Joaquín Díaz

ESPACIOS CREATIVOS EN EL CUENTO TRADICIONAL


ESPACIOS CREATIVOS EN EL CUENTO TRADICIONAL

Fórmulas creativas en la narrativa popular

02-11-2011



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La sociedad de hoy, con sus prisas y dificultades para el entendimiento, parece mostrarse como terreno poco propicio para el desarrollo y transmisión de los cuentos. Se suele comentar muchas veces –sobre todo entre las personas que por edad tuvimos oportunidad de vivirlo- que las veladas de antaño, esas que permitían una relación natural y cotidiana entre los miembros de una comunidad, servían de punto de encuentro y de escuela de costumbres. Allí, los expertos en el arte de contar historias desgranaban no sólo maíz sino relatos y facecias, cuentos largos y cuentos breves que, a petición del auditorio o por propia iniciativa del contador, hacían más llevaderas las tres o cuatro horas de trabajo en común, desvelando y asimilando o haciendo propias las peripecias de animales, personas, brujas, gigantes o aparecidos.
Como en tantos otros aspectos de la tradición, hay, respecto al mundo del cuento, una sensación de pérdida, o al menos de aparente desatención hacia un patrimonio que se nos va. Sin embargo, a poco que uno tenga la precaución de abandonar esa sensación superficial de las cosas que caracteriza a la sociedad de nuestros días, podrá detectar sin dificultad dos aspectos claramente tradicionales en los ámbitos en que actualmente se desarrolla la relación humana y su mejor vehículo, el lenguaje coloquial. En primer lugar, la pervivencia de la necesidad de comunicar: no es raro hallar entre los chistes que habitualmente escuchamos a diario o recibimos por internet, materias o temas que ya estaban en la tradición hace cientos de años y que protagonizaban personajes cuya esencia no tiene edad: el tonto o simple del que se esperan reacciones exageradas o contradictorias que suscitan la carcajada; el vecino del pueblo, región, autonomía o nación al que se escarnece o hace burla por un simple reflejo de incomprensión cultural condicionado por la comodidad; los personajes que, desde distintos oficios o bajo diferentes jerarquías, encarnan la sabiduría marginal o el poder: médicos, curas, alcaldes, ministros, presidentes de gobierno, reyes, papas, etc.; partes o funciones del cuerpo humano que, por pudor o por una falsa y exagerada reacción contra ese mismo pudor, pueden representar un motivo de hilaridad...Todos estos temas y muchos más ya los tenemos en el corpus cuentístico desde hace muchos siglos y tanto más parecidos a como hoy en día se narran, cuanto más similares son las características económicas, políticas y sociales de cada época. Incluso las fórmulas utilizadas por algunos contadores de chistes actuales ("saben aquél que dice...") nos recuerdan cada vez más a determinadas muletillas que solían encabezar los cuentos ("érase una vez"), al servir ambas, tanto para captar la atención como para introducir al oyente en esa atmósfera distinta en la que va a transcurrir la historia narrada.
A comienzos del siglo XIX, las denominaciones “mito”, “leyenda” y “cuento” sirvieron a diferentes recopiladores a la hora de establecer categorías para clasificar los relatos (1). Los hermanos Grimm suponían que a un tiempo más lejano correspondían más elementos míticos, de ahí que afirmaran que los relatos que recolectaban y publicaban como cuentos populares, descendían de antiguos mitos. El cuento folklórico era, al parecer de muchos practicantes del género, una degeneración del mito, y por eso se hablaba de una “mitología menor” mantenida por los campesinos del continente europeo y a través de la cual se podían reconstruir los mitos de los antiguos pueblos que habitaron Europa. Esta manera de percibir los relatos tradicionales propició la confusión de los géneros, pues su identificación parecía depender