Joaquín Díaz

COLOQUIO DE BURGOS


COLOQUIO DE BURGOS

Los miedos tradicionales

14-05-2003



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El folklore o la cultura tradicional están compuestos por aquellos saberes, contrastados por el uso y la práctica, que todavía hoy ayudan al ser humano a crecer (antiguamente a sobrevivir), aprovechándose éste del conocimiento o del dominio que tiene del entorno en el que habita y de sus posibilidades. Puesto que para sobrevivir en tiempos pasados el individuo precisó de esos conocimientos, ha procurado conservar y grabar en su memoria los factores más esenciales que entraban en su composición, contribuyendo además de ese modo a entender por sí mismo la bondad o maldad de las cosas en virtud de sus resultados.
Todo ese aprendizaje basado en modelos repetitivos sigue funcionando, a pesar de la tendencia actual a sacrificar lo antiguo en aras de lo nuevo, porque ayuda al ser humano a controlar –al menos a atenuar-su inseguridad y a vencer el miedo que le produce lo incógnito o lo inexplicable. La existencia de todo ello y el efecto que produce esa inseguridad se puede constatar en las narraciones antiguas que han llegado a convertirse en cuentos y también en el miedo o la admiración que esos relatos siguen despertando todavía en los niños.
Veamos varios ejemplos siguiendo un esquema muy simple basado en esos dos conceptos que se repiten constantemente en la historia del individuo y que han sido determinantes en la educación tradicional: el temor y la admiración.
1. En primer lugar podríamos hablar del temor a la Naturaleza y sus misterios, es decir el recelo hacia el entorno que nos rodea, sobre todo si no somos capaces de controlarlo o dominarlo. El pánico a los animales salvajes que pueden causarnos daño está perpetuado en el cuento de Caperucita, por ejemplo: Sólo el leñador, es decir el dominador del bosque, capaz de sortear sus trampas y de aprovecharse de sus recursos, es quien finalmente puede romper el maleficio y matar al lobo, que se ha comido a la niña (por ignorante o inocente ante el peligro) y a la abuela (demasiado vieja para defenderse del ataque).
El mismo bosque supone una amenaza para el individuo que lo recorre, por eso los personajes que aparecen en los relatos folklóricos internándose en la espesura suelen hacerlo impulsados por la necesidad -ya porque sean huérfanos, ya porque hayan sido abandonados por sus padres-, lo cual persigue producir en el niño una urgencia de protección o una dependencia de los progenitores a no ser que quiera acabar como Pulgarcito, por ejemplo, teniendo que afrontar grandes y peligrosas pruebas.
De vez en cuando aparecen referencias veladas y siempre condenatorias hacia costumbres que pudieron existir en otros tiempos, como la antropofagia, y que la evolución de la especie acabó desechando o incluyendo entre sus tabúes; sólo un monstruo, un ogro, alguien habitualmente malvado y habitante del bosque oscuro y de sus profundidades sería capaz de realizar semejantes prácticas, cercanas a un primitivismo o un salvajismo condenables.
En ocasiones, algunas oquedades naturales constituyen un peligro más para el ser humano, que procura evitarlas o conjurarlas, haciendo habitar en esas aberturas de la roca o de la tierra a criaturas mágicas o malignas de cuya presencia es mejor huir. La cueva de la mora es una muestra de la desconfianza hacia esos grandes y oscuros orificios, así como los múltiples relatos sobre lagunas negras o pozos airones, en donde se cuenta que cayeron caballeros y caballos, arrastrados hacia el inframundo por algún dragón o ser infernal.
2. En segundo lugar tendríamos la xenofobia: el temor o el recelo hacia los personajes que vienen de otro lugar y cuyo comportamiento o reacciones ignoramos, precisamente por no responder a nuestras pautas existenciales o culturales. Ese miedo se ve personificado en el hombre del saco, por ejemplo, malvado e indefinible protagonista que no duda en raptar al niño o la niña y llevárselos para siempre, si incurren en el error de mostrarse confiados o descuidados con personas a quienes no conocen. El cuento de "Canta zurrón" o el romance de "El falso romero" podrían ser paradigmas de este tipo de temor.
Una etnia como la gitana o un oficio como el de buhonero suscitan también desconfianza y podrían incluirse en el apartado de fobias que se alentaban a través de la enseñanza tradicional y que en el fondo, como digo, correspondían más bien a una postura irreflexiva basada en la experiencia de casos previos: siempre nos fue bien recelando de los extranjeros, pues continuemos haciéndolo porque además es más cómodo y no requiere un esfuerzo o un análisis.
3. El temor a lo desconocido: situaciones demasiado complicadas para ser resueltas porque carecemos de las claves, seres fantásticos que nos amenazan y cuyos poderes desconocemos, brujas que nos pueden transmitir el mal de ojo con sólo mirarnos, reinos donde uno se queda petrificado o inmóvil y precisa de un esfuerzo sobrehumano para vencer esa situación, son formas diversas y frecuentes de angustias personales que tienen una proyección posterior en la colectividad a través de mitos y leyendas.
La oscuridad, por ejemplo, es uno de los miedos invencibles que todavía hoy sigue sintiendo el niño pese a que han variado aparentemente su educación y sus posibilidades de conocimiento, además de la tecnología y los recursos. Los antiguos creían firmemente en que la luna era la única defensa contra la noche, tradicional amparo de todas las maldades imaginables, y solían gritar para animarla en el firmamento y evitar que cayera. Esa misma obsesión, si bien en un aspecto más positivo, se manifestaba en la costumbre de imitar el canto del gallo por ser un animal que traía con su aviso la luz de la mañana y por lo tanto la vida. Todavía en muchos lugares del mundo se acaban las rondas o cantos nocturnos con una especie de quiquiriquí o grito vital que trata de augurar una luminosa existencia. Bernardo de Worms o Máximo de Turín ofrecen textos sobre el tema que hablan en favor de esa tesis y nos la muestran como razonable. Este último autor, precisamente, describe el enorme griterío que escuchó un día entre unos paganos a los que trataba de convertir al cristianismo; al preguntar el porqué de la agitación le contestaron "que aquellos gritos ayudaban a la luna en sus apuros y aquellos alaridos servían para detener su oscurecimiento".
Otro gran miedo, que desvela temores antiquísimos de la condición humana es el de la soledad, a veces presentada como pavor vertiginoso pero también como el resultado de una catástrofe natural que acaba con la especie. Normalmente hay dos ejemplos tradicionales que se nos presentan incontestables al hablar de relatos y leyendas transmitidos acerca de ciudades muertas o de despoblados. El lugar sumergido en su integridad bajo las aguas y el lugar del que sólo quedan ruinas o vestigios, apoyados por una memoria histórica. En ambos casos han sobrevivido narraciones que tratan de explicar por qué se despoblaron, hallándose en casi todos los elementos de esas leyendas, motivos suficientes para pensar que, dejando aparte las peculiaridades de cada caso, las dos leyendas son muy antiguas y se aplican cada vez que las circunstancias lo hacen necesario.
