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Revista de Folklore número

505



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«Segovianitos de Carbonero», una fotografía para el estudio de la indumentaria tradicional

GARCIA GARCIA, Antonio Arcadio

Publicado en el año 2024 en la Revista de Folklore número 505 - sumario >



Preámbulo

Hace ya un tiempo, buscando quién sabe qué, encontré en un cajón algunas fotos en blanco y negro que no recordaba haber visto. Estaba en la casa donde siempre he conocido a mi abuela y que perteneció a los padres de mi abuelo, que eran naturales de Carbonero el Mayor (Segovia) y nacieron en torno al año 1900. Aquello que buscaba ya no era importante porque lo único que pude hacer era sentarme en el sillón de mi abuela, correr el visillo de la ventana y ponerme a ver aquellas imágenes. No conocía a nadie, pero el parecido de alguno de los retratados con una parte de mi familia era evidente.

Todas las imágenes me parecían un tesoro: parejas con trajes negros de principios de siglo; una niña con largas trenzas y una preciosa cruz de brillantes; una mujer con su bebé enmantillado en prendas blancas; hombres con su sombrero y traje de chaqueta y pantalón; dos más antiguas en las que observaba los últimos coletazos de la indumentaria tradicional usada como lo que era –una moda diaria– con un par de mujeres con largas sayas oscuras y tres estrechas tiranas de terciopelo, mandil, jubón de anchos puños de terciopelo labrado, mantoncillo al talle, ahogadero de terciopelo al cuello, pañuelo a la cabeza en el caso de la más mayor, pantalón de paño en el hombre, chaleco de cuello redondeado, ancha faja hasta el pecho, chaquetilla corta y sombrero de ala ancha en mano; y la fotografía que este artículo tiene como protagonista, que sobresalía entre las demás por su tamaño y contenido (ver Imagen 1).

En cuanto la vi supe que no era cualquier cosa, la mejor fotografía de dos niños segovianos que hasta el momento había visto. Cuanto más la miraba más detalles encontraba, en él y en ella, ambos engalanados cual modelos adultos de la cabeza a los pies. Prendas antiguas con todo el sabor segoviano de las que aún podemos ver ejemplos conservados en baúles y sobrados y otras que dejaron de usarse en otro tiempo y de las que apenas tenemos una referencia real más allá de grabados, pinturas o fotografías como la que nos ocupa. Además de mostrarnos las tipologías utilizadas en una zona con mayor o menor precisión, siempre teniendo en cuenta otras fuentes e intentando contrastar de la forma más detallada posible cada detalle, las imágenes nos permiten conocer cómo se colocaba cada una de esas prendas y joyas, algo que mayoritariamente queda limitado a la memoria de las comunidades portadoras[1].

Si nos centramos en la realidad segoviana de este tipo de fotografías, en las que podemos observar una indumentaria perfectamente conocida por sus portadores –pues la usaban a diario o lo habían hecho hasta hace poco tiempo–, podemos destacar diferentes colecciones de profesionales y aficionados que dejaron imágenes dignas de estudiar. De acuerdo con Porro (2018b) algunos de estos referentes son Laurent, Montes, Ortiz Echagüe, el padre Benito de Frutos o los Unturbe, quienes llegaron en diferentes momentos y por tanto retrataron también esa decadencia y distorsión de la indumentaria popular que cada vez quedaba más relegada a escenificaciones y recreaciones alejadas de la tradición.

Pero son muchas las fotografías que muestran una indumentaria rica y original, tesoros familiares que no aparecen en ningún archivo o compilación estatal y que están guardadas en museos particulares donde el revés de la cartulina o la memoria de sus conservadores es el único lugar en el que quizá prevalezca la historia de los retratados. Para conocerlas y salvarlas del olvido es necesario hacer un trabajo basado en distintas visitas a los vecinos de una localidad y conversaciones ordenadas sobre su historia. Escasas personas han hecho esto y es por eso que, de acuerdo con Porro (2018b), «el estudio de la indumentaria a partir de la fotografía de costumbre está por hacer» (p. 6).

