Joaquín Díaz

EL RIO COMO ELEMENTO SOCIALIZADOR Y COMO EXCUSA POETICA


EL RIO COMO ELEMENTO SOCIALIZADOR Y COMO EXCUSA POETICA

El agua como excusa en la poética tradicional

16-02-1990



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En más de una ocasión he comparado la tradición con un río y éste me parece un marco especialmente adecuado para recordarlo; las orillas corresponderían a los límites de esa cultura –siempre cambiantes, siempre imprecisos- y el caudal serían todos esos conocimientos que, en forma de corriente impetuosa, se van acumulando a lo largo de los siglos. Algunos de ellos vienen de muy lejos, casi de los albores de la humanidad, y por tanto están cerca de las fuentes primigenias; otros, por el contrario, se han añadido más recientemente, como las aguas de ese afluente que contribuye a engrosar el raudal a la mitad del recorrido. Nosotros contemplamos tal corriente desde nuestra realidad vital, desde el punto concreto en que nos ha correspondido vivir, e intuimos que hay un pasado, de donde procede el presente que fluye ante nuestra vista, y un porvenir más allá del lugar que alcanza nuestra mirada.

La cultura tradicional, por otra parte, no es un corpus estático, inamovible, sino algo que evoluciona y se transforma con el tiempo y la influencia de las modas, de los acontecimientos sociales, de los sucesos históricos y de las confrontaciones bélicas. Para entender el fenómeno correctamente habría que atender, por tanto, a su fondo y a su forma. Su fondo porque, entre ese material variopinto y heterogéneo que lo constituye (esas aguas que corren), podremos encontrar restos o supervivencias de otras culturas que nos precedieron y, como la nuestra, se enfrentaron a problemas y cuestiones, tanto de orden espiritual -por consiguiente de pausada resolución-, como de carácter vital -con su correspondiente apariencia perentoria-. En ambos casos nuestros antepasados nos legaron, no sólo unas normas de supervivencia más o menos efectivas, sino una verdadera filosofía, un modo de entender y adecuar la propia vida a la realidad. También al fondo pertenecen todos esos añadidos que en cada época han contribuido a hacer de la cultura tradicional algo fluido y expresivo, capaz de adaptarse a diferentes gustos y civilizaciones; la literatura difundida a través de pliegos y obras de pequeño volumen ha colaborado asimismo grandemente en esta tarea, aceptando perder su condición de material escrito y pasar a la tradición oral para perpetuarse así, de boca en boca, a lo largo de generaciones.

En cuanto a la forma que adopta esa cultura, todo ese material, convendría recordar que son personas características -"especialistas"-, quienes se han encargado tradicionalmente de recibirlo y comunicarlo, produciendo a lo largo del tiempo y el espacio un "estilo", una manera peculiar de crear y repetir que no desentona nunca con lo heredado y que sirve de paso para conformar los límites, las orillas de ese río al que nos referíamos antes.

Por ajustarme al tiempo que se me ha asignado, sólo citaré ahora dos argumentos que se repiten en cualquier forma de expresión oral referida al tema: el agua como fuente de vida, es decir contemplada desde su propia esencia vivificadora, y el agua como espejo del tiempo, esto es, como reflejo de lo que el ser humano ha sido capaz de crear y destruir en su nombre.