Podemos observar en el primer tipo de leyenda algunas particularidades que trataré de resumir. En primer lugar, la narración nos habla de una prueba llevada a cabo con los habitantes de un lugar por un personaje divino o su representación. Es indudable que interesa transmitir a través de la tradición –y fundamentalmente a los más pequeños- la forma cabal y decente de comportarse individual y colectivamente, y en esa forma tiene mucha importancia la hospitalidad: peregrinos, viajeros, mendigos y copleros comunicaron durante siglos estas historias, transmitiendo en ellas la idea de que la caridad con el forastero era siempre premiada; basaban además su tesis en el hecho de que, según la doctrina eclesiástica, dar limosna era el camino para el cielo y un medio adecuado para demostrar la capacidad de renuncia a la propiedad.
A veces el visitante divino no necesita presentir el comportamiento de los lugareños porque ve con sus propios ojos la maldad generalizada, la perversión, la idolatría, la degeneración, o bien todos estos detalles le son narrados por el personaje que encarna la cordura dentro del desequilibrado conjunto.
La prueba, cuando la hay, suele consistir, pues, en pedir limosna o caridad a los habitantes del pueblo o ciudad, a lo que éstos van a responder de diversa manera, atrayendo sobre sí el premio o el castigo.
Éste, que sobreviene por no socorrer al forastero o por la depravación irremisible, suele llegar del cielo o proceder de las propias entrañas de la tierra: O bien un diluvio anega la población, o bien (como sucede en la leyenda del lago de Sanabria donde quien habla es Cristo disfrazado de mendigo) con unas palabras mágicas y un golpe de bastón en el suelo se hace brotar un espectacular chorro de agua que cubre por completo el lugar: "Eiquí finco mi estacón, eiqui salga un gargallón".
La muerte por ahogamiento es, generalmente, el castigo reservado a los impíos aunque hay algunas leyendas donde el incumplimiento de otras normas hace que los que habían sido salvados en primera instancia sean convertidos en estatuas de piedra o de sal por volver la vista hacia atrás. Esta prohibición aparece en los clásicos griegos y latinos (también entre los hindúes, japoneses, árabes y hebreos) con mucha frecuencia. Ovidio narra en sus Metamorfosis cómo Orfeo, enamorado de Eurídice, quiere sacarla de los infiernos a través de empinados senderos y paisajes yertos; pese a la advertencia de Plutón y Proserpina de que no vuelva la cabeza hasta haber salido del laberinto infernal, Orfeo vuelve los ojos hacia Eurídice para preguntarle si se cansa, momento en que ella desaparece y él queda simbólicamente petrificado.
Homero, Esquilo y Sófocles repiten en alguna de sus obras situaciones similares. En el estudio titulado Mito, leyenda y costumbre en el libro del Génesis, de Theodor Gaster, éste comenta la prohibición a propósito de la mujer de Lot y la atribuye un origen muy antiguo basado en una convención mágica y religiosa que se hizo lugar común entre los hititas, los persas, los hindúes y los griegos. "Los habitantes vecinos a poblaciones donde la tradición sitúa ciudades destruidas o sumergidas en circunstancias análogas al castigo de Sodoma y Gomorra -afirma Paul Sebillot en Le Folklore de la France- muestran a veces rocas más o menos antropomórficas y dicen que son personajes castigados como la mujer de Lot y por la misma causa".
Para qué seguir; la idea aún está arraigada entre nosotros aunque apenas reparemos en ella por haber alterado su significado: entre las normas de buena educación que incluían hasta hace poco todos los manuales escolares estaba la de no mirar hacia atrás, y la verdad es que, como casi siempre, sólo se repara en esas costumbres cuando se consideran o se estudian dentro del proceso cultural del universo entero y siguiendo todos los pasos de su evolución, desde que son rituales o mitos con pleno sentido hasta que pierden su intención original.
El premio reservado a los caritativos, es, por supuesto, la salvación de la catástrofe, aunque se dan casos en que, además, se proporciona la abundancia a los virtuosos, sea en forma de pequeño panecillo que al ser introducido en el horno se hace gigantesco (como en el caso de Sanabria o de la laguna de Baracis, en Sassari, Italia) sea concediendo a un matrimonio la bendición de un hijo.
El entronque de todos estos elementos pretéritos con nuestra cultura se realiza a través de la propia tradición oral que los conserva transformándolos, pero también gracias a recursos atractivos, como el de involucrar a quien lea o escuche la leyenda con sugerencias fascinantes conectadas con el propio texto: por ejemplo, la de que quien esté libre de faltas o impurezas podrá escuchar una de las campanas del pueblo sepultado que sonará el día de San Juan. Otros factores, como la toponimia, acercan asimismo el fenómeno racionalizándolo y así vemos que muchos de los lugares donde se conserva una narración legendaria sobre un pueblo sumergido tienen nombres cuya etimología sugiere agua, inmersión, hundimiento o algo similar. Tal vez esta circunstancia esté relacionada con el hecho de que estas leyendas tienen un carácter ecléctico o "reversible", pudiéndose aplicar tanto para fines aleccionadores como para intentar explicar el nacimiento de un lago, labajo o fuente.
Observamos en ella y en casi todas las versiones similares de lugares despoblados, la mención a unas ruinas que evidencian la existencia pretérita de un enclave habitado y, habitualmente, próspero. Lo que desencadena la tragedia y atrae sobre todos la desgracia suele ser el enfrentamiento entre dos familias; en algunos casos -y siguiendo el modelo bíblico que tampoco era nuevo en la Biblia- el odio se produce por cuestiones de propiedad de tierras entre un agricultor y un pastor. En ese clima de apasionamiento los herederos de ambas familias se encuentran y se enamoran; por un instante parece que la cordura vuelve a reinar devolviendo a la tercera generación -a unos jóvenes- la oportunidad de regenerar sus apellidos. Pronto el destino, ese hado que se destaca tan nítidamente en las narraciones populares adueñándose de vidas y haciendas, viene a perturbar esos escasos momentos de felicidad. Y es casi siempre una vieja con mañas de bruja, una representante del mal, la que enturbia la trama por dinero o por interés. Es curioso el desamparo en que siempre deja el cuento o la leyenda a sus protagonistas más tiernos, incapaces de pensar por sí mismos y a merced de las maquinaciones de sus enemigos...
En alguna versión es la bruja también quien se encarga de perpetrar el genocidio envenenando (con una serpiente, sapos, filtro mágico, etc.) a todo el pueblo en la boda de los dos enamorados preparada para dar fin a tantos años de encono.
Ese envenenamiento de la fuente o pozo parece dejar claro que cualquier vestigio posterior de vida es imposible, al representar el agua no sólo el origen de la existencia sino la posibilidad de continuarla, de fertilizar. Esto no es simplemente un recurso mitológico: cuando Fermín Caballero escribe en el siglo XIX en su Fomento de la población rural los obstáculos que se oponen al desarrollo de la población en terreno rústico, habla de impedimentos físicos, legales y económicos, y entre aquellos, el principal, la falta de agua. Hoy día sabemos que las causas de despoblación han sido múltiples a lo largo de la historia (pestes, peligros de invasión, falta de productividad en las tierras...) pero hasta nuestros días ha llegado la creencia de que las aguas envenenadas por una mano alevosa, eran la causa principal de la mortandad inexplicable.

