Joaquín Díaz

PREGÓN DE SEMANA SANTA EN MEDINA DEL CAMPO


PREGÓN DE SEMANA SANTA EN MEDINA DEL CAMPO

Comentario a algunos pasajes de la Pasión

03-04-2001



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Creo que no existe en la historia de las creencias un acto más hermoso, más dolorosamente hermoso, que la entrega del Hijo de Dios a su sacrificio en la cruz. Por esa cruz -el método de ejecución que los persas transmitieron como el más deshonroso de la época-, Cristo vence a la muerte y nos salva definitivamente de su dominio negativo al añadir, a las virtudes de la fe y el amor, la esperanza como crucial elemento de tensión en la vida del cristiano. Tal vez por ese acto positivo y universal, hasta la misma naturaleza, representada en la madera que sostiene al Salvador, se quiere unir al ser humano y participar en la sublime escena. Apenas hay acuerdo sobre la materia utilizada: unos afirman que estaba hecha del mismo manzano que perdió a Adán; otros, que de los ramos que recibieron a Jesús en Jerusalén. Jeremías profetiza que sería de venenoso tejo; Baronio que estaría hecha de ciprés, boj, cedro y pino. Los más opinan que de encina, pues según Becano –el jesuita que armonizó los evangelios con la ley antigua- era el árbol utilizado por los romanos para crucificar a los delincuentes.
Sin embargo, Cristo vence en él a la culpa y a la muerte. Su victoria “en la gloriosa pelea” se divulga para siempre en el suave Pange lingua del obispo Fortunato:
Cante la voz del cuerpo más glorioso
el misterio sublime y elevado
de la sangre preciosa que, amoroso
en rescate del mundo ha derramado,
siendo fruto de un vientre generoso
el rey de todo el orbe más sagrado.

De nuestra carne el verbo revestido
hace, con sólo haberlo pronunciado
que el pan sea en su carne convertido
y el vino en propia sangre transformado.
Y si a desfallecer llega el sentido
con la fe, el corazón es confirmado.

Demos pues a tan alto sacramento
culto y adoración todos rendidos
y ceda ya el antiguo documento
a los ritos de nuevo instituidos:
constante nuestra fe, dé suplemento
al defecto de luz de los sentidos.

