Joaquín Díaz

LOS INSTRUMENTOS E INSTRUMENTISTAS POPULARES


LOS INSTRUMENTOS E INSTRUMENTISTAS POPULARES

Organología y vidas de instrumentistas

02-04-2004



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Casi todos los estudios sobre organología suelen comenzar o finalizar con una referencia —en ocasiones ampliada o acomodada— a la clasificación de Sachs y Hornbostel. Tal clasificación, aceptada universalmente, agrupa a los instrumentos por familias (aerófonos, cordáfonos, membranófonos e idiófonos) según la fuente productora del sonido. Pese a su utilidad y amplitud. ya que permite incluir en ella todos los tipos de instrumentos gracias a una serie de subclasificaciones, es insuficiente cuando se pretende abordar algún aspecto antropológico o sociológico de la música y su ejecución. La división de Sachs debería ir acompañada, por ejemplo, de alguna indicación acerca de la importancia que cada instrumento de los descritos y clasificados tiene en la comunidad en que está implantado. Por razones de moda o de predominio cultural, hay instrumentos que aparecen temporalmente como dominantes, mientras que otros podrían denominarse simplemente de acompañamiento y aún cabría otro apartado con instrumentos que podrían definirse como menores.

Los instrumentos dominantes podrían ser aquellos cuyo uso viene determinado, bien por la tradición, bien por la novedad; cabría hablar, a modo de ejemplo, de la dulzaina en amplias zonas de Castilla, de la flauta de tres agujeros en extensas áreas del antiguo reino de León, de la gralla en Cataluña y de la gaita de odre en numerosas áreas de la Península Ibérica. Sin embargo, este predominio actual no ha sido siempre tan nítido: documentación existente en libros de cofradías y cuentas de fábrica demuestra, por ejemplo, que la dulzaina se ha superpuesto, tal vez por razones de gusto o comerciales, a la flauta de tres agujeros que era el instrumento preferido en las fiestas de los pueblos hasta la década de los treinta del siglo XIX. A falta de consultar documentos pertenecientes a otras diócesis, queda categóricamente probado que en Valladolid los dulzaineros comienzan a popularizar su instrumento en la ciudad entre 1830 y 1840, y poco a poco van extendiendo su radio de acción a toda la provincia y posteriormente a otras limítrofes en el período de tiempo comprendido entre 1840 y 1870. A partir de ese instante, varios fabricantes de dulzainas comienzan a crear un mercado que extiende sus límites radialmente, teniendo como centro a Valladolid, de forma asombrosa. Éste sería el típico instrumento dominante por razón de una moda o una costumbre; no entramos a valorar aquí por qué se cambia de instrumento predominante en tan sólo cuarenta años, pero sí se podría adelantar que tal vez el uso del requinto en formaciones militares y su paso a instrumento solista en muchas bandas de las que amenizaban paseos, parques y hasta fiestas públicas, tenga algo que ver en el rápido ascenso de la dulzaina.

Otro instrumento dominante del que hablábamos, la flauta de tres agujeros, lo es por verdadera tradición. Desde la Edad Media está sobradamente probado por la documentación escrita y la iconografía que el uso de tal flauta, ya sea acompañada de tamboril (de ahí la denominación de tamborilero o tamboritero que siempre tuvo quien la tocaba y que se ha mantenido hasta nuestros días), ya de salterio de varias cuerdas golpeadas con un palo, ya de castañuelas, ha sido generalizado en fiestas populares y, con frecuencia relacionado con lo rural. Por presión de la dulzaina, sin embargo, este instrumento ha visto reducida el área de influencia a aquellas zonas alejadas del núcleo central de irradiación, o a los lugares en que era capricho del instrumentista continuar tocando el mismo instrumento, o a las comarcas en que la tradición ha podido más que el progreso o la novedad. Hace sesenta o setenta años no se concebía un baile sin pandereta y, sin embargo, paulatinamente, el acordeón, el piano mecánico y hasta formaciones de tipo jazzístico (por no contar los actuales grupos eléctricos o electrónicos) han ido sustituyendo al tradicional instrumento imponiendo su dominio. Este hecho, que no era extraño históricamente, sí aparece durante el siglo XIX con demasiada frecuencia, cuando no revestido de una agitación inusual.

