Joaquín Díaz

LO CULTO Y LO POPULAR: DOS CARAS DE LA MISMA MONEDA


LO CULTO Y LO POPULAR: DOS CARAS DE LA MISMA MONEDA

Los instrumentos musicales y su uso

06-03-2015



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La interpretación de la música antigua es una actividad artística que nos permite combinar apropiadamente los estudios históricos con una deseada intuición musical. Un acercamiento a las disciplinas que pueden ayudar a comprender mejor el sentido de esa simbiosis deberá abordar necesariamente aquellas formas de interpretación, cantadas o instrumentales, que han llegado a nosotros por la vía de la tradición oral pero no se puede olvidar tampoco el constante trasvase entre lo culto y lo popular que se ha producido desde la invención de la imprenta, aproximando costumbrismo y etnografía. Los instrumentos musicales, su iconografía o su construcción, podrán interpretarse -es decir traducirse- a la luz de todo eso, que servirá como plantilla o guía para su mejor conocimiento.
En verdad, sería difícil marcar los límites que separan un instrumento popular de uno que no lo es. El apellido popular no es unívoco y, así como nos resultaría sencillo ponernos de acuerdo en calificar al instrumento como aquella pieza de la cual se puede extraer un sonido al incidir sobre alguna de sus partes, si tuviésemos que clarificar el vocablo "popular" tendríamos que precisar antes qué pretendemos explicar. Popular parece que revela un estilo elemental, poco sofisticado, de construcción o ejecución, de manera que podríamos incluir en esa palabra todo aquello que esté cercano a formas de vida tradicionales y apartadas de una actividad académica (entendiendo por tal aquella que se basa en un método científico). Así, unas castañuelas construidas y decoradas por un pastor, por ejemplo, entrarían perfectamente dentro de la definición de instrumento popular; el pastor reproducirá unas formas y una decoración conocidas –probablemente heredadas de sus antepasados y revisadas intuitivamente por su propia capacidad artística- y utilizará su habilidad manual para cortar y trabajar la madera en la forma que lo ha visto hacer a otros que le han precedido en esa labor. Para un constructor de flautas de tres agujeros el trabajo es relativamente sencillo: basta con cortar un pedazo de madera de boj o de corazón de encina de tamaño igual al modelo que pretende reproducir, trabajarlo en un torno –probablemente de pedal o ballesta- y colocar los agujeros en la posición correcta verificando que el segundo superior se ve perfectamente mirando por el inferior. La experiencia corrige los defectos y ayuda a pulir las imperfecciones, de modo que los buenos ejecutantes y los constructores deseosos de mejorar se alían para ir creando piezas más ajustadas en sonido y posibilidades interpretativas... Hay instrumentos, sin embargo, cuya factura nos sugiere una complicación y una complejidad de elementos que exigirían algo más que una habilidad manual o unos conocimientos básicos. Un piano mecánico, capaz de reproducir música histórica o de moda, sería entonces popular sólo por su uso, ya que serviría para acompañar principalmente un baile público, pero para reproducir una obra de autor tal vez se preferiría una pianola o, por supuesto, un piano; una guitarra o una bandurria estarían en el mismo caso pues difícilmente podrían ser construidas sin la contribución de un lutier experimentado. Una guitarra fabricada por Ramírez o Julve, por ejemplo, sería un instrumento histórico si en sus cuerdas sonaran melodías de Aguado o Sors y se convertiría en popular si su ejecutante rasgueara una jota o una siguiriya. Se debe convenir, por tanto, en la dificultad para definir claramente la línea que separa lo popular de lo culto en un instrumento musical antes de estudiarlo o de oírlo sonar.
Es lógico que el campo ofrecido por los instrumentos y su práctica presente al estudioso esa doble vertiente que abarca lo sencillo y lo complicado, lo histórico y lo artesanal, lo teórico y lo práctico. De una parte, la documentación histórica y de otra el estudio sobre la pieza. Ambas dedicaciones pueden ser simultáneas, aunque es prudente que las conclusiones definitivas no se aventuren hasta haber terminado (o al menos completado en buena parte) las fases previstas del trabajo, pues de otro modo crearíamos el recipiente antes de saber lo que va a contener.
Respecto a la primera actividad, esto es la del estudio de la documentación, yo me atrevería a recomendar varias fuentes básicas de conocimiento. En primer lugar la manuscrita: Los libros de cofradías, de cuentas de fábrica, incluso de diezmos o de tazmías, de donde se pueden extraer datos sabrosísimos acerca de la cantidad de veces que en un año se celebraban fiestas donde se precisaban instrumentistas; si éstos eran del lugar o habían de desplazarse de fuera; la remuneración que recibían; cada cuántos años subía ésta y su equiparación con otros salarios de la época; qué instrumentos se mencionan y cada cuánto tiempo se reparaban (esquilas, trompetas de aviso para los cofrades, campanas, carracas, matracas, etc.); qué atuendo llevaban los danzantes por si, en alguna ocasión, incluye instrumentos (recordemos los sartales de cascabeles que los danzantes de palos y otros ataban a sus pantorrillas o las castañuelas que muchas veces portaban)... Junto a estos libros, los protocolos notariales que ofrecen noticias sobre ventas de casas, adquisición de negocios, etc., en cuyas transacciones aparecen datos sobre oficios, gremios y artesanos. También en los testamentos pueden hallarse referencias, aunque sean escuetas, a instrumentos que un finado lega, entre otras cosas, a sus herederos, y en los testamentos reales suelen incluirse los instrumentos de la capilla musical o los preferidos por el propio monarca para entretener sus horas de ocio o mitigar la melancolía, como veremos al final de esta charla. Todos estos registros, repertorios, legajos y manuscritos constituyen una documentación básica y habitualmente inédita, fundamental para cualquier estudio profundo sobre organología u organografía.
