Joaquín Díaz

INSTRUMENTA


INSTRUMENTA

Sobre los instrumentos musicales y las colecciones

12-04-2014



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Las colecciones de instrumentos musicales se nos muestran hoy como una necesidad del individuo por ordenar los objetos que le rodean o que le sirven para expresar y comunicar sentimientos, según un criterio o un método. Existe previamente, sin embargo, una relación entre el ser humano y las piezas concretas, que nos lleva inevitablemente, si queremos comprenderla y desentrañarla, al mundo de las creencias y de la educación. El individuo sueña, imagina, intuye, crea, y todo ello lo hace condicionado por algunas obsesiones, como la de encontrar explicación a su vida o la de reconocer la existencia de voces superiores -anteriores y posteriores a él- a las que trata de imitar o venerar. Esas voces le llegan de su propio entorno -la naturaleza, la relación con otras culturas más o menos desarrolladas que la suya-, de la emoción -algo casi indescriptible e irracional que parece tan genético como personal- y, por último, de la reflexión. En cualquiera de los casos, el ser humano inventa objetos con los que imita el sonido del exterior o intenta reproducir esa voz propia e interior que le susurra y le transmite estados de ánimo.
Todo esto, por supuesto, puede estar lejos de la intención principal o secundaria de cualquier coleccionista de instrumentos, pero jamás debe olvidarlo un estudioso o un experto en organología: los instrumentos musicales nacen de una necesidad íntima del individuo y se construyen para ser usados y mejorados por él. Y además, teniendo en cuenta que son objetos que le van a sobrevivir y que no siempre desvelarán, al ser estudiados por la arqueología, las razones de su construcción o de su uso. Es cierto que, superada la necesaria Edad Media -no tan oscura como pensaban los románticos- y a partir del Renacimiento la mirada se amplía, el interés se multiplica y las necesidades crecen, pero el Renacimiento –época reconocida como de comienzo del coleccionismo- es, sencillamente, una herencia bien administrada, que no surge de la nada ni aparece de repente en la historia de la civilización occidental.
La afición al coleccionismo nos deja dos ideas claras: que el objeto es anterior y más significativo que la colección y que la afición es el resultado de una educación en la que la curiosidad es asignatura clave. Un vistazo rápido a los inventarios de las colecciones del pasado, nos desvelaría además algunas de las interpretaciones posteriores que se dieron a ese tipo de coleccionismo avant la lettre: no hay demasiada preocupación por reunir objetos salvo la que se deriva de agruparlos por actividades o la que lleva implícito el valor económico de los mismos, lo cual entronca todavía con el concepto medieval de colección-tesoro. Bocinas, pitos, tambores, se describen en esos inventarios con una minuciosa referencia al oro, la plata o los esmaltes que contienen y, aunque hay diversas referencias a instrumentos musicales en las testamentarías reales o en los documentos referentes a la casa y descargos de cada monarca, están siempre unidas a los músicos que los tocan, de modo que, o bien se consideran herramientas de un oficio más que objetos aislados susceptibles de ser coleccionados o bien están ahí por su valor material. La afición de los reyes españoles a la música y al coleccionismo eventual de instrumentos para formar parte de capillas, sin embargo, fue emulada y sirvió de acicate para algunos nobles aunque no siempre se comprendiera en toda su extensión el sentido del interés que provocara aquella tendencia. Juan de Lucena en su Vida beata describe admirablemente el artificio de esa imitación basada en la costumbre: “Jugaba el Rey (Enrique IV), éramos todos tahures; estudia la reina, somos agora estudiantes” (1). El coleccionismo de instrumentos, en cualquier caso, era cosa de privilegiados y sujeta principalmente a su bolsa, a su gusto y, casi siempre en último término, a su afición por la música. Cierto que ese orden se va invirtiendo con el tiempo y llega al siglo XIX casi irreconocible. Romá Escalas recuerda en el prólogo al primer volumen del Catálogo de instrumentos musicales en Museos de titularidad estatal, obra de Cristina Bordas, que somos herederos tanto del pragmatismo utilitario como del rigor científico derivado de las ciencias modernas y de su incidencia en el coleccionismo y en la museología en el siglo XIX (2). En ese mismo prólogo podremos constatar también que la historia de las colecciones españolas de instrumentos musicales es tan antigua como mal apreciada por la Administración y por la propia sociedad española. La música sólo se veía como el ejercicio poco serio de una actividad artística ante la que siempre mostró recelo la burguesía floreciente en esa época, pese al provecho que obtuvo de ella para su solaz y diversión. La desventurada historia de algunas colecciones de instrumentos nos lleva siempre a la misma conclusión: falta de sensibilidad y escaso interés -ni siquiera el económico- por el coleccionismo.