Por lo que respecta a instrumentos de acompañamiento, se podría indicar que siempre van unidos a instrumentos dominantes o a la voz, de modo que, por razones de importancia, ocupan generalmente un segundo plano. Hablamos de la caja, del bombo, de la bandurria, del laúd, de la mandolina (que tuvo también su época dorada en las formaciones rondallísticas de fines del siglo XIX), etc.

Los instrumentos menores son aquellos cuyo uso es circunstancial, ya en el ámbito público ya en el privado o familiar; la carraca, las flautas diversas hechas con corteza de árbol, la zambomba, la sartén, el almirez, la bocina para recoger el ganado y otros muchos podrían incluirse en este apartado y ser anotados como tales dentro de la clasificación de Sachs y Hornbostel, ya que su ejecución no llevaba aparejada una especialización.

Los intérpretes de instrumentos dominantes o de acompañamiento poseían una cualidad (técnica, interés, facultades) que les capacitaba y les confería oficiosamente el título de especialistas. Vamos a dar un breve repaso a los tipos de músico instrumentista para entender mejor los grados de aprendizaje y el ámbito en que se ponían en práctica.

1) Instrumentistas locales. Eran aquellos que desarrollaban su actividad dentro de la comunidad en que vivían; los había dedicados exclusivamente a la música y los había con profesión doble o compartida. Los primeros solían ser excepción, mientras que entre los segundos se daban oficios o profesiones liberales que les permitieran alternar ambas ocupaciones sin grave daño para su economía o el rendimiento de su trabajo. Así, abundaban dulzaineros sastres, por ejemplo, que en invierno dedicaban sus horas de labor a confeccionar trajes y vestidos y en cuanto llegaba la época de las fiestas, sobre todo a partir del carnaval, abandonaban tijeras y metro para acudir regularmente a las citas acordadas. Si su actividad musical alcanzaba un grado reconocido de calidad, se les llamaba de distintos puntos de la comarca, convirtiéndose así en difusores y transmisores de melodías entre unas localidades y otras. Había también zapateros, carpinteros o ebanistas (que a veces eran constructores de sus propios instrumentos), herreros, etc. Las profesiones de agricultor o ganadero solían ser incompatibles con la de músico por razones obvias. Dentro de este apartado podría mencionarse también a los músicos especialistas en instrumentos de acompañamiento y menores. Niños que tocaban admirablemente el mirlitón, algún cazador que utilizaba su chilla de reclamo para ejecutar a la perfección temas populares o de moda, algún que otro mozo que en su casa o en las reuniones de la mocedad sorprendía a todos con sus acertadas interpretaciones a la guitarra y alguna moza que, cantadora reconocida, era capaz de improvisar una copla tras otra acompañada de su pandereta o su pandero cuadrado.