Por todo ello, y con la intención de dar a conocer una imagen hasta ahora desconocida, haremos una breve reseña sobre su autor, características y aspectos formales. A continuación, hablaremos de los detalles que pueden observarse en los dos «Segovianitos de Carbonero», describiendo su indumentaria y comparándola con la de otras fuentes que nos permiten establecer semejanzas y diferencias entre las mismas y poner de manifiesto la riqueza de la indumentaria segoviana presente en este retrato.

La fotografía

Contextualización histórica y precedentes

Desde que en 1826 Niépce lograse la primera «fotografía» y unos años más tarde, en torno a 1837, el francés Daguerre diera a conocer lo que él llamó daguerrotipo, la captación de una imagen «fiel a la realidad» ha sido una revolución que aún llega a nuestros días. Y es que el ser humano siempre ha intentado dejar constancia de su presencia a través de sus obras, siendo el arte quizá la «actividad» más utilizada para ello.

El retrato permitía dejar una imagen claramente reconocible en el presente y la posteridad, apareciendo en monedas, pinturas, joyas, esculturas… Todos estos formatos cumplían y cumplen dicha función, pero tienen en común que requieren de la interpretación y capacidad de creación de su autor para alcanzarse. Sin embargo, con la llegada de la fotografía –pese a que todos conocemos la infinidad de posibilidades de esta para «modificar la realidad» o conseguir distintos resultados en función de la intención con la que es creada– esa subjetividad quedaba en un segundo plano y era posible detener el tiempo en un instante concreto tal y como nuestros ojos lo ven.

Según recogen Lara y Martínez (2003), el primer daguerrotipo tomado en España se hizo en Barcelona a finales del año 1839, seguido de uno tomado en Madrid. A los pocos días y en escasos años se extendió por todo el país, siendo primeramente capturados por científicos «curiosos», pero extendidos de manos de profesionales como Clifford, Ludwik Tarszeński o Eugenio y Enrique Lorichon, que vinieron de países como Reino Unido, Polonia o Francia y actuaron como maestros para multitud de fotógrafos que colaboraron en esa expansión, surgiendo los primeros profesionales ambulantes[2] (Lara y Martínez, 2003).

En los años 50 del siglo xix los avances técnicos permitieron hacer copias de una misma imagen y cada vez era más sencillo obtener fotografías, pues el tiempo requerido para ello fue disminuyendo considerablemente (Lara y Martínez, 2003). A finales de esta década el formato conocido como Carte de Visite logra el protagonismo, siendo especialmente utilizado por la burguesía y las clases altas del momento, enviándolas como recuerdo a familiares y amigos. Se trataba de una fotografía vertical que no llegaba a los 6 centímetros de anchura por 9 centímetros de altura pegada a una cartulina que servía de marco para la misma y en la que solían estar reflejados los datos del fotógrafo en cuestión (del Valle, 2013).

Llegados a este momento de la fotografía en España se hace imprescindible mencionar, recientemente pasado el 135 aniversario de su fallecimiento, a Jean Laurent Minier (1816-1886) fotógrafo francés que llegó a Madrid y «en 1855 ya obtiene un privilegio de invención para la aplicación de color a las fotografías y un año más tarde abre un establecimiento fotográfico en la azotea del número 39 de la Carrera de San Jerónimo» (Ministerio de Cultura y Deporte, 2021). Hizo retratos, capturó paisajes y monumentos, y en 1860 fue nombrado fotógrafo de cámara por la reina Isabel II.

En 1878 fotografía a las parejas y comitivas que acudieron desde distintas provincias españolas a la boda del rey Alfonso XII con María de las Mercedes. Allí inmortalizó un gran número de tipos populares que posaron luciendo sus mejores galas al estilo del país, una idea que «partía de la Sociedad Antropológica Española que iba a presentar en la Exposición Universal de París un álbum con las imágenes» (Ministerio de Cultura y Deporte, 2021). Sin duda una gran colección de fotografías fundamentales para el estudio de la indumentaria de las provincias implicadas –entre ellas Segovia, cuya comitiva fue una de las más numerosas con dieciocho parejas y dos músicos– y que ahora podemos consultar online junto al resto del catálogo del autor[3].

