavo (que no es otro que el hermano de la renegada que se ha hecho sacerdote) quien tras innumerables penalidades causadas por su propia hermana consigue darse a conocer y convertirla para que acabe sus días en Roma arrepentida de su proceder. Similar caso narra la Relación hecha por Pedro Francés y publicada en Granada en el siglo XVII, en la que un mancebo burgalés al pretender huir de la casa del renegado a quien servía y cuya hija se había enamorado de él, es cautivado de nuevo y condenado a morir junto con la joven, martirio al que viene a sumarse finalmente el propio renegado, arrepentido de su crueldad y de haber ofendido a Dios (11).
En este clima social y con estos precedentes literarios no es extraño que la devoción hacia un Cristo, que había sufrido en imagen los mismos avatares e injusticias padecidos por tantas personas, llegase a hacerse muy popular. A ello contribuyen no poco algunos temas que se imbrican con el relato histórico y que, como digo, aparecían también como motivos legendarios en otras narraciones. Estos podrían ser, por ejemplo, la personificación de la imagen y la sublimación de las injurias, la balanza que se obstina en pesar a favor de Cristo, la talla arrojada a la hoguera y preservada milagrosamente, el castigo de una epidemia tras el encierro en la cárcel de la imagen, la imposición de un escapulario como seña de rescate y la imagen peregrina.
Acerca del primer motivo hay una razón evidente: la talla representa a Cristo antes de la crucifixión, es decir cuando ha sido coronado de espinas según relatan Mateo y Marcos con palabras sinópticas y antes de ser ayudado por Simón de Cirene, lo cual quiere decir en el momento de mayor furor de sus enemigos y en el de mayor aceptación de su destino del Cristo-hombre. El instante por tanto más difícil pero más ejemplar del Dios-persona que acepta las burlas a sabiendas de que podría no aceptarlas. Su humildad le coloca por encima de sus verdugos y le convierte de ese modo en el ejemplo del mártir a quien imitar, tanto en su comportamiento como en sus convicciones. Cervantes recoge esa figura y la personifica en un sacerdote valenciano a quien sus captores, por venganza, hacen revivir la Pasión de Cristo:
“Hoy en poder de sayones / he visto al siervo de Dios
no sólo puesto entre dos / sino entre dos mil ladrones.
Iba el sacerdote justo / entre injusta gente puesto,
Marchito y humilde el gesto / a morir por Dios con gusto.
En darle penas dobladas / todo el pueblo se desvela:
Cuál sus blancas canas pela / cuál le da mil bofetadas.
Las manos que a Dios tuvieron / mil veces, hoy son tenidas
De dos sogas retorcidas / con que atrás se las asieron” (12).
Cristo, pues, soportando en imagen de madera todo aquello que un cautivo podía esperar de sus captores: incomprensión, odio, fanatismo, padecimientos y muerte de la vida temporal.
La balanza que se obstina en pesar a favor del Cristo y el hecho de que la talla sea preservada milagrosamente del fuego forman parte del episodio mismo del rescate en el que los frailes trinitarios, tratando de recuperar el Cristo tropiezan con el inconveniente de que quienes lo detentan reclaman su peso en oro. La balanza se niega a dar el peso exacto de la talla y se detiene en cuanto las monedas de oro llegan a treinta. Enfurecidos por el milagro, los moros arrojan el Cristo a una hoguera de la que, una vez extinguida, la imagen sale sin el más leve deterioro. Estamos ante una ordalía en la que de nuevo la talla adquiere categoría de persona-objeto y gana el juicio de Dios con su inocencia. Las treinta monedas forman parte del entramado legendario que suscita la vida de Cristo y están presentes en narraciones apócrifas desde el nacimiento del Redentor hasta su muerte: treinta monedas precisamente aporta uno de los magos en el portal de Belén, de donde son trasladadas al Templo el día de la presentación hasta que fueran usadas para pagar la traición de Judas. En cuanto al suceso de la hoguera nos recuerda muchos episodios en que un objeto es arrojado al fuego para que, tras su correspondiente “urteil”, se proclame su carácter precioso. Traigamos aquí, a guisa de ejemplo, el relato recogido en el capítulo VIII del Evangelio árabe de la infancia en el que se cuenta el regreso de los magos a Persia llevando el pañal de Jesús que les ha entregado María: “A cuyo propósito celebraron una fiesta, a uso de los magos, encendiendo un gran fuego y adorándolo. Y arrojaron a él el pañal que se tornó en apariencia fuego. Pero cuando éste se hubo extinguido, sacaron de él el pañal, y vieron que se conservaba intacto, blanco como la nieve y más sólido que antes, como si el fuego no le hubiera tocado” (13). Otro caso singular es el del litigio producido en la época de Alfonso VI acerca del uso de las liturgias romana o hispana. La prueba, en esta ocasión “reducíase a echar en el fuego dos misales, uno de cada rito, y que se conservara en Toledo el que permaneciera ileso en medio de las llamas. Lanzados ambos al fuego dicen saltó ileso el Romano y que el Mozárabe quedó íntegro en la misma hoguera” (14).