En el caso de las dos leyendas que hemos descrito, pues, son las aguas -que sepultan el lugar o que lo dejan sin habitantes- el medio de que se sirve el destino para llevar a cabo ese aparente castigo sobre un colectivo concreto de personas que representa al género humano. Fijémonos en esa índole punitiva pues suele ser la génesis de circunstancias anteriores y posteriores que alientan la narración: se castiga la maldad, la falta de caridad, el enfrentamiento entre familias... ¿Por qué quiere la memoria popular conservar esa irremediable relación entre castigo y despoblación? Parece como si la historia del género humano se representara como una especie de arquitectura en la que los materiales son siempre los mismos, aunque, al ser colocados de un modo u otro, formen figuras diversas. El robo del fuego, el diluvio, la madre virgen, el héroe que vuelve a la vida resucitado, el respeto a los astros, la eterna juventud, son elementos que, tan pronto aparecen en narraciones populares con un fin didáctico y despojados de su dramatismo esencial, como constituyen la piedra angular de colectivos humanos, alentando sus aspiraciones espirituales y dando vida a sus liturgias.
Puede que, como uno de esos arquetipos eternos, esté grabada en el inconsciente colectivo la idea elemental de que la despoblación es un castigo para una comunidad; y no deja de ser sintomático que ese castigo venga unido casi siempre a las aguas, símbolo de un mundo diferente -superior o inferior- que encierra tanto la fertilidad como la muerte.

