Joaquín Díaz

LOS ANIMALES


LOS ANIMALES

Acerca de los animales en la tradición

15-11-2005



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Como parte integrante de la naturaleza y más o menos cercanos al entorno del individuo, los animales son ora compañeros ora adversarios con los que aquél debe convivir o a los que debe respetar por miedo o por sentido común. Desde los más antiguos relatos hay un interés por demostrar que los animales son inferiores al hombre pero, al mismo tiempo, aparecen aquí y allá vestigios de cuentos y leyendas en los que las metamorfosis ofrecen un curioso campo de estudio a los antropólogos, pues en ellos el hombre se transforma en animal con tanta asiduidad como el lobo o el oso hablan y actúan al estilo de los seres humanos. Es frecuente entre los narradores orales comenzar los cuentos diciendo mientras miran a su auditorio: “En el tiempo en que hablabais todos los animalitos…”, expresión que parece transportarnos a una época remota, posiblemente anterior al diluvio y cercana al paraíso, en que animales y personas se comprendían con un lenguaje único y se respetaban. Pero esa es otra historia a la que no vamos a referirnos aquí…Para hacer más sencillo el acercamiento al mundo de los animales, su lenguaje y sus particularidades, hemos dividido este CD en tres apartados: el de los animales en libertad, el de los seres domesticados y condenados a vivir en compañía del ser humano y el de los seres fantásticos, producto generalmente de la imaginación y la posibilidad de alteración de los temas en la transmisión verbal.

Los animales en libertad

Miles y miles de especies existen desde hace millones de años en nuestro planeta en una suerte de convivencia “natural” cuyas consecuencias pueden parecernos en ocasiones terroríficas si las analizamos a la luz de nuestra exclusiva razón. Las razones de la naturaleza sin embargo son otras, según parece, y contemplan sin rubor las luchas por la supervivencia o el principio supremo de la conservación de la especie, leyes ambas que llevan a los animales a extremos paradójicos: las Phyllias, por ejemplo, se mimetizan de forma tan admirable con las hojas en las que se posan que terminan siendo devoradas por sus propias congéneres, incapaces de distinguirlas; no menos cruel y sorprendente es el comportamiento de la Mantis, cuyo ritual sexual incluye en ocasiones la homofagia del macho por parte de la hembra. Sin embargo algunos de esos animales, por sus actitudes o por sus características, fueron considerados en civilizaciones primitivas como representación divina, es decir como una representación sacralizada de lo humano. Y es que el automatismo, o el instinto si se prefiere, controla muchas veces la existencia de los seres, sean éstos personas o insectos y puede convertir en sobrenaturales e inexplicables determinados comportamientos que vienen de la prehistoria pero traen un escaso bagaje aclaratorio.
Tal vez proceda de esa creencia de que los animales son dioses reencarnados, la admiración, el miedo o el respeto que esos mismos animales –domésticos o salvajes- despertaron en el ser humano, que los vio reflejados en el cielo y los relacionó con su propio destino a través de los libros de adivinación, los lunarios o pronósticos perpetuos y los horóscopos. Estos libros y escritos, por más que nos parezcan a veces crípticos a veces infantiles, tenían dos virtudes hoy casi desaparecidas: eran, por una parte, una síntesis o resumen de conocimientos antiguos que comunicaban al ser humano con sus orígenes y, por otra, permitían relacionar todos esos conocimientos dando a la educación una cohesión y una coherencia. Eran pequeñas enciclopedias en su sentido más clásico y virtuoso del término: educación circular que enlazaba y aglutinaba como mágico anillo la sabiduría de una especie. De ese modo, era explicable que aquello que sucedía en el cielo tuviese un reflejo en la tierra o fuese un espejo de lo que en ella acontecía: los primeros seres que miraron al cielo descubrieron en él dibujos de estrellas y constelaciones que semejaban figuras de personas o de animales. De esa visión nacieron las 48 imágenes del cielo octavo que correspondían, según Rodrigo Zamorano en su Cronología y Reportorio de la razón de los tiempos, a las siguientes: “Gémini, Virgo, Aquario, Hércules, Cepheo, Casiopea, Andrómeda, Perseo, Orión, el Serpentario y Bootes; o a figura de animales brutos y éstas son: Aries, Tauro, Capricornio, Sagitario, Centauro, la Ossa Mayor, la Ossa menor, el Cavallo menor y el Pegaso, el Can mayor y el Can menor y la Liebre; o a figura de animales feroces, bestias y de rapiña, y éstas son el León, el Lobo y el Dragón; o a figura de Serpientes, o Pesces como Cáncer, Scorpio, Pisces, la Serpiente del Serpentario, la Hidra, el pesce meridional, la Ballena y el Delfín; o a figuras de Aves y éstas son el Aguila, el Buitre, el Cisne y el Cuervo; o finalmente a figuras de cosas sin ánima como Libra, la Saeta, el Triángulo, la Lira, la Ara, el Vaso, las Coronas, la Nave y el río Eridano”.
No es extraño, pues, que la tradición, encerrada en esos libros o basada en ellos, nos haya legado un tipo de relación con los animales que hoy, desprovistos de las claves y el criterio que nos permitirían analizar los datos de forma cabal, se nos antoja incomprensible: buena parte de la opinión pública clama contra los juegos de gallos o de toros, al tiempo que no comprende la angustia del ganadero rural ante la figura del lobo. El oso, que fue animal fundamental en la creación de las primeras mitologías, pasó a refugiarse en el mundo de los cuentos y acabó siendo especie protegida en todos los sentidos posibles (las versiones castellanas y leonesas de cuentos recogidas en los dos últimos siglos nos presentan a un oso llamado Juanitonto al que le suceden casi siempre desgracias por su falta de inteligencia). Todas las campañas de sensibilización actuales hacia la naturaleza o los animales serán incapaces de transmitir el sentido profundo de aquella sabiduría antigua, basada en la experiencia vital y en la fuerza de los principios contrarios del bien y del mal o de la astucia y la necedad. Esa relación “natural” del ser humano con los animales le autorizaba a llamarlos, a imitar sus cantos o a traducir al lenguaje humano sus trinos, a respetarlos y perseguirlos, a adorarlos e incluso a comérselos si la ocasión o la circunstancia lo autorizaba.
Un animal en particular, el toro, acapara casi todas las posibilidades de relación que hemos mencionado: el toro es símbolo, es mito, es generador de diversión y es alimento. Ya sea en el campo ya en el coso, su presencia despierta, desde épocas remotas, diferentes sentimientos en el individuo. El toro es prototipo de actividad genésica (de ahí que todavía en algunos lugares se continúe otorgando al vencedor del combate sus turmas), es símbolo de valentía y nobleza, es proclive a la contienda y, precisamente gracias a esa propensión, el ser humano lo utiliza para demostrarse a sí mismo que le supera en cualidades (cosa que no siempre logra). Muchos romances y canciones narran esa secular relación que, conforme pasaban los siglos, se ha ido regularizando para ordenar y normalizar todos aquellos aspectos relacionados con la “fiesta” que podían generar confusión o conflicto: desde las primeras ordenanzas medievales que prohibían el paso de las carreras de toros por lugares en que pudiesen causar destrozos hasta los reglamentos taurinos que señalan los pasos que debe seguir la lidia, el enfrentamiento entre toro y hombre no sólo ha generado jurisprudencia sino mucha literatura y abundantes creaciones orales.