En segundo lugar mencionaría la documentación publicada e impresa. Los testimonios que hoy traigo aquí proceden -y esto hay que aclararlo previamente- de diferentes siglos, obras y autores tomados arbitrariamente; habría por tanto que establecer, dentro de ese amplio espectro literario, unas categorías que maticen la fiabilidad de la fuente utilizada. Podríamos, para facilitar el acceso a todo ese material y su uso posterior, establecer tres tipos de documentación que serían:

a) La documentación técnica, en la que estarían incluidos los tratados organológicos, los métodos, las historias o enciclopedias especializadas en instrumentos y algunos cancioneros. Cabría hablar también de los catálogos.

b) La documentación descriptiva, en la que habría que enmarcar aquellos diccionarios entre cuyas voces se encuentran las de instrumentos, más todo aquel texto literario (prosa, poesía, teatro) en el que exista un fragmento que explique o aclare la imagen global de un instrumento.

c) La documentación contextual, donde los instrumentos aparecen ya como un soporte, como un tópico o simplemente como un objeto; aun así, de una vulgaridad o de un lugar común, como veremos, puede deducirse alguna conclusión acerca del tema (por ejemplo, la relación entre oficios e instrumentos sobre cuya evidencia abundaron, tanto los autores del siglo de Oro como los costumbristas: guitarra-barberos, rabel-pastores, pandereta-estudiantes, zanfona-ciegos, etc).

Comencemos por la literatura especializada o técnica, aclarando que nos referimos siempre a instrumentos en el doble sentido que comenté al comienzo, es decir que se hayan usado popularmente aunque hayan tenido en ocasiones presencia en las capillas musicales o en las cortes de distintas épocas. En la Edad Media y Renacimiento no hay, pese a la constante actividad de esas capillas, demasiados tratados teóricos que aporten luz a la cuestión. Se recurre habitualmente, por ser la primera en el tiempo y una de las más fiables, a la Declaración de instrumentos musicales, publicada por primera vez en Sevilla en 1549 por Fray Juan Bermudo, de la Orden de los menores. En el libro cuatro de esa Declaración, Bermudo trata, dentro del capítulo sesenta y cinco y siguientes, de "las guitarras que se usan ahora"; gracias a su detallada descripción sabemos, por ejemplo, que las guitarras de su época tenían "comúnmente" cuatro cuerdas cuya afinación correspondía con la quinta, cuarta, tercera y segunda de la vihuela, según explica. En el capítulo sesenta y seis, aunque recurre a la mitología para demostrar la antigüedad del instrumento afirmando que Mercurio "fue el inventor de poner la música en cuatro cuerdas a imitación de los cuatro elementos" siendo Orfeo quien creó la vihuela al aumentar el número de cuerdas, pese a esta digresión fabulosa, como digo, nos aporta interesantes detalles, como el temple o afinación de esta guitarra: "Hollada la cuarta en el quinto traste viene igual con la tercera en vacío; hollada la tercera en el segundo traste queda igual con la segunda en vacío; la segunda se ha de hollar en el quinto traste para que venga igual con la prima". En el capítulo cincuenta y siete nos describe una guitarra nueva de cinco órdenes que, heridas todas las cuerdas en vacío, hace música; se refiere al precedente de la guitarra actual que tenía nueve cuerdas repartidas en cinco órdenes. El instrumento al que Bermudo llama bandurria en el capítulo sesenta y ocho no es la bandurria que actualmente conocemos: "Comúnmente tienen la bandurria tres cuerdas -dice- en la forma del rabel", y añade: "Está una cuerda de otra por distancia de una quinta perfecta". Continúa diciendo que algunos de estos instrumentos no tienen trastes, pero que él los recomienda, así como que éstos estén siempre a la distancia de un semitono. En el capítulo siguiente, hablando de unas bandurrias nuevas que han traído de las Indias dice que ya tienen cinco cuerdas y que "en el Andaluzia se ha visto con quinze trastes". Si traigo a colación la descripción que de este instrumento hace Bermudo es porque algún rabel actual aún mantiene, en determinadas zonas de la Península, el nombre de bandurria, lo cual no debe de extrañarnos ya que su única diferencia en aquella época era que, mientras que la bandurria se tocaba con plectro, para el rabel siempre se utilizó el arco.
De los Siete libros sobre la Música, pese a la información teórica que contienen, apenas podemos extraer nada que nos interese para nuestro tema: Francisco de Salinas, su autor, sólo lo trata por encima en el capítulo veinticinco del libro V.
En 1586 aparece una obra titulada Guitarra española de cinco ordenes, la cual enseña de templar y tañer rasgado todos los puntos naturales y bemolados con estilo maravilloso. Su autor, Juan Carlos Amat, doctor en medicina, comienza, simulando que habla con un hermano suyo, a tratar sobre las cuerdas (nueve, como siempre) y trastes que hay en la guitarra, así como sobre en qué modo hay que templarla; la única diferencia respecto al ajuste de Espinel es que recomienda que las terceras vayan al unísono mientras que Espinel daba las terceras octavadas. Tras ocho capítulos en los que resume de forma clara el arte de la ejecución, incluye en el noveno una pequeña referencia a la guitarra de cuatro órdenes y siete cuerdas, indicando al término del párrafo que no ha querido tratar del aire con que se tocan las guitarras, pero que haga cuenta el intérprete que "la mano derecha es el maestro de capilla y los dedos de la mano izquierda las voces regidas y gobernadas por ella". Reimpreso el librito en sucesivas ediciones (aquí vemos una edición de Lérida de 1627), en la de 1761, salida de la casa de Joseph Bró, se añade una "explicación dels punts de la guitarra en Ydioma Cathalá". En la página 55 de esa edición habla de la bandola de seis órdenes, "por ser instrumento más perfecto y por estar más introducida y más en uso en este tiempo" que la de cuatro y cinco órdenes. Indica que se templan los cinco últimos órdenes como los de la guitarra, afinándose la prima en octava con las sextas.
