Joaquín Díaz

ORATORIA


ORATORIA

Para un concurso de oratoria

04-06-2014



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En la última década se ha estado trabajando, desde distintas instituciones relacionadas con la docencia y desde perspectivas complementarias, en una serie de proyectos que tienden a coincidir en la plataforma de Bolonia, aparentemente la solución pactada y necesaria para la solución de los problemas paneuropeos culturales y de educación. Algunos de esos proyectos han mostrado asimismo ese sentido práctico existente hoy en casi todos los sectores sociales, que parece dar más importancia a la destreza en el ejercicio de cualquier profesión –incluidas las artísticas- que al conocimiento, en detrimento de las posibilidades que éste ofrece y en apoyo de una especialización a ultranza que en muchas ocasiones descontextualiza el saber y sus fuentes. Evidentemente, tan importante es saber como demostrar que se sabe y en ese sentido los alumnos deben recibir conocimientos, pero también adquirir un criterio para utilizar esos conocimientos como recursos y ser capaces de interrelacionar contenidos sin prejuicios, y eso debe hacerse desde el comienzo del aprendizaje, no creando dos etapas distintas y sucesivas o dos tendencias contradictorias.
Desde hace mucho tiempo y no se sabe bien por qué razón las enseñanzas regladas aceptan con dificultad o con serias reticencias los estudios sobre determinadas disciplinas y entre ellas está la oratoria. En esa actitud injusta y excluyente, probablemente pesan demasiado dos rémoras difíciles de superar: que la comunicación entre personas ha encontrado medios más eficaces en las nuevas tecnologías y que todo vale a la hora de expresarse. Sin embargo la realidad ha demostrado obstinadamente que el único sistema que puede funcionar con rendimiento es aquél que basa el aprendizaje y la especialización en recursos contrastados por el tiempo y la eficacia. Recursos adecuados y apropiados a cada situación. Si uno quiere expresar algo verbalmente y pretende que le escuchen con atención debe hacer uso de fórmulas que el individuo ha venido usando desde hace siglos y que siguen siendo tan útiles como las fórmulas antiguas que ya Cicerón fijó dividiéndolas en cinco momentos de un proceso: inventio (que es la creación de una idea), dispositio (que es la articulación del discurso que se pretende hacer en diferentes partes), elocutio (donde la elegancia y destreza del discurso atraen al auditorio), memoria (que es la facultad para recordar ordenadamente las partes y términos del discurso) y actio (que es la capacidad para pronunciar, entonar y traducir en gestos expresivos ese mismo discurso).
El acto de comunicar, de transmitir algo, exige la explicación, la construcción de una estructura que se mostrará al público realizada con diversos materiales. De hecho, fijar un relato e interpretarlo para que tenga vida y forma propias se parece mucho al acto de construir una casa. El autor del discurso, del mismo modo que el arquitecto, diseña en su mente una construcción, ordenando y disponiendo las palabras de manera que respondan a su idea previa. Esas palabras constituirán el armazón del edificio y le darán carácter pues serán sus principales materiales y deberán adaptarse al clima y a las condiciones físicas del entorno del mismo modo que tendrán que responder al uso común. Es evidente que no van a ser los mismos los materiales usados por el poeta que escribe y los requeridos por el poeta que compone de memoria. La lectura y la escritura se enseñaron de forma independiente hasta el siglo XIX y son frecuentes, al menos en el campo de la tradición, los testimonios de copleros que no querían aprender a leer y escribir alegando que se malograría su forma de componer y en consecuencia sus propósitos (estamos aquí sin duda ante el problema del miedo a las consecuencias del conocimiento).
Lo cierto es que el hecho de componer un discurso, de construir, ayuda al ser humano a edificar y contemplar la estructura de su propia vida. Sin la casa, sin la palabra como medio de expresión o exteriorización anímica, el individuo estaría desnudo y disperso. Lo construido le ayuda a fabricar una imagen externa de sus sentimientos y a proyectar sobre esa imagen su mentalidad y su personalidad, con todos los elementos permanentes que las componen y los respectivos factores culturales que las originaron. Aunque lo construido tenga después una forma fija –es decir, se escriba o se imprima-, quedará indeleble en su constitución buena parte del proceso intelectual previo.
