Joaquín Díaz

VALLADOLID DIFERENTE


VALLADOLID DIFERENTE

Presentación del libro de Federico Sanz Rubiales

26-05-2003



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El libro que hoy se presenta, Valladolid diferente, entra dentro de la categoría de lo extraño y sugestivo, apartados que no suelen existir en los estantes de las librerías, ni siquiera de las especializadas. Ambas definiciones le cuadran, no sólo por lo escasa que es en España la literatura sobre paisaje sino porque de su lectura podremos extraer reflexiones que irían de la esfera de lo estrictamente personal al ámbito de lo social o incluso de lo académico. Debo reconocer, para empezar, que me ha alegrado mucho la invitación del autor y del Corte Inglés para que estuviese presente en este acto y trataré de justificar su generosidad con la exposición de algunas ideas que descarten la sospecha de que estoy aquí sólo por mi incapacidad para decir que no a los amigos.
En realidad estamos ante un verdadero inventario de recursos naturales en la provincia de Valladolid. Ya se sabe que los inventarios llevan implícito el valor de aquello que se inventaría (si no no tendría sentido el esfuerzo de la recogida de datos) y además suelen contener una exposición y una descripción de cada uno de los conceptos recopilados. El autor divide su trabajo en 27 capítulos con atractivos encabezamientos que van más allá del estricto contenido y se instalan en el mirador de un mundo poético. Paraísos, invitaciones al viajero, observatorios de privilegio para pensar y soñar...El inventario cumple su función con desahogo y además propone lecturas nuevas e inspiradas del paisaje catalogado. Uno de los valores más atractivos es el uso de una ingente cantidad de topónimos que nos desvela un lenguaje al tiempo funcional y bellísimo, descriptivo e inspirado. En la sociedad actual es muy necesaria esta actitud de retorno a posturas elevadas, no sólo como compensación al mundo de materialismo que nos oprime, sino como sensato freno a soluciones naturalistas poco sinceras; y me refiero en concreto a determinado tipo de turismo denominado rural –presunta solución a todas las dificultades económicas por las que atraviesa el campo- pero también elemento predador que no respeta lo visitado ni se interesa por ello y además ridiculiza a quien lo mantiene, obligándole a creer que vive en un pasado ignominioso o que defiende una posesión ridícula o absurda. No exagero un ápice en esa denuncia y mucho menos en las consecuencias de un talante tan proclive a la burla y al desprestigio: ya he advertido en más de una ocasión que en los últimos años ha sido mucho más perjudicial la actitud de los propios habitantes de los pueblos, empeñados en aparentar que también están instalados en la modernidad, que la presencia de ese tipo de turista ocasional que sólo busca lo que conoce y desprecia lo que ignora. El perjuicio, sin embargo, no es producto exclusivo de esa situación y se ha venido preparando e incubando en el ámbito rústico por tres causas fundamentales: el dominio de la productividad en detrimento de la sensatez, las consecuencias desestabilizantes de esa postura en el deseado equilibrio entre agricultura y ganadería y la dejación de responsabilidades comunes en manos de una administración excesivamente proteccionista. Todas estas causas han motivado el descepado de montes de encinas, la desecación de fuentes, la eliminación de humedales, la concesión de permisos para instalación de todo tipo de antenas y torres metálicas en lugares presuntamente protegidos y, sobre todo, el abandono de las labores colectivas, las hacenderas, que daban un sentido a la vida en común y una solución inteligente al cuidado por el entorno.
No sería ocioso analizar esa desidia y esa incuria a la luz del abandono que sufrió el medio rural por parte de quienes, en pasados siglos, tuvieron la responsabilidad de mantenerlo y el encargo de engrandecerlo. Para nadie es un secreto que la economía rural está hoy para pocas fiestas. Pero esa misma lectura habría valido también para el siglo XVI, momento en que la nobleza española abandona sus solares de procedencia para incorporarse a una corte cada vez más exigente y dispendiosa. A esa defección presencial o física de la aristocracia –y digo física porque en realidad las tierras seguían produciendo para el señor, que controlaba sus posesiones a través de un administrador- , a esa defección, digo, que se prolonga durante más de un siglo, sucedió en el siglo XVIII el abandono de los ilustrados: demasiado teóricos y con frecuencia considerados como visionarios, gente como Gaspar Melchor de Jovellanos o Zenón de Somodevilla esperaba del medio rural una resurrección técnica que mejorara los cultivos, despertara a la población de su secular atonía y convirtiera los pueblos españoles en ese tipo de paraíso tan cantado por los poetas neoclásicos, que por todas partes veían Arcadias. El siglo XIX no trajo mejores perspectivas; envuelto en estériles conflictos, el Estado centró su actuación en desamortizar bienes o fincas que no producían, consiguiendo que cambiaran de manos pero no de nivel de producción. Pese a los intentos teóricos de personajes como Fermín Caballero, que llegaron a promover verdaderos tratados acerca del fomento de la población rural diferenciándola de la urbana y proponiendo leyes y programas concretos, la centuria acabó con aires de