Veintisiete años después de publicada la obra de Amat sale a la luz en Nápoles El Melopeo y Maestro, tractado de Musica theorica y pratica en que se pone extenso lo que uno, para hazerse perfecto musico, ha menester saber. Su autor es Pedro Cerone, a quien Eximeno y Pedrell llaman "monstruo, ramplón, impostor" y otras lindezas por el estilo. Pese a la carga negativa que muchos estudiosos le achacan tiene su parte aprovechable, como veremos. Está repartido en veintidós libros de los cuales el vigésimo primero versa sobre los "conciertos y conveniencia de los instrumentos musicales y de su temple". En el capítulo primero, al clasificar el material en tres apartados, dice que los instrumentos de golpe son: "Atambor, simphonia, systro, crotal, ciembalo, tintinabulo, pandero y atabal, etc". Los de viento son: "Choro, tibia o flauta, sambuca, calamo, sodelina o gayta, syringa o fistula, chirimia, trompeta, sacabuche, corneta, regal, organo, fagote, cornamusa, cornamuda, dulcayna y doblado, etc". Los de cuerda, finalmente, son éstos: "Sistro común, psalterio, accetabulo, pandura, dulcemiel, rebequina o rabel, vihuela, violon, lyra, cythara o citola, quitarra, laud, tyorba, arpa, monochordio, clauichordio, cymbalo y spineta, etc". Todos los que ahora mismo vienen a nuestra memoria y no aparecen en la enumeración de Cerone son aquellos que, según su modo de ver, no pueden entrar en la clasificación por ser instrumentos imperfectos que, además de "la imperfección de las voces no llegan a los ocho grados de la escala". Obsesionado por la conjunción entre los instrumentos, Cerone nos habla de instrumentos de sonido móvil (todos aquellos de cuerda que se pueden templar) e inamovible (flautas, chirimías, cornetas, y demás instrumentos que se tañen mediante los agujeros). Comenta además que son muy expuestos para concertar aquellos instrumentos que tienen "las cuerdas de tripas, llamadas de algunos cuerdas animadas, por haber sido entrañas de animales. Y esto acontece porque aquellas cuerdas son de tal suerte y naturaleza que con más facilidad se extienden, (cosa) que no hazen las otras de azero, las de laton o las de cobre y assi causan que los instrumentos adonde estan puestas sean mas subgetos a la templadura que lo son todos los demas de sonido movible". Al hablar de la cítara o cítola (de tipo germánico o italiano) a la que debemos considerar por el número de cuerdas y la forma como el precedente de la bandurria actual, explica que tiene seis cuerdas dobles que se afinan, de sexta a primera, FA, MI, LA, DO, RE, SI. Acaba el capítulo XXI de este libro recalcando la dificultad que hay en templar instrumentos de muchas cuerdas: "Y por esto nadie se maraville si digo ser fatiga el templar un instrumento". Fatiga -añado yo- que a veces tendrían que soportar los espectadores aunque fuesen involuntarios. Y me van a perdonar, pero viene muy a cuento, la cita que inserto aquí aunque altere ligeramente el orden, y que aparece en la Fastiginia de Tomé Pinheiro: "contáronnos al mismo propósito, que un mancebo noble acostumbraba dar música a una dama que allí tenía, hija de un regidor: y eran las once y estaban templando las vihuelas y un arpa largo tiempo: y el padre de ella se llegó a la ventana... y dijo: Señores, por amor de Dios, que me lleven antes la hija y no me vengan a templar las guitarras a la puerta, que no se puede sufrir oir templar".
Volviendo a Cerone, en la página 1063 de su monumental tratado menciona las notas que puede dar una dulzaina (pasaje que he traído muchas veces a colación), indicando que "las dulçainas sin claves no passan nueve voces y son las claves onze hasta doze". Hay que destacar que es el instrumento con menos posibilidades de todos los mencionados y que, aun con las llaves que añadirían algún semitono, el ámbito seguía siendo muy corto (entre DO y FA). En ese mismo capítulo dice que los rabeles suben diecisiete voces pudiendo añadirse otras "por artificio y habilidad del tañedor".
Ya que este libro nos ha hecho salir en cierto modo del círculo literario hispánico (Cerone era italiano), aprovecho para recordar tres obras importantes de esta época escrita por extranjeros y aparecidas fuera de nuestras fronteras. La primera, editada en 1589 y titulada Orchesographie, fue escrita por Thoinot Arbeau y en ella se hace una buena descripción de la flauta de tres agujeros.
Continuando con las obras aparecidas fuera de España mencionaremos la publicada en Alemania por Michaël Praetorius, denominada Syntagma Musicum, que contiene cuarenta y dos láminas con ilustraciones de cientos de instrumentos. La otra es la titulada Musurgia Universalis, editada en Roma en 1650 y debida a la pluma del sabio jesuita Atanasius Kircher, con láminas muy curiosas y descripciones precisas.
Por otra parte, desde 1627 hasta casi un siglo después se publican métodos para guitarra española (Luis de Briceño en 1627, Michele Bartolotti en 1640, Gaspar Sanz en 1674, Lucas Ruiz de Ribayaz en 1677 y Santiago de Murcia en 1714) que aportan repertorio, modos de ejecución, experiencias novedosas e incluso atisbos de cambio en el tema del encordado; Ribayaz dice, por ejemplo, que los órdenes de la guitarra "son cinco, que aunque se acostumbraba encordar este instrumento con nueve cuerdas, rigurosamente bastaban las cinco, pues las demás son para darle más cuerpo a las voces".
