Joaquín Díaz

RECORDANDO A LUIS CORTÉS


RECORDANDO A LUIS CORTÉS

Acerca de la figura de Luis Cortés

13-05-2002



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En primer lugar tengo que reconocer que la invitación que me cursó hace un par de meses el Instituto Florián de Ocampo para participar en estas jornadas de recuerdo a la figura y la obra de Luis Cortés me hizo mucha ilusión. Desde luego porque ambas, figura y obra, son una referencia obligada para los estudiosos de la cultura popular entre los cuales me encuentro, pero también porque la trayectoria de sus esfuerzos y sus descubrimientos personales relacionados con el trabajo etnográfico me resulta tan familiar que casi me reconozco en todos ellos, añadiendo a la admiración por el contenido una simpatía especial, por no decir una complicidad. Cierto que Luis Cortés llegó a lo tradicional por la vía de la filología, disciplina en la que nunca he sido un especialista pese a interesarme sobremanera, pero al hablar de complicidad me refiero sobre todo al momento crucial del descubrimiento de lo popular y sus protagonistas. Muchos estudiosos han descrito con admiración y sorpresa el instante en que percibieron, por encima de las personas a las que estaban entrevistando o de las expresiones que estaban recogiendo, la elegancia de la sabiduría tradicional; ese aroma antiguo, ese exquisito trazo que nimba las formas y el contenido de aquello que se han encargado de trabajar y pulir tantas generaciones. Ese instante al que me refiero suele llegar en forma de rayo que descabalga y convierte a la persona, como dice el Nuevo Testamento que le sucedió a San Pablo camino de Damasco. Uno va distraído, absorto incluso en los propios pensamientos y una sensación desconocida se cruza como una exhalación obligándonos a reflexionar o, lo que es lo mismo, a doblar, retorcer o hacer añicos nuestra rígida concepción de las cosas. Menéndez Pidal descubre ese paraninfo en forma de lavandera cantora de romances y otros lo perciben como una curiosidad irrefrenable que les conduce casi obsesivamente a una tierra prometida o a un oasis maravilloso. Cortés Vázquez encuentra ese oasis en una refrescante y novedosa poiesis, inédita e inusual en los libros de texto. Ese arte de expresar lo más hondo de la vida humana por medio del lenguaje lo descubre Luis Cortés precisamente en personajes que ni siquiera conocen los signos de ese lenguaje. Las anotaciones de campo, en las que, junto al nombre del informante aparece la palabra “analfabeto”, manifiestan a las claras la admiración del recopilador hacia un individuo capaz de transmitir formas elevadísimas de expresión pero incapaz al mismo tiempo de trazar una vocal o una consonante. En ese descubrimiento de un mundo poético o artístico escrito o dibujado en el aire está, a mi juicio, el asombro y la fascinación de Cortés hacia el repertorio oral de tipo tradicional; ese “indefinible encanto que halaga y suspende el ánimo”-según describió alguien la poesía, y en particular la popular- le relaciona con su genoma cultural al tiempo que le abre la puerta de un palacio fantástico jamás descrito en los tratados teóricos ni explicado en los medios académicos. La transformación que se va obrando poco a poco en el investigador se va vislumbrando diacrónicamente en su obra. A Sanabria, por ejemplo, le traen –siguiendo los pasos de Fritz Krüger- cuestiones de toponimia menor que luego tendrán una aplicación científica, pero su entusiasmo por el lugar y sobre todo por sus habitantes supera con mucho la satisfacción proporcionada por el material recogido. Cortés comienza a demostrar su admiración por los especialistas en la tradición escribiendo sus nombres: El tío Caetano, el tío Lila, la tía María, la hija de Teresa “la loca”...Cuando recorre la ribera salmantina del Duero, le sucede lo mismo; habla de “mi magnífica informanta Magdalena Frutos” o refiriéndose a las palabras de otra, la tía Encarnación Patricia, subraya: “Hasta aquí las palabras de mi informanta, a las que no creo tener nada que añadir”. Admiración abierta y sincera hacia unos personajes en los que reconoce a los sacerdotes de la vida y de un tipo especial de conocimiento. Luis Cortés valora muy altamente esa sabiduría no escrita, y no sólo porque le ayuda a estudiar mejor las palabras y las cosas sujetándolas a un método o a una normativa, sino porque averigua muy pronto quién es el verdadero responsable del objeto de su trabajo y descubre al conocerle las claves o las pautas de su actuación. Tal actuación, además, está más cerca del Cortés humanista que del científico; claro que no siempre es factible, en una obra tan extensa y variada como la suya, encontrar el humanismo como sedimento de toda la sabiduría, pero me quedo, ya que puedo elegir, con fragmentos como el que voy a leer, extraído de su obra Mi libro de Zamora, en el que el rigor se rinde al sentimiento : “¿Cómo no han de temblar también mis manos y mis ojos, cuando contemplo el libro (se refiere al libro de horas de Doña Urraca) y sus miniaturas, con la más respetuosa y emocionada devoción, cada vez que lo tomo en ellas y paso mi vista por tales renglones, en la Biblioteca de mi Universidad salmantina que hoy lo guarda, pensando en que por él pasaron igualmente los dedos y mirada de la infanta reina de Zamora, y es sin duda su última reliquia tangible sobre la tierra?”