Descripción formal y autoría

Una vez contextualizada pormenorizadamente la llegada de la fotografía a España, así como algunos de sus hitos y nombres más importantes en su evolución inicial, nos centraremos en la imagen que nos ocupa. Se trata de una lámina vertical de 22,5 centímetros de largo por 16 centímetros de ancho pegada sobre una cartulina rígida o cartón del mismo tamaño. Consecuentemente, el lado frontal del cartón está totalmente tapado por el retrato, sin embargo, el lado posterior, de color amarillo, muestra un escudo e inscripción en color rojo (ver Imagen 2).

Se trata del escudo real del momento, con columnas y dos leones coronados como soportes apoyados sobre hojas de laurel y esferas donde se lee: PLVS VLTRA. La inscripción, con distintas tipografías, indica: FERNANDO DEBAS - PRIMER FOTÓGRAFO DE S.S.M.M.[4] Y DE S.S.A.A.R.R.[5] LA PRINCESA DE ASTURIAS É INFANTAS - MADRID. El hecho de que aparezcan escritos la autoría del retrato y el lugar en el que se encontraba su estudio ha permitido datar la imagen de una manera más o menos concreta gracias a algunos trabajos y publicaciones previas sobre el fotógrafo, que sin duda fue uno de los más importantes de su tiempo en nuestro país.

Fernando Debas y Dujant nace en Francia en 1842, donde comienza su carrera profesional junto a su hermano Pedro Edgardo Debas. En 1872 se instalan en su estudio de la Calle del Príncipe n.º 22, donde empiezan a adquirir fama pese a la presencia de contemporáneos de la talla del mencionado Laurent (Fernández y García, 2016). Según indican Fernández y García (2016) en su artículo dedicado a esta pareja de fotógrafos, a mediados del año 1874 los hermanos Debas «se separan de forma poco amistosa» y es aquí cuando Fernando Debas comienza su exitosa carrera en solitario, anunciándose dicho año en prensa como el único fotógrafo en España que podía retocar retratos mediante el proceso «Lambertipia», del que había adquirido el privilegio exclusivo de uso durante quince años.

Pero es un año más tarde, en marzo de 1875, cuando el rey Alfonso XII, tras hacerse un retrato en su estudio, le concede el título de fotógrafo de cámara y la posibilidad de usar su escudo de armas en las fotografías realizadas en su establecimiento (Utrera, 2018). En 1878 Fernando Debas abre una sucursal en Valladolid a la que autores como Fuster (2013) atribuyen gran éxito. Además, el mencionado «nombramiento» le servirá como gran reclamo para atraer a las clases más adineradas de Madrid y alrededores, publicitándose, según los autores Fernández y García (2016), en numerosos anuncios de periódicos como La Correspondencia de España. Desde ese momento, sus fotografías recogen inscripciones como las siguientes: «Primer fotógrafo de Cámara de S. M. Alfonso XII Príncipe 22 Madrid» o «Primer fotógrafo de Cámara de S. M. Alfonso XII y de S.A.R. la Princesa de Asturias» (Fernández y García, 2016).

Siguiendo la entrada dedicada al artista en el Diccionario Biográfico electrónico de la Real Academia de la Historia, escrita por Utrera (2018), en el año 1883 Fernando Debas se anuncia como «Fotógrafo de SS. MM. y SS. AA. RR. la Princesa de Asturias e Infantas». Consecuentemente, podemos establecer como posible fecha más antigua para la toma de la fotografía que nos ocupa, en el caso de ser una de las primeras con esta inscripción, dicho año de 1883. En junio del año siguiente se traslada a la calle Alcalá n.º 31, donde instaló un estudio más amplio y lujoso que incluso poseía ascensor, de los primeros de la capital, muy útil si tenemos en cuenta que los estudios de fotografía solían situarse en azoteas con grandes ventanales necesarios para obtener la mejor luz posible (Fernández y García, 2016).