En 1724 aparecería en Zaragoza la obra Escuela musica segun la practica moderna. Su autor, Fray Pablo Nassarre (seguidor de Cerone y denominado por Eximeno "ciego de nacimiento y de profesión"), organista del Real Convento de San Francisco de Zaragoza, dedica el libro cuarto a tratar de los instrumentos y su construcción. En el capítulo catorce, en concreto habla de la madera que se debe utilizar, prefiriendo, "según la experiencia enseña" el pino abete. "Conviene -dice Nassarre- que las maderas sean cortadas en menguante de luna porque cada una de ellas, de cualquiera especie que fuere, es más sólida y permanente y el artífice podrá dejarla más lisa porque por la parte interior del cóncavo importa que lo esté por la reflexión del sonido"... "La experiencia enseña que una de las maderas que es muy al caso es la de nogal y aunque hay otras más duras y fuertes (habla del ébano, por ejemplo) sobre ser lo suficiente, ésta es más ajustada a las cualidades sonoras por ser templadamente cálida y húmeda". El tratado es útil para los constructores pues contiene teorías físicas y recomendaciones interesantes sobre el tratamiento de los materiales.
En 1754 publica Pablo Minguet un método titulado Reglas y advertencias generales que enseñan el modo de tañer los instrumentos mejores y mas usuales como son la guitarra, tiple, bandola...bandurria...y flautilla. En el cuaderno de la bandurria, que tiene ocho capítulos, Minguet habla de las cuerdas, del temple, de cómo utilizar correctamente cada una de las manos y de cómo aprender con música y con cifra. Otro tratado que se edita en Madrid diez años más tarde, el de Andrés de Sotos, pese a contener también indicaciones sobre guitarra de cinco órdenes, bandurria y tiple no mejora al anterior.
Por esta misma época se incorpora la cuerda sexta a la guitarra y aparece otro método titulado Principios para tocar la guitarra de seis cuerdas (1792), redactado por Federico Moretti, discípulo y seguidor del famoso Fray Miguel García, organista y guitarrista apodado "el padre Basilio". Para concluir, ya en el siglo XIX se puede decir que Dionisio Aguado dio un impulso definitivo al instrumento con la publicación de su obra Nuevo metodo para guitarra , resumen de una amplia experiencia y de un deseo nunca disimulado de mejorar las posibilidades de aquélla.
Ya en el siglo XX habrá que acudir en primer término al musicólogo Felipe Pedrell, quien en 1901 publica en Barcelona su Emporio científico e histórico de organografía musical antigua española, donde, sobre todo en su parte segunda, da un repaso a la descripción y construcción de instrumentos, comenzando por los mencionados por San Isidoro y deteniéndose en distintos inventarios de diferentes monarcas. La obra es tan interesante como poco común y, por supuesto, de obligada consulta.

Pasando al apartado siguiente, el que denominaba antes de documentación descriptiva, nos encontraremos inmediatamente con los diccionarios y especialmente con dos a cual más útil. El primero, de 1611, lo redactó Sebastián de Covarrubias y el segundo, comenzado a publicar en 1726 se debe a la labor común de la Real Academia de la Lengua, titulándose Diccionario de la Lengua castellana aunque se le conozca más comúnmente como Diccionario de Autoridades.
Covarrubias nos ofrece algunas definiciones que son concluyentes y constituyen detalladas representaciones no superadas ni antes ni después de él. Veamos cómo explica lo que es un salterio o tambor de cuerdas, por ejemplo: "El instrumento que agora llamamos salterio es un instrumento que tendra de ancho poco más de un palmo, y de largo una vara, hueco por dedentro, y el alto de las costillas de cuatro dedos; tienen muchas cuerdas, todas de alambre y concertadas de suerte que tocándolas todas juntas con un palillo guarnecido de grana hace un sonido apacible y su igualdad sirve de bordón para la flauta que el músico deste instrumento tañe con la mano siniestra, y conforme al son que quiere hazer, sigue el compás con el palote; úsase en las aldeas, en las procesiones, en las bodas, en los bayles y danzas".
Sobre otro cordófono curioso, la zanfona, a la que él denomina cindonía, dice: "Algunos pobres franceses suelen traer un instrumento a modo de violoncillo y en el vientre del cierto orden de cuerdas que, con unas teclas que salen por defuera las arrima a una rueda que trayéndola a la redonda con la mano derecha, tocando las teclas con la mano izquierda la hace sonar suavemente". Curiosa es también la definición de la gayta "Instrumento conocido del odre y la flauta de puntos con sus bordones, uno de los que se tañen con aire... lo cual se hace o con la boca o con unos fuellecillos que trae, y los menean con el brazo izquierdo atándolos por cima del codo". Con saña ataca a la guitarra diciendo que es instrumento conocido y ejercitado en perjuicio de la música, añadiendo que se templa en quintas y no al unísono como la vihuela. Al hablar de ésta vuelve a atacar a la guitarra argumentando que "no hay mozo de caballos que no sea músico de guitarra".