1.- LA FUENTE DE LA VIDA


De la costumbre hispánica de venerar las aguas y rendir culto a los númenes que las habitan, ya habla Menéndez y Pelayo en la Historia de los heterodoxos españoles, capítulo 1º, aludiendo al paso del panteísmo al politeísmo: Las fuentes poseían un poder y había que buscar un Dios que lo personalizara. Ese antiguo poder del agua como generador de vida y misterioso símbolo de lo animado viene a confirmarse en romances como "La flor del agua", de apariencia cristiana y fondo precristiano. La Iglesia, cubriendo con su manto determinadas celebraciones paganas, confirmó la exaltación de algunos ritos, como los de medio verano, en los que agua y fuego cumplían funciones tan importantes. Muchos folkloristas han descrito la creencia, común sobre todo en la parte septentrional de España, de que en la mañana de San Juan (advocación a la que se dedica el paso de la mitad del año) aparecía sobre la superficie de ríos, estanques, fuentes y lagos la llamada "flor del agua", extraña maravilla que hacía feliz a quien tuviera la suerte o la previsión de cogerla. Muchachas casaderas acudían con el alba a cortar esa flor que, además de transmitirles su poder lustral -muchas se bañaban desnudas a medianoche para no tener enfermedad ninguna durante los doce meses siguientes-, las introduciría dentro de la lógica mántica, permitiéndoles conocer si contraerían matrimonio en el curso del año. Naturalmente todos esos poderes eran conferidos por las hadas, ninfas o señoras de las aguas cuyo sortilegio, transmitido con el simple acto de bañarse o lavarse, acumulaba en determinadas fechas del año propiedades mágicas sobre las superficies acuosas. La Virgen viene a sustituir, en los pueblos de tradición cristiana, a aquellos espíritus, convirtiéndose en vivificadora del prodigio y permitiendo, en este caso a la hija del rey, conocer el futuro que la aguarda: Se casará y tendrá tres hijos, el último de los cuales -una hembra-le causará la muerte tras el parto. El hecho de que el agua sea, para muchos estudiosos del alma humana, uno de los símbolos del inconsciente (y de género femenino), nos incita a reflexionar sobre el dato curioso de que los personajes del romance sean femeninos y de que la profetizada desaparición de la infanta se haya de producir, precisamente, tras ser sustituida cíclicamente por otra mujer. La antigua creencia de que el agua, como elemento primordial, estaba relacionada con todos los elementos del Cosmos (cielo y nubes/tierra y rios o lagos/subsuelo y fuentes subterráneas, etc.) se ve de este modo unida a descubrimientos y estudios más recientes cuyo valor científico sería dudoso pero que aportan hipótesis atractivas al proceso del conocimiento humano; así, por ejemplo, la teoría de que el culto al agua proviene de un recuerdo inconsciente del líquido amniótico que protege al feto. De modo similar se intenta explicar también la facultad de los saludadores para andar sobre hierro candente o tocarse la lengua con una plancha ardiendo, ya que aquel líquido que estuvo en contacto con el amnios seguirá protegiendo de por vida a este tipo de curanderos. En cualquier caso, siempre se le atribuyó al agua un poder fecundador; recuérdense las fuentes o pozos convertidos por la tradición en el remedio eficaz contra la soltería o la esterilidad.

Podría darse el caso, sin embargo, de que espíritus negativos o malignos -brujas, diablesas- acudiesen a conocer los secretos del agua, envenenando o dañando su superficie, en cuyo caso se echaba mano de un recurso infalible: el cuerno del alicornio o unicornio, con el que se hacían cruces y bendiciones sobre el agua para después introducirlo en el líquido y remover su contenido ligeramente; así se sigue haciendo en algunos pueblos de la montaña de Palencia y de León. La tradición es antigua y ya Andrés Thevet en su Cosmografía nos describe el poder del único cuerno de este animal contra cualquier tipo de ponzoña natural o sobrenatural; proviene tal creencia de la leyenda creada a partir de unos escritos de Ctesias (siglo V a. C.), médico de la corte de Artajerjes Mnemonida. Durante la Edad Media se atribuyó al unicornio una debilidad especial por las palomas y las doncellas, ante quienes amansaba su fiereza, la que le convirtió en símbolo de la virginidad y de lo religioso, permitiendo además, por mágico y milagroso sortilegio, que cualquier objeto (vaso, pomo, etc) fabricado con su cuerno, se ennegreciera al contacto con un veneno o, al menos, lo neutralizara. El hecho de que, durante siglos, se le considerara animal anfibio con las patas de atrás palmeadas, contribuye no poco a aumentar su supuesto dominio sobre las aguas.


