Joaquín Díaz

Editorial


Editorial

Parpalacio

Camino olvidado

30-12-2018



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Un colaborador habitual de la Fundación, Modesto Martín Cebrián, ha presentado un libro titulado «Camino olvidado» que merece algunos comentarios por su ejemplaridad. Si hay una característica que defina y ponga en común la historia de los pueblos es la necesidad de los individuos de permanecer y dejar a sus descendientes algo que recuerde su trabajo, sus preocupaciones o sus emociones. Esa inmanencia se percibe indefectiblemente en el interés del ser humano por nombrar o bautizar todo lo que le rodea, desde los pagos que construyen y definen el paisaje a través de sus peculiaridades hasta los censos que registran apellidos, oficios y condición social. El lenguaje, por tanto, como medio de comunicación, pero también como recurso para limitar, precisar y diferenciar correctamente los contornos humanos y espaciales. En una época como la nuestra en que casi nadie sabe ya lo que significa su nombre o su apellido, en que apenas se da importancia a la precisión lingüística o en que la humanidad se sumerge complaciente en una globalidad tan desmesurada como despersonalizada, recordar y enaltecer aquellas características que ayudaron a construir identidades, que contribuyeron a distinguirnos y a definirnos, parece un ejercicio imprescindible y saludable.



Modesto Martín Cebrián colabora desde 1980 con la Revista de Folklore y con esta Fundación. Se podría decir que en todas las ocasiones en que hubo una colaboración con él en los primeros años de recopilaciones y difusión del patrimonio oral, se percibieron dos cualidades que se hacen patentes también ahora en el libro que acaba de editarse: su curiosidad y la exhaustividad con la que pretendía y pretende satisfacerla. Frente a las recopilaciones exiguas que se solían hacer por aquellos años –ya considerados los últimos para tantas cosas- Modesto ofrecía de vez en cuando cientos de canciones, de adivinanzas, de refranes, de trabalenguas, de cuentos, de expresiones que demostraban hasta qué punto seguía viva la tradición si se buscaba en la profundidad del alma y de la memoria de las gentes. Todas aquellas muestras populares, sin duda, le sirvieron para comprender mejor los motivos por los que la vida del ser humano se enriquece y se hace más grande si se acerca al conocimiento. Pico della Mirandola, autor de lo que se llamó el manifiesto del Renacimiento, lanzaba en una época tan importante para la historia de la humanidad, una tesis abierta y atrevida: solo el amor a la sabiduría y por tanto a la vida será capaz de regenerarnos, de hacernos renacer por encima del determinismo o de la suerte adversa. Por supuesto que conocía los problemas de su tiempo, que no se diferenciaban mucho de los de otras épocas, pero invitaba a superarlos combatiendo, principalmente con las armas de la reflexión. Recurrimos a su palabra cuando explicaba el interés que puede tener para el individuo acercarse a la sabiduría a pesar de la opinión contraria de las mayorías: «Todo este filosofar, en efecto, es más bien objeto de desprecio y de afrenta (tal es la miseria de nuestro tiempo) que de honor y de gloria. Y esta dañina y deformada convicción ha prevalecido hasta tal punto en la mentalidad de la mayoría que, según ellos, sólo unos pocos o quizás nadie debería filosofar». Pico della Mirandola, en su Oratio de hominis dignitate, aseguraba haber comprendido en qué consistía la suerte que le había correspondido al hombre en el orden universal. Según su discurso, escrito para demostrar a sus detractores «no tanto que sabía muchas cosas sino que sabía cosas que ellos ignoraban«, Dios había hablado a Adán en estos términos: «No te he dado un lugar definido, un particular aspecto ni una prerrogativa peculiar. Esto persigue el objetivo de que tengas el lugar, el aspecto y las diferencias que conscientemente elijas, y que, de acuerdo con tu intención, ganes y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas normas que he prescrito. Sin embargo tú, no limitado por carencia alguna, la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. En el centro del mundo te he colocado para que observes con comodidad cuanto en él existe. Así, no te he creado ni celeste ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el propósito de que tú, como juez y supremo artífice de ti mismo, te dieses la forma y te plasmases en la obra que eligieras. Tanto podrás degenerar en esas bestias inferiores como regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores».


Las reflexiones de Modesto, sus intencionados recuerdos contenidos en este libro nos pueden servir de guía, al igual que las palabras de Picco della Mirandola sirvieron para tantos lectores en el Renacimiento, si queremos enfrentarnos al mundo actual en condiciones ventajosas: hay una forma de morir en vida antes de nuestra desaparición física y consiste en renunciar a la curiosidad antes de llegar a ella, en no tener creencias porque pensamos que pertenecen a un mundo infantil que nos puede retener en el pasado. Tenemos que dejar de pensar en el pasado como esa cárcel en la que estamos atrapados y de la que hay que salir a toda costa. Y a ello nos puede ayudar el estudio de nuestra forma de ser y pensar. El amor y el respeto por lo propio que pueden obrar el milagro de la regeneración.


Siempre que se habla de lo popular durante el siglo XX se hace más con el sentido de aquello que se usa mucho, que con el sentido de lo que se origina en el pueblo. Popular era, siguiendo el credo romántico, aquello que el denominado «pueblo» -es decir, la colectividad anónima- había producido con su espíritu sencillo, pero a partir de la pasada centuria (y esta es la visión relativamente novedosa que aportó el siglo pasado) popular es también aquello que una divulgación precisa y adecuada podía hacer llegar a un número considerable de personas que acabarían por reconocerlo, mantenerlo y utilizarlo como propio, frente al patrimonio de otros.


Hay, por tanto, no sólo una aceptación expresa de que «popular» significa «para muchos», sino una demostración de que en lo diferente, en la variante local, está el perfil que distingue y enriquece las múltiples facetas de lo esencial y que todo eso se puede apreciar o valorar mejor si lo comparamos con lo que nuestros vecinos han producido en las mismas circunstancias. De ese modo, por tanto, la reflexión sobre lo propio, el hallazgo de lo patrimonial en nuestra forma de ser y en nuestra educación, vino a representar el reto más interesante al que se enfrentó el individuo durante todo el siglo XX, reto que consistía en descubrir lo sustancial del pasado transmitido por sus propios ancestros e incorporarlo sin traumas al futuro. Redescubrir el sentido verdadero y cardinal de los objetos cotidianos o del lenguaje comunicador nos sirvieron, pues, para colocar al ser humano en el lugar que le correspondía, que era el de inventor y usufructuario de la realidad. Lejos de las teorías, casi olvidadas hoy, de quienes sólo veían en la tradición el dogmatismo riguroso del pasado, la cultura popular nos mostró la capacidad de evolución y la libertad de pensamiento sin necesidad de renunciar a lo propio, a lo patrimonial, que abrazaba palabra y obra.


Durante siglos, la dedicación de cada persona no sólo sirvió para identificarle ante los demás –en los siglos medios le daba apellido y más tarde le hacía diferenciarse por su indumentaria- sino que le obligó a familiarizarse con unas herramientas y un vocabulario a cuyo perfeccionamiento se entregó generación tras generación.


De todo ello da buena cuenta este libro, interesante y emotivo, en el que Modesto comparte sus conocimientos sobre el lugar en el que nació, el pueblo de Villabrágima, con quien quiera acercarse y leerlo.


La curiosidad por el pasado y el interés por la propia raíz que nos vincula a una tierra cubierta de un humus singular, serán el mejor antídoto contra el olvido, la incuria y la pasividad que parecen inmovilizar a la sociedad de nuestros días.