Joaquín Díaz

EL LAGO DE SANABRIA


EL LAGO DE SANABRIA

Leyenda tradicional recreada

22-02-2000



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En Sanabria existen varias narraciones unidas que dan origen a un relato completo sobre el lago. Ésta en concreto se refiere a una población denominada Villaverde que no quiso dar caridad a un pobre; solamente una mujer que estaba en el horno comunal ofreció un bollo al mendigo (Jesucristo) quien la
recompensó permitiendo que saliera del lugar antes de que quedara
completamente anegado. A partir de aquí surge concatenado el
relato de las campanas —símbolo importante donde los haya en el
medio rural— que algunos supervivientes quieren sacar del fondo
del lago. Para ello utilizan dos bueyes, Bragao y Redondo, que
tienen que arrastar las campanas denominadas Verdosa y Bamba. El
llamar con algún nombre especial a las campanas ha sido de uso
frecuente hasta nuestros días y es probable que Verdosa aluda al
color del bronce y Bamba pudiera ser degeneración de
"bárbara", voz que se aplicaba a las campanas que tocaban contra
las tormentas por ser santa Bárbara su protectora. De los dos
bueyes, uno puede salir con su carga (Redondo, que saca a
Verdosa) mientras que el otro se hunde en el agua; la razón que se
argumenta es que el primero estaba alimentado porque pudo mamar
de su madre mientras que el segundo se quedó sin leche pues
habian ordeñado a la madre previamente.

Luis Cortés Vázquez y Rubén Darío González Arés transcribieron
muchas versiones del tema. Alguna de ellas termina con las
palabras de una campana a la otra:

Tú te vas, Verdosa
yo me quedo Bamba
hasta el fin del mundo
no seré sacada.


EL LAGO DE SANABRIA



Manuel Prada dejó a leudar la masa sobre la tabla y se asomó al
ventanuco; aún no había amanecido y la helada de la noche había
ido formando concreciones sobre el cristal.

—Mal oficio éste —pensó—, mientras todos duermen yo sudo para que
luego se aprovechen y coman de mi trabajo.
Miró la tarja
—Y encima siempre me deben. Lo que yo digo: mal oficio éste.

Miró otra vez por la ventana y le pareció ver pasar una
sombra. ¿Quién podría ser a estas horas? Arrimó el rostro al
vidrio (pudo más la curiosidad que el frío) y alcanzó a ver cómo
un mendigo se perdía calle arriba. ¿Un pobre con este
tiempo? Podia morir congelado...

—Vaya, casi se pasan los panes de la primera hornada...

¿De dónde vendría? Del monte imposible; nadie en su sano juicio
se atrevería a aventurarse estando los lobos casi a la puerta de
casa. Ayer mismo habían estado aullando a un tiro de piedra de su
corral. Incluso le había parecido que uno se atrevía a golpear con
las patas el portón. Los perros habían enloquecido venteando y
ladrando al aire con movimientos anormales como si por el aire
pudiese venir el enemigo.

-Qué raro, un pobre a estas horas y con este tiempo...

Metió la pala en la boca del horno y sacó los primeros panes; con
un solo y hábil movimiento quedaron todos colocados sobre la
tabla. Cogió un puño de harina y lo espolvoreó sobre ellos. Los
cubrió cuidadosamente con un paño blanco.

—A por la segunda tanda...

Habria sacado ya tres hornadas cuando oyó picar a la puerta. Abrió
el ventanillo y vio el rostro de un pobre con la barba escarchada.

—Una limosna, por amor de Dios...

Le hizo pasar y sentarse:

—Acérquese aquí, orilla del horno. ¿A quién se le ocurre emprender
viaje en una noche como ésta? Cielo santo, si está congelado; da
compasión verle...¿Cómo? ¿Que nadie le ha abierto la puerta? No
hay cristianos ahora. Corazones como piedras es lo que hay. Tenga
este bollo y coma...

Con qué gusto lo come, con razón decía mi abuela que pan de
mendigo dos veces es comido...

—Espere, le meteré un par de ellos en el morral. Si casi no puede
moverse. No, no puede salir ahora...¿Llegar dónde? Pero hombre de
Dios, no haga locuras.

Bueno, déjeme acompañarle a la raya del monte con los mastines, que
al menos los lobos le respetarán.

Trancó la puerta por dentro y salieron por la trasera seguidos
de los dos perrazos.

Qué curioso, juraría que a cada paso que daban se iba
enderezando el pobre. Ahora parecía más alto, más robusto. Ya casi
ni se apoyaba en el bastón; lo empuñaba con fuerza e iba con él
levantado sin tocar el suelo.

Tardaron aún media hora en coronar la cima. Cuando llegaron
arriba ya no tenía dudas. El mendigo había aumentado su tamaño e
impresionaba su aspecto.

En ese momento volvió el rostro barbado hacia el pueblo y
murmuró unas palabras. Colocó delante de sí el cayado y
aferrándolo con las dos manos lo introdujo violentamente en
tierra mientras gritaba:

—¡Aquí clavo mi bastón, aquí salga un borbollón!.

No lo hubiera creído. No era posible lo que estaba viendo. Un
chorro de agua grueso, abundantísimo, corría ladera abajo
arrastrando tierra, arbustos y piedras en un confuso y atronador
conglomerado. En pocos instantes el valle estaba convertido en un
lago que cubría por completo el pueblo y en cuya superficie sólo
flotaban troncos de árboles arrancados por el torrente en su
vertiginoso descenso...