En España, casi todas las historias que rondan lo mistérico tienen el sello de los moros: tesoros ocultos, pasadizos secretos, imágenes enterradas, provienen, aparentemente, de la época de la dominación que hubo de dejar, tras tantos siglos de influencia, secuelas legendarias. De hecho existe una multitud de versiones referidas a un relato que adquiere visos de verosimilitud en cuanto toma carácter local y reviste forma propia: la gruta de los moros. Se dice que, tras abandonar los mahometanos suelo cristiano, algunos quedaron encerrados en grutas y galerías custodiando fabulosas riquezas, ganadas en batallas, o guardando los cuerpos de sus hermanos de alguna profanación. Para evitar ser vistos bajaban de noche a algún venero cercano a por agua y allí se les escuchaba cantar terroríficas monodias que repetían si alguien pretendía penetrar en su cueva, alejándole con aquel triste y lúgubre lamento. El hecho de que utilizasen las fuentes próximas para beber concedía a éstas unas cualidades especiales o mágicas que consistían habitualmente en abundancia de caudal o en propiedades medicinales. Además, como señores de la grutas, poseían el secreto de intrincados laberintos, algunos de los cuales estaban inundados de aceite, lo que les permitía desplazarse de unos lugares a otros con extraordinaria celeridad; si algún animal perdido se acercaba a la gruta sin que el amo lo advirtiera y caía en alguna de esas simas, aparecía al día siguiente, inexplicablemente, a diez o doce kilómetros, en otra salida natural.

Normalmente, en la cuenca del Duero, son moras quienes habitan estas cuevas, por lo que la leyenda se ha venido a denominar genéricamente "La cueva de la mora". En otro sentido se manifiestan todas las historias referentes a Vírgenes aparecidas, en lugares sagrados o escondidos, a humildes pastores; cuando se las quiere trasladar, las propias imágenes parecen impedir su remoción o, si ésta se produce, de noche vuelven ellas solas al lugar original donde aconteció el milagro Por no abundar más recordaremos, finalmente, la historia de San Atilano, obispo de Zamora, quien, al tiempo de salir en peregrinación para hacer penitencia por los pecados de España, arroja su añillo pastoral al río prometiendo no regresar a su sede hasta que el agua no le haya devuelto su símbolo episcopal. Tras años de deambular por esos mundos una voz le anuncia que vuelva a Zamora; así lo hace y, nada más entrar en la ciudad, unos posaderos le ofrecen como alimento un pez de cuyo interior sale el anillo, momento en que todas las campanas comienzan a doblar solas. La misma anécdota refiere una tradición anterior acerca de San Arnulfo, bisabuelo de Carlomagno, situándola en Metz, plaza de la que aquél llegó a ser obispo.

También las aguas son, en ocasiones, el vehículo utilizado por las fuerzas sobrenaturales para castigar una trasgresión de la ley divina. En ese sentido cabe aceptar la leyenda existente sobre la formación del Lago de Sanabria. Un pobre (Jesucristo en algunas versiones) llega a una aldea donde le niegan de primera intención una limosna; algunas variantes hablan de un bollito ofrecido por el panadero, que al ser tirado al horno para que se cueza se convierte en un pan tan enorme que no sale por la puerta. El mendigo invita a los que han sido generosos con él a que salgan del término ya que se dispone a anegarlo; seguidamente cumple su amenaza clavando su bastón en el suelo, del que sale un borbotón de agua que va subiendo hasta dejar sumergido al pueblo.
También Lot cuece unos panes para los ángeles que se hospedan en su casa, sirviéndole esta circunstancia para salvarse de la destrucción de Sodoma, según narra el Génesis. Filemón y Baucis, en Las Metamorfosis de Ovidio, sufren suerte parecida cuando albergan a dioses que después sepultan su pueblo bajo las aguas. Similares características revisten la ciudad de Is (Bretaña) y Biruet Ram (Siria), y relatos coincidentes aparecen en Italia (Roma), Francia (ciudades de Gascuña) y Gales (Pool). Se da en casi todos los casos el hecho de que, al igual que en las muchas variantes universales del Diluvio, una familia queda para perpetuar la especie.