Vayamos al segundo aspecto que sirve de marco a la educación por fórmulas tradicionales, que sería el del respeto o la actitud reverencial.
1. En primer lugar se trata de transmitir una reverencia hacia las personas mayores, consideradas los máximos representantes de un tipo de conocimiento basado en la acumulación de experiencias, como hemos visto ya, y para el que, por tanto, la edad es determinante. Muchos relatos, canciones y romances insisten una y otra vez sobre el homenaje que la sociedad debe rendir -particularmente los jóvenes que son los que más pueden beneficiarse de ello- a esa acertada combinación de inteligencia y pericia que se produce en la gente de edad avanzada.
La idea se sublima cuando se trata además de personas fallecidas, de nuestros propios antepasados que ya desaparecieron, en cuyo caso se reconoce también el esfuerzo que realizaron para dejarnos una existencia más cómoda. Cuentos como el de "La asadura" (el caso del padre y el hijo que roban la asadura de la madre muerta porque no tienen qué comer y la madre se les aparece para reclamársela), advierten seriamente de que ni siquiera la necesidad o la carencia son motivos suficientes para olvidarnos del respeto que se ha de tener a los mayores y su memoria. En este caso otro elemento ya mencionado, como es el del canibalismo, viene a asustar o producir alarma a propósito, por los efectos que podría provocar su práctica, suscitando un rechazo claro e inmediato en quien escucha la narración.
2. Otro aspecto que provoca consideración y acatamiento es la conducta inteligente. El tonto, el que actúa torpemente o sin juicio, tiene que soportar de inmediato las consecuencias de su actitud, lo cual, ciertamente, desaconseja ese tipo de conducta y trata de corregir comportamientos negligentes o procederes descuidados de los que se podrían derivar graves resultados para la propia vida. En ese sentido son claros los relatos del "hombre estúpido", pero también aquellos cuentos de animales (Juanitonto, Juan el lobo, Juan el oso) que tratan de llevar al mundo de la ficción o de la fantasía pensamientos o conceptos humanos, si bien dándoles el aliciente del entretenimiento o de la fábula para evitar la resistencia de los más pequeños al consejo moralizante o a la admonición pura y simple.
También suscitan reverencia otras conductas virtuosas o basadas en cualidades naturales cuyo cultivo puede ser beneficioso para uno mismo o para los demás. Bastaría recordar a modo de ejemplo los romances y canciones que convierten la hagiografía en una fuente fantástica de sucesos casi siempre construidos con un afán moralizante.
3. Finalmente, hay un respeto evidente hacia las actitudes valerosas. Cuando en muchos casos la vida propia ha dependido del dominio de una situación por medio del uso adecuado del coraje, es normal que ese mérito se trate de convertir en virtud imitable. Las narraciones populares son prolijas en casos en los que la valentía vence a la cobardía. Las pruebas a las que es sometido el héroe o protagonista apenas le dejan opción: siempre debe estar eligiendo y actuando, y su decisión -a veces modificada positivamente con la inesperada colaboración de la suerte- debe ser acertada.

La aparición reciente de las “nuevas mitologías”, apoyadas por medios tan poderosos como la televisión o el cine y basadas en obras literarias de creación nueva –el Señor de los anillos, por ejemplo-, plantea otra vez la eterna necesidad del ser humano de inventar mitos para su existencia. Desde la mitología clásica aparecen personajes que encarnan los valores más esenciales y primarios, disfrazados bajo diferentes ropajes. Esos personajes, llamados de muchas formas en diferentes civilizaciones y culturas, presentan frecuentemente similitudes en sus comportamientos y en sus reacciones hasta el extremo de confirmar la existencia de unos arquetipos casi permanentes en el tiempo que atañen a todo el género humano.


La tesis aportada a la consideración de este Coloquio sería, pues, la de que la educación basada en modelos tradicionales tuvo siempre un sentido práctico, orientación que contribuiría a que todos los saberes transmitidos tuvieran una aplicación en uno mismo o en el entorno. Ese empleo funcional fue determinante en la evolución, evitando constantemente un no deseado retroceso. La tradición oral y material se basan, pues, en una forma de instrucción contrastada por la experiencia sobre la que el individuo va acumulando sabiduría, seleccionando al mismo tiempo lo más necesario y desechando lo que no le sirve.
Con ese fin, la tradición va recogiendo y acuñando diferentes fórmulas de expresión que, a mi juicio, se asientan en tres pilares fundamentales:
1. El reconocimiento de nuestro propio cuerpo y su delimitación en el espacio. No sólo tratamos de conocer y utilizar correctamente el exterior de nuestro organismo, sino que perseguimos la adecuación y mejora de nuestros sentidos: el equilibrio, el tacto, la memoria, la vista, el olfato, el ritmo, etc., están presentes así en muchas de las retahilas infantiles que, al tiempo que nos descubren el mundo que nos rodea, nos revelan de qué forma estamos insertados en él.
Vemos dentro del cancionero tradicional, por ejemplo, cómo la madre va mostrando al niño o niña los límites de su cuerpecito con diversos temas:
Date a la mochita
date date date
date date date,
cabeza de tomate...
El descubrimiento de los dedos de la mano viene con el clásico
Cinco lobitos
tiene la loba
cinco lobitos
detrás de una escoba.
El movimiento acompasado del cuerpo con
Aserrín, aserrán
maderitos de san Juan
los del rey, sierran bien;
los de la reina, también
y los del duque,
trúquele, trúquele, trúquele.
El juego o desplazamiento sobre un solo pie
Dónde va mi cojita,
miruflí, miruflá,
dónde va mi cojita,
miruflí, miruflá.
El primer juego con otros niños sentados frente a frente y chocando las palmas de las manos
Don Pedro de Olivar
de Olivar de olivero
Don Pedro de Olivar,
Olivar sardinero
surge de carmesí
ha amado a su mujer
por no saber bailar
Don Pedro de Olivar.
El baile con la punta y el talón alternativamente
La punta y el tacón
se baila con el pie
por eso lo baila
el señor don Miguel.
Miguel de mi vida
Miguel de mi amor
enséñame a bailar
la punta y el tacón.
El baile en círculo, agarrados de las manos, una de las formas coregráficas más antiguas conocidas
Al corro de las patatas
comeremos ensalada
lo que comen los señores
naranjitas y limones.
Atupé, atupé
sentadita me quedé.
Para aprender a agacharse se emplea también
Soy la reina de los mares
ustedes lo van a ver
tiro mi pañuelo al suelo
y lo vuelvo a recoger.
O, por último, otro juego de contacto físico algo más violento
La torre en guardia
la torre en guardia
la van a destruir...

