Joaquín Díaz

UN CRIMEN FAMOSO


UN CRIMEN FAMOSO

Recuerdos de la infancia vallisoletana

14-05-2016



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Tratando de recordar cuál fue el primer relato que llegó a mi infancia vallisoletana me topo de pronto y con una viveza inusitada con una historia que circulaba por el barrio donde nos vinimos a vivir cuando mis padres se trasladaron desde Zamora a Valladolid. Las calles de ese barrio, bautizadas desde la década de los 40 con los nombres de algunas de las naciones que compusieron el eje en la segunda guerra mundial, o sea, Alemania, Italia y Portugal, se habían trazado sobre unas antiguas huertas salpicadas aquí y allá por casitas molineras donde habitaban y trabajaban los huertanos. Cuando Cándido Learra construyó la manzana a la que después iríamos a vivir, con una altura de cuatro pisos, todas las demás edificaciones quedaron empequeñecidas por la nueva mole que venía a anunciar una vida "moderna" y superior.
Nada más llegar al barrio, las porteras entraron en acción y comenzaron a informar a mi madre de los sucesos recientes que habían sacudido la tranquilidad del entorno. Precisamente el espacio que ocupaba el edificio recién construido tenía a su alrededor todavía unos solares que, en la zona de la calle de Italia se denominaban "la huerta del cascabel" y albergaban un pequeño edificio de una sola planta siempre cerrado a cal y canto. Pronto supimos que aquella casa había sido testigo mudo de un crimen que había cometido un tal Lesmes, crimen del que se hacían lenguas todos los vecinos por lo insólito y discreto. Al parecer las discusiones entre Lesmes y su esposa eran tan frecuentes y tan estruendosas que llegaban a todos los rincones de la pequeña barriada. Un día, aquellos gritos e improperios dejaron de sonar y se convirtieron en abiertas carcajadas que primero sorprendieron a todos y luego dejaron de interesar porque la felicidad no es digna de comentario. Todas las tardes, al terminar el trabajo de la huerta, Lesmes entraba en su casa y comenzaban a oírse las risas incontenibles de su mujer, que a veces alcanzaban tal grado de paroxismo que algunos malintencionados lo identificaban con los estertores de un orgasmo. Vista la poca conversación que la dicha conyugal podía provocar e imaginadas todas las posibilidades orgásmicas y anorgásmicas que se podían suscitar en una relación marital, la vida de Lesmes y su mujer dejó de ser la comidilla vecinal y pasó a convertirse simplemente en costumbre. Sólo una portera observó que Lesmes se encargaba de la escasa compra semanal que podía necesitar un matrimonio sin hijos, con verduras a mano y numerosas gallinas picamierda, y su mujer no salía ni a sacudir las sábanas, tarea tan habitual como necesaria en cualquier hogar. Lesmes le aclaró que su mujer padecía un achaque que le impedía andar y que prefería que no lo supiera nadie para evitar cualquier tipo de comentarios, tanto los malignos como los que pudiesen contener innecesaria conmiseración. Añadió que cuando entraba en casa después del trabajo diario se sentaba junto a la cama y le contaba historias divertidas a su mujer que la hacían reír mucho...La portera quedó tan convencida como satisfecha.
El día que la Guardia Civil entró en la casa molinera para realizar un registro todos supieron que Lesmes se había entregado a la Justicia y confesado su crimen: durante meses había estado torturando a su mujer, a la que había atado a la cama, haciéndola cosquillas en la planta de los pies con una pluma de gallina...
¡Qué mundo el de la infancia, delicioso y terrible al tiempo! Durante mucho tiempo estuve mirando con recelo a Lesmes I, famoso futbolista y vecino nuestro, sólo por llamarse igual. A la mente me venía frecuentemente además una canción que solía cantarnos mi madre:
Manolo Pirolo
mató a su mujer
la hizo escabeche
y la puso a vender...
Las cosquillas mortales, las risas locas, el escabeche y la casa molinera se hacían sitio en mis fantasías hasta convertirse en ese tipo de pesadilla nocturna que tanto nos alteró los pulsos en la infancia.