Del Diccionario de Autoridades selecciono tres voces correspondientes a instrumentos idiófonos. Las tablillas de San Lázaro "son tres tablillas que se traen en la mano unidas con un cordel por dos agujeros y la de enmedio tiene una manija por donde se coge y menea haciendo que suenen todas sin consonancia alguna. Usase para pedir limosna para los hospitales de San Lázaro". Aunque sea alterando el orden, viene a cuento la graciosa referencia que podemos leer acerca de este instrumento en La pícara Justina : "A la puerta de San Lázaro oí tañer unas tabletas, no de botica, que a serlo fuera más a cuento para remedio de mi cansancio, mas no se me hizo creíble que la ermita de San Lázaro fuese como el templo de la divina Ceres que tenía siempre a la puerta pan caliente. También se me ofreció si acaso tañían a entredicho o tinieblas, que, pardiez, según yo sabía poco de iglesia, no me acordaba si caía el Jueves Santo en agosto". Actualmente se le confunde en muchas ocasiones con la matraca y se utiliza mucho en las procesiones de Semana Santa hasta donde llegó por medio de las Cofradías. La descripción correcta de la matraca la hace el Diccionario de Autoridades de esta forma: "Cierto instrumento de madera con unas aldabas o mazos con que se forma un ruido grande y desapacible. Usan de ella los religiosos para hacer señal a los maitines y asimismo sirve en lugar de campana en los tres días de la Semana Santa". Indica también que la utilizan los frailes cuando alguno está en la agonía para llamar a todo el convento, de día o de noche, y acompañar al moribundo. De las sonajas dice que son un "instrumento rústico que usan en las aldeas hecho de una tabla delgada, ancha como de cuatro dedos, puesta en círculo, y en ella unos agujeros, más largos que anchos, con igual proporción. En medio de ellos se ponen unos arambres con unas rodajas de azófar para que dando unas con otras hagan el son. Manéjase regularmente con la mano derecha y dan con ella sobre la palma de la izquierda".
Por lo que respecta a citas poéticas o en prosa de tipo descriptivo hay que buscar sobre todo aquellas que atienden a la forma o a las características sonoras de un instrumento. Si el Arcipreste de Hita dice en su célebre poema titulado "de como clerigos e legos e flayres e monjas e duennas e ioglares salieron a rescibir a don Amor", que el rabé es gritador, debemos suponerle un tono agudo, así como suponer que el salterio tiene una considerable altura pues lo considera "Mas alto que la mota". Cuando Luis de Góngora, a quien por cierto apodaban "bandurrio", escribe: "Agora que estoy despacio / decir quiero en mi bandurria lo que el más grave instrumento/ cantara, más no me escucha..." sabemos que contrapone a la bandurria con algún instrumento grave. A esa característica ya alude Lope en La Dorotea cuando hace explicar a Julio quién es el pastor Bandurrio: "Es muy antiguo. Fue el primer inventor de las bandurrias que hoy se llaman de su nombre; es instrumento pequeño, que, a guisa de los que lo son, en subiéndosele el humo a las narices tapará un órgano". Este Bandurrio muere a manos de unos yegüeros a quienes espanta sus ganados por tocar el fiero instrumento.
Esquivel Navarro en su Arte del Danzado elogia a un gran intérprete de bandurria de sus tiempos con unos versos de los que elijo éstos:
La vista aplico a la ligera mano
con que tocaba ufano
una bandurria breve,
que con tres lenguas siete voces mueve
con más dulzura y gracia
que la lira que puso el cerco a Tracia.
A otros, como Alfonso García Tejero en El pilluelo de Madrid no sólo no les molesta el agudo tono, sino que hasta lo consideran enardecedor: "Entonces podríamos exclamar al son del laud de usted, mi querido bachiller, y de mi chillona y entusiasmadora bandurria: Extranjeros acudid / hacia este alegre corrillo / oiréis romances del Cid / cantados por Mendruguillo / y el pilluelo de Madrid". Naturalmente que ya en este caso estamos hablando de la bandurria de seis cuerdas dobles aunque, pese a ser distinto instrumento, participe de características semejantes. Charles Davillier lo percibe en su Viaje por España: "Estas jotas, acompañadas de algunos cantos madrileños, que no tienen ningún parecido con nuestros cantos nacionales, se entonan con acompañamiento de guitarra y de bandurria, pequeño instrumento de tono áspero y chillón al que podría llamarse la mandolina española".
El rabel, por ejemplo, siempre recibe el calificativo de tosco cuando lo toca un pastor, aunque pueda hacerse una salvedad con los de tipo cortesano por su factura más artística. Pedro de Liñán escribe: "Así cantaba Riselo / en su rabel de tres cuerdas / aquel de la tapa blanca / y de las costillas negras / el que tiene por remate / una burlada sirena". Es decir, se está describiendo un rabel fabricado en el arte de la lutería, con caja formada por costillas y clavijero rematado con un adorno.
Todo nos hace suponer que las castañuelas siempre se construyeron en maderas duras: "La atrevida muchacha empuña un par de castañuelas de biensonante boj", escribe Merini en Adonis; y Serafín Estébanez Calderón en La rifa andaluza apunta: "Entretanto la danza sigue, las cosas se suceden dejándose escuchar... el son del crótalo de granadillo". Esta dureza produce estrépito mayor cuanto más grandes son las piezas; dice Zabaleta en El día de fiesta por la tarde: "El asturiano y la gallega tienen puestas unas castañuelas que parecen hechas de cuatro artesones y tíranse tales puñados de ruido que se hacen pedazos las sienes". Estas deben ser las castañuelas a que se refería Quevedo cuando escribía: "No suenan las castañetas, que de puro grandes ladran". O las otras a que se refería Quiñones de Benavente cuando hacía decir a uno de sus personajes dirigiéndose a Pelandusca, tañedora de castañuelas que le ha preguntado si le gustaba, a lo que el personaje responde: "¿No ha de gustar, si repiqueteas esos almendrones de nogal?"