crisis. El siglo XX, trajo, tras la guerra civil pero incluso antes de ella, un éxodo masivo de la población rural, seducida por la posibilidad de encontrar en la urbe –y sobre todo en la capacidad de la industria para generar empleo- ese medio de vida que los pueblos parecían incapaces de ofrecer. La vertiginosa caída del censo de habitantes repartió las cargas y beneficios, creando una impresión de crecimiento económico gracias a la política continuada de subvenciones. Esta política, que llega hasta nuestros días y aborda en estos momentos inexorablemente su última etapa, ha creado a mi modo de ver tres contradicciones que agravan la cuestión: la primera, que el interés de la vieja Europa –espacio en el que estamos enmarcados política y económicamente y de cuya economía proceden las ayudas para la mejora del medio rural español-, es sólo aparente; en el reparto de subvenciones prima la macroeconomía y abundan los planteamientos de despacho, muy lejanos de la realidad. La segunda, que el obligado interés del propio Estado español por una parte de su territorio, es sólo parcial; la sociedad, influida sin duda por una campaña de desprestigio de todo lo tradicional que se llevó a cabo sistemáticamente durante décadas, está de espaldas a los verdaderos problemas rurales porque cree a ciencia cierta que los pueblos deben desaparecer y sólo espera el momento de su sepelio. Esta actitud, por último, condiciona fundamentalmente el comportamiento de la población rural que, aleccionada por las subvenciones recibidas, invierte de forma compulsiva en maquinaria de imposible amortización por un solo productor o invierte en inmuebles urbanos para que los hijos o hijas puedan estudiar carreras que les alejen definitivamente del solar donde se asentó la empresa de sus antepasados durante siglos. Porque, curiosamente, el menosprecio hacia el medio natural parte precisamente de quienes lo habitan, que parece que consideran indigno que sus hijos continúen ejerciendo el oficio al que se dedicaron todos sus antecesores a lo largo de generaciones y generaciones. El problema tiene demasiadas facetas, aunque todas convergen en un resultado común y preocupante. De un lado tenemos la crisis del núcleo familiar y la soberbia del individuo de hoy que cree que no necesita aprender nada. Ha desaparecido el interés por la sabiduría antigua como fuente de conocimiento práctico...un dato como ejemplo: el libro La agricultura general, tratado escrito en el siglo XVI por Alonso de Herrera que fue libro de cabecera de millones de agricultores y ganaderos durante cinco siglos (la última edición es del ministerio de Agricultura en 1981) deja de ser una enciclopedia de uso común entre los padres de familia rurales –Herrera encabeza y representa con su obra lo que en Alemania se llamó Hauseväter literatur y creó una literatura interesantísima en Europa- para convertirse en rareza bibliográfica al considerarse innecesario en los hogares de agricultores y ganaderos, invadidos por la televisión igualadora. De otro lado tenemos la preocupante delegación de responsabilidades en manos de la administración: la administración todo lo arregla...y si no, se le critica. Pero a nadie se le ocurre pensar: “Esto tengo que solucionarlo yo porque nadie me va a ayudar”. Finalmente, está el individualismo feroz que descarta la idea de que la naturaleza y el paisaje es de todos. En otros terrenos se ha estudiado y denunciado este grave problema: en arquitectura, por ejemplo, se reconoce el derecho a que cada cual arregle el interior de su casa como quiera, pero también la obligación de que respete los entornos históricos, protegidos por leyes que al final no se cumplen casi nunca porque los intereses particulares quedan por encima de los generales...
El desprecio sistemático por el pasado y las dudas acerca de lo que es patrimonio y lo que no, son dos de las contradicciones sociales que a menudo se deploran individualmente pero que terminan imponiéndose al apoyarse en la desidia y en la falta de determinación colectivas, cuyas consecuencias son, finalmente, actuaciones interesadas o espurias.
Los bienes catalogados por Federico Sanz Rubiales revelan, al menos, dos principios: la riqueza natural del paisaje, pese al desinterés y al descuido de quienes deberían disfrutar de él, y la situación ruinosa o de abandono en que se encuentran los elementos que el ser humano creó para controlar, mejorar o enriquecer aquella naturaleza. Parece como si la visión de quienes habitan actualmente los paisajes y campos castellanos se hubiese reducido y empequeñecido hasta quedar incapacitada para abarcar el paisaje excesivo, renunciando a él y abandonando voluntariamente la necesidad de manejarlo para evitar la ruina como costumbre.
No quiero terminar con una visión excesivamente pesimista pero tampoco quiero engañarme ni engañar a nadie. Libros como el que hoy se presenta pueden ayudarnos a descubrir parajes extraordinariamente sugestivos, a valorarlos, a protegerlos, a defenderlos cuando ello sea necesario. Esos paisajes son nuestros, son patrimonio también, son un tesoro y, desgraciadamente, están expuestos al vandalismo, al caciquismo, a la acción de pirómanos, de desalmados o de la simple incuria... Espero que el título del libro sea también el lema de nuestra actuación a partir de este momento. Valladolid diferente porque sus habitantes quieren que lo continúe siendo.