Una leyenda de Zamora, la de los santos barqueros Julián y Basilisa nos describe otra historia, la tan frecuente como necesaria del paso de los ríos, con propósitos hagiográficos. Julián y Basilisa son un matrimonio feliz hasta que el diablo comienza a tentar al varón con la especie de los celos; un día llegan a casa de la pareja los padres de Julián para visitarles y Basilisa, viéndoles fatigados del viaje, les propone que se acuesten a descansar. Así lo hacen mientras el diablo tienta de nuevo al esposo con la idea de que su esposa se encuentra engañándole con otro hombre; ofuscado, Julián llega a su casa y entra en la oscura estancia donde escucha la respiración de dos personas. Fuera de sí toma un arma y asesina a los presuntos amantes. Al salir de casa se encuentra a su esposa quien le da la noticia de la visita de los padres quienes se hallan reposando de su viaje. Julián cree volverse loco e inicia una vida de penitencia consolado por su cónyuge; finalmente, ambos deciden edificar a orillas del Esla una pequeña iglesia que dedican a San Pedro y compran una barca con la que ayudan a pasar el río a los peregrinos que siguen el camino de Santiago. Estos, acaban por denominar al lugar de paso con el nombre de San Pedro de la Nave. Al cabo de los años, y cumplida la penitencia, un ángel les advierte que han sido perdonados; mueren los esposos el mismo día y, en su honor, es elevada posteriormente una basílica visigótica.

Similar relato aparece también en La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, aunque allí no recibe nombre concreto la esposa de Julián y se añade una entrada a la historia en la que un ciervo, perseguido por aquél, le vaticina desde su juventud el funesto destino que le aguarda con las siguientes palabras: " ¿Por qué me persigues de esta manera? Tú matarás a tu padre y a tu madre".

En un cuento popular recogido por Aurelio Espinosa en Roa, un joven que pretende a la hija del rey es enviado por éste a buscar los tres pelos del diablo; tras superar una serie de obstáculos se ve obligado a cruzar un río, el barquero le ayuda, pero le cuenta que por los muchos años que lleva allí su único anhelo es abandonar aquella profesión y realmente no sabe cómo alcanzarlo. El joven, además de conseguir arrancar los tres pelos del diablo, se entera de que el único modo de que el barquero se aleje del río es dejando un remo al primero que pase; el pobre barquero, agradecidísimo, le llena de oro y se dispone a esperar que se acerque el primer incauto. Llega el protagonista al palacio real donde el rey le pregunta extrañado el motivo de su repentina riqueza; informado por el joven del lugar donde le dieron tanto oro, corre hacia la orilla y pasa el río, pero al hacerlo el barquero le deja el remo y se ve obligado a quedarse allí para siempre.

En otros cuentos de la ribera del Duero el demonio pasa por un pueblo vendiendo rosas y claveles, que se le antojan a una embarazada; como son muy caros y la caprichosa no puede pagarlos, acepta entregar lo que nazca al desconocido. Lo mismo sucede con otra mujer de la localidad. Al cabo de los años el demonio viene a reclamar sus privilegios sobre los dos nacidos, que son un niño y una niña, y se los lleva. Los jóvenes, sin embargo, con la ayuda e indicaciones de San Pedro se convierten, él en un barquero y ella en una barca en la que pasan al demonio, que no les reconoce, al otro lado del río para que les deje definitivamente en paz. El relato recuerda vagamente el mito de Caronte, barquero del Hades, que llevaba a las almas a través de los ríos Aqueronte y Estigio hacía el mundo de la muerte.

Entre los milagros de la Virgen más populares en la Edad Media está uno que ha permanecido como leyenda popular y que se titula en su primera redacción latina De monacho per betam Mariam de utraque morte liberato. Gonzalo de Berceo y Alfonso X el Sabio incluyen posteriormente en sus colecciones el relato que, en resumen, es como sigue: un monje sale todos los días del convento a fín de satisfacer su pasión amorosa, para lo cual debe atravesar un río en una barca. Pese a su indigno comportamiento tiene una especial devoción a la Virgen, no dejando en ninguna oportunidad de saludar a su imagen con un Ave María. Una mañana, después de tocar a maitines, sale a hacer su recorrido de costumbre para regresar al convento, el demonio le empuja de la barca y el monje cae al río ahogándose. Acuden los diablos a por el alma del desventurado y en ese instante la Virgen interviene en favor de su devoto. Devuelve el alma al cuerpo y, en el momento en que los monjes van a enterrar a su hermano, le resucita. A partir de ese instante el monje lleva una vida de piedad totalmente ejemplar.