Un tratadista apócrifo que menciona el timbre grave de este instrumento es Juan Fernández Rojas quien, con el seudónimo de Francisco Agustín Florencio compone una Crotalogía o ciencia de las castañuelas. Pocas veces he visto mencionada esta obra con la debida advertencia de que se trata, de arriba abajo, de una burla semejante a la de Los eruditos a la violeta, con su buena dosis de crítica hacia la ilustración mal entendida. No hay más que ver los apartados en que divide el libro para comprobarlo: Parte primera, libro segundo, sección primera, tratado primero, artículo primero, capítulo primero; precisamente en el capítulo que encabeza con toda esa serie de divisiones es en el que habla de la "voz" de las castañuelas: "A esta manera los modernos han descubierto que entre las castañuelas hay variedad de sexos y han demostrado que hay castañuelas machos así como hay castañuelas hembras. Yo por más anatomías que he hecho y por más microscopios que he empleado no he podido encontrar el distintivo de castañuelos y castañuelas pero conozco que semejantes distintivos suelen estar muy ocultos y suelen manifestarse más fácilmente a un tonto afortunado que a un sabio laborioso".
En suma, pues, no es que Fernández Rojas nos ayude mucho con sus definiciones pero además de ayudarnos a conocer la popularidad de las castañuelas en su época, el hecho de que mucha gente mencione su tratado sin haberlo leído nos permite poner en evidencia a todos aquellos que hablan de lo que no han visto, extrayendo conclusiones peregrinas que se perpetúan como error.
Merece la pena que nos detengamos siquiera brevemente en la literatura dramática; desde que la escena pasó de los templos a las tablas los instrumentos comenzaron a tomar importancia para el acompañamiento de los bailes populares representados sobre el escenario; más todavía a partir del momento en que Quiñones de Benavente, hacia la segunda década del siglo XVII, pone de moda el baile integrado en la representación y no separado de ella, como una propina para que el pueblo se divirtiera después de una obra tediosa. Así, entremeses y bailes primero, jácaras, mojigangas y tonadillas después, y finalmente zarzuelas, vinieron a aceptar gustosamente en su argumento o para él la inclusión de instrumentos musicales. Desaparecía pues la pobreza musical de anteriores siglos acerca de la que tantas veces se había escrito. Aquel Ñaque mencionado por Agustín de Rojas en su Viaje entretenido, donde los actores que representaban los diálogos llevaban una barba de zamarro, tocaban el tamborino y cobraban a ochavo. O la costumbre de esconder detrás de la manta a los músicos que acompañaban la representación con sus instrumentos, no se sabe si por cubrir púdicamente su indigna apariencia o si por protegerles misericordiosamente de las iras populares que a veces no se conformaban con una verdura a mano sino que recurrían al ofensivo trozo de yeso o a la piedra. Tal pobreza de medios no pasa inadvertida a algunos viajeros que la encuentran menos natural que los habitantes de estos reinos, más habituados a ella. Así, dice Madame D`Aulnoy: "Jamás he presenciado un espectáculo tan pobremente servido. Hacíase descender a los dioses a caballo en una viga y el sol era de papel pringado de aceite, detrás del cual había una docena de faroles encendidos. Cuando Alcino realiza sus encantamientos invocando a los demonios, salen éstos cómodamente subiendo por una escaleras".
Un paso más antes de llegar a la invención de Quiñones consistió en que al correr la cortinilla aparecía en escena, como primer número un par de ciegos que, con una guitarra, daba comienzo a la obra con alguna pieza musical.
Resumiendo, diré que en los estudios de Cotarelo y Mori, Subirá, Deleito o Noël Salomon, hay un surtido tan extenso de referencias a instrumentos sacados a escena (bien por decisión del autor que así lo especificaba en sus anotaciones, bien por capricho de los músicos), que cualquiera que tenga curiosidad por el tema debe acercarse a esos autores y sus obras.
Vayamos ahora al tercer tipo de documentación, la que hemos definido como contextual, de la que probablemente podríamos estar trayendo ejemplos durante varios días sin que agotáramos la veta. Tomemos como muestra un instrumento, el pandero por ejemplo, y veamos qué tipos de personas suelen aparecer relacionadas con él y por qué. Calderón, en uno de sus entremeses, hace aparecer a unos cómicos vendiendo instrumentos al son de diferentes danzas cuyos títulos sugieren el oficio, la etnia o la condición de quienes las practican:
"Torrente: Esta lo es de cedacero (sonajas)
Cortadilla: Esta es danza gitanil (Castañetas)
Mostrenca: Esta de cascabel grueso (cascabeles)
Otro: Esta, danza fregaril (pandero)"
En el romance "Jurado tiene Simocho", atribuido por algunos autores a Lope de Vega, el autor se queja de que sus versos acaban siendo cantados por arrieros y pastores que los destrozan:
"Yo he visto un pastor que estaba
cantando con su vihuela
el romance que te hice
de Simocho el de Vallecas
que mis versos corrompía
siendo el intento de pena
y oyendo su ronca voz
los zagales de la aldea
le dicen: Allá en tu casa
canta muy enhorabuena
de día sobre la parva
y de noche con la rueca
porque las mozas te ayuden
con el pandero las fiestas..." .
Este mismo y permanente sentido rústico del pandero tocado por mujeres parece apreciarse en la letrilla de Góngora "Hermana Marica", donde el poeta evoca un ambiente aldeano:
"Y al son del pandero
cantará Andregüela:
-No me aprovecharon,
madre, las yerbas..."
El hecho de que Andregüela cante una copla popular al son de este instrumento ("No me aprovecharon madre las yerbas y derramélas") refuerza el carácter peyorativamente rural que siempre parece querer darse al pandero y a quienes lo utilizan.
Lo mismo que hemos dicho del pandero podríamos decir de la zanfona tocada por los ciegos, de la pandereta entre los estudiantes, de los cascabeles en las piernas de los danzantes, del tambor y el pífano entre los soldados, del rabel en manos de los pastores, del castrapuercas tocado por el capador de cerdos o de las campanillas tañidas por los cofrades de ánimas al grito de "Acordaos de la muerte y haced bien por las ánimas" o, como diría Quevedo en La culta latiniparla: "Acuérdense hermanos de los que están en pecado mortal, de los que andan por la mar y de aquellos y aquellas que están en poder de culteros”.