2) Instrumentistas ambulantes. Eran aquellos que por estar radicados en núcleos urbanos importantes de ámbito regional o venir desde puntos apartados a tocar o comerciar en ferias y mercados comarcales, no participaban de la vida de comunidad, aunque con su actividad influían en músicos locales y en el repertorio de los especialistas de ámbito más restringido. Los había que traían instrumentos de difícil ejecución, si bien ellos normalmente los utilizaban a su aire (violín, zanfona, acordeón, etc. ) y los había que preferían instrumentos más sencillos (guitarra, bandurria, etc.) con los que ejecutaban sus monótonos cantos que sólo atraían por lo espectacular o cruento del tema. Algunos de estos músicos fueron los responsables de la introducción de instrumentos que llegaron a hacerse dominantes y de la ampliación o renovación del repertorio rural con novedades aportadas como la última moda en el teatro o en los círculos musicales de la gran ciudad. Así entraron (al menos hasta la aparición de medios de comunicación y difusión como la radio) grandes cantidades de melodías cuya procedencia era múltiple: una tonadilla, un fragmento de zarzuela favorecido por el gusto popular, un himno o marcha convenientemente adulterado o adaptado a las circunstancias y hasta gozos o cantos sagrados dedicados a los santos patronos, que acabaron siendo el tema favorito para interpretar en la procesión anual. Todo un mundo de influencias que iban tejiendo y destejiendo el repertorio de piezas que ahora constituyen el mundo de la tradición musical. Un ejemplo reciente nos puede aclarar cómo se efectúa el paso de una canción de unos ámbitos a otros: la canción La panderetera fue compuesta por el pintor y músico gijonés Martínez Abades a comienzos de siglo; en la década de los años diez a veinte Raquel Meller, la popularísima tonadillera y cupletista la incluyó en un disco de 78 r.p.m.
A partir de ese instante su difusión fue general; músicos itinerantes la llevaban de acá para allá, músicos locales la incluían en su repertorio habitual... En fin, la influencia del tema fue de tal magnitud en los años veinte que pasó a incluirse hasta en los lazos de los paloteos y a tocarse en instrumentos que no estaban preparados para le ejecución de un tema culto. Pues ni siquiera esto constituyó una barrera: la melodía, construida originalmente por Abades en modo menor, pasaba a ser interpretada en modo mayor y asunto concluido. El instrumento venía a constituirse, de este modo, en recreador de variantes sobre un tema original. Este caso particular, desde luego no es único, sino que forma parte de las leyes por las que se rige el repertorio tradicional. Si en España hubiésemos tenido la precaución de estudiar la música teatral de los siglos XVII, XVIII y XIX comprobaríamos que es la base de un tanto por ciento muy elevado de las melodías actualmente tenidas por tradicionales. Convendría por tanto revisar la terminología y los conceptos clásicos del folklore ya que, en muchos casos, lo anónimo no lo es tanto y lo popular sólo se podría denominar así porque es el pueblo quien disfruta de ello, pero no quien lo crea o lo ejecuta.
Quedan por aclarar, finalmente varios puntos referentes a las funciones que cumplían los instrumentistas en el entramado social de una comunidad.

La primera, y tal vez una de las fundamentales, consistía en mantener vivo y acrecentar el bagaje musical y poético del grupo étnico o cultural al que pertenecían. Esta función se ejercía habitualmente sin la existencia de escuelas oficiales; el oficio se transmitía de padres a hijos (menos frecuentemente de vecino viejo a vecino de menor edad) y con bastante frecuencia sus usos, costumbres y trucos constituían una especie de material críptico en cuyo aprendizaje se incluían procesos con verdaderos ritos de paso. Así, un niño no podía aprender a tocar la dulzaina hasta que no dominaba los ritmos del tamboril o la caja y sólo entonces el padre, abuelo o vecino comenzaban a permitirle ensayar las melodías. Por supuesto que tales precauciones no existen en la actualidad, pero queda demostrada su eficacia y probado su acierto al constatar un defecto generalizado en casi todos los jóvenes dulzaineros, que es la ausencia de un particular gusto rítmico o gracia que sólo se adquiría dominando previamente los palillos y sabiendo marcar los compases a la perfección.

Otra labor dcl músico instrumentista era, en ocasiones, la de enseñar a bailar o danzar. Esto sucedía cuando no existía un director para la danza de cintas o de palos, en cuyo caso un especialista tenía que cubrir o suplir las funciones del otro. En lo que respecta a los bailes, el instrumentista solía ser un consumado bailarín, con lo que a veces, en los escasos descansos entre pieza y pieza, enseñaba a ejecutar los pasos con su maestría.

No podemos olvidar la función que cumplía el instrumentista en los actos rituales —entierros, bodas o bautizos— lógicamente independientes del ciclo festivo anual. En dichos actos el músico se ajustaba con la familia o algún representante de ella y en algunos casos de entierro con el mayordomo de la cofradía a la que perteneciera el finado. Para el ajuste de las fiestas solían ser los mozos (si aquélla era de mocedad) o el propio alcalde quienes efectuaban la contratación, habitualmente verbal, que se cumplía fielmente. Los documentos demuestran que el pago era exiguo, casi ridículo, y se mantenía años y años sin renovarse, de modo que sólo la asistencia a varios actos festivos podía explicar, además de una verdadera vocación, el que un músico pudiera mantenerse de su trabajo como ejecutante.

Para terminar, el aprecio en que era tenido un instrumentista por los miembros de su comunidad variaba según el grado de especialización. Un brillante dulzainero o gaitero son recordados o evocados con nostalgia por mozos y mozas coetáneos, mientras que aquel que cumplía simplemente con su trabajo no pasaba de ser, visto con la perspectiva que dan los años, un especialista o marginal más, de entre los muchos que, a lo largo de la historia, movieron con más o menos eficacia la cultura musical de su respectiva localidad.