Es innegable que, a partir del nacimiento de un Estado de las Autonomías, se ha suscitado un interés creciente por el patrimonio más cercano, por la cultura en su variante local, que se ha traducido en publicaciones, exposiciones e investigación cuyo único defecto tal vez sea el peligro de una visión exclusivista, estrecha o aislada que haga contemplar los hechos y las producciones del individuo bajo la única luz de influencias localistas o modismos culturales. Un Museo de ámbito ibérico –muchas veces se ha hablado de crearlo-, que tuviese entre sus funciones la de la investigación (además de la conservación, catalogación, restauración y exhibición de fondos), podría dedicar su atención al estudio y publicación de trabajos científicos, tan necesarios hoy, que contemplen de forma conjunta la evolución histórica y geográfica de los instrumentos musicales sin olvidar que en épocas pasadas los límites políticos y lingüísticos estuvieron determinados por otros criterios e influencias. No se puede olvidar, sin embargo, que la misma creación de los museos nacionales vino condicionada por un modelo francés previo a la Restauración, que tenía bastante de revolucionario ilustrado y que tuvo que sufrir modificaciones para adaptarse a las necesidades y tendencias españolas del momento.
En la introducción al ya mencionado trabajo de catalogación de instrumentos musicales en los Museos de titularidad estatal, publicado por Cristina Bordas con el patrocinio del INAEM, Romá Escalas marcaba las pautas que debería seguir una correcta gestión cultural de un Museo, respetando las características históricas de los instrumentos pero aprovechando al máximo sus posibilidades: “Debemos considerar el instrumento musical como fuente primera de investigación histórica de la que obtener toda información sin restricciones” (4). Frente a criterios de coleccionismo y conservación que sirvieron en el pasado, cualquier museo de nueva creación debería integrar tendencias novedosas, líneas diferentes de investigación, acomodando adecuadamente las antiguas necesidades y actividades museísticas con el abanico de ofertas culturales que hoy, necesariamente, debe mostrar un museo bien gestionado.
Con sólo mencionar cinco nombres y apellidos de coleccionistas españoles estaríamos hablando inmediatamente de más de doce mil instrumentos musicales (la mayor parte de ellos sin exponer en la actualidad) de los cuales la cuarta parte habría sido fabricada, construida o usada en España durante los cuatro últimos siglos. A todo esto habría que añadir que, sin excesiva dificultad, una persona aficionada al coleccionismo puede hoy día hacer una colección que ronde las quinientas piezas diferentes con el simple ejercicio de recorrer talleres de fabricantes, constructores y lutiers españoles que todavía están en activo desde La Coruña a Valencia o desde Barcelona a Huelva. Es más: no necesitaría ni siquiera realizar esos viajes puesto que por Internet podría obtener la mayor parte de los instrumentos con el único riesgo de no haber sido probados previamente. Estamos hablando además de piezas tan variadas que abarcarían la música étnica y rural, las reproducciones de instrumentos antiguos o las réplicas de modelos históricos.
Mucho más arduo que coleccionar, sin embargo, es la tarea de encontrar un órgano de gestión apropiado, que cubra todas las necesidades y atienda a las expectativas suscitadas antes y después del nacimiento de un museo. Independientemente de su adscripción o dependencia administrativa, si la tiene, la actividad de un museo debe comprender, entre otros, los siguientes aspectos.
