Joaquín Díaz

EDITORIAL


EDITORIAL

Revista de Folklore

La reina Isabel I

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Parece imposible hablar de la Reina Isabel sin referirse al magnetismo de su presencia. Todo su reinado se halla sazonado de apariciones oportunas en lugares donde su comparecencia va a ser determinante, según narran después los cronistas. Esa presencia, congruente, precisa, necesaria casi siempre, se intuye también en las expresiones populares –especialmente en los romances– que hablan de su tiempo y de sus virtudes. Quien compone esa poesía, sin embargo, no es el pueblo, como ya acertó a ver el maestro Menéndez Pidal, sino poetas guerreros marcados por la ternura y la violencia de un siglo en el que moral y política se entremezclan sin pudor con el amor y la muerte. Quienes componen esa poesía son narradores de unas circunstancias irrepetibles que convertirán las guerras de Granada en el último ejemplo de poesía heroica y nacional. Tras ellos, el heroísmo se expresará en tiempo pasado y dejará de tener la fuerza palmaria de lo contemporáneo, de lo inmediato y por lo tanto de lo vivido. Andrés Navajero cuenta, algunos años después de la caída del reino nazarí, hasta qué punto las damas que acompañaban a la Reina Isabel encandilaban a los caballeros cristianos y les hacían comportarse con una valentía y un furor insólitos. Ya en el siglo XVI también, Ginés Pérez de Hita revivirá el género fronterizo con sus romances moriscos que describirán una Granada desaparecida bajo la fuerza de la determinación cristiana y que sólo reaparecerá en las ensoñaciones románticas de Chateaubriand, Martínez de la Rosa, Washington Irving o Walter Scott.

En los romances que describen la época de los Reyes Católicos se nota esa presencia de la Reina, desvelada por la crónica de los poetas cercanos. Son los mismos que contaban la emoción y tristeza que siente Isabel cada vez que escucha cantar en la corte el romance de los caballeros Carvajales, Alfonso y Pedro, a los que agravió e hizo matar el rey Fernando IV haciéndolos arrojar desde la peña de Martos, después de haberles escuchado emplazarle para morir en el término de treinta días, como así sucedió. Pero también son los mismos poetas que describen el electrizante momento en que la Reina, que está contemplando la toma de Granada, al observar desde la Vega que la cruz y el estandarte de Castilla y de León han aparecido sobre la torre de Comares, cae de rodillas en el suelo mientras la capilla entona emocionada el Te Deum...

Juan del Encina, Lorenzo de Sepúlveda, Pérez de Hita, Torres Naharro y algunos otros son esos poetas que retratan el lado humano de la Reina aunque sea con argumentos legendarios o con relatos apócrifos. En ese sentido cabe entender uno de esos romances, la elección de esposo de Isabel, quien debe elegir entre un duque casquivano, un rey vicioso o el infante de Aragón, serio y preparado, a quien elige como su príncipe guerrero. También a ese género pertenece el romance augural de la pérdida de Granada, desvelada al rey Chico por su fiel Alatar: tres lobos entran por la puerta Elvira y uno de ellos despedaza a los otros dos que representan a las leyes de los moros y de los judíos. Curiosa es también, aunque pueda ser cierta, la costumbre establecida por la Reina de que la Duquesa de Palma, doña Francisca Manrique, recibiese como regalo de aguinaldo, la famosa estrena o estrenua, las ropas que ella misma había estrenado el día primero del año. La muerte del rey don Fernando, finalmente, cierra la visión parcial pero interesante de un período fecundo y agitado en el que se enmarcan la vida y hechos de una Reina recordada ahora en el quingentésimo aniversario de su muerte