Michel Vovelle, uno de los precursores de la micro historia en Francia, afirmaba en su obra Idéologies et mentalités que en nuestra época la historia de las mentalidades se mezcla con la de las resistencias. Y parece claro que es así. Hoy más que nunca debemos aplicar la firmeza y una voluntaria renuencia a lo fácil para no caer en la trampa del éxito que se nos ofrece por doquier. Y no sólo me refiero a ese éxito usado como fin inexcusable para el ser humano en cualquier actividad que quiera emprender; ese éxito cuya filosofía parece basarse solamente en la indefectible consecución de algo tan fútil como el dinero o la fama. Me refiero al éxito como salida (y utilizo aquí la etimología de la palabra) de un destino al que el individuo está fatalmente encadenado desde que fue capaz de comunicar sus sueños y sus sentimientos a otras personas. Ese destino trágico, pero grandioso al mismo tiempo, tiene que ver con su propia condición humana, perecedera y frágil, que le obliga a expresarse correctamente si quiere que los demás conozcan su experiencia; a usar artísticamente la palabra para que emociones y sentimientos lleguen a otros custodiados por la belleza de la forma. Hace años dediqué un discurso a defender la hermosura y el sentido de la palabra. Los judíos del Antiguo Testamento reflejaron su temor a usar el verbo incorrectamente, en el segundo mandamiento que Yavé entrega a Moisés en el Sinaí: no tomarás el nombre de Dios en vano. Es decir, no usarás indebidamente una palabra que significa mucho más que un sonido. En todos los antiguos mitos de creación del ser humano los dioses cumplen precisamente su función creativa al nombrar, es decir al designar con una palabra aquello a lo que quieren dar vida. Porque la palabra es aliento (o sea vida física) e idea (o sea espíritu), de modo que aquello que se nombra es automáticamente creado, se individualiza y ayuda a comprender mejor lo que en el fondo significa. Podría dar la impresión equivocada de que esta función atribuida a la divinidad pertenece a un tipo de leyenda arcaica y, en un mundo como el de hoy tan dado al laicismo, probablemente desposeída de valor. Sin embargo el descubrimiento en los años 60 del siglo XX de la obra de un desconocido profesor de Oxford llamado John Tolkien nos devolvió al fascinante universo del lenguaje, ese medio por el cual una persona se expresaba y un pueblo transmitía su conciencia colectiva. Para Tolkien, inventor de una mitología moderna basada en creencias antiguas, no fue muy difícil recurrir a los orígenes de la humanidad al escribir su obra Silmarillion, texto que explica y complementa la terminología de El señor de los anillos. Para el curioso y atípico profesor, la verdadera vida sólo existía en el mundo mítico, muchísimo más interesante que la monotonía gris de esa sociedad industrial en la que le tocó vivir. Él pensaba que la solución al desinterés de la sociedad estaba en fomentar el criterio propio en los individuos para crear personalidades independientes, discretas y juiciosas iluminadas por el uso correcto de esa palabra que nos ayuda a aprender.
Finalizo recurriendo a Paulo Freire para recordar que el ser humano está siempre aprendiendo porque su conocimiento está entre el terreno del ignorar y el ejido del saber. De aquí que para buscar el verdadero éxito sea necesario salir, buscar, desarrollar una pedagogía de la pregunta que nos ayude a salir de la ignorancia. “Siempre estamos escuchando una pedagogía de la respuesta –decía Freire-. Los profesores contestan a preguntas que los estudiantes no han hecho”. Fray Antonio de Guevara, cuyo nombre y esfuerzo celebramos hoy, fracasa en su intento de conciliar a dos partes enemigas, pero obtiene un éxito indudable al exponer sus razonamientos: "en las guerras civiles y populares, más pelean los hombres por la opinión que toman, que por la razón que tienen".
Confío en que la razón y la palabra guíen también este primer concurso de oratoria que nos ha convocado esta mañana aquí. Que así sea.