Casi todos los estudios sobre organología suelen comenzar o finalizar con una referencia —en ocasiones ampliada o acomodada— a la clasificación de Sachs y Hornbostel. Tal clasificación, aceptada universalmente, agrupa a los instrumentos por familias (aerófonos, cordáfonos, membranófonos e idiófonos) según la fuente productora del sonido. Pese a su utilidad y amplitud. ya que permite incluir en ella todos los tipos de instrumentos gracias a una serie de subclasificaciones, es insuficiente cuando se pretende abordar algún aspecto antropológico o sociológico de la música y su ejecución. La división de Sachs debería ir acompañada, por ejemplo, de alguna indicación acerca de la importancia que cada instrumento de los descritos y clasificados tiene en la comunidad en que está implantado. Por razones de moda o de predominio cultural, hay instrumentos que aparecen temporalmente como dominantes, mientras que otros podrían denominarse simplemente de acompañamiento y aún cabría otro apartado con instrumentos que podrían definirse como menores.

Los instrumentos dominantes podrían ser aquellos cuyo uso viene determinado, bien por la tradición, bien por la novedad; cabría hablar, a modo de ejemplo, de la dulzaina en amplias zonas de Castilla, de la flauta de tres agujeros en extensas áreas del antiguo reino de León, de la gralla en Cataluña y de la gaita de odre en numerosas áreas de la Península Ibérica. Sin embargo, este predominio actual no ha sido siempre tan nítido: documentación existente en libros de cofradías y cuentas de fábrica demuestra, por ejemplo, que la dulzaina se ha superpuesto, tal vez por razones de gusto o comerciales, a la flauta de tres agujeros que era el instrumento preferido en las fiestas de los pueblos hasta la década de los treinta del siglo XIX. A falta de consultar documentos pertenecientes a otras diócesis, queda categóricamente probado que en Valladolid los dulzaineros comienzan a popularizar su instrumento en la ciudad entre 1830 y 1840, y poco a poco van extendiendo su radio de acción a toda la provincia y posteriormente a otras limítrofes en el período de tiempo comprendido entre 1840 y 1870. A partir de ese instante, varios fabricantes de dulzainas comienzan a crear un mercado que extiende sus límites radialmente, teniendo como centro a Valladolid, de forma asombrosa. Éste sería el típico instrumento dominante por razón de una moda o una costumbre; no entramos a valorar aquí por qué se cambia de instrumento predominante en tan sólo cuarenta años, pero sí se podría adelantar que tal vez el uso del requinto en formaciones militares y su paso a instrumento solista en muchas bandas de las que amenizaban paseos, parques y hasta fiestas públicas, tenga algo que ver en el rápido ascenso de la dulzaina.

Otro instrumento dominante del que hablábamos, la flauta de tres agujeros, lo es por verdadera tradición. Desde la Edad Media está sobradamente probado por la documentación escrita y la iconografía que el uso de tal flauta, ya sea acompañada de tamboril (de ahí la denominación de tamborilero o tamboritero que siempre tuvo quien la tocaba y que se ha mantenido hasta nuestros días), ya de salterio de varias cuerdas golpeadas con un palo, ya de castañuelas, ha sido generalizado en fiestas populares y, con frecuencia relacionado con lo rural. Por presión de la dulzaina, sin embargo, este instrumento ha visto reducida el área de influencia a aquellas zonas alejadas del núcleo central de irradiación, o a los lugares en que era capricho del instrumentista continuar tocando el mismo instrumento, o a las comarcas en que la tradición ha podido más que el progreso o la novedad. Hace sesenta o setenta años no se concebía un baile sin pandereta y, sin embargo, paulatinamente, el acordeón, el piano mecánico y hasta formaciones de tipo jazzístico (por no contar los actuales grupos eléctricos o electrónicos) han ido sustituyendo al tradicional instrumento imponiendo su dominio. Este hecho, que no era extraño históricamente, sí aparece durante el siglo XIX con demasiada frecuencia, cuando no revestido de una agitación inusual.