Gestión, Investigación, Recuperación y Relaciones
En lo que respecta a la gestión, es evidente que los intereses y criterios con que nacen hoy los nuevos Museos añaden retos a la museología tradicional, que en España nació, en muchos casos, como consecuencia de la Desamortización, es decir, como resultado de un acto de enajenación contrario al espíritu de respeto por lo artístico, que tuvo que compensarse forzadamente, como siempre, con la creación de las Comisiones Provinciales de Monumentos en 1844 y la iniciativa de los primeros Museos en los que las Diputaciones provinciales reunieron, al estilo de los príncipes renacentistas, todo el arte procedente de iglesias, conventos y monasterios desamortizados. De cualquier manera, a los afanes diversos -personales, artísticos, recopiladores, históricos o científicos- de los dos siglos pasados se incorpora en estos momentos la necesidad de una información exhaustiva que facilite el acceso a la documentación con una tecnología avanzada. Por poner un ejemplo: de los casi treinta mil visitantes que tiene anualmente nuestro pequeño Museo, situado en un pueblo de ciento cincuenta habitantes llamado Urueña, sabemos que hay un tanto por ciento, que se aproxima al treinta, que lo visita por el mero hecho de contener una colección de instrumentos. En cambio, de los doscientos mil visitantes que tiene nuestra página web al año, podemos deducir (ya que un servicio de estadísticas nos ofrece la posibilidad de conocer las palabras de consulta más frecuentes) que los términos “instrumentos” y “musicales” son los más utilizados para acceder al contenido de la página. Podemos saber además el número de minutos y segundos que una persona o institución está visitando la página y en qué contenido se detiene o incluso por qué lugar exacto sale de ella. Conocemos también qué contenidos se descarga y a qué país van. Cruzando datos de esa estadística con las consultas personales recibidas diariamente, podemos conocer las tendencias sociales y los intereses de investigadores particulares o de colectivos determinados hacia nuestro Museo y la documentación que contiene. No soy precisamente un partidario convencido de las estadísticas, pero reconozco que un tipo de dato no solicitado, de carácter espontáneo como éste que nos encontramos, puede ayudarnos a diseñar estrategias y actividades con poco margen de error, así como a incidir más y mejor en la documentación que ofrecemos a través de los buscadores de nuestra web. Esto en lo que se refiere a documentación, que es uno de los aspectos preferentes que debe contemplar un Museo moderno. La colección no debe estar ya aislada sino perfectamente contextualizada y las piezas acompañadas del mayor número de datos cuya accesibilidad sea sencilla. Por otro lado, a la hora de adquirir nuevas piezas, la compra del objeto debe efectuarse no sólo por su apariencia o valor sino por su carácter, por su construcción, por sus materiales, por su historia, por su contexto, por su condición o por su sonido. Esto quiere decir que los datos de referencia que acompañarán a cada uno de los objetos deberían contemplar, por supuesto su carácter artístico y musical, pero también sus características mecánicas o físicas, la evolución orgánica de los materiales de que está construido, la historia y proceso por el que ha llegado hasta el museo, sin olvidar anotar quién lo hizo y de quién aprendió esa persona a construirlo, así como los distintos usos, rituales o sociales, que tuvo en otras épocas. Toda esa información también se podía reunir en el pasado pero lo que la hace ahora más valiosa es, como digo, que sea tan fácilmente accesible a través de puntos informáticos situados en la propia sala de exposiciones o a través de un buscador de consultas en la red.
En los últimos tiempos, y sobre todo desde el campo de las ciencias sociales, se viene insistiendo en las cuatro funciones que debe desempeñar el patrimonio artístico y cultural: servir para el estudio y aprovechamiento por parte de cualquier miembro de la sociedad; preservar del olvido o del deterioro el bagaje histórico y cultural; servir de acicate para la creatividad y, finalmente, constituir una base sobre la que el individuo se integre en la sociedad que le identifica, de cuyas producciones es propietario. Como titulares de un Museo, por tanto, tenemos la obligación de gestionar adecuadamente ese bien útil para cumplir con los fines de la propia institución cuya colección debe ser permanente y abierta al público, al servicio de la sociedad y de su desarrollo, sin fines lucrativos y dedicada a adquirir, conservar, investigar, comunicar y exhibir los testimonios materiales y artísticos del individuo y su entorno, para que sean motivo de estudio, educación o deleite. La Ley del Patrimonio Histórico- Artístico español va más allá recordando que algunas colecciones pueden añadir al valor material y artístico, el histórico, el científico, el técnico o el de cualquier otra naturaleza cultural.
