Joaquín Díaz

Editorial


Editorial

Parpalacio

30-03-2004



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Parece imposible hablar de la Reina Isabel sin referirse al magnetismo de su presencia. Todo su reinado se halla sazonado de apariciones oportunas en lugares donde su comparecencia iba a ser determinante, según narran después los cronistas. Esa presencia, congruente, precisa, necesaria casi siempre, se intuye también en las expresiones populares –especialmente en los romances– que hablan de su tiempo y de sus virtudes. Quien compone toda esa poesía popular, sin embargo, no es el pueblo, como ya acertó a ver el maestro Menéndez Pidal, sino poetas guerreros marcados por la ternura y la violencia de un siglo en el que moral y política se entremezclan sin pudor con el amor y la muerte. Quienes componen esa poesía son narradores de unas circunstancias irrepetibles que convertirán las guerras de Granada en el último ejemplo de poesía heroica y nacional. Tras ellos, el heroísmo se expresará en tiempo pasado y dejará de tener la fuerza palmaria de lo contemporáneo, de lo inmediato y por lo tanto de lo vivido. Andrés Navajero cuenta, algunos años después de la caída del reino nazarí, hasta qué punto las damas que acompañaban a la Reina Isabel encandilaban a los caballeros cristianos y les hacían comportarse con una valentía y un furor insólitos. Ya en el siglo XVI también, Ginés Pérez de Hita revivirá el género fronterizo con sus romances moriscos que describirán una Granada desaparecida bajo la fuerza de la determinación cristiana y que sólo reaparecerá en las ensoñaciones románticas de Chateaubriand, Washington Irving o Walter Scott.



Isabel, la princesa omnipresente, está a punto de casarse con el señor de Urueña, Pedro Girón, que además es Maestre de Calatrava y hermano del principal muñidor del reino, el Marqués de Villena. Una providencia generosa, según unos, y una fatalidad incomprensible, según otros, da fin a una contingencia que, sin duda, habría cambiado la historia de España. Girón muere misteriosamente e Isabel, que ha suplicado a Dios de rodillas día y noche que no llegue a producirse la posibilidad de esposarse con aquél, queda libre para casarse con el infante de Aragón don Fernando.