Joaquín Díaz

Editorial


Editorial

Parpalacio

30-06-2004



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Creo que pocas estampas pueden representar mejor el mundo de lo popular que aquella dibujada por José Ribelles en que un ciego, acompañándose de una zanfona y se supone que cantando una historia, comparte capa –espalda contra espalda– con un lazarillo, que maneja y hace salir por encima del rebozo a dos títeres, actores materiales del relato. La figura es sorprendente y caótica: cuatro piernas, una cabeza sin ojos, dos monigotes, un instrumento extraño y el público embobado ante ese pandemonium.


La etimología de la palabra títere es de las que siembran la duda en los eruditos y les recuerdan que en polvo se han de convertir. Mientras unos creen que podría proceder de una onomatopeya –el sonido (ti–ti) que hacían con un pito los actores que movían los muñecos, que luego era interpretado por otra persona que explicaba la acción desde fuera de la caja–, otros piensan que el nombre o título –titre– procede del teatrillo en el que manipulaban su rígida pantomima. Es mejor que la etimología esté confusa y pueda tener varias explicaciones: El Títere nos lleva a un mundo infantil, minimizado, con un poco de exageración y otro poco de ingenuidad, pero con una enorme capacidad para convertir la realidad en algo interpretado e interpretable. Tanto Títere como Marioneta (de “marionette”: el clérigo que representaba con voz femenina a la Virgen María) revelan una forma de parodiar el mundo falseando la voz, extremando los gritos y chillidos para atraer primero la atención de un público y ayudarle después a distanciarse de lo cotidiano riéndose de la propio y de lo ajeno. ¿Cabe imaginar algún ejercicio más saludable y clarificador?