más de la etapa de desarrollo en que se encontrara el relato que del relato en sí. En consecuencia, los investigadores se despreocuparon de distinguir géneros que, al fin y al cabo, terminaban siendo todos una misma cosa. Para el erudito del siglo XIX no importaba lo que el mito narrara, sino la mentalidad que este tipo de narración reflejaba y lo que eso significaba para la historia del desarrollo humano. A juicio del investigador Juan José Prat: “Poco importaba entonces si el relato era un mito, una leyenda o un cuento, pues, desde su punto de vista, eran narraciones que reflejaban un intento equivocado de explicar o de describir la realidad, producto de una mentalidad precientífica que aún no había llegado al grado de desarrollo necesario para la elaboración de un pensamiento verdaderamente científico”. Sin embargo, el estudio de esa mentalidad –no la que suponían los románticos, sino la auténtica mentalidad, es decir, el conjunto de conocimientos y creencias que nos dan personalidad-, ha revelado que ni es necesario un pensamiento científico para la explicación del comportamiento humano ni se puede prescindir jamás del individuo en la cadena de transmisión de los conocimientos.
Tampoco se puede prescindir de los factores que hacen del cuento un medio de comunicación excelente y lo transforman en un código de comportamiento gracias a la confianza que genera el relato o su narración en quien lo escucha. La credibilidad –y en consecuencia la utilidad- funciona si los factores de equilibrio y desequilibrio que acompañan al relato y lo vigorizan, se producen ordenadamente: al equilibrio inicial sucede un desequilibrio en el que actúa el héroe, para restablecerse finalmente el equilibrio de nuevo. Da igual que sigamos los estudios de Vladimir Propp (2) o los de Claude Bremond (3) o los de Denise Paulme (4). En todos se aprecian esas alternativas, esos sucesivos contrastes entre carencia y posesión, entre orden y desorden, que dinamizan la narración al tiempo que van interesando y moviendo la atención del oyente o del lector.
Diferentes tipos de espacios contribuyen a dar credibilidad a un texto o a una narración, que en el fondo no es sino algo diseñado estratégicamente para comunicar.
En primer lugar yo hablaría del espacio físico, es decir del emplazamiento en que se desarrolla el relato y en el que se mueven sus actores: casa, palacio, castillo, habitación secreta, hogar con fuego encendido, naturaleza, río, bosque espeso, oquedad o gruta bajo tierra… Los narradores no consideran necesario ni definir esos espacios ni repetir que el protagonista está en esos sitios salvo si conviene añadir algún aspecto complementario que enriquezca el cuento, como cuando se habla de un árbol que tiene alguna característica cercana a lo mágico. No en vano el árbol es un elemento que relaciona la tierra –en la que está clavado y en la que hunde sus raíces que se comunican con el inframundo- con el cielo al que se elevan sus ramas. Puede tratarse de un árbol maravilloso –como el avellano o el nogal del que sale la vara de los deseos de Cenicienta- o de un árbol inútil como la higuera de este conocido cuento (5):
“Eran dos hermanos y murió el padre, y tenían una higuera en medio de la finca; y pa no andar discutiendo unos y otros, dice:
-Mira, la vamos a quitar porque no da fruto ni nada... No daba higos.
Y dice:
-Pues lo vendemos pa leña.
Pero el cura se enteró que iban a vender la higuera y dice:
-Pero, hombre; hago un Cristo bueno yo de ahí...
-Pues ya está; téngalo.
Y el día de la inauguración del Cristo iba diciendo el cura en la procesión: -Verán ustedes los milagros que va a hacer el Cristo nuevo; ya verán ustedes, ya verán. Y iba uno de los hermanos detrás de la procesión. Y dice:
-En mi huerto te criaste
fruto yo no vi de ti,
los milagros que tú hagas
que me los cuenten a mí”.