Trabajó para alguna revista y continuó su relación con la casa real tras la muerte de Alfonso XII en 1885, fotografiando a la regente María Cristina, al propio Alfonso XIII y a las Infantas; sin embargo, poco a poco fue perdiendo la popularidad que alcanzó entre las clases altas del Madrid decimonónico (Fernández y García, 2016). Retirado de su vida profesional, muere en Madrid en el año 1914, dejando un gran legado y habiéndose convertido en uno de los referentes de la revolución fotográfica de aquella época, tan distinta a la actual. Los archivos de Patrimonio Nacional poseen alrededor de trescientas imágenes realizadas por Debas (Utrera, 2018).

Después de esta breve reseña que nos permite contextualizar la imagen y conocer más sobre su autor y la fecha de obtención de la misma –entre 1883 y los primeros años del siglo xx–, para finalizar estos párrafos dedicados a los detalles formales de la fotografía, queremos mencionar algunos aspectos:

Se trata de un retrato de estudio fotográfico en el que un niño y una niña de unos siete y nueve años de edad posan ante el artista ataviados con la indumentaria popular de su lugar de procedencia. A sus espaldas, un fondo con vegetación hecho a pincel; a sus pies, una alfombra de césped que acerca el entorno natural de la imagen trasera a los retratados; y, como únicos objetos decorativos, una especie de balaustrada que sirve de apoyo para la niña –elemento que hemos podido observar en otros retratos infantiles del artista– y una vara de madera que, apoyada en el suelo, es sujetada por el niño con su mano derecha. La cámara capta el cuerpo completo de sus protagonistas, colocados en el centro del encuadre. Ligeramente ladeados hacia el centro, se enfrentan en una posición de tres cuartos –no llegan a estar de perfil– y mirando al objetivo con rostro serio.

La elegancia en la presentación y composición de la imagen coincide con la demostrada por el artista en la mayoría de sus obras y en las referencias que hacen a sus retratos todas las fuentes consultadas. Aunque con algunos desperfectos y marcas causadas por el tiempo, su estado de conservación es visiblemente bueno y la calidad y nitidez de la misma permiten observar grandes detalles que aportan mucho valor al documento.

La indumentaria

Indumentaria femenina

El lujo y calidad de las prendas vestidas por la niña de la fotografía hablan por sí mismas. Una delicada composición de la cabeza a los pies a la que no le falta detalle y que en estas líneas pretendemos describir brevemente aportando imágenes de indumentaria similar y grabados que muestran estas tipologías en modelos segovianas de distintas épocas. Para ello seguiremos un orden ascendente en el que, pieza a pieza, iremos desgranando el retrato.

Si nos fijamos en el calzado, encontramos el modelo de zapato que quizá haya sido más usado por las segovianas cuando vestían con sus mejores trajes. Forrados en terciopelo negro – se han conservado algunas prendas originales que evidencian el uso de zapatos con terciopelo azul y otros colores– apenas poseen tacón y tienen la puntera redondeada o achatada. Son de los que llaman «de oreja», pues existe una especie de tira –también forrada en terciopelo– que cruza la parte delantera y en origen cumplía con la función de ajustar la prenda al pie sirviéndose de la hebilla.

Así como inicialmente oreja y hebilla tenían ese uso funcional en el calzado, en las modelos segovianas vemos como las hebillas se colocaban casi en la punta del zapato, perdiendo ese uso y convirtiéndose en un elemento ornamental más. En nuestra fotografía encontramos dos hebillas cuadrilongas que aparentemente podrían tener el tamaño de las que usara cualquier mujer adulta. Esto explicaría la distancia desde la punta del zapato a la hebilla, algo mayor a la que normalmente encontramos en las imágenes antiguas. Al ser un zapato pequeño, si la hebilla se colocara más adelante sobresaldría mucho por los lados del mismo, motivo por el que posiblemente se fijó en esa posición.

