Joaquín Díaz

EDITORIAL


EDITORIAL

Revista de Folklore

El doctor Andreu

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Durante siglos, una selecta y curiosa bibliografía –selecta por lo escasa y curiosa por el interés que despertaba en sus lectores–, vino a cubrir las enormes carencias provocadas por la falta de médicos o la imposibilidad de contar con su presencia. Además de los zaragozanos, que tiraban un poco al bando e igual pronosticaban un nublado que aliviaban el dolor de un callo, hubo también tratados del tipo de los llamados "El médico en casa", o "La farmacia en casa", del celebérrimo Doctor Andreu, el inventor de las pastillas contra la tos. Algunos de esos libros todavía pueden ser rescatados de los desvanes y sobrados de muchas casas de pueblo y entre sus páginas conservan papelillos con descripciones de remedios como si fueran recetas de cocina, pues en ellos tienen tanta importancia la leche, los huevos, la carne y la sal como lo podrían tener en cualquier consejo culinario. El Doctor Andreu, que no fue doctor en medicina sino en farmacia, explica en un capítulo de su notabilísimo libro cómo llegó a incluir un producto de la lactuca virosa o lechuga silvestre en su universal antitusígeno: "El lactucario se emplea con éxito como sedante para combatir la tos. Los médicos lo prescriben en píldoras y en jarabes a dosis menores que el tridacio, por ser algo más activo, sin que perturbe en ningún caso las funciones del aparato circulatorio. Debido a los excelentes efectos sedantes del lactucario, preferibles en ciertos casos a los del opio, preparó especialmente este zumo por procedimientos propios desde el año 1866, para emplearlo como expectorante y calmante de la tos en la fórmula de la Pasta Pectoral, de efectos infalibles, que lleva mi nombre, cuyo específico es conocido universalmente y de un modo especial en toda Europa y América, donde su uso continúa cada día en aumento y se va extendiendo además por todos los países civilizados".

El mismo Doctor Andreu, ya en su vejez, recomendaba como mejor somnífero tener muchos quebraderos de cabeza porque uno distraía al otro y acababa tranquilizando al paciente.