Por lo que respecta a instrumentos de acompañamiento, se podría indicar que siempre van unidos a instrumentos dominantes o a la voz, de modo que, por razones de importancia, ocupan generalmente un segundo plano. Hablamos de la caja, del bombo, de la bandurria, del laúd, de la mandolina (que tuvo también su época dorada en las formaciones rondallísticas de fines del siglo XIX), etc.

Los instrumentos menores son aquellos cuyo uso es circunstancial, ya en el ámbito público ya en el privado o familiar; la carraca, las flautas diversas hechas con corteza de árbol, la zambomba, la sartén, el almirez, la bocina para recoger el ganado y otros muchos podrían incluirse en este apartado y ser anotados como tales dentro de la clasificación de Sachs y Hornbostel, ya que su ejecución no llevaba aparejada una especialización.

Los intérpretes de instrumentos dominantes o de acompañamiento poseían una cualidad (técnica, interés, facultades) que les capacitaba y les confería oficiosamente el título de especialistas. Vamos a dar un breve repaso a los tipos de músico instrumentista para entender mejor los grados de aprendizaje y el ámbito en que se ponían en práctica.

1) Instrumentistas locales. Eran aquellos que desarrollaban su actividad dentro de la comunidad en que vivían; los había dedicados exclusivamente a la música y los había con profesión doble o compartida. Los primeros solían ser excepción, mientras que entre los segundos se daban oficios o profesiones liberales que les permitieran alternar ambas ocupaciones sin grave daño para su economía o el rendimiento de su trabajo. Así, abundaban dulzaineros sastres, por ejemplo, que en invierno dedicaban sus horas de labor a confeccionar trajes y vestidos y en cuanto llegaba la época de las fiestas, sobre todo a partir del carnaval, abandonaban tijeras y metro para acudir regularmente a las citas acordadas. Si su actividad musical alcanzaba un grado reconocido de calidad, se les llamaba de distintos puntos de la comarca, convirtiéndose así en difusores y transmisores de melodías entre unas localidades y otras. Había también zapateros, carpinteros o ebanistas (que a veces eran constructores de sus propios instrumentos), herreros, etc. Las profesiones de agricultor o ganadero solían ser incompatibles con la de músico por razones obvias. Dentro de este apartado podría mencionarse también a los músicos especialistas en instrumentos de acompañamiento y menores. Niños que tocaban admirablemente el mirlitón, algún cazador que utilizaba su chilla de reclamo para ejecutar a la perfección temas populares o de moda, algún que otro mozo que en su casa o en las reuniones de la mocedad sorprendía a todos con sus acertadas interpretaciones a la guitarra y alguna moza que, cantadora reconocida, era capaz de improvisar una copla tras otra acompañada de su pandereta o su pandero cuadrado.

2) Instrumentistas ambulantes. Eran aquellos que por estar radicados en núcleos urbanos importantes de ámbito regional o venir desde puntos apartados a tocar o comerciar en ferias y mercados comarcales, no participaban de la vida de comunidad, aunque con su actividad influían en músicos locales y en el repertorio de los especialistas de ámbito más restringido. Los había que traían instrumentos de difícil ejecución, si bien ellos normalmente los utilizaban a su aire (violín, zanfona, acordeón, etc. ) y los había que preferían instrumentos más sencillos (guitarra, bandurria, etc.) con los que ejecutaban sus monótonos cantos que sólo atraían por lo espectacular o cruento del tema. Algunos de estos músicos fueron los responsables de la introducción de instrumentos que llegaron a hacerse dominantes y de la ampliación o renovación del repertorio rural con novedades aportadas como la última moda en el teatro o en los círculos musicales de la gran ciudad. Así entraron (al menos hasta la aparición de medios de comunicación y difusión como la radio) grandes cantidades de melodías cuya procedencia era múltiple: una tonadilla, un fragmento de zarzuela favorecido por el gusto popular, un himno o marcha convenientemente adulterado o adaptado a las circunstancias y hasta gozos o cantos sagrados dedicados a los santos patronos, que acabaron siendo el tema favorito para interpretar en la procesión anual. Todo un mundo de influencias que iban tejiendo y destejiendo el repertorio de piezas que ahora constituyen el mundo de la tradición musical. Un ejemplo reciente nos puede aclarar cómo se efectúa el paso de una canción de unos ámbitos a otros: la canción La panderetera fue compuesta por el pintor y músico gijonés Martínez Abades a comienzos de siglo; en la década de los años diez a veinte Raquel Meller, la popularísima tonadillera y cupletista la incluyó en un disco de 78 r.p.m.
A partir de ese instante su difusión fue general; músicos itinerantes la llevaban de acá para allá, músicos locales la incluían en su repertorio habitual... En fin, la influencia del tema fue de tal magnitud en los años veinte que pasó a incluirse hasta en los lazos de los paloteos y a tocarse en instrumentos que no estaban preparados para le ejecución de un tema culto. Pues ni siquiera esto constituyó una barrera: la melodía, construida originalmente por Abades en modo menor, pasaba a ser interpretada en modo mayor y asunto concluido. El instrumento venía a constituirse, de este modo, en recreador de variantes sobre un tema original. Este caso particular, desde luego no es único, sino que forma parte de las leyes por las que se rige el repertorio tradicional. Si en España hubiésemos tenido la precaución de estudiar la música teatral de los siglos XVII, XVIII y XIX comprobaríamos que es la base de un tanto por ciento muy elevado de las melodías actualmente tenidas por tradicionales. Convendría por tanto revisar la terminología y los conceptos clásicos del folklore ya que, en muchos casos, lo anónimo no lo es tanto y lo popular sólo se podría denominar así porque es el pueblo quien disfruta de ello, pero no quien lo crea o lo ejecuta.
Quedan por aclarar, finalmente varios puntos referentes a las funciones que cumplían los instrumentistas en el entramado social de una comunidad.