Acerca de los castigos divinos por un acto impropio, la Biblia está llena de ejemplos en esa difícil –violenta a veces- relación entre Yaveh y el pueblo elegido que recorre todo el Antiguo Testamento, pero bastaría aportar el caso de las plagas de Egipto. En el caso del Cristo se trata de una epidemia que se declara en la ciudad tras ser encerrada la talla en la cárcel como si se tratara, de nuevo, de una persona.
Por lo que toca al escapulario que la talla del Cristo lleva al cuello, se trata, como es bien sabido de una tradición de hondo significado. La Orden de la Santísima Trinidad y de la redención de cautivos tenía por costumbre, una vez liberados éstos de su prisión, imponerlos un escapulario con la cruz azul y roja que el papa Inocencio III había concedido a la institución como símbolo. El uso de símbolos colgados del cuello tenía un origen común a ambas religiones, la mahometana y la cristiana, pues en ambas se usaban desde épocas remotas los escapularios o talismanes para liberar a los recién nacidos de su condición de seres sin conciencia. Esos escapularios tenían en muchos casos oraciones o signos escritos o dibujados y su uso era tan frecuente que muchos predicadores y numerosos concilios proponen su eliminación basándose en el carácter ambiguo de su significado así como en lo dudoso de su origen. Una de las oraciones más frecuentes, además de fragmentos de los cuatro evangelios –lo cual da muy a menudo a esos escapularios el nombre genérico de “evangelios”-, es la del Justo Juez, que precisamente comienza con las palabras “Justo Juez y Redentor…”.
Parece evidente, pues, que el uso de nóminas o papeles colgados del cuello es antiquísimo y entre cristianos y musulmanes se adopta con tanto fervor como recelo despertaba en los ministros de ambas religiones, pues podía comportar un abuso que lo acercara en ocasiones a la superstición. La leyenda de que los moros habían introducido en España la costumbre de llevar colgadas palabras para defensa de males del espíritu (15) hizo sospechar a muchos exégetas acerca de su origen y de su efecto en las almas. Sin embargo es evidente que se han seguido usando hasta hoy y que han sido muy frecuentemente los conventos y monasterios de diferentes órdenes religiosas femeninas los que han contribuido a la difusión masiva de esos escapularios en los que se metían cuidadosamente fragmentos de los sinópticos en ediciones diminutas salidas en los cuerpos más pequeños de diferentes imprentas de España (Santarén, Díaz de Rada, etc.) y se bordaban primorosamente para prenderse sobre las ropas o la cuna de los recién nacidos. La extraordinaria variedad y la diversidad de fines de esos papeles o pergaminos nos hace, forzosamente, referirnos aquí en concreto a aquellos primitivos talismanes con que se sacaba a un alma de la inconsciencia, se le rescataba de la ausencia de religión y se le adjudicaba un nombre, circunstancias todas perfectamente aplicables al uso de los escapularios trinitarios tras la liberación del cristiano que había pasado cierto tiempo en tierra de moros con el peligro que eso podía haber supuesto para sus costumbres y moralidad. De hecho, esos rescatados, con su correspondiente escapulario y a veces con un hábito particular, pasaban el primer año después de su redención en algún convento de su localidad hasta comprobar de modo fehaciente que el cautiverio y el alejamiento del hogar no habían tenido consecuencias funestas para su conciencia. A todas esas consideraciones habría que añadir el deseo expreso de la orden trinitaria de vincular a las personas rescatadas a la institución así como hacerles partícipes de sus privilegios. Se trataba, pues, de la imposición de un “signum”, de una señal, que identificaba a quien lo portaba con el espíritu y los fines de la orden. Las reiteradas apariciones de la cruz roja y azul en diferentes sueños de San Juan de la Mata vinculados a los cautivos, a un ciervo o a un ángel redentor nos llevarían a un más profundo análisis simbólico sobre algunos aspectos que se salen de esta ponencia pero que serían muy interesantes. No olvidemos la frecuencia en la hagiografía de la representación de la cruz entre las astas de un ciervo, símbolo del árbol de la vida y de la resurrección.
