Joaquín Díaz

PRESENTACIÓN DE LA TRADICIÓN PLURAL


PRESENTACIÓN DE LA TRADICIÓN PLURAL

Acerca de un libro de etnografía

08-06-2004



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La cubierta del libro que hoy presentamos nos muestra a uno de esos frailes meteorólogos que ya anunciaban con su vara el cambio atmosférico mucho antes de que apareciese en nuestras pantallas el hombre del tiempo. La elección del motivo no es caprichosa. En los monasterios y conventos siempre se guardó celosamente la sabiduría de siglos obtenida por medio de la observación y el estudio de las cosas. En los últimos años hemos asistido –a través de la literatura y el cine- a una renovación casi infantil del interés por los monjes y sus secretos, que suele venir unida a la admiración por lo críptico o lo misterioso que arrastran las épocas de crisis social. En fin, que en nuestra portada, y gracias a un montaje fotográfico, el monje empuña su vara y en vez de anunciar tiempo seco, inestable o húmedo nos indica con su ademán algunos de los temas de los que el libro trata: el arte del relato, el dinero y su uso, los oficios y su práctica, el aprendizajey sus dificultades, el viaje o la atávica necesidad de salir del hogar, la diversión, el sexo, el espectáculo, etc. Como los monjes antiguos he intentado seguir un proceso lógico en la adquisición y análisis de los conocimientos, que iría desde la curiosidad a la documentación pasando por la observación directa de las cosas y su maduración hasta que estuviesen en sazón para ser expuestas. La curiosidad –esa que mató al gato pero hizo rey a Mauregato- es la principal base y sustento del interés que podamos sentir por lo que nos rodea y, aunque estamos pasando por tiempos en que impera la ley del mínimo esfuerzo, cualquier trabajo se ve alentado por la pasión que uno quiera imprimirle a sus quehaceres, independientemente de que aquello a lo que se dedica esté de moda o no.