Tal vez ese “antiquum documentum” se refiera al libro de Seth, aquel documento que Dios entregó al hijo de Adán, a través de su arcángel San Miguel –según nos narra una antigua leyenda- a fin de que fuese transmitido de padres a hijos hasta que los Magos lo llevaran a Belén para devolverlo al Salvador.
Para cuando los sentidos fallan y es grande el misterio, la fe, que siempre se escuda en la tradición, procuró que llegasen hasta nosotros símbolos evidentes como los sacra lignea, los leños sagrados que usaban los primeros canonarcas en forma de tablillas, matracas y carracas, recuerdo del árbol de la vida que vio San Juan, y las únicas voces que se atreven a alzarse cuando todo el orbe enmudece ante lo grave del enigma. Hasta el yugo de la campana, el instrumento que simboliza la voz de Dios y sus prelados -en silencio durante los días de la Pasión-, se hace de madera para representar la cruz salvadora y la unión que con ella han de mostrar los ministros de la Iglesia.
Silencio de los bronces, y humildad simbolizada en la cuerda de las campanas. La boca calla pues gime el corazón, dice David en el salmo 37. Las esquilas y esquilones de los muñidores tañen a ese aviso, a esa advertencia de espeso dolor. También la trompeta, que convocó al rebaño, alertó del peligro o reunió la asamblea religiosa en el Antiguo Testamento, invirtiendo en el Nuevo el orden del universo al anunciar la venida de Yavé tras un mutismo solemne y apocalíptico del cielo, también la trompeta, digo, es instrumento que con su clamor pide atención y quietud.
Suetonio y Plutarco nos dicen que la trompeta, en la época romana, precedía al pregonero que salía por las calles para citar a alguien ante los tribunales: sus sones reclamaban el silencio para que la voz pública hiciese relación de la noticia o de la sentencia. Así aparece en la iconografía temprana que representa a Jesús saliendo del pretorio: unos soldados y un trompetero le preceden o siguen. Antiguos textos que se leían en los templos durante la Edad Media para representar la Pasión, hacían referencia a la sentencia de Pilatos según la cual el reo debía recorrer las calles de la ciudad de Jerusalén “en la manera en que está, coronado de espinas, con una cadena y soga al cuello, llevando una cruz, acompañado de dos ladrones para mayor afrenta hasta el calvario donde se acostumbra ajusticiar a los facinerosos y allí ser crucificado en su cruz, en la que permanecerá colgado hasta su muerte”. Todo ello había de ser publicado “a son de trompeta y anuncio de pregonero”.
¿Puede ser ésta la base de la tradición en el uso de las trompetas por las cofradías? Tal vez. A su favor, el hecho de que las primeras procesiones medievales que representaban misterios religiosos iban acompañadas y precedidas por trompetas, así como el dato de que todos los estatutos de las cofradías debían ser promulgados asimismo por la voz pública a son de trompeta. La trompeta cumple históricamente en Medina del Campo, como en muchos lugares lo cumplió, una función de aviso que no tuvieron otros instrumentos reunidos en capillas y gobernados por ministriles.
Los músicos decimos que el silencio es una pausa, una espera, y así lo debían de entender los niños que aguardaban con febril impaciencia el momento de penetrar en las iglesias medinenses para ejecutar el ruido de las Tinieblas. En el Tenebrario, ese hachero en el que ya se habían encendido quince velas comenzando por la central –la vela María de cera blanca- y continuando por las que estaban del lado del Evangelio para acabar por las del lado de la Epístola
–todas amarillas-, en el Tenebrario, digo, se concentraban ahora todas las miradas mientras los labios musitaban las Lamentaciones del profeta Jeremías: “Jerúsalem, Jerúsalem, convértere ad Dominum Deum tuum”; “todos mis amigos me abandonaron y los que me armaban asechanzas prevalecieron. Al que yo amaba, me hizo traición”. Al final de los salmos de Maitines y Laudes y al comienzo del Benedictus, el apagador dejaba sin vida las candelas del templo. Al versículo “Ut sine timore” se iban amatando también, una a una, las velas que representaban a las personas que llevaron a Cristo hasta su pavorosa soledad. Después, cuando se comenzaba a decir el “Christus factus est...” “Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte”, la vela María, la que representaba a la Madre fiel, era ocultada debajo del altar de modo que ninguna luz quedara a la vista. Al decir el sacerdote “Qui tecum”, los niños, que habían estado esperando este momento como la propia redención de su inquietud, como la fuente donde saciar la sed de su imaginación, como el regalo jubiloso dentro de tanta severidad, entraban en tropel, desatándose un furioso vendaval sonoro, un ensordecedor estrépito que, según la Iglesia, debía de durar sólo un Pater noster –hasta que la vela María volviera al Tenebrario- pero que la tradición dilataba en la medida en que cada parroquia quisiera manifestar su conmoción y pesar por la muerte de Cristo en la Cruz.
Tan lejos ese alboroto infantil de la seriedad y circunspección que para siempre pidieron las primeras ordenanzas de la Cofradía de Nuestra Señora de las Angustias en las que se exige taxativamente “que nuestro Señor sea servido y ensalzada su santa pasión”.
Me alegro de pregonar la Semana Santa de Medina del Campo, donde todavía tiene sentido la conmemoración de esa idea y no se ha perdido su simbolismo. La penitencia, objetivo principal de las procesiones, puede tener aquí no solamente un contenido de autopunición –como lo tuvo durante varias centurias- sino una semántica de perfeccionamiento. Paenitere no sólo significa “arrepentirse”, sino “no estar contento con algo”, “lamentar” alguna cosa mal hecha.
¿Tenemos motivo para lamentar algo hoy? Tal vez sería procedente reflexionar acerca del grado de respeto que nos profesamos. Al individuo de nuestros días le inquieta acercarse a la incoherencia de su propio comportamiento: la sociedad más tecnológica que parece haber existido es capaz de cometer, en nombre de no se sabe quién o qué cosa –a veces lo llaman religión con punible injusticia-, los crímenes más atroces que la humanidad recuerda. Increíble pero cierto: la humanidad parece que avanza pero retrocede.