2.- EL ESPEJO DEL TIEMPO

Ya hemos visto que el agua ejerció siempre sobre el ser humano una especial atracción, fuese porque de su interior parecían emerger susurros, cantos o bramidos, fuese porque el cristal de su superficie le llamaba con persistente y casi mágica seducción. Miguel de Unamuno, tras una visita a los arribes del Duero se deja arrastrar por esa especial sensación y escribe:
“Es singular la atracción del agua. Estaríase uno las horas muertas mirándola fluir y oyéndola rumorear, dejándose ganar el espíritu por la sensación purísima que su constante curso nos produce. El agua es acaso lo que nos depara mejor imagen de la quietud en el movimiento, del reposo supremo que del concierto de las carreras de los seres todos surge. En un estanque duerme el agua espejando al cielo, pero con no menos pureza lo espeja en el cristal de un sosegado río, cuyas aguas, siempre distintas ofrecen sin embargo la misma sobrehaz. Y en la cascada misma, por donde se despeña bramando, preséntanos una vena compacta, una columna que acaba por parecer sólida”.

También es sugestiva la idea, durante siglos vigente, del manantial como lugar obligado de reunión. Los versos de muchos romances nos lo recuerdan. Es evidente, por otra parte, que el boscaje ameno y frondoso de las riberas invitaba, como pocos lugares, al descanso y al recado amoroso. El río, como fuente de recursos naturales, también atrajo a oleadas de colonos –monjes o seglares-, que, en distintas épocas se fueron asentando en sus orillas, campo de batalla en mil ocasiones y frontera natural en otras tantas.


Las circunstancias bélicas convirtieron al Duero durante siglos en frontera natural. Sus orillas se tiñeron mil veces con la sangre de quienes caían en combate. Por desgracia, el perpétuo fluir de las aguas borró la huella de venganzas y traiciones, convirtiéndolas en historia y posibilitando trágicamente su repetición. Uno de los romances del ciclo cidiano nos describe un suceso, corriente en la época en que el honor y la fuerza de la sangre movían los sentimientos de los hombres.


El Padre Mariana en su Historia de España describe un hecho anterior, en el que Femán Antolínez, caballero cristiano, es retado por Almanzor a orillas del Duero; mientras los ejércitos de ambos se enfrentan, Antolínez oye misa piadosamente y, acabado el Santo Sacrificio, se refugia en su casa a donde le llegan rumores de una victoria completa de sus tropas. Cuando sale a cerciorarse comprueba que un ángel, mientras él oraba, había tomado su lugar en la batalla conduciendo a los cristianos al triunfo. Sobre las armas del caballero aún se puede percibir la sangre de sus enemigos a quienes el misterioso luchador que le suplantó puso en fuga.

Por San Esteban de Gormaz se cuenta también el relato de que fueron las mujeres del lugar las que, en cierta ocasión y por ausencia de los varones que habían salido a otra campaña, se encargaron de infligir una completa derrota a los moros de Vadocondes que habían pretendido tomar la plaza por considerarla mal guarnecida. Con derrota cristiana, por el contrario, acaba la tradición del Monte Sacro, cercano a Peñaranda de Duero y antiguamente llamado de los Palendones, ya que, huyendo un grupo de monjes de la persecución de los moros y llevando unas reliquias de San Vicente Levita de Agen, intentaron sin éxito cruzar el Duero; para evitar que el santo manchara su nombre (Vicente = Vencedor) y para preservar sus restos de una profanación los escondieron en un lugar próximo, pereciendo masacrados inmediatamente a manos de sus perseguidores.

Decía antes que el ser humano, perfeccionando la técnica y aplicándola acertadamente, es capaz de dejar su huella sobre la naturaleza. Molinos, presas, batanes, puentes o canales son ejemplo de esa actividad que, como tantas otras, deja una impronta especial en la cultura tradicional. El Padre César Morán nos cuenta que en Villaviciosa de la Ribera había un rey que prometió su hija en casamiento a aquel que hiciese una presa para regar las médulas; tres caballeros se presentaron: el primero comenzó su trabajo en Murias de Ponjos; el segundo algo más abajo y el tercero en la Cepeda. El primero ganó la apuesta pero fue el que hizo la presa más larga por haber empezado más arriba que los otros dos.