Los animales domesticados

Uno de los defectos que mejor caracterizan el ser humano y que le diferencian de otras especies, es el egoísmo. Invocando perentorias necesidades el individuo fue capturando y domesticando animales para su propio provecho. En unos casos porque extraía de ellos beneficios directos o indirectos: de la vaca sacaba leche y asimismo le servía para arar, por ejemplo; de las palomas tomaba los pichones y usaba la palomina como abono; los cerdos le ayudaban a reciclar las sobras de alimentos y además le ofrecían el máximo de aprovechamiento. En otros casos porque le defendían de especies más molestas (el caso de perros y gatos que impedían que lobos o ratones invadieran el territorio “humano” o sus aledaños). También a veces por la admiración que despertaba su canto: recordemos los cuentos sobre el canto mágico de ruiseñores y otras especies a los que algún desaprensivo trataba de encerrar en una jaula para que cantasen sólo para él. Es curioso el deseo humano de que esos animales, más o menos sometidos, pertenecieran al grupo familiar para lo que incluso se les bendecía y se les llevaba a la iglesia, habiéndoseles asignado desde tiempos remotos patronazgos de lujo como los de San Antón o San Francisco, quienes, según relatos legendarios, convivieron con algunos animales o los trataron como a personas. La iconografía hagiográfica nos muestra a muchos santos acompañados por diferentes animales (algunos evangelistas, San Jerónimo, San Roque, etc. sin olvidar que el símbolo de la propia Trinidad es una paloma o que la Virgen vence y pisa la cabeza a la serpiente, la tentadora de nuestros primeros padres). Los evangelios apócrifos, ya desde los primeros siglos del cristianismo, colocaron al asno y al buey alentando y protegiendo a Jesús según la profecía que en la Biblia había dejado Isaías (1,3), lo cual podría considerarse como una preparación para el reconocimiento de la propia Iglesia hacia el papel de los animales en la vida cotidiana. La tradición se heredaba del mundo judío, pueblo de pastores, en el que aquellos animales, además de compañía, vestido y alimento, prestaban su propia vida para el sacrificio y la expiación como sustitutos de la vida humana cuando el hombre pecaba o cometía una falta (recuérdese el caso del chivo expiatorio o del novillo del Levítico).
Muchos de los pronósticos meteorológicos recogidos en esos libros o almanaques de que antes hablábamos, venían condicionados por la actividad o actitud de determinados animales: si las hormigas se arremolinaban o si las ranas saltaban de determinada forma o si las aves hacían esto o aquello, significaba que iba a llover o hacer bonanza, etc., etc. Eso en el caso de un simple pronóstico del tiempo. Si hablásemos de conjeturas o predicciones que afectaban a la vida del ser humano o a su futuro ya estábamos en terrenos más espinosos: la buena o mala suerte, los juegos de adivinación –tan peligrosos para el alma del cristiano como prohibidos por la religión- dependieron con mucha frecuencia de la relación entre los propios hechiceros y determinados animales como el gato negro o el macho cabrío. Algunos relatos narran la costumbre de las brujas de transformarse en felinos para desplazarse más rápidamente en sus correrías nocturnas. Otras canciones, en cambio, recordaban la sencilla forma de pastores y labradores de consultar al cuco para conocer a través de su canto cuántos años faltaban para la boda o para el entierro de uno mismo.