La guitarra que, como hemos leído en Covarrubias, desplazó a la vihuela en popularidad, terminó haciendo lo mismo con otros instrumentos. En la plaza de Villaverde, en la provincia de Madrid, un baile nocturno atrae la atención de un aldeano que se acerca curioso y comenta: "No es gente de tamboril, ya se baila a la guitarra". El instrumento, pues, se impone de día en día a partir de los comienzos del siglo XVII, llegando a encabezar los grupos que amenizaban las danzas y bailes; lo utilizan, cómo no, por ser instrumento cómodo de llevar, los jacareros y cantantes callejeros, así como los copleros "de repente", es decir los que improvisaban.
Pero hay una profesión entre todas que utiliza la guitarra como distintivo aunque no sea propia en el oficio: es la de barbero. Ya decía Quevedo que "El conde Claros que fue / título de las guitarras / se quedó en las barberías / con chaconas de la galla". Según el propio Quevedo los tormentos de tales profesionales en el infierno se reducían al hecho de no poder tocar la guitarra: "Pasé allí y vi (¡qué cosa tan admirable y qué justa pena!) los barberos atados y las manos sueltas, y sobre la cabeza una guitarra... y cuando iban con aquel ansia natural de pasacalles a tañer, la guitarra les huía... y esta era su pena". Hasta el siglo XIX llega esta costumbre; Antonio Flores es testigo de ello: "Mucho antes de ponerse el transeúnte a tiro de navaja en las barberías, hiere sus oídos el rascar de la guitarra con que el mancebo entretiene la ausencia de parroquianos y consigue tener siempre desalquilado el piso principal de la casa, merced al poco gusto que se observa hacia las filarmonías ratoneras."
Tan unido queda el oficio de barbero, por ejemplo, al uso de la guitarra, que en “La cita del ensayo”, Laserna hace decir a un gallego traduciendo esa idea en títulos de tonadillas:
“El barbero sin guitarra”
“El alcaide bondadoso”
“El gallego dadivoso”
“El actor sin vanidad”
Estos títulos, el poeta
No sé cómo ha de probar…
Higinio Anglés, uno de los investigadores musicales más concienzudos y prolíficos del siglo XX en España, afirmaba en 1941 que en “la corte castellana de Enrique III, Juan II y Enrique IV, la música tuvo una floración digna de mejor estudio y estima, aunque sus monumentos musicales se han perdido”. Esta frase, que parece indicar que no se han hallado documentos importantes, justifica también afirmaciones anteriores en las que apenas se concedía importancia a la corte castellana en la época del ars nova. Y sin embargo la música existía, se practicaba y se disfrutaba como puede deducirse de las alusiones a recibimientos, fiestas, bailes y danzas que aparecen en la Crónica de don Alvaro de Luna, condestable de Castilla o en El Victorial o Crónica de don Pedro Niño. La Crónica de Juan II nos desvela las aptitudes del monarca al relatar que “era musico, tañía e cantaba e trovaba e dansaba muy bien”.
Enrique IV, por poner otro ejemplo, “preciábase de tener cantores y con ellos cantaba muchas veces”, según reza un escrito de la época debido al cronista Diego Enríquez del Castillo. Va más allá todavía quien eso firma, cuando dice del monarca que “en los divinos oficios mucho se deleitaba”. Parece que el temperamento melancólico del rey le conducía a esta abstracción de la que salía con dificultad: “Estaba siempre retraído; tañía dulcemente el laúd; sentía bien la perfección de la música”, dice más adelante el mismo cronista.
Mosén Diego de Valera, otro historiador de la época, muestra a las claras, sin embargo, el recelo que la interpretación de la música (no sólo, por tanto, su disfrute) podía despertar en quienes velaban por las virtudes de un monarca, al escribir sobre Enrique IV: “Dióse demasiadamente a la música”.
Su hermana, la reina Isabel, también fue aficionada al arte musical y de ello podrían ser testigos tanto la abundancia de instrumentos que aparecen relacionados en su testamentaría como referencias escritas en las que se verifica su múltiple e incansable actividad: “Callemos de todo, todos callemos ante la muy resplandeciente Diana, Reina nuestra Isabel, casada, madre reina y tan grande, asentando nuestros reales, ordenando nuestras batallas, nuestros cercos parando, oyendo nuestras querellas, nuestros juicios formando, inventando vestires, pompas hablando, escuchando músicos...”, dice Juan de Lucena al relacionar todo lo que Isabel abarcaba con su trabajo. Si comprobamos la lista de oficiales de la Casa de la Reina, redactada en 1498, observaremos que se menciona por su nombre a tres organistas, tres tañedores de cañas, cinco ministriles altos y bajos y cinco trompeteros. Asimismo, en el Archivo de Simancas, en las nóminas de la Casa Real de capellanes, cantores y mozos de coro de los años 1496, 1501, 1502 y 1504, aparece consignada una multitud de músicos. Un tal Pedro de Tordesillas acompaña el cuerpo sin vida de la Reina Católica, como cantor, desde Medina hasta Granada. Son muy curiosas también las constituciones por las que había de regirse, en tiempo de los Reyes Católicos, la capilla de España, en treinta capítulos, parecidos en el fondo a los de reinados anteriores y encaminados a perfeccionar la técnica y el protocolo en tan gran número de cantores.
Fernando de Aragón también dispuso, viviendo su padre Juan II, de capilla propia en la que desempeñaron su actividad músicos famosos como el flamenco Juan de Wrede o Urrede, autor del himno Pange lingua sobre la tonada española, y Lope de Baena, instrumentista y cantor.