2. El reconocimiento del otro y el respeto a sus límites. El contacto con el vecino, las relaciones mutuas, ese complejo entramado de vínculos y correspondencias para cuyo correcto funcionamiento se van creando reglas y normas que deben acatarse. Ya hablé en alguna ocasión de hasta qué punto los primeros juegos colectivos eran una auténtica escuela de sociabilidad y la aceptación de sus principios la base sobre la que se asentaría la vida en sociedad. El juego (jocus) y sus derivaciones etimológicas (jocundus) parecen llevar implícito, sin duda, el sentido de diversión. Divertirse significa distraerse, es decir salir de uno mismo: verter, con la preposición inseparable “di”, puede incorporar además el concepto de origen (se vierte desde uno mismo), puede significar extensión (uno se amplía o se vierte al exterior y ese contacto con lo externo nos distrae) y puede significar oposición (diverso a uno mismo). En todos los casos el centro es el individuo y su movimiento, y esto conviene no olvidarlo pues significa que cualquier forma de deporte o juego debe partir del principio o la necesidad del ser humano de salir de sí mismo y relacionarse con los demás. El jocus, que podría circunscribirse solamente al yo, se convierte así en ludus y adquiere el sentido de un movimiento controlado hacia fuera del que se deriva un entretenimiento. Ese movimiento, esa salida de la individualidad es, a mi juicio, una de las características determinantes del verdadero progreso, y su revisión o su anulación interesada, estarían cuestionando todo el desarrollo del hombre como especie. Para muestra actual que denuncie su utilización desviada, basta un botón: no hay más que entrar hoy día en cualquiera de los salones que anuncian con grandes rótulos “JUEGOS” para comprobar que todo son diversiones individualistas del mismo modo que lo son casi todos los juegos domésticos con los que se entretienen los niños de hoy. El dato no es desdeñable aunque tampoco es moderno: el robot se vuelve contra su inventor en muchas novelas ya consideradas clásicas.
Por lo que se refiere al término “autóctono” con que hoy se bautizan muchos de esos juegos (de “autos” “ctonos”, es decir, de la propia tierra o que ha nacido en la tierra donde se halla), el significado correcto sería “propio del lugar” y obligaría a entender por tal, aquel tipo de juego o deporte que se hubiese originado en una localidad concreta y de ahí, tal vez, se habría difundido su uso o su conocimiento. Raramente se da este caso ni siquiera en los juegos más localistas. Todos sabemos, y vengo insistiendo en ello, que el folklore está constituido por esa serie de conocimientos de que hace gala el ser humano para solucionar los problemas que se derivan del entorno en el que vive. Esta definición primera se diversifica en cuanto el individuo se agrupa y se convierte en nómada, transformándose y alterándose al decidir establecerse en un lugar donde se producirá un fenómeno localista: los conocimientos se adaptan al tiempo y al espacio propios y comienzan a diferenciarse de los de otros individuos que se han establecido en otros lugares. Es difícil, sin embargo, que la invención de un juego sea exclusiva de uno de esos lugares cuando, como estamos viendo, la necesidad de diversión es tan individual como universal. Yo preferiría utilizar siempre, en vez de autóctono, el término tradicional, que sugiere transmisión en el tiempo, de donde se deriva un significado vital (lo que se entrega, vive) y un respeto o valoración del pasado como fuente de sabiduría y esfuerzo. Porque, algo que no podemos negar, es que el juego es cultura, es decir cultivo, y lo que se cuida o cultiva es, por definición, algo que se aprecia e interesa conservar. Y si se conserva estaremos ya ante la norma genética que impulsa después a comunicar la experiencia para que otros la compartan.
Esta relación del juego con la tradición, es decir con la parte de la antropología que estudia el cuidado y la atención hacia aquellos aspectos que identifican al individuo como integrante de un grupo social, no es gratuita. El juego es una forma de manifestarse, de expresarse, y como tal conlleva elementos idiosincrásicos, por tanto propios de ese grupo, como pueden ser los aspectos formales y normativos. Dentro de otros aspectos más de fondo cabría hablar de las características generales y particulares de los juegos que los transforman en un remedo de la propia vida del individuo. En efecto, el juego, como el ser humano, necesita de un espacio donde poder desarrollarse; como el ser humano, también precisa repetir sus actos, esto es, convertir en ritual cíclico aquello que es necesario aprender y practicar; debe salir del caos primigenio imponiendo unas normas y un orden; ha de convertir la incertidumbre de la propia vida y del juego en una cualidad potencial: ha de vivir y jugar para pasar de la potencia al acto; por último, ha de saber combinar el tiempo y el espacio adecuadamente para ordenar cualquier tipo de actividad, llámese vida o juego, en unas coordenadas inteligibles.