Animales fantásticos

La imaginación, cuanto más desatada mejor, solía marcar los amplios límites en los que desarrollaban su actividad seres fantásticos, casi siempre peligrosos para el individuo. Y no hablamos de seres monstruosos nacidos del propio hombre y en los que la naturaleza había dejado su sello de imperfección, como los Monstres et prodiges de Ambroise Paré, ni tampoco de dragones mitológicos procedentes de historias legendarias. Los animales fantásticos estaban entre la realidad y la ficción pero tenían un poco de ambas. La fiera Cuprecia, por ejemplo, aparecía en los grabados difundidos por los ciegos en los pliegos de cordel como una especie de leona con alas de dragón y cara y pechos de mujer. Su descripción, tras ser hallada en Melilla, en el Rio de la Plata, era más o menos ésta:
Tiene boca de León / los cuernos de toro bravo
Pelo como una mujer / y las alas de pescado
Las uñas como puñales / las orejas de carnero
Y en el rabo una cruceta / que causa terror y miedo…
Otro tanto, aunque no conozco pliego que traiga su retrato (el papel que observo está reimpreso en la imprenta Barroso, de Benavente), sucedía con la Fiera Membrana, procedente del Africa:
Y dicen que su origen / fueron tierras africanas
Que otros tiempos atrás / hubo otra semejanza
Sólo de aquellos paises / puede ser originaria…
La fiera, llegada –no se sabe cómo- a Alemania y aparecida en una cueva, es prácticamente invulnerable:
…Y de las observaciones / dicen no pueden matarla
Tiene una concha tan fuerte / que retroceden las balas.
Finalmente, un batallón de Húsares le da la muerte, destacándose en la empresa el comandante:
La cruz laureada de hierro / al punto le fue otorgada
Al valiente comandante / que este batallón mandaba.
Otros seres fantásticos, las sirenas, aparecidos en épocas en que la conquista del mar y el conocimiento de la navegación eran imprescindibles para conservar la propia vida, distraían con su canto –mitad humano mitad de ave- la atención de los marineros para arrojarles a las profundidades abisales; más tarde la iconografía las representó como mujeres pez.
Un juego papirofléctico en el que se dobla y desdobla un folio para ir mostrando sucesivamente un corazón, una vigüela, una sirena, una mujer y una cruz (con fines morales, naturalmente) incluye un curioso dibujo en el que el ser misterioso, siempre símbolo de la fantasía y de la tentación, se transforma en una dama:
Si eres curioso lector / abrirás este papel
Y verás un corazón / que te podrá entretener.
Al corazón afligido / la música le consuela
Ábrelo, que está partido / y verás una vihuela.
Esta música leal / consuela cualquier pena
Abre pronto la guitarra / y verás una sirena.
La sirena de la mar / ha formado sin querer
Con aspecto singular / el cuerpo de una mujer.
Esta mujer es devota / y tiene por devoción
De darnos a conocer / dónde murió el Redentor.
El catálogo de monstruos femeninos se completa en las grabaciones de este CD con el cuento de la joven que adquiere por el día figura de loba y por la noche se despoja de su disfraz hasta que es desencantada por un valiente mozo que tira a la hoguera el pellejo lobuno antes de que pueda ser recuperado por su propietaria. Similar caso, aunque más inclinado a un tipo de mujer asilvestrada, es el de la Serrana de la Vera que, precisamente por estar más cerca de lo humano que de lo animal, se sale de la temática de este disco.