Otro tipo de espacio que no es necesariamente físico pero que suele estar condicionado por éste es el espacio social: vivir en un castillo, en una casa humilde, en el campo, en un monte, sitúa y define el estatus de los personajes ayudando a comprender sus reacciones y a hacer un retrato rápido de los mismos sin necesidad de describirlos. Los padres de Pulgarcito, por ejemplo, reconocen su pobreza y la imposibilidad de dar de comer a sus hijos pero dividen su corazón entre la posibilidad de abandonarlos en el bosque enfrentándolos a las dificultades y obstáculos del espacio lleno de peligros (actitud del padre) o la posibilidad de mantenerlos en el hogar, espacio materno y conocido, seguro y protector.
En otro cuento, el de las jarras (6), un padre dice a sus hijas: “me voy a ir a la feria”, sugiriendo en una sola palabra ese mercado en el que se va a relacionar, comprar y dar paso con la elección de determinados objetos al argumento de la narración. No hace falta que nos describa la feria, ni dónde se halla, ni quién ha puesto en ella su tenderete, ni qué productos se venden…Una sola palabra sugiere el espacio lejano en que se desarrollará una actividad social que dará origen a la trama.
El espacio psicológico introduce un ámbito en el que las relaciones y los roles, especialmente si se trata de círculos familiares, contribuyen a crear un dinamismo en el relato y a introducir emociones o conflictos comprensibles por parte del oyente o lector. Si un hijo parte de casa, no es necesario explicar por extenso los sentimientos de la madre, que probablemente se opone al viaje pero comprende al mismo tiempo las razones que lo motivan. Junto a los papeles que ambos representan, necesarios y fatales, se vislumbran unas emociones que el destinatario del relato comparte y asimila sin necesidad de una explicación prolija. Leemos en un cuento popular: “El joven le dijo a su madre que se iba de casa y aunque ella protestó, no pudo convencerlo. Entonces le preparó comida para unos días y el joven se puso en camino”…La madre dando alimento al hijo que abandona la seguridad del hogar en busca de su propio destino.
Dentro de este apartado del espacio psicológico cabría añadir el espacio escénico que se crea cuando los personajes dialogan. Una sola palabra –la palabra “dice”-, nos sirve para ir dirigiendo alternativamente la mirada hacia un lugar u otro de los que ocupan los actores del cuento:
“En un pueblo por ahí, cerca de Alar, dicen que el alcalde y el secretario y el cura, como son los que no trabajan, siempre andaban juntos, y el alcalde era tan curioso que le dice al cura:
-Digo que... usted sabrá todos los líos de las mujeres, y eso, y se lo confesarán.
Dice: -Pues sí, sí.
-Dígamelo usted.
-Huy, no, no.
-Bueno, pues nada más nos ponemos en la puerta de la iglesia el domingo y según vayan pasando, si es que sí, usted me dice “Indica”.
Así que según pasaban, el cura decía: “Indica” o “No indica”. Conque ya llega la mujer del alcalde, y dice:
-Indica.
Y dice el alcalde:
-¡Señor cura, que es mi Anica!
Y dice el cura: -Pues Indica, Indica e Indica” (7).
Finalmente hablaría del espacio temporal: muchos cuentos suelen empezar diciendo “érase una vez”, situando al auditorio en un tiempo indeterminado y mágico que prepara la imaginación del oyente y le va conduciendo hacia el ambiente fabuloso que se necesita. O bien se habla de un tiempo pretérito y fantástico en que las relaciones con lo natural condicionaban la vida del individuo, como cuando –para remontarnos a un tiempo muy lejano- se dice que hablaban los animales: “en el tiempo en que hablabais todos los animalitos”, suelen decir los buenos narradores. Véase, por ejemplo, como un hábil cuentista reduce a una sola línea un extenso espacio temporal: “Era un gallo capón que le echaron –no le quería ninguna gallina- y se fue por ahí, por los mundos de Dios, y llega a un molino y había un gallinero” (8). En una sola frase el narrador explica la carencia y problema consiguiente del protagonista, su necesidad de salir del entorno en que vive, la peripecia por diferentes lugares y la llegada al molino (la narradora era hija de molinero) donde vuelve a encontrarse el capón con su medio natural, con su ámbito propio, con su espacio físico después de haber recorrido un espacio temporal.