A veces me pregunto con prevención qué hubiesen pensado, por ejemplo, don Marcelino Menéndez y Pelayo o don Federico Olmeda si viesen el estado en que se encuentra la tradición a la que ellos –entre otros muchos- ya auguraban hace un siglo una corta y agonizante existencia. ¡El bueno de don Marcelino que dudaba de que los romances estuviesen todavía en la boca de los rústicos! Mucho se equivocaba el incansable polígrafo a tenor de las miles de muestras que se han recogido desde que él hizo esa afirmación...Tal vez, sin embargo, no estuviese del todo desacertada la apreciación común de ambos estudiosos y en general de casi todos los recopiladores de la tradición oral: la vida de la cultura tradicional siempre ha estado en constante expiración, en perpetua lucha contra el olvido y contra la molicie del abandono. El interés, la dedicación, el gusto por lo propio y por los valores que pudiesen hacer más digna y más cierta la existencia fueron, durante siglos, el antídoto más eficaz contra aquella crónica agonía. Todos los conocimientos que se transmitían requerían una atención especial para ser fijados y una memoria tenaz para ser recordados y repetidos. Algún reflejo instintivo y especial actuaba contra la desidia y la negligencia para prolongar, más allá del tiempo, la mentalidad y sus estructuras, los mitos y sus personajes, la identidad y sus formas, la cultura y sus recursos. Creo que si algún día desapareciese todo eso, ciertamente , estaría en peligro la especie humana y su capacidad de reflexión, es decir la capacidad para mirar hacia dentro de cada uno de los miembros de esa especie, capacidad que es, no lo dudemos, el verdadero motor del progreso. Siempre he pensado que, afortunadamente, más allá del esfuerzo personal por mantener y transmitir la cultura patrimonial hay trabajos y vidas de ciertos individuos que nos sirven de ejemplo y nos dan ánimo. Sus miradas penetran más allá de los umbrales de la realidad; son miradas privilegiadas que descubren detalles, sintetizan circunstancias o amplifican aspectos de la vida hasta los límites de una rica complejidad. Muchas de esas miradas tienen la fuerza del asombro o la serenidad de la contemplación, factores ambos que van implícitos en el verbo “mirar”. En cualquier caso constituyen una fuente donde poder beber el hechizo del pasado o saciar la eterna sed de lo futuro pese a las crisis que se anuncian o que la historia nos recuerda a cada paso. Pero crisis (que viene del verbo griego crino, que significaba elegir), es sinónimo de evolución. Todos los períodos históricos que han estado marcados por una crisis o han padecido su influencia suelen dejar, pasada esa época, algún fruto de interés, nacido entre contradicciones y madurado por el propio e inexorable transcurso del tiempo.
Y es justamente en esos períodos de crecimiento, de creación, cuando se hacen más necesarias las miradas atentas (que incidan sobre los hechos y sus causas) y las voces que transmitan el eco de otras voces que claman, desde los trasabuelos hasta las generaciones que han de venir y todavía ignoran en qué lenguaje –tradicional o informático- levantarán su propio clamor. Toda reflexión es positiva aunque asuste o incomode. Hay un miedo antiguo en el ser humano a estudiarse; un temor pánico a contemplarse solo en el espejo que refleja defectos y virtudes. Es cierto que el individuo queda sobrecogido y exhausto al comprobar toda la problemática de esa terrible dedicación que le hace cobrar experiencia de sí mismo y enfrentarse en solitario con su propio destino. Y sin embargo ahí está el verdadero sentido de la tradición. En dar solución personal a los problemas del entorno y contrastar esas conjeturas con las de quienes nos rodean para convertir todo eso en experiencia y poder pasarlo a quienes nos sucedan. Porque en ese intercambio de formas y contenidos se forja la identidad, ese conjunto de referencias que, ante nosotros mismos y ante los demás, nos caracteriza y distingue de alguna forma.
Las miradas pueden ser concebidas hacia fuera o hacia dentro. Hacia dentro, le traducen al individuo lo que ve; hacia fuera, nos transmiten lo que el individuo contiene. Tener y ser, dos conceptos a los que Erich Fromm dedicó un libro entero. En él, precisamente, el filósofo lamentaba la tendencia de la especie humana hacia la posesión de las cosas, privándose de ese modo de la posibilidad de identificarse con ellas, postura que sería más lógica y generosa. Poseer una cultura no significa necesariamente identificarse con ella, y ahí radica uno de los conflictos más graves de nuestro tiempo: el individuo ha desplazado de su eje vital el papel y la importancia de la cultura, que ha pasado, de ser un cúmulo de conocimientos incorporados de forma natural a la propia existencia, a ser un apéndice de la educación, siempre externo, permanentemente ajeno, rara vez sentido y casi siempre artificial, sin fundamento. La consecuencia de esa disociación ya podemos verla. La inhibición generalizada de los más jóvenes ante temas y valores que no resultaron indiferentes a sus antepasados puede ser una demanda encubierta –hecha en el lenguaje insolente y tierno de la juventud- para que pongamos ideas en común; para que seamos capaces de demostrarles que formamos parte de una cadena más sólida e importante que nuestro propio eslabón.
Antonio Piedra, a quien me une, además de una gran amistad, la complicidad en la contemplación del pasado –del que nos consideramos deudores-, la paciencia en la consideración del presente –con el que somos escépticos- y la inquietud en la espera del futuro –con el que estamos comprometidos-; Antonio Piedra, digo, nos ha recordado a un gran pensador, Julio Caro Baroja, que probablemente hubiese tenido mayor predicamento de haber nacido en otro tiempo. A él me unió un gran respeto pero también un gran afecto pues, pese a la diferencia de edad, me acerqué muchas veces a él como el infante que busca exigentemente en su progenitor la respuesta cierta para cada cosa. Don Julio se quedaba mirándome, con esa media sonrisa que hacía que su boca apuntase hacia arriba, y me contestaba con jugosas incertidumbres, con otras preguntas más inteligentes, mientras seguramente estaba pensando por dentro: “Este pollo –porque Don Julio era de los que llamaban pollos a los jóvenes y pollitas a las jóvenes-, este pollo se debe pensar que no se me ha ocurrido antes a mí eso que me acaba de decir...”. Por encima de tantas cosas que aprendí en sus escritos, el recuerdo me trae su actitud vital repleta de dudas pero también de respeto hacia los demás sin perder jamás la independencia de criterio. Mirada imprescindible la suya para comprender la historia de España y la convergencia de sus gentes.
Yo espero que este libro sea –y ya acabo-, no sólo un catálogo de reflexiones más o menos valiosas, más o menos personales, más o menos ciertas, sino un motivo obligado de convergencia para todo aquel que perciba y valore la tradición como un patrimonio cultural al que no podemos renunciar y en el que siempre nos reconoceremos.