Joaquín Díaz

EL PARTO DE LOS MONTES


EL PARTO DE LOS MONTES

Sobre los fastos de 1992

02-05-1992



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Solemos los españoles ser corteses, espléndidos y hasta abru— madores con nuestros invitados; sobre esta curiosa "virtud" se ha escrito mucho aunque tal vez haya sido Larra en su artículo "El castellano viejo" quien mejor supo describir sus consecuencias.
Con frecuencia, incluso, movidos por ese anhelo incontrolable de
estar mejor considerados, llegamos a abrir a nuestros visitantes
ese comedor de nuestra casa jamás utilizado, de factura clásica y
sillería tapizada en damasco —incomodísima pero innegablemente
digna—, para aparentar lo que en realidad no somos y deslumbrar
con lo que no es nuestro. Tantos siglos simulando orgullo y gravedad han hecho de nosotros unos perfectos actores capaces de desarrollar con naturalidad y aplomo la impostura de cualquier drama.

Ahora nos ha tocado representar la comedia de "la España nueva":
Colegimos, por lo que nos dicen, que toda Europa, todo el mundo
nos observa y ahí estamos nosotros, en el proscenio nacional, creyendo que tras nuestra actuación sólo puede sobrevenir el diluvio.
Ataviados con lujosos ropajes de atrevidos y frescos diseños miramos hacia el palco con la nariz levantada, esperando respirar el aire reconfortante del futuro. Muchos de nosotros, sentados ante hialinas pantallas de máquinas áticas y éticas aguardamos impacientes la orden de teclear sabe Dios qué cosas. Llevamos años queriendo llamar la atención del universo y sus habitantes: Que si
hay que borrar la imagen del aislamiento, que si nos hemos lavado
la cara, que si ya estamos preparados para entrar aquí o allá, que si
éste es el último tren después del cual ya no habrá oportunidad…
Como el niño pequeño que habla disparatadamente primero, grita
después y acaba tirándose al suelo con una pataleta, hemos conse-
guido atraer las miradas de quienes nos rodeaban, aunque ahora
que tenemos al público observando resulta que se nos ocurren
pocas cosas serias. Nos interesan más las teclas que el contenido.
Queremos trasvasar toda la historia de "este país" (así se le llama
desde hace años como si no fuera nuestro, como si no fuera la
suma de las individualidades que aquí vivimos) a los ordenadores.
Si, esa historia conservada milagrosamente en archivos de cuya
existencia nos enteramos porque se destruyen o se incendian de
vez en cuando. De pronto hemos curado la papirofobia y nos ha
entrado pasión por transformar en "kaes" y "megas" nuestro pasa—
do. "Dime de qué presumes y te diré de qué careces", sentencia un
refrán tan cruel como cierto: Conmemoraciones de esto y aquello, exposiciones, juegos olímpicos, reuniones, congresos, ferias...
apariencias. En el fondo. reproducciones y copias de imágenes
muertas que ayer no nos interesaban para nada y cuya existencia
volveremos a ignorar mañana. ¿Dónde está esa España nueva?
Todo este año de terrible dispendio y de olvido irresponsable de
los problemas reales va a acabar como aquel parto de los montes
que describió Horacio y que glosó a la española Samaniego:

Estos montes que al mundo estremecieron
un ratoncillo fue lo que parieron.