Joaquín Díaz

REAL MONASTERIO DE SANTA MARIA DE LA ESPINA: DE NUEVO SUENAN LAS CAMPANAS


REAL MONASTERIO DE SANTA MARIA DE LA ESPINA: DE NUEVO SUENAN LAS CAMPANAS

Sobre la colocación de las campanas en las torres de la Santa Espina

20-11-2000



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Plauto, en el acto IV de su obra Trinumus, escribe: “Nunca suena la campana fortuitamente”; y esta verdad se ha hecho más cierta hace unos días, cuando el Monasterio de la Santa Espina estrenó seis hermosas campanas debidas al empeño de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, a la generosidad de la Junta de Castilla y León y al buen hacer del maestro fundidor Manuel Quintana. Y nunca como ahora fue más cierto que su sonido será no sólo Vox Domini que llame a la oración y al sentimiento, sino también Vox Populi pues sus notas van a recordar en el futuro que, a fines del siglo XX y en medio de la vorágine mediática, algunas personas, a través de formas de comunicación antiguas y venerables, todavía se preocupaban por el patrimonio y la tradición.
Este mismo desvelo fue el que motivó el hecho de dar nombre propio a las campanas. La mayor se llama Petrus y recordará a San Pedro, primera advocación del monasterio; la segunda Bernardus, en nombre de San Bernardo, fundador del Císter; la tercera Nivardus, en recuerdo del primer abad legendario de la Espina; la cuarta Sanctia, para honrar a la Domina del monasterio, Sancha de Castilla; Susanna la siguiente, en memoria de la fundadora de la primera escuela de agricultura de España, la condesa de La Espina; la última, Joannes B. La Salle recordará al Fundador de las Escuelas Cristianas, a quien los Hermanos deben su espíritu docente y su talante emprendedor.
La costumbre de bendecir las campanas y de bautizarlas con su propio nombre es muy antigua. Hay documentos del siglo X que lo atestiguan, pero hay otros más antiguos que hacen suponer que ya se bendecían anteriormente. Dado el interés de la Iglesia en ser muy meticulosa en la cuestión de los rituales y teniendo en cuenta además la tendencia de los primeros Padres de la Iglesia a la exégesis de todo cuanto se incorporara a la liturgia, se explica que desde tiempos remotos se utilizasen fórmulas especiales para la ceremonia y se tratara de explicar de manera sencilla porqué se bendecía un objeto. En realidad, la idea de que la campana o signum era algo más que un metal que podía sonar y convocar, está presente desde los primeros siglos en la Iglesia. La relación de su sonido con la voz de Dios, como he dicho antes, es inmemorial, e incluso la ampliación de esa idea a la voz de los ministros de Dios, tanto los que le representaban en la tierra en la época de Jesús, como los que luego y también ahora mismo son su imagen entre nosotros. Por esa razón, cuando llega la Semana Santa enmudecen las campanas; porque Cristo muere, sus discípulos le abandonan y todos los que podían hablar por Él callan estupefactos ante la injusticia de su muerte repetida cíclicamente.
En las primeras fórmulas que se utilizaban para bautizar las campanas estaba implícita la finalidad: que el objeto tuviese las mismas virtudes que la persona a la que representaba. Por eso Santa Bárbara aparece representada tan frecuentemente en los vasos de bronce: porque se la encerró en una torre y ahí quedó protegida del rayo que sin embargo abrasó a su impío padre. Algunos pintores, llevados de la imaginación y de la fantasía, representaron a la mártir con una torre redonda entre sus brazos (véase Boticelli, por ejemplo) lo cual pudo confundir a más de uno y, dada la relación entre los fabricantes de campanas y los de cañones por el uso del mismo material, animar a declararla patrona de los artilleros. Los pocos libros y manuscritos que se escriben sobre la fabricación de los bronces emparejan siempre ambos oficios, el de campanero y el de fabricante de cañones, lo cual, según se ha escrito muchas veces, es como la cara y la cruz de una moneda; la guerra y la paz alternándose para escribir la historia.
También se ha escrito mucho sobre lo que significa una campana para la gente de un pueblo o de un lugar. Es como el último vestigio de vida y de comunicación, y su desaparición se identifica con la muerte de ese mismo pueblo. Las torres de la Santa Espina, vacías desde que los franceses se llevaron el sagrado contenido, esperaban la operación de un cirujano que devolviese la luz y la imagen a esas cuencas desocupadas y sin vida. La familia Quintana, los Hermanos de las Escuelas Cristianas y la Junta de Castilla y León han hecho posible una recuperación largamente deseada. Ahora el valle del Bajoz puede volver a oir los sones que siempre le convocaron a la vida y a la muerte, ese binomio que a todos nos atañe y que nos humaniza, y puede por fin contemplar cómo vuelan y voltean los bronces que nunca debieron bajarse de las elegantes torres del Monasterio.