Aunque en el pasado podía mostrarse como una panacea, no conviene que nos engañemos, sin embargo, con respecto a las posibilidades que puede ofrecer la gestión de un Museo si está vinculado o depende exclusivamente de una administración pública: la lentitud e inercia, que son dos cualidades que distinguen habitualmente a las administraciones locales, autonómicas y estatales en España, suelen ser una rémora en la gestión de un Museo. No es que el sistema administrativo tenga en sí mismo defectos o carencias especiales, sino que a veces recalan en él personas que abominan de la creatividad siempre que suponga un riesgo y estiman que cualquier movimiento es contrario a la seguridad y equilibrio que, según ellos, deben mantener las instituciones públicas. Es muy difícil encontrar en nuestro país ese sentido de servicio altruista al común, esa disposición filantrópica, que debería mover al ciudadano a contribuir con su trabajo temporal al perfecto funcionamiento de la sociedad en la que vive. Para colmo, las nuevas generaciones, lejos de aceptar el reto de la inseguridad como una consecuencia de la aventura de vivir, prefieren la comodidad de un puesto en la administración antes que arriesgarse como jóvenes en el ejercicio de una valentía y una intrepidez que se les debía suponer por la edad.
En cualquier caso, y además, el peligro de una sola administración encargada, entre otros muchos deberes, de una institución como un museo, se traduce -por fortuna, no en todos los casos- en anquilosamiento, en inactividad forzada o en el albur de encontrar un político o un funcionario con la sensibilidad adecuada, lo cual no casi nunca se da. Por eso siempre he pensado que una fórmula jurídica como la Fundación, permitiría a la administración controlar el uso correcto de las colecciones, a la par que podría aliviarla de cargas económicas excesivas y dar al mismo tiempo un protagonismo a otros sectores de la sociedad que solicitan insistentemente una presencia en la vida social, cultural y económica del país. Una Fundación es una institución con personalidad jurídica propia, con un sentido dinámico, con una legislación que todavía se está construyendo y modificando positivamente en estos momentos y con unas posibilidades de actuación muy superiores a las de la propia Administración. Si este modelo de institución no ha alcanzado en nuestro país el nivel y prestigio que en otros lugares del mundo se le reconoce es, probablemente, por el recelo injustificado de la misma Administración que controla y cuida de que su normativa no sea excesivamente libre o de plural interpretación.
Esa normativa, sin embargo, podrá, por razones de eficacia y universalidad, salirse de los márgenes marcados para el funcionamiento de un museo; es decir, si hablamos de investigación, por ejemplo, el plantel científico no puede quedar reducido al ámbito aparente de actuación condicionado por la colección acogida en el museo, que en este caso sería el ámbito musical. Un departamento de física o un instituto de filología, por poner dos casos, tienen capital importancia en orden al estudio de la acústica o la afinación y de la elaboración de un tesauro, materias ambas tan interesantes como poco trabajadas en el pasado. La investigación tiene así una mayor amplitud de criterios y contribuirá a crear campos más abiertos y plurales que incidan en el intercambio de ideas y soluciones científicas. En cualquier caso, los objetivos principales del museo como institución se mantienen, y se complementan y coordinan con esos otros de carácter académico.
Además, la presencia de diferentes sectores y organizaciones culturales en el Patronato de una Fundación y en sus Consejos Ejecutivo y Asesor, posibilita de forma práctica que la sociedad entre en el Museo con todos sus intereses y preocupaciones, evitando miedos y recelos muy enraizados en el público por la actuación a veces equivocada de quienes, detentando su gestión con un sentido más corporativista que de servicio público, consideran al visitante un intruso o un molesto inconveniente. La diferencia numérica tan notoria entre los asistentes a las exposiciones temporales y los visitantes de los museos no sólo se debe a la existencia de campañas publicitarias o al interés monográfico de los temas expuestos, sino al estilo renovado de aquéllas que conecta mejor con una sociedad joven, poco proclive a la aceptación de algunas estructuras elitistas del pasado. La conveniencia de relacionarse con representantes de Conservatorios, con organizaciones sin ánimo de lucro o con artesanos es evidente y proviene, asimismo, tanto de la necesidad de implicar a sectores directamente interesados para evitar indefiniciones o desviaciones de los objetivos hacia conveniencias demasiado generales o inadecuadamente mercantiles, como de la conveniencia de que el individuo, el ciudadano, no abandone sus deberes y derechos cayendo en la tentación de delegar demasiado las atribuciones que se derivan de esa condición.