En cuanto a la Abstinencia, otra de las ideas centrales de este tiempo de Pasión, está hoy mucho más cerca del sentido que pudiese darle algún filósofo contemporáneo como Erich Fromm (ser, mejor que tener), que de la ingestión o privación de determinados alimentos que se podían rescatar a base de Bulas, por cierto también anunciadas a golpe de trompeta.
Humildad, silencio, reflexión...Cuando se está cuestionando la conveniencia de éste o aquel aspecto de los desfiles procesionales, de si son mejores éstos o aquellos instrumentos convendría no olvidar la clave principal de toda la cuestión cuaresmal, que es más personal que social; más de fondo que de forma. El ejemplo que Cristo nos da es el más incómodo de seguir: humildad, obediencia, reflexión, silencio. Sus últimas palabras, lo escribe San Juan, lo confirman: todo está cumplido. Hay ya un abandono desmedrado en la satisfacción de haber sabido cumplir con un deber tan dulce y tan amargo al mismo tiempo. Todo está realizado y el ejemplo ya se puede seguir. Después llega la costumbre, el ritual, y encubre en ropajes y liturgias la dificultad de imitar un arquetipo así. Pero nuestra túnica tiene mil pespuntes y la de Cristo ninguna costura. Es curioso este fenómeno de la túnica, al que sólo algún apócrifo se acerca, para acabar siendo con el tiempo un argumento cinematográfico. Algunas leyendas cristianas de los primeros siglos negaban que los soldados romanos que estaban junto a la cruz se hubiesen repartido las vestiduras de Jesús o, al menos, que hubiesen hecho partes con su túnica. Ésta, retenida por Pilatos, aún la vestía el gobernador cuando tuvo que presentarse ante Tiberio para dar cuenta de la muerte del Justo. Tiberio se asombra de que el odio que siente hacia el pusilánime desaparece cuando está frente a él, viéndose obligado por no se sabe qué fuerza interior a tratarle con palabras suaves y cariñosas: Finalmente se da cuenta de que es la túnica de Jesús la que le da a Pilatos ese carisma y ordena quitársela desapareciendo al momento todo vestigio de piedad. Hasta ese instante se ha estado revelando “El Dios que salva”, “el Dios protector”, origen del nombre de Jesús.
También de carácter legendario pero con el mismo sentido redentor es la leyenda de la entrada en el Paraíso de Dimas, el buen ladrón: “Y mientras Enoch y Elías así hablaban –dice un antiguo apócrifo-, he aquí que sobrevino un hombre muy miserable, que llevaba sobre sus espaldas el signo de la cruz. Y al verle todos los santos le preguntaron: ¿Quién eres? Tu aspecto es el de un ladrón. ¿De dónde vienes que llevas el signo de la cruz sobre tus espaldas? Y él, respondiéndoles, dijo: Con verdad habláis porque yo he sido un ladrón y he cometido crímenes en la tierra. Y los judíos me crucificaron con Jesús, y vi las maravillas que se realizaron por la cruz de mi compañero y creí en que es el Criador de todas las criaturas y el rey todopoderoso y le rogué exclamando: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Y acto seguido, me dio este signo de la cruz advirtiéndome: Entra en el Paraíso llevando esto y si su ángel guardián no quiere dejarte entrar muéstrale el signo de la cruz y dile: Es Jesucristo, el hijo de Dios que está crucificado ahora, quien me ha enviado a ti”. Se hacen aquí ciertas las suposiciones, ya advertidas en el Evangelio de San Pedro de que el primero en morir de los tres crucificados es el buen ladrón a quien los soldados quiebran las piernas en venganza por haberlos apostrofado y afeado su conducta con Jesús. En cualquier caso los sinópticos difieren curiosamente en el tema de los ladrones, siendo San Lucas el que refiere la misericordia de Jesús con Dimas. Otras narraciones fabulosas cuentan un encuentro del niño Jesús camino de Egipto con los ladrones; en tal circunstancia, el ladrón bueno, llamado Tito, deja escapar sin daño a la Sagrada Familia por lo que Jesús profetiza que le crucificarán a su lado y que le precederá en el Paraíso.
Silencio, humildad, reflexión, misericordia...Jesús nos ofrece su túnica inconsútil para protegernos de nuestros propios defectos o de los defectos de nuestro tiempo, que entre todos construimos: la prisa innecesaria, la vaciedad, el escándalo inútil, el culto al dinero, la necia presunción...
Me alegra pregonar la Semana Santa de Medina del Campo, repito, porque la seriedad y la introspección siguen siendo la norma habitual en sus cofradías; porque el respeto y el silencio están por encima de cualquier valoración externa que se pueda hacer de las imágenes, los actos litúrgicos o los desfiles procesionales; porque hay más autenticidad que representación. Y eso es cultura: todos aquellos conocimientos y creencias que trascienden la propia historia para mantenerse vivos en el tiempo. Acaso el origen de esa trascendencia esté en el carácter universal que impulsa y da aliento al ser humano para atesorar una experiencia y convertirla en algo útil que atraviese los siglos y acompañe a una generación tras otra como bagaje patrimonial. Acaso también se deba a ese digno afán del individuo por perfeccionar su sabiduría tratando de trasformar la práctica en arte. Ese arte, creado, desarrollado y mejorado tal vez en la soledad, requiere en un momento dado de una opinión ajena, de un público que lo alabe o lo critique. Así, el artista tiene motivos suficientes para entender que su creación va dirigida también hacia un destino que la enaltece y que es la propia sociedad que le rodea. Entonces, a la génesis solitaria del arte se une la vocación esencial de compartirlo. Esa es la filosofía que impulsó a muchas hermandades, desde las primitivas collegia o collecta que dieron origen a las cofradías actuales, a poner en común el fervor con el arte. Nacieron así encargos de obras que hoy enriquecen el legado patrimonial, al tiempo que encarnan y definen la devoción de todo un pueblo. Y eso es producto de siglos de fervor, celo y generosidad. En manos de todos, mayordomos, cofrades, Junta de Cofradías y el pueblo medinense está un tesoro artístico y emocional de incalculable alcance –y por supuesto alcance nacional por no decir internacional-.
Entre esas joyas talladas y a su misma altura, sin embargo, resplandece también el cariño por las costumbres –legado de los padres- y por la tierra, esa que ofrece sus cualidades para que arraigue lo mejor y más fructífero de nuestro ser.