Joaquín Díaz

Editorial


Editorial

Parpalacio

30-03-2003



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La historia de los instrumentos mecánicos de música es larga y compleja. En todas las épocas existió la intención clara de imitar lo mejor posible los sonidos de la naturaleza: la voz humana, el canto de los pájaros, el murmullo del agua. Esa imitación -conseguida con mayor o menor acierto- mantuvo ocupados a grandes ingenios de la historia y a pequeñós artesanos encargados de crear los artefactos y autómatas. El siglo XIX, ese en el que la revolución social, cultural y de costumbres que se fragua en el XVIII viene a realizarse en plenitud, es el período de mayor auge no sólo en la creatividad sino en el registro de nuevas patentes que venían a añadir detalles a inventos antiguos o a adaptar a los hallazgos de novedosos recursos las posibilidades casi agotadas de instrumentos ya clásicos. Finalmente se hizo la luz y dos eminentes inventores, casi al mismo tiempo, llegaron a las mismas conclusiones. Edison realizó el prototipo del fonógrafo y le tomó la delantera a Cross pero lo importante es que tras muchos intentos e innumerables fracasos el ser humano había encontrado la posibilidad de grabar y reproducir facsimilarmente los sonidos que le rodeaban e inspiraban, incluyendo los de su propia voz, tan lejana e inasequible como efímera.