3. El reconocimiento del entorno y de los recursos que nos sirven de provecho. La vivienda, la alimentación, el conocimiento cabal de las estaciones que cíclicamente producen unos frutos u otros... Animales, plantas, terreno; todos estos elementos y otros están presentes de alguna forma en un tipo de educación que, repito, siempre pretendió integrar coherentemente los conocimientos verificados con su aplicación en nuestra propia existencia.
En ese sentido, el mundo de la tradición es una fuente segura de temas cuya aplicación podría servir a los padres o al profesor para ayudar a los niños a descubrir el entorno y conocer su presencia en él. Está claro que esa tradición nunca será un obstáculo para que el niño invente o tome elementos de lo que le rodea para incorporarlos a su mundo. Los estudios antropológicos que hacen referencia a este tema de los niños y su entorno, inciden en la importancia actual de la televisión y particularmente de los anuncios en la creatividad infantil. Muchas de las canciones que acompañan juegos en el colegio o en las calles recogidas a niños y niñas de grandes ciudades incluyen melodías de anuncios adaptadas a esos mismos juegos; en ese sentido, potenciar y educar esa facultad –no olvidemos que educar significa conducir-, es trabajar para el futuro creando las primeras bases de un criterio estético y artístico. Como digo, hay que desterrar para siempre la idea de que el mundo de la tradición era estanco y reacio a la invención o la creación. Cuando hace casi cuarenta años decidí dedicarme a la recopilación y al estudio de la tradición, la sociedad entera vivía complaciente de espaldas a su pasado y pocas personas apostaban por la preservación de cualquier clase de valores o conocimientos de tipo tradicional porque se consideraba un atraso mirar retrospectivamente. Todo parecía indicar que en la sociedad industrial no había espacio para el recuerdo, para la sabiduría de uso colectivo, esa que había condicionado e impulsado durante siglos la creación poética o musical, al tiempo que permitía acumular y fijar normas, leyes, costumbres y hábitos. Se vivía obsesionado por el progreso y en ese concepto no cabía lo antiguo, ni siquiera lo venerable, porque era sinónimo de caduco, viejo o inútil. Mirar al pasado significaba debilidad.
En el cómputo global de la historia de un país o una civilización, cuarenta años no son nada y sin embargo la leve perspectiva cronológica ya nos permite vislumbrar las consecuencias de aquel grave error. Tanto si se trata de crear como si se trata de repetir lo que la tradición nos ha legado para que se transmita oralmente, el ser humano necesita expresar sus emociones y sus sentimientos a través de la palabra, procurando además hacerlo con la adición de esos criterios estéticos de que hablaba hace un momento. Cada frase, cada poema es como un latido, que le recuerda que su corazón palpita y que esa vida procede de la masa de su propia sangre, la misma que le vincula a un apellido, a una cultura y a una tierra.
Por eso creo que tiene tanto sentido que la tradición –con las dos vertientes necesarias de la creación y la repetición- esté unida a la educación infantil; porque es como el reconocimiento a un pasado lleno de vivencias que ha posibilitado ese presente del que ahora disfrutamos y nos dirige hacia el futuro que entre todos queremos firmar. La música, el ritmo, los romances, las canciones, los relatos fantásticos pueden ayudarnos a expresar todo eso. Porque, a pesar de que el cuento tuvo desde el siglo XVIII -como escuela de costumbres que era- una consideración negativa (recordemos el “no me vengas con cuentos”, “eso son patrañas” o el ofensivo “eres un cuentista”), posee sin embargo en su estructura un potencial como ningún otro género en la literatura. La muestra evidente de ese potencial la tenemos en los relatos de tipo tradicional, cuya temática, tan numerosa y tan diversamente tratada, abarca todos los aspectos de la vida del individuo, desde sus relaciones con los demás, hasta sus relaciones con los animales o con el entorno natural, como hemos visto. En cualquier caso, más que la tipología de esos cuentos –que es muy abundante y muy representativa- nos debe interesar el contenido y la casuística. ¿Qué es lo que hace tan atractivos los cuentos de La cenicienta o de Caperucita, que hasta Walt Disney vio en ellos un negocio? Indudablemente, el comportamiento: el carácter y las reacciones de los protagonistas, más que los personajes mismos. En el relato de La cenicienta se reconoce el premio a la humildad, el castigo a la soberbia, el triunfo del amor por encima de las más adversas dificultades; en Caperucita, más allá de la positiva relación intergeneracional (nieta y abuela), está –ya lo he comentado- la victoria del ser humano sobre lo oscuro, lo numinoso, representado por el bosque y por el animal más genuino de ese lugar misterioso que asustó al individuo durante cientos de generaciones.
Estamos, por tanto, ante unos géneros de estructura cerrada que se abren en sus contenidos a cualquier posibilidad que quiera darles un profesor con tal de que esa posibilidad venga en forma de catecismo: es decir, con preguntas y respuestas. Sobre la vida y la muerte, sobre las primeras pasiones –no olvidemos que pasión significa padecimiento-, los anhelos, las esperanzas, las creencias. Ahí están todas esas ideas y esas situaciones que preocuparon a nuestros antepasados y nos siguen preocupando a nosotros pese a los asombrosos avances técnicos que parecen habernos convertido en una especie distinta.
Cualquiera que sea la forma y cualquiera que sea el nombre que esa forma recibe, la humanidad necesita expresarse y lo hace a través de sus propios relatos. La memoria y el lenguaje siguen siendo los mejores medios que tenemos a nuestro alcance para expresarnos y que nos entiendan. Los mejores caminos para que circulen por ellos nuestra imaginación y nuestros recuerdos. Tal vez la sociedad de hoy haya querido prescindir –o tal vez lo haya hecho involuntariamente- del intercambio generacional de conocimientos que tanto enriquecía la educación de los más jóvenes hace años, justo antes de que nos convirtiésemos en esa aldea enorme que ahora somos y de la que parece que quieren salir ya por el otro lado los paises nórdicos –siempre tan atentos a las mejoras sociales- inventando lugares de encuentro para niños y ancianos que, al parecer, son un éxito. Como se puede ver, nada nuevo bajo el sol. En nuestro país, las distintas edades siempre tuvieron su tiempo y su espacio particulares pero confluían en esas veladas o seranos donde la experiencia se hacía común y la memoria colectiva. Pese a la desaparición –quisiera creer que no definitiva- de esa fructífera relación intergeneracional, sin embargo hoy tenemos unos medios extraordinarios cuya utilización en el colegio, el instituto o la escuela pueden dar resultados asimismo sorprendentes: el progreso, los avances tecnológicos no nos pueden hacer vivir aislados en individualidades que afecten la propia salud social.