Es ese humanismo, más cercano a Sócrates que a Protágoras, el que le inclina a considerar la naturaleza humana como punto de partida de las ideas universales y como base esencial para legitimar la ciencia. Esta acotación, quede bien claro, no cuestiona la dedicación académica de Luis Cortés sino que la enriquece al subrayar también su inclinación artística y desvelar la importancia que pudo tener en su vocabulario personal el acto creativo –acto de escasa índole científica- como motor del ser humano y de sus más altos sueños.
La contribución de Luis Cortés Vázquez en lo que concierne a la tradición oral se centra en cuatro apartados precisos: el refranero, el romancero, los cuentos y las leyendas. Para quien desee tener referencia de la bibliografía que abarcan esos temas le recomiendo la voluminosa edición titulada Obra dispersa de Etnografía, que editó el Centro de Cultura tradicional de Salamanca bajo la supervisión de Paulette Gabaudan y que recoge en la introducción todos los libros y artículos escritos por Cortés. Interesa señalar que los cuatro géneros –refranes, cuentos, leyendas y romances- muestran una estructura interna fija –siempre dispuesta a ser objeto de análisis- y un texto con mayor o menor posibilidad de variación. En la medida en que ese texto sea más o menos corto habrá más o menos posibilidades de intervención de la creatividad humana; un proverbio breve y preciso ofrece un campo limitado a la variación, en tanto que un romance extenso o un cuento fantástico permiten aquella intervención en forma de fragmentarismo, alteración, sustitución de fórmulas, etc. Yo creo que estos géneros le cautivaron a Luis Cortés precisamente por todo eso: sobre un sustrato lingüístico, exacto en sus fórmulas, se elevaba un edificio imaginativo, cambiante, susceptible de ser construido una y otra vez utilizando los mismos materiales. Y los artífices de esa construcción, los alarifes ante cuyo trabajo había que descubrirse porque ofrecía una y otra vez un perfecto armazón, se mostraban al investigador además con nombres y apellidos; seres humanos en quienes el analfabetismo –lejos de ser una rémora vergonzante- era tan sólo un viaje superfluo, un periplo no realizado. Esas personas subyugaron a Cortés, como luego nos han seducido a tantos otros, por su naturalidad, claro está, pero también por su facilidad para crear cestos originales con los mimbres que todos tenemos al alcance de la mano.
Probablemente el investigador quiso sacar a todos esos personajes del anonimato y presentarlos ante sus lectores o estudiantes, convencido de que en ellos residía el secreto de la tradición. La autoridad intelectual de Luis Cortés le capacitaba para dar un toque de aviso a la sociedad acerca del papel que aquellos narradores cumplían y habían cumplido en la transmisión de los conocimientos –mitología, rituales, leyendas- que daban personalidad o identidad a las gentes de estas tierras. Por eso es más dramático y oportuno su llamamiento a la cordura que cierra la obra citada anteriormente en la que confiesa su amor y su debilidad por Zamora: “Si mi ciudad y su provincia han caído en la mediocridad igualatoria y fútil de la cultura del televisor y del tebeo, si mi ciudad románica y caballeresca –pero también bragada y contestataria del popular motín de la trucha- se duerme entontecida y abúlica con el runrún de los motores, ahogando la voz de las campanas y el rumor de las azudas, entonces Zamora ha dejado de ser noble y señora, hidalga pobre pero rica de espíritu...Yo quiero creer que hay en Zamora mocitos que se emocionan con el pasado zamorano, como a mí me aconteciera en tiempos ya lejanos, quiero creer que los hay que sueñan con porvenires venturosos y toda fe no se ha perdido...Porque el día que nadie recuerde el cerco de Zamora y sus romances, el día que nadie sepa la historia de su bandera y de su escudo, cuando les sea indiferente el seguir perdiendo piedras evocadoras o evocadores tintineos conventuales de címbalos al rezar las horas canónicas; cuando ignoren que Alfonso IX y San Fernando, monarcas zamoranos, reconquistaron medio mapa de España; cuando se derrumbe la abandonada iglesia de San Antolín y la patrona de Zamora no vaya en romería a La Iniesta so pretexto de que es superstición preconciliar, entonces mi Zamora sólo tendrá la tierra esquilmada y pobre de su occidente subdesarrollado...”
Quiero creer yo también que muchos zamoranos –que muchos castellanos y leoneses- se alegran de no poder dar la razón –siquiera por una vez- al profesor Luis Cortés y que sus palabras, dichas y escritas para siempre, son como la voz de esa campana –dulce y recia al mismo tiempo- que nos recuerda permanentemente nuestras obligaciones con ese patrimonio, de cada uno y de todos, que nos identifica y nos enriquece.