Estas grandes obras tienen siempre a su alrededor, por sobrepasar a veces su construcción el techo de lo humanamente posible, un conjunto de leyendas que las conexionan directamente con el mundo de la mitología. Tal sucede con el Acueducto de Segovia, cuya factura atribuye la tradición al diablo. Una joven segoviana, cansada del trabajo que le costaba bajar diariamente varias veces al río Clamores a por agua, se quejaba una tarde de su suerte cuando se le apareció el demonio en figura de hermoso paje; éste comprometió el alma de la joven si era capaz de construir en una noche un artificio que condujera una corriente de agua hasta la misma ciudad de Segovia. Quedó la palabra empeñada y las cohortes de Luzbel empezaron a trabajar a la luz de la luna sin utilizar argamasa, piedra sobre piedra; absorto el demonio en tan maravillosa obra, no advirtió que por el oriente llegaban las primeras luces del alba, que salvaron a la doncella de su terrible destino. Desde entonces la tradición confiere al acueducto el título de “Puente del Diablo".

Cosa endemoniada fue asimismo, aunque en este caso para destruir más que para edificar, lo que aconteció con el llamado "Molino de la Griega", en Villarroquel; una vez acabado el ingenio exclamó su propietaria: "Mañana muele el molino", a lo que alguien añadió la cristiana frase "Si Dios quiere". Al oir esto la griega apostilló:

Que quiera Dios que no quiera
mañana ha de moler
el molino de la griega.

Cuando al día siguiente se inauguraba la instalación, todo se vino abajo como arrasado por una legión de los mismísimos diablos.

También el puente como símbolo de la unión de dos mundos, natural y sobrenatural, entre los cuales discurre el río separándolos, tiene un eco en las tradiciones oral y escrita. De hecho muchos de esos puentes solían tener en el mismo centro del paso una hornacina o pequeña capilla donde uno podía encomendarse al santo, santa o Virgen que protegieran con su presencia el lugar, para que le preservaran de todo posible mal que, como ya hemos visto, podía ser tan variado como terrible. En esas capillas incluso se protegía la vida de los seres que aún no habían visto la luz, realizándose bautizos prenatales con el agua del mismo río que discurría bajo el puente; en esta ceremonia de tinte precristiano se tomaba como padrino al primero que intentase cruzar el puente a medianoche, que era la hora elegida por quienes intervenían en esta acción de claro carácter lunático.

El puente se convierte, en cualquier caso, en lugar de acceso sólo permitido a quienes superen determinadas pruebas. Así en el famoso "Paso honroso" leonés de Suero de Quiñones o, en otro sentido, en el "lunes de aguas" salmantino. El Paso honroso se denominó a la hazaña protagonizada por Suero de Quiñones, hijo segundo del Merino Mayor de Asturias, quien se enfrentó -siguiendo la norma de Caballería del Paso de armas- durante treinta días con cualquier caballero que se presentara a luchar con él y nueve amigos más en la Fuente sobre el Orbigo. La historia, acontecida en el siglo XV y narrada por el testigo presencial Pero Rodríguez Delena, escribano de Juan II, recuerda tantos lances de armas como son descritos en las novelas de Caballerías, y, particularmente, el que se refiere a Lanzarote del Lago y su paso del vado según la narración de Chretien de Troyes. En lo que concierne al lunes de aguas salmantino, es bien conocida la tradición de que las mujeres públicas fuesen alejadas de la ciudad durante la Cuaresma para no servir de escándalo; desde el Miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Quasimodo se prolongaba el destierro, que acababa justamente el lunes siguiente al de Pascua. Como durante todo ese tiempo no habían tenido ocasión de purificarse (cosa que se supone había hecho el resto de habitantes de la ciudad) no merecían pasar por el puente y atravesaban el Tormes en barcas para volver a su oficio.

Volviendo a las grandes obras emprendidas y ejecutadas por la mano del hombre, habría que mencionar la llevada a cabo por Juan de Maldonado, caballero de Olmedo, para satisfacer a Doña Ana, la viuda medinense de quien se había enamorado. Habiéndole prometido ésta que sólo sería suya el día que las aguas del río Adaja pasaran al pie de su palacio (cosa aparentemente imposible), desvió en un año, según la leyenda, el cauce del río hasta hacerlo pasar frente a la casa de su amada en Medina del Campo.