En el entorno del príncipe Don Juan, prematuramente desaparecido, también tuvo alta incidencia la educación y la interpretación musical. Haciendo caso de un texto muy conocido, el de Gonzalo Fernández de Oviedo, don Juan era “naturalmente inclinado a la música y entendíala muy bien, aunque su voz no era tal como él era porfiado en cantar. Y para eso en las siestas, en especial en verano, iban a palacio Juan de Anchieta, su maestro de capilla, y cuatro o cinco muchachos, mozos de capilla de lindas voces, de los cuales era uno Corral, lindo tiple, y el príncipe cantaba con ellos dos horas o lo que le placía, y les hacía tenor, y era bien diestro en el arte. En su cámara había un claviórgano y órganos y clavecímbalos y clavicordio y vihuelas de mano y vihuelas de arco y flautas; y en todos esos instrumentos sabía poner las manos. Tenía músicos de tamborinos y dulzainas y de arpa y un rabelico muy precioso que tañía un Madrid, natural de Carabanchel, de donde salen mejores labradores que músicos, pero éste lo fue muy bueno. Tenía el príncipe muy gentiles ministriles, altos de sacabuches y chirimías y cornetas y trompetas bastardas y cinco o seis pares de atabales”.
Como puede observarse, la afición musical era notable en la corte de los Trastámara de la segunda mitad del siglo XV, así como lo fue en la aragonesa o en la navarra y lo era también en otras cortes europeas, con bien nutridas capillas de músicos que solían servir al mejor postor o al noble con más recursos. Higinio Anglés vuelve a sorprenderse, al escribir su Historia de la Música Medieval en Navarra, de la cantidad de documentos que existen, por ejemplo, sobre pagos a ministriles del infante Fernando de Antequera, regente de Juan II.
De una cosa podemos estar seguros: del intercambio constante de instrumentistas entre unas cortes y otras, lo que asegura una difusión generalizada de gustos y tendencias a la vez que prepara un Renacimiento europeo. A tal extremo llegan los desplazamientos de los músicos que el viajero Pero Tafur (castellano natural de Sevilla, como le gustaba llamarse a sí mismo), en sus Andanças e viajes de un hidalgo español, se sorprende de encontrar en Constantinopla a un tal Juan de Sevilla, trujamán, que no sólo servía de intérprete ante Juan Paleólogo, el emperador, sino que le cantaba “romances castellanos en un laúd”. Y en un viaje a Bruselas, Tafur halla en la corte del Duque de Borgoña a “dos ciegos naturales de Castilla” tañendo vihuelas de arco, a los que vuelve a ver aquí al regresar.
En ese ámbito se van a producir –se están produciendo, de hecho- relaciones fructíferas entre la música popular y la cortesana. Los músicos de capilla y los creadores echan mano muy frecuentemente de melodías conocidas y populares para hacer sobre ellas glosas y variaciones. En 1577, el catedrático de Salamanca Francisco de Salinas, recoge y transcribe muchos de esos temas que el pueblo cantaba y oía cantar. Gracias a él podemos conocer la sencillez de las melodías que eran del gusto del público y servían después para inspirar a los músicos infinidad de adornos. Me voy a referir sólo a algunos casos: uno de los más frecuentes es el llamado “Vacas”, bajo cuya denominación se incluyen varios temas cuyo esquema es idéntico; sólo cuatro notas sirven de soporte a una serie de adornos y ornamentaciones que van, sucesiva y progresivamente, creando un clima y enriqueciendo la melodía con la aportación de nuevas y cada vez más difíciles variaciones. Otro ejemplo es el del “canto del caballero”, melodía que se desarrolla sobre un intervalo de cuarta y que da pie a más de cien invenciones creadas por vihuelistas y teclistas. El caso más notable, por su sencillez, es el del “Conde Claros”. El romance era, desde mediados del siglo XV, la forma poético-musical que mejor reflejaba el sentimiento y la cultura de todo el pueblo español. Si éste, como se ha dicho alguna vez, hablaba fácilmente en octosílabos –es decir, utilizaba un particular ritmo interno en las frases para expresar sus ideas- bien pudiera ser por la cantidad de romances que recitó y cantó o bien porque sintiera una natural tendencia a manifestarse así. Cuando Cervantes encabeza el capítulo noveno de la segunda parte de El Quijote con la frase “media noche era por filo”, sabe, porque él mismo lo siente, que el lector -o quien escucha al lector- tarareará inconscientemente la melodía maravillosa del romance del Conde Claros de Montalbán. Tal melodía, transcrita por Salinas en la sexta parte de su obra ya mencionada De musica libri septem, es la quintaesencia de la música renacentista y el triunfo de la sencillez frente al barroquismo que se anuncia. Con sólo tres notas, que luego se encargaría de ir armonizando interiormente el buen sentido musical de cada oyente, el autor anónimo de esta melodía da en el clavo del acierto, del buen gusto, de la precisión y de la gloria estética haciendo popular lo que era un acto cultivado y creativo. Algo así como lo que he tratado de demostrar en los minutos precedentes: que lo culto y lo popular son y serán siempre dos caras de la misma moneda. Moneda de uso corriente y frecuente que ilustro con un ejemplo final: en la época en que Carlos IV adquiere algunos de los instrumentos fabricados por Stradivari que pasarían a formar parte del Patrimonio Nacional, Federico Moretti, un músico italiano, publica su mencionado método para guitarra de seis cuerdas, ingresa en la Guardia Valona y va a revolucionar con sus canciones el incipiente mundo de la música popular en España aportando repertorio y difundiéndolo gracias a una incipiente calcografía musical que ayudará a nacer y a desarrollarse.