Terminaré estas breves reflexiones con una alusión a la imagen peregrina, pues de peregrinaje puede hablarse en el caso de la imagen principal del Cristo de Medinaceli. Se dice que, tras el encargo realizado a un escultor andaluz de la imagen por parte de los padres capuchinos, se verifica el primer traslado al reino de Fez a mediados del siglo XVII. Tras la conquista de la plaza de San Miguel de Ultramar por los moros en 1681, la talla viajó desde Mequinez a Tetuán y de allí a Ceuta para pasar después a Gibraltar, Sevilla y Madrid tras ser rescatada por los trinitarios. Pasado algo más de un siglo la imagen se traslada de lugar durante la guerra de la independencia y vuelve a moverse después de la desamortización, sufriendo poco después más avatares hasta la época de la guerra civil en que viaja por Valencia, Cataluña y Francia hasta llegar a Ginebra, desde donde regresa a Madrid en 1939. Cabría hablar, como en los relatos tradicionales, de la salida del hogar del protagonista, quien sufre mil aventuras hasta el regreso definitivo al hogar. En la hagiología, el significado de las imágenes que se mueven puede revestir diversas tipologías. El caso de las tallas que aparecen enterradas y son trasladadas a corta distancia del lugar de la aparición, suele corresponder, según se puede desprender de los relatos legendarios que hablan del reiterado interés de la propia imagen de volver o de no moverse del lugar, a una llamada de atención para que se levante un templo o ermita en el emplazamiento en que se hace el descubrimiento. Llamada de atención también, pero combinada con un deseable fomento de la devoción hacia determinadas advocaciones, se puede encontrar en imágenes que, como las tallas de niño Jesús exento en el caso de los franciscanos o las de Jesús rescatado en el caso de la Orden trinitaria, suelen hacer coincidir los habituales viajes de los miembros de la orden por las provincias correspondientes con una voluntad clara de esas mismas órdenes para que se hagan reproducciones de una talla que, por una serie de razones, ha calado en el alma popular despertando los mejores sentimientos y moviendo a piedad a quienes la contemplan. La creación consiguiente de hermandades y cofradías vinculadas a tales devociones ayudó siempre a divulgar y mantener el espíritu de las mismas y a acrecentar el número de adeptos. Cientos de cofradías recuerdan hoy el significado y valores representados por el Cristo de Medinaceli en el mundo de hoy.


Notas
(1) Mercedes García Arenal y Miguel Angel de Bunes: Los españoles y el norte de Africa. Siglos XV al XVIII. Madrid, Mapfre, 1992
(2) Miguel de Cervantes: Obras completas. Madrid, Aguilar, 1970, p.129
(3) Ibíd. p.129
(4) Ibíd. p. 352
(5) Ibid. p.163
(6) Ibíd. p. 373
(7) En María Sánchez Pérez: Las relaciones de sucesos en pliegos sueltos poéticos del siglo XVI. Tesis doctoral. Alamanca, Universidad de Salamanca, 2006
(8) José Simón Díaz: Impresos del siglo XVII. Madrid, CSIC, 1972. Número 1217
(9) V.V.A.A.: Las relaciones de sucesos en España. Actas del primer coloquio internacional. Madrid, Universidad de Alcalá, 1996, p.209
(10) Véase Frederic Serralta: La renegada de Valladolid. Toulouse, Universidad de Toulouse, 1970
(11) José Simón Díaz: Impresos del siglo XVII. Madrid, CSIC, 1972. Número 1248
(12) Miguel de Cervantes: Obras completas. Madrid, Aguilar, 1970, p.136
(13) Los evangelios apócrifos. Tomo II. Madrid, librería Bergua, 1934, p.48
(14) Devocionario mozárabe. Toledo, imprenta Cea, 1856, p.10
(15) Compruébese la perdurabilidad de alguna de esas fórmulas y talismanes entre los moriscos en el Libro de dichos maravillosos, escrito sin fecha copiado hacia el siglo XVI y publicado en la colección de temas arábico-hispanos (número 12). Adrid, CSIC, 1993. Allí puede observarse que desde el nacimiento a la tumba el morisco estaba rodeado de papeles escritos y pergaminos con oraciones.