Una Fundación puede velar con mayor interés y eficacia que cualquier otra institución por la creación de un patrimonio propio que estaría integrado por colecciones de instrumentos o piezas adquiridos a partir de su puesta en marcha, por documentación variada, por objetos relacionados con la construcción de aquellos mismos instrumentos (talleres de lutiers desaparecidos, por ejemplo), material cuya aparición en el mercado del anticuariado pilla siempre desprevenida a la Administración que, aun teniendo a veces derecho a intervenir, rara vez lo hace, perdiéndose oportunidades únicas para adquirir, conservar o retener esos bienes históricos y artísticos.
Andreas Huyssen, para quien el individuo de hoy suple el ancestral temor al olvido con un reverencial respeto al pasado, descubría en un curioso trabajo la coincidencia temporal que vincula el interés actual hacia los museos con el aumento de las cadenas de televisión y de su programación. Al hablar de que el individuo moderno busca en el museo un contacto con objetos reales frente a la irrealidad que contempla en la pantalla, observaba que, sin embargo, en los antiguos museos la exhibición de aquellos objetos perseguía precisamente lo contrario, es decir, sacarlos de “su realidad” para ofrecer de ellos otra lectura (5). La aparente antinomia no es tal si consideramos que el museo y sus objetos sirven en cualquiera de los casos de factor de equilibrio al individuo. Tampoco podemos olvidar que tanto la realidad como la idea aceptan el complemento de un contexto, absolutamente necesario en un museo donde se conoce la importancia que han de tener las primeras y el segundo. Una concepción moderna del museo permitirá elegir unos objetos en vez de otros, otorgándoles con esa simple acción un valor que no siempre se ajustará a los criterios del pasado. De hecho, un museo de instrumentos musicales se podría plantear si un museo virtual cumple mejor los objetivos de información que un museo tradicional, o sea de objetos reales. El ICOM señaló hace tiempo varias categorías para los museos virtuales concibiéndolos como simple catálogo, como base de datos, como página con diferentes entradas de acuerdo a la edad, antecedentes y conocimientos del internauta para reforzar el sentido didáctico de los contenidos y por último como lugar de acogida de enlaces y datos de diferentes webs. Afortunadamente no hay, de momento, excesivos recelos entre los defensores de los museos virtuales y los del edificio físico y objetos reales. Apenas hay competencia entre los dos y además se complementan en muchos aspectos, hasta el extremo de poder convivir cada uno de ellos en el espacio del otro.
La importancia de la colección como centro del museo comparte así protagonismo con el individuo y con los procesos informáticos de comunicación (concebidos como lenguaje) que le pueden llevar a crear documentos digitales de alto valor informativo y cultural.
Si he elegido la palabra recuperación al hablar de las actividades de un Museo ha sido de forma intencionada. Entre sus significados está el de restaurar o volver a poner en servicio algo. Al hablar de mantenimiento o de restauración parece que siempre nos estamos refiriendo a un objeto físico sobre el que tratamos de aplicar un cuidado por medio de productos adecuados. Todo esto es muy cierto y algo absolutamente necesario en un museo en el que las piezas, construidas con materiales diferentes que requieren un tratamiento diverso, tienen propiedades orgánicas no coincidentes. Sin embargo recuperar es también retomar lo que antes se tenía y en ese sentido me interesa mencionar algunos aspectos menos tangibles, pero importantes para un museo de instrumentos, que hasta hoy han tenido poca cabida en él. Podemos extasiarnos ante una pieza de la época de los Reyes Católicos, pero nos deja indiferentes lo que nos pueda contar un constructor de gaitas que está aplicando unas técnicas que han sobrevivido cinco siglos de boca en boca.