La constatación de que nuevas fórmulas pedagógicas tratan de olvidar, consciente o inconscientemente, esta base de iniciación o adiestramiento tan lógica y funcional, me lleva a hacer, para acabar, las siguientes consideraciones:

1. Evidentemente, el mundo de los niños es un trasunto, una imitación de la sociedad de los mayores, de la que va tomando virtudes y defectos.

2. Esa sociedad atraviesa con mucha frecuencia períodos críticos en los que la preferencia por algún aspecto concreto de las cualidades del individuo -hoy podríamos pensar en la tecnología, por ejemplo- aventaja, supera y llega a minimizar otros valores humanos, personales y colectivos, cuya pérdida o dejación constituiría un grave peligro para la formación integral del individuo.

3. La vida del ser humano en sociedad está formada por una serie de estadios, peldaños imprescindibles de una escalera que le conduce a ese deseado perfeccionamiento. Cada uno de esos estadios -la niñez es el primero- contiene pautas y claves que ayudan a la mejor comprensión de los siguientes y cuyos principios más destacables se van grabando en la memoria de forma indeleble.

4. El uso adecuado de determinadas facultades que adornan al ser humano desde su nacimiento -memoria, imaginación- combinado con otras que se van perfeccionando en el transcurso de la existencia -comunicación a través del lenguaje o los gestos, intercambio de información,etc- debe fomentarse en ámbitos todavía insustituibles para el individuo como son la familia y la escuela.

5. La sociedad, a través de los representantes competentes de las esferas política, social y académica, debe hacer un esfuerzo por contribuir a que cada uno de los estadios mencionados contenga mensajes adecuados a la edad y capacidad de comprensión de los individuos que en ellos se encuentren, mostrando especial interés en los primeros escalones, infancia y niñez particularmente, donde se fraguan la personalidad, tendencias e inclinaciones futuras de cada individuo.

6. En ese esfuerzo debemos considerar que el interés o la curiosidad por la propia historia -tanto la narrada por los historiadores como la historiada por los narradores- constituyen pasos previos al descubrimiento del patrimonio cultural, y pueden incrementarse notablemente con una preparación adecuada que evite rechazos inútiles y estériles de esos contenidos, contribuyendo al mismo tiempo a crear aficiones y a orientar futuros estudios o dedicaciones.

7. El conocimiento de determinados contenidos que aporta la tradición (mitos, fábulas, leyendas, cuentos, canciones y sus personajes) acercará a los niños al origen y primeros pasos de la humanidad misma, contribuyendo a situar en un justo término la importancia de la variante local y de las diferencias lingüísticas que, si bien nos ayudan a identificarnos frente a nuestros vecinos, no pueden servir de excusa para utilizarlas inadecuadamente, fuera de su contexto.

8. El uso de formas de juego, relación aprendizaje,etc., acuñadas por la experiencia y el sentido común no debe verse como un retorno nostálgico al pasado, sino como el inteligente aprovechamiento de unos conocimientos que inventaron, conservaron y transmitieron para nuestro provecho las generaciones que nos precedieron.

9. Creer que todo lo sabemos y lo dominamos puede llegar a ser una enfermedad cuya curación es posible con el acercamiento prudente y humilde a un tipo de sabiduría que nunca dejará de ser útil porque atañe al ser humano (de él procede y a él está destinada) por encima de los adelantos y mejoras técnicas que, si bien pueden hacer más agradable su existencia, no ayudan a mejorar su conducta personal o social.

10. A todos nos atañe intentar que el mundo de los niños no incurra en las carencias que tan a menudo detectamos en nuestro entorno adulto: falta de imaginación, de fantasía, de frescura, de espontaneidad, de inocencia, de solidaridad y un etcétera muy largo al cual cada uno podría añadir su propia aportación.