No menos milagroso fue el cimiento formado por Santa Marina para el Convento de Laverde, en los arribes del Duero. Dícese que, perseguida por sus enemigos, se vió forzada a pedirle a Dios que la roca se abriera para no caer en poder de los infieles; al grito de "ábrete peña cerrada, que Marina viene cansada", la roca se hendió dejando pasar a la Santa. En el mismo lugar se edificó una capilla cercana al convento.


En otro orden de cosas, el ser humano consideró desde épocas remotas, y una vez establecido el derecho a la propiedad privada, la necesidad de crear unas normas para el uso y disfrute de las aguas. Ya los romanos, entre las servidumbres rústicas, observaron la posibilidad de conducir el agua para el riego a través de las propiedades de otra persona (aquae ducendae) o el derecho a tomar el agua de la propiedad de otro. Las aguas y las riberas se respetaron desde los primeros textos jurídicos como públicas o comunes a todos (res nullius) abarcando las leyes a todas las aguas que fluían o corrían normalmente. Las Partidas respetan esta normativa declarando en la Ley sexta, título vigésimooctavo, que "los ríos, los puertos y los caminos pertenecen a todos los hombres comunalmente en tal manera que también pueden usar de ellos los que son de otra tierra extraña". Se hace la salvedad, sin embargo, de que el agua corriente nacida de una fuente era propiedad del dueño del terreno donde brotase y que éste debía respetar la antigüedad en la servidumbre, no pudiendo otorgar a nadie la facultad de aprovecharse de ella si antes lo había concedido a otra persona, requiriéndose el consentimiento del primero para tal situación.

Ya hemos tratado en el apartado del quehacer humano el tema de los puentes; el hecho de ser obras útiles y realizadas por alguien, los hizo, sin embargo, susceptibles de ser aprovechados privadamente. Durante siglos se respetó el "pontazgo", derecho de un propietario o dueño a cobrar determinadas cantidades a personas y ganados por el mero acto de atravesar su puente. Esta situación condujo en muchas ocasiones a que quienes debían sufrir cotidianamente tales impuestos protestaran por ese abuso o por otros que habían surgido amparados en ese mismo, como el de cobrar también en los vados cuando no existía obra de ingeniería que superara el obstáculo natural o demandar cantidades desorbitadas por el uso de una barca para transportar al otro lado del río a personas o animales.

En algunos pueblos de la cuenca se lleva a cabo todavía una ceremonia que Frazer denominaría de "magia simpática". Las imágenes o las reliquias de los santos a los que se suplica el favor del agua son sumergidas en el líquido de una fuente o de un río para que así llegue antes el prodigio pedido; el caso más espectacular es el de las cabezas de Santa Engracia y San Valentín, de Caballar (Segovia), hermanos del milagroso San Frutos, anacoreta del Duratón, que se llevan a remojar a una fuente del lugar.

Para finalizar, recordaremos brevemente otros aspectos simbólicos que en la cultura tradicional se relacionaban con el río. Así como la fuente es sinónimo de claridad y pureza, el río se asimila a lo que fluye arrastrando todo a su paso. También se le relaciona con lo eterno; por ejemplo, cuando antiguamente se decía que un matrimonio "tiraba las llaves al río" se sobreentendía que no deseaba tener más hijos. La llave poseía un sentido de fertilidad y el río de eternidad o permanencia. Algunas veces se relaciona al río con el olvido o con la despedida, por su constante fluir. La psicología ha estudiado las similitudes entre lo femenino y el cauce, así como ha dado al agua un sentido de poder fecundador. El río, como el agua, ha ido casi siempre unido al género masculino cuando se ha pretendido ver en él aspectos fertilizantes; de hecho, la mayor parte de los arroyos, ríos principales y afluentes de la cuenca del Duero tienen nombre masculino. Sólo en algún caso concreto las gentes, generalmente del entorno o la comarca fertilizada, le aplican nombre femenino como en el caso de La Esgueva, por ejemplo, o de La Hornija.