La primera, y tal vez una de las fundamentales, consistía en mantener vivo y acrecentar el bagaje musical y poético del grupo étnico o cultural al que pertenecían. Esta función se ejercía habitualmente sin la existencia de escuelas oficiales; el oficio se transmitía de padres a hijos (menos frecuentemente de vecino viejo a vecino de menor edad) y con bastante frecuencia sus usos, costumbres y trucos constituían una especie de material críptico en cuyo aprendizaje se incluían procesos con verdaderos ritos de paso. Así, un niño no podía aprender a tocar la dulzaina hasta que no dominaba los ritmos del tamboril o la caja y sólo entonces el padre, abuelo o vecino comenzaban a permitirle ensayar las melodías. Por supuesto que tales precauciones no existen en la actualidad, pero queda demostrada su eficacia y probado su acierto al constatar un defecto generalizado en casi todos los jóvenes dulzaineros, que es la ausencia de un particular gusto rítmico o gracia que sólo se adquiría dominando previamente los palillos y sabiendo marcar los compases a la perfección.

Otra labor dcl músico instrumentista era, en ocasiones, la de enseñar a bailar o danzar. Esto sucedía cuando no existía un director para la danza de cintas o de palos, en cuyo caso un especialista tenía que cubrir o suplir las funciones del otro. En lo que respecta a los bailes, el instrumentista solía ser un consumado bailarín, con lo que a veces, en los escasos descansos entre pieza y pieza, enseñaba a ejecutar los pasos con su maestría.

No podemos olvidar la función que cumplía el instrumentista en los actos rituales —entierros, bodas o bautizos— lógicamente independientes del ciclo festivo anual. En dichos actos el músico se ajustaba con la familia o algún representante de ella y en algunos casos de entierro con el mayordomo de la cofradía a la que perteneciera el finado. Para el ajuste de las fiestas solían ser los mozos (si aquélla era de mocedad) o el propio alcalde quienes efectuaban la contratación, habitualmente verbal, que se cumplía fielmente. Los documentos demuestran que el pago era exiguo, casi ridículo, y se mantenía años y años sin renovarse, de modo que sólo la asistencia a varios actos festivos podía explicar, además de una verdadera vocación, el que un músico pudiera mantenerse de su trabajo como ejecutante.

Para terminar, el aprecio en que era tenido un instrumentista por los miembros de su comunidad variaba según el grado de especialización. Un brillante dulzainero o gaitero son recordados o evocados con nostalgia por mozos y mozas coetáneos, mientras que aquel que cumplía simplemente con su trabajo no pasaba de ser, visto con la perspectiva que dan los años, un especialista o marginal más, de entre los muchos que, a lo largo de la historia, movieron con más o menos eficacia la cultura musical de su respectiva localidad.