En resumen: la sociedad entera debería estar dispuesta a hacer un esfuerzo para que la infancia y la niñez sean ese primer estadio en el que el ser humano se entrena para afrontar con seguridad su propio camino, y no el campo en el que vayamos a sembrar con egoísmo y mezquindad nuestras frustraciones. Padres y profesores tienen, en ese sentido, una responsabilidad especial ya que son ellos a quienes la misma sociedad encomienda tan trascendental como ilusionante trabajo. Y digo lo de ilusionante por ir un poco contra corriente y forzar una reacción. Con demasiada frecuencia he escuchado en los últimos años frases parecidas a “la vida es una porquería” o “el mundo está loco”, como si la vida o el mundo fuesen un escaparate único que todos pudiésemos admirar al mismo tiempo y con las mismas intenciones. Lo que podría achacarse a un estado de ánimo o a una visión negativa del entorno, sin embargo, parece tener un origen más profundo y sugiere la necesidad de un análisis, siquiera sea somero por hacerse ya al final de la conferencia. Habría que comenzar admitiendo que la vida no empezó con nosotros y que los problemas que se nos antojan tan onerosos fueron soportados ya por millones de espaldas antes de ahora; algunas de esas espaldas, incluso, descubrieron formas de llevar la carga con menos consecuencias para la columna vertebral y además fueron capaces de demostrarlo: filósofos, poetas, artistas, supieron transformar padecimiento en belleza, pasión en arte. En todas sus existencias –cualquier que sea el caso que analicemos- hay un proyecto (proyectar significa “echar adelante”), un impulso, que es más auténtico y se acerca más a la utopía cuantos menos visos tiene de poder realizarse. Ese proyecto es personal y se nutre de sueños propios y ajenos, de ideas e ilusiones que se van desarrollando desde la infancia y que exigen, en la medida que los años van pasando, una realización. Ese proyecto, puede ser, por tanto, ordenado o caótico, sensato o arrebatadamente loco, pero sobre todas las cosas es necesario. La ejecución de cada una de sus partes será luego una tarea que el individuo realice en el entorno, en contacto con otras personas que también tendrán sus aspiraciones, pero todo eso vendrá condicionado por la edad, la experiencia, la fortuna, la ambición, el carácter...Sigo insistiendo, no obstante, en la necesidad del proyecto personal como motor de todo en el universo. A lo largo de su andadura histórica, el ser humano ha ido atemperando con los obstáculos y fracasos sus ansias de conseguir íntegros aquellos objetivos. Constatar que los proyectos comunes eran más fáciles de llevar a término, por ejemplo, condujo a la humanidad por la senda del asociacionismo y la solidaridad. Probablemente, además, las necesidades primarias crearon prioridades y escalas cuyos orígenes son ahora fácilmente deducibles. Pero, repito, por encima de todo, la ilusión del proyecto propio, el impulso vital imprescindible. Imprescindible e irrenunciable. Es evidente que, si cada uno emprendiésemos un camino distinto las veredas lo ocuparían todo y no habría tierras donde labrar ni campos en los que sembrar, pero hay que reconocer también que los senderos que la sociedad nos propone en determinados momentos no parecen coincidir con el rumbo deseado y se nos pueden antojar una cañada sin descansaderos o un trayecto excesivo para nuestras fuerzas. Porque, a cambio de la renuncia a nuestro itinerario ese otro camino trillado sólo nos propone ir reponiendo en cómodas posadas el cansancio, sin clarificarnos cuál va a ser la próxima jornada ni dejarnos intervenir para nada en la ruta. ¿Qué diríamos si cada fin de semana se nos prohibiera elegir el lugar en donde comer o el monumento a visitar? Tal vez en aquellas expresiones que han dado origen a esta reflexión final (“la vida es una porquería”, etc., etc.) está el último aliento del individuo para protestar, para renegar del hecho de haber dejado sus ilusiones propias en el primer cruce de caminos. Acaso es el único recurso que les queda a las personas sensibles para mostrar su malestar por no poder intervenir directamente en ese itinerario que la sociedad les impone. Hace poco tiempo escuché a un investigador español lamentarse por la falta de apoyo en su propio país a un importante proyecto científico, circunstancia que le obligaba a salir de España y, probablemente, a entregar el resultado final de su esfuerzo en otras manos, extrañas pero más generosas o sensibles. Sus palabras invitaban a la reflexión: “una sociedad que gasta mil veces más en el fichaje de un deportista que en un trabajo o un estudio que proporcionarán un avance social, probablemente ha equivocado sus objetivos”. Un individuo –añado yo- que prefiere estar representado por otros en el campo de juego y en la vida, probablemente ha perdido la ilusión y cree que su esfuerzo no merece la pena. Si esa situación se produce al final de la existencia, el diagnóstico es sencillo y el hecho casi irremediable. Cuando todo ese proceso afecta a los niños y a los jóvenes la sociedad debe reflexionar porque no sólo su esencia sino su propia existencia pueden estar en peligro. Tal vez la tradición ofrezca -y estamos obligados a utilizarla, por tanto- una excelente vía para mejorar el propio conocimiento y valorar mejor la participación personal. Estoy seguro de que Coloquios como el que nos ha reunido aquí sirven de excelente ejemplo. Muchas gracias por su atención.