Como parte integrante de la naturaleza y más o menos cercanos al entorno del individuo, los animales son a veces compañeros y a veces adversarios con los que aquél debe convivir o a los que debe respetar por miedo o por sentido común. Desde los más antiguos relatos hay un interés por demostrar que los animales son inferiores al hombre pero, al mismo tiempo, aparecen aquí y allá vestigios de cuentos y leyendas en los que las metamorfosis ofrecen un curioso campo de observación, pues en ellos el hombre se transforma en animal con tanta asiduidad como el lobo o el oso hablan y actúan al estilo de los seres humanos, conviviendo todos en un mismo espacio del mismo modo que el bien y el mal, la hermana buena y la hermanastra, la madre que viene a recuperar la asadura desde el más allá y el asustado hijo, comparten el mismo medio y se relacionan en él.
Escribía el filósofo alemán Gadamer: “En el momento en que la tradición vuelve a hablar emerge algo que es desde entonces y que antes no era” (9). La construcción creativa de los espacios en que el argumento de los cuentos se desarrolla tiene más que ver con el imaginario que con un escenario teatral al uso. Creo que una de las primeras personas que utiliza la palabra “imaginario” para referirse al conjunto de conocimientos intelectuales o gráficos que, en forma de magma simbólico, sirven de motor al ser humano, es Cornelius Castoriadis. El término usado por el filósofo francés nacido en Estambul se adecúa muy bien a lo que he tratado de trazar en este apresurado recorrido. Detrás de los espacios en que se desarrollan las acciones de los cuentos hay todo un conjunto de saberes que las dieron origen y contribuyeron a retratar y perfilar las expresiones de sus protagonistas, sus posturas, su carácter: es toda esa iconografía antigua, esos relatos pretéritos, aquellas leyendas asombrosas que alimentaron las miradas y las mentes de miles y miles de personas y alentaron su fantasía durante siglos. Ese imaginario, construido en un lenguaje compartido y comprendido, ha arrastrado consigo personajes, anécdotas, oraciones, canciones, usos convertidos en costumbre y toda clase de elementos con los que se ha ido edificando el recuerdo y la mentalidad. Castoriadis decía, atreviéndose a contradecir a Aristóteles, que lo que la sociedad busca y necesita no es la sabiduría sino la creencia. Es decir, no los conocimientos científicos y pretendidamente reales sino la certeza personal de lo creíble. Es lo inmaterial, el patrimonio no tangible que reside en nuestra memoria y que regresa en forma de espacio, de gesto, de expresión o de imagen.
Joaquin Diaz


(1) Véase el estudio sobre la confusión de los géneros en: Juan José Prat: “Relato y pensamiento. La cuestión del género en los mitos”. La Voz y el Mito, p.7
http://www.funjdiaz.net/imagenes/actas/2009mito.pdf

(2) Vladimir Propp: Morfología del cuento. Madrid, Editorial Fundamentos, 1987.
(3) Claude Bremond: La Logique du récit. Paris, Collection Poétique, Editions du Seuil, 1973.
(4) Denise Paulme: La mère dévorante. Essai sur la morphologie des contes africains, Paris, Gallimard, 1976.
(5) Joaquín Díaz: Erase que se era. Valladolid, Editorial Castilla Tradicional, 2008. Pág. 200
(6) Ibíd. Pág. 83
(7) Ibíd. Pág. 201
(8) Ibíd. 57
(9) Hans-Georg Gadamer: Verdad y Método I y II. Fundamentos de una hermenéutica filosófica. Salamanca, Sígueme, 1977-2002.
(10) Cornelius Castoriadis: La institución imaginaria de la sociedad. Barcelona, Tusquets, 1975