Joaquín Díaz

VÍSTEME DESPACIO...


VÍSTEME DESPACIO...

Sobre la agitación de la ciudad

12-05-1994



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Que Valladolid sea una ciudad acelerada se lo debemos sus
habitantes a varias razones: Una, al hecho de haberse convertido
en urbe industrial e industriosa, paradigma de lo que se entiende
actualmente por progreso y, en consecuencia, prototipo de modernismo con sus inconvenientes derivados (el tiempo es oro, el tiempo se aprovecha más imprimiendo más velocidad a la vida; luego la velocidad es oro y como tal deseable). Otro motive podría ser el que sirve de remoquete a nuestra ciudad pues, por ser "pucela", es tan lisa como una doncella y en consecuencia asequible, tanto para el andarín como para el simple peatón que va y
viene de su coche a la tienda, del trabajo al coche o del coche a su
casa, aunque casi siempre, eso sí, apresuradamente. Otro gallo
nos cantaría si nos tocara una cuesta segoviana o una calle empinada de Zamora, que son de bajada nada más.

A lo mejor me tachan ustedes de maniático, pero a mí me
parece que también corremos por mímesis o, si me apuran, hasta
por descuido; va uno tan ensimismado que no se entera si a su
lado se desploma el alero de un edificio, pero eso de ver que una
persona (cuya carrocería, ruedas e incluso motor son, con mucho,
inferiores a los propios) te adelanta, hace despertar el animal que
todos llevamos dentro y nos obliga a apurar el paso para ponernos
a su altura.

Podría completarse el cuadro de razones añadiendo algunas,
más particulares, aunque no por ello menos ciertas y cotidianas:
La señora que regresa con su carrito de la plaza como Patton por
Saint Lo y pasa sobre nuestros tobillos como si fuesen una vulgar
casamata; aquél que está aquejado de paranoia fiscal y cree que le
persiguen los inspectores hasta por la calle; el otro que, desprovisto de las más elementales nociones de cortesía social, emprende
una huida hacia adelante para no verse obligado a saludar a nadie:
el de más allá que, pareciendo que va a apagar un fuego, te adelanta como una exhalación y diez pasos más allá te lo encuentras
con la nariz pegada a un escaparate, entretenido con lo que su
interior le ofrece; incluso aquél que, émulo de un plusmarquista
de los cien metros vallas, supera los obstáculos de cada día —zanjas, desperdicios, volúmenes aparentemente excretos por formidables cancerberos— con el espíritu de un gimnasta heleno y la entereza de un héroe a quien no le asusta romperse el bautismo en un salto mal calculado... Todos (incluso el que realmente lleva prisa) están —estamos— dando a Valladolid un carácter tan agresivo que acabará poniendo por cimera en las armas de la ciudad un neumático con la inscripción ”Festina lente". Eludo hablar de los días de
lluvia, marcados por el signo del paraguas ofuscado; sólo comentaré que casi todo varillaje conducido por un individuo inferior al metro setenta suele amenazar con dejarme un chirlo germanesco
en la cara. ¿Para qué contarles a ustedes más cuitas?… ¿La solución? Tal vez esté en una ciudad de dos pisos, uno para peatones y otro para vehículos, con calzadas procesionales y aceras anchurosas; no crean que la gansada es nueva. Cuando, mediado el siglo XIX, se abrió un boquerón en el suelo de la Plaza Mayor que amenazaba con tragarse a nuestros ancestros, hubo, entre otros
comentarios, los siguientes: Que si por debajo de Valladolid había
un canal de aguas subterráneas que comunicaba directamente con
el océano, lo que convertiría a nuestra ciudad en uno de los puertos más florecientes de la época…; que si asomándose un poco al
socavón se veia la cola del cometa Halley, de moda por aquellas
calendas y que amenazaba a nuestro pobre planeta con una colisión…; que si el hundimiento había puesto al descubierto la antigua ciudad del Conde Ansúrez que, convenientemente arreglada, podría convertirse en "ciudad de invierno", utilizando la de arriba para el buen tiempo y dejando la inferior para los días crudos...
¡Pobre don Pedro! No sólo le exponemos al grafiti irreverente y a
la cáustica palomina sino que, encima, le involucramos en nuestras transitorias memeces. A mí me cae muy bien nuestro fundador (quien, por cierto no debía de padecer ninguna enfermedad reumática pues de otro modo hubiese buscado parajes más sanos y soleados) y creo que no se merece ese tratamiento; y digo que
me cae muy bien porque pudiendo haber pasado a la inmortalidad
sobre un caballo, que era lo acostumbrado en la gente noble de su
tiempo, lo hizo como peón dándose ejemplo de tranquilidad y
sosiego: "¿A qué ton tanta prisa?" —parece decir don Pedro altivamente desde su pedestal—. "Por mucho que apretéis el paso no llegaréis antes, ilusos; es el tiempo el que viene a nuestro encuentro.
Vosotros no os movéis; sólo os agitáis".