De un tiempo a esta parte, afortunadamente, parece que algunos conocimientos que han llegado a nuestros días gracias a la transmisión verbal, material o gestual, comienzan a ser considerados por archivos y museos como inventariables. Esto supone, afortunadamente, una oportunidad espléndida para revisar conceptos o teorías acerca de dichos conocimientos y su forma de comunicarlos, ya que las circunstancias en que se había producido hasta ahora la entrega y valoración de toda esa sabiduría complementaria e intangible, han variado considerablemente durante el último siglo. Podría decirse por tanto que los conocimientos verbales, materiales y gestuales de una cultura patrimonial almacenada por el individuo a lo largo de períodos de tiempo dilatados son complementarios de su propia existencia y ayudan a comprender mejor o contextualizar sus relaciones.
Hoy día ya parece consolidada la tendencia a hacer uso de la cultura inmaterial tradicionalizada para complementar el estudio de la historia, para ayudarse en los trabajos de sociología o antropología o para sustentar teorías lingüísticas o filológicas. Se ha encontrado, al hacer uso de las conversaciones grabadas directamente de la boca de los especialistas y almacenadas en diferentes soportes más o menos duraderos, la posibilidad de convertir ese material, aparentemente inerte, en fuente de estudio y comparación, de ahí la importancia que se da actualmente a la recuperación de grabaciones históricas. Por desgracia son escasos los documentos audiovisuales acerca de solistas que nos permitan contemplar la evolución en la interpretación de un instrumento concreto en los últimos cien años, pero más raros aún son los documentos en cualquier tipo de soporte en los que aparezcan lutiers o constructores de instrumentos trabajando en su taller, comunicando datos o conversando sobre temas de su especialidad. Quién pudiera tener películas de los Ramírez o de Santos Hernández, de Basilio Carril, de Ramón Adrián o de tantos otros que se me ocurre que pudieron ser grabados por la época en la que vivieron...
Un archivo audiovisual es imprescindible en un museo de instrumentos aunque requiera hoy muchos más requisitos que hace unos años. Hay que contar con que, además de los registros que llegan al archivo por diferentes conductos (donaciones, depósitos, trabajo de campo del propio equipo, grabaciones históricas, etc.), hay que garantizar el uso adecuado de esos materiales, para lo cual el archivo debe establecer unos formularios en los que se clarifique bien el derecho de los encuestados, el trabajo del encuestador y la responsabilidad del propio archivo en la custodia y posterior utilización de los fondos. Todos estos aspectos están siendo regulados por la UNESCO para proponerlos en forma de normativa a los gobiernos que estén decididos a proteger y preocuparse por el patrimonio inmaterial. Me inquieta, sin embargo, que la propia definición propuesta por aquella institución de ese patrimonio intangible no incluya la palabra “mentalidad”, que sería la que mejor definiría las estructuras del intelecto sobre las que el individuo basa la creación de las expresiones de estilo tradicional. Esa mentalidad sería el soporte imprescindible y primario para la creación y a ella se incorporarían posteriormente las formas de expresión y, finalmente, la puesta en escena o materialización de esas formas.
Recuperación, por tanto, no sólo de los productos generados por la capacidad creativa del ser humano, sino de toda esa sabiduría inmaterial que rodea las creaciones, imprescindible para la comprensión de las piezas y para una valoración objetiva de su importancia.

A estas alturas del siglo XXI nadie duda de que el museo es un magnífico marco para el encuentro entre la cultura y el público. Cierto que la actitud predominante de la sociedad suele ser pasiva y que es difícil a veces atraer a los visitantes pero los instrumentos musicales (me remito simplemente a las estadísticas) tienen, tanto en calidad de objetos como en su conjunto, un aprecio especial del público y una rentabilidad social y cultural elevadísima. La curiosidad que despiertan se debe a muchas razones: son piezas vivas por sus materiales, con la posibilidad de crear música en muchos casos, con el atractivo de su belleza o valor y con su calidad de mediadores entre el arte y el individuo. Un museo de instrumentos musicales, por tanto, tiene unas funciones claras promocionales, didácticas, científicas y sociales. Su relación con la sociedad no debe acabarse en la simple visita, sino que ha de aprovechar esa atracción ya mencionada para organizar música en sus salas con alguno de los instrumentos expuestos, talleres pedagógicos y conciertos, tanto monográficos como de conjuntos de piezas. Su relación con otras instituciones le permite establecer convenios con empresas, con universidades públicas y privadas y con administraciones o fundaciones de igual o similar dedicación para la realización de exposiciones temporales, firma de convenios, acuerdos de publicaciones o ayudas a la investigación. Disciplinas jóvenes como la museografía, dedicada a las cuestiones técnicas (arquitectura del edificio, señalización, equipamiento, temas expositivos), y la museología, que abarca asuntos históricos y sociales, deben ser el marco científico perfecto para que la institución pueda ordenar, sistematizar, difundir y enfatizar la colección o colecciones que contiene y jamás un fin en sí mismas. Desde mediados del siglo XVIII está claro que el museo adquiere ese carácter público que no significa que sirva para acoger al público sino que el público es el principal propietario y destinatario de sus tareas.
En ese sentido, la sociedad viene reclamando su papel en los museos, sea cual sea su titularidad, a través de las Asociaciones de amigos de los museos, entidades con personalidad jurídica que, en los últimos tiempos, han sacado de apuros a muchas instituciones cuya estructura o dependencia orgánica no les permite programar actividades (conciertos, exposiciones temporales, etc.) por no estar contempladas en su escaso o rígido presupuesto, así como servir de intermediarios, respetando su carácter no lucrativo, en el desarrollo de las actividades mercantiles de espacios demandados actualmente en un museo como la tienda o la cafetería, por ejemplo.

La reflexión final es que el museo de instrumentos musicales constituye un órgano perfecto para recoger, conservar, estudiar y difundir piezas de diverso origen -históricas, étnicas, experimentales- y documentos de cualquier tipo relacionados con ellas, a través de los cuales se puede conocer mejor la historia de la música y la sociedad en un país, con todas las derivaciones que se quieran extraer de ese binomio. Para ello, el Museo debe ser una institución moderna cuyas estructuras respondan a las necesidades de la sociedad contemporánea, conservando las mejores cualidades del pasado y acogiendo iniciativas de carácter creativo y renovador.
Sus áreas o secciones internas deben perseguir el mejor resultado artístico, científico y social, potenciando aquellos aspectos que permitan un óptimo funcionamiento interno y que contribuyan a reforzar la imagen externa de la institución. Bien entendido que esa organización y administración interna jamás pueden pesar tanto en su estructura que oculten o minimicen las relaciones del museo con sus últimos destinatarios que son los visitantes, tanto los que van a disfrutar simplemente de los recorridos propuestos, como los investigadores ocasionales o los seminarios permanentes que necesitarán hacer uso de espacios especiales como biblioteca, archivos audiovisuales, almacenes y depósitos, etc. Debe quedar claro en la exposición y documentación complementaria el papel del individuo como creador, inventor, constructor e intérprete de unas piezas que son “instrumentos”, es decir medios, para poder comunicar sentimientos y mensajes humanos. A lo largo de la historia han existido muchos modelos de instrumentos condicionados por la tecnología, la educación, el sentido estético o la funcionalidad que sus creadores e intérpretes han querido darles, pero cualquier clasificación que se utilice actualmente (fuente de sonido, funcionalidad, materiales, historia) debe ser lo suficientemente equilibrada y flexible para permitir comprender que han existido muchas formas de usar los instrumentos musicales y por tanto la historia de cada uno de ellos, independientemente de su tipología, va unida a la de los seres humanos que los diseñaron, fabricaron y extrajeron música de su materia.




Notas
(1) Juan de Lucena: Vida beata. Tomo XXIX de la colección de Bibliófilos españoles. Madrid, 1902
(2) Cristina Bordas: Instrumentos musicales en Colecciones Españolas. Vol I. Madrid, 1999, p.15. Romá Escalas escribe el prólogo al Catálogo.
(3) Cristina Bordas: “La colección de instrumentos de Barbieri: una aportación a la historia de la organología en España”. Madrid, Revista de Musicología. Vol XIV-1991-números 1-2, pp.105-111.
(4) Cristina Bordas: Instrumentos musicales en Colecciones Españolas. Vol I. Madrid, 1999, p.20.
(5) Andreas Huyssen: “Escapar de la amnesia: el museo como medio de masas”. El paseante, Madrid, 1995 pp.56-79.