Mi familia conserva una pareja de hebillas antiguas del mismo modelo –quizá las de la imagen que ahora analizamos–, uno de los más extendidos por la provincia (ver Imagen 3). Están hechas en plata, y su frente se decora intercalando seis círculos y seis óvalos alargados. Se recuadran por dos finas líneas hechas, al igual que las otras figuras, a través de incisiones o marcas en el metal. Mantienen el puente y las partes por las que se introducía la oreja, así como las puntas que aseguraban la misma y ajustaban la hebilla al zapato. La calidad de la imagen revela un leve bordado o pespunte claro y lineal en el lateral delantero del zapato –elemento decorativo sencillo que también encontramos en imágenes con piezas originales, normalmente junto a una especie de rizo negro colocado en la parte superior a la hebilla, en el empeine– (ver Imagen 4).

Lejos de las reinterpretaciones o invenciones que relacionan el color de las medias con el del manteo o la «función» del traje, vemos cómo la niña de nuestra imagen gasta medias de color con una indumentaria festiva (ver Imagen 5). Algunas publicaciones como la de López, A. et al. (2000) afirman que el color blanco se reserva a las mujeres solteras, el rojo a las casadas y el azul o morado a las viudas o mayores. Encontramos esta distinción en el texto descriptivo Lejos de las reinterpretaciones o invenciones que relacionan el color de las medias con el del manteo o la «función» del traje, vemos cómo la niña de nuestra imagen gasta medias de color con una indumentaria festiva (ver Imagen 5). Algunas publicaciones como la de López et al. (2000) afirman que el color blanco se reserva a las mujeres solteras, el rojo a las casadas y el azul o morado a las viudas o mayores. Encontramos esta distinción en el texto descriptivo «El día de Santa Águeda en Zamarramala» de José María Avrial publicado en el Semanario Pintoresco Español de Madrid en 1839 y recogido en el año 1953 por Estudios Segovianos. Además de reparar en ello de manera directa, en distintas ocasiones el autor utiliza el color de las medias para referirse al estado civil de las mujeres. Por ejemplo, hace referencia al baile de Santa Águeda —reservado a las casadas— con la siguiente sinécdoque: «sólo las medias coloradas tienen privilegio de bailar en aquel día»; o para indicar que una mujer estaba recién casada menciona: «pocos días antes gastaba medias blancas» (Avrial, 1839, p. 259).

A pesar de ello, lo cierto es que son muchas las imágenes y grabados que muestran mujeres de distintas edades con medias blancas. También otras, como la que ahora analizamos, en las que niñas o jóvenes utilizan calcetas con color (ver Imagen 6). Quizá esta afirmación haga referencia a un código local que no pueda extenderse a todas las comarcas segovianas o a un gusto o saber antiguo que en el tiempo de las imágenes que conservamos ya había caído en el olvido. Sea como fuere, las medias de nuestra segovianita probablemente fuesen rojas o azules, las más comunes en la zona –sin tener en cuenta las blancas–. Puede observarse cómo el color de las calcetas contrasta con las de él, pero tendremos que conformarnos con saber que no tenían el mismo tono. Aparentemente carecían de calados, algo que sí vemos en las del niño, y posiblemente fueran de lana, mucho más tupidas y gruesas que las actuales.

El manteo que luce la niña no es como los que estamos acostumbrados a ver hoy en día en Carbonero el Mayor o Segovia en general: de varias vueltas de terciopelo y tiranas de pasamanería o golpes. En el centro tiene una franja de terciopelo labrado en el que podemos observar toques de distinto color salpicados por toda la tirana representando florecitas o algo similar. Al lado del terciopelo, separados no más de un par de dedos de la misma, dos galones metálicos de importante tamaño, casi tanto como la tirana central. Estas franjas metálicas color oro o plata tan usadas en Segovia fueron olvidadas o sustituidas por amplias tiranas de cordón y «azabache». Aún en fiestas como la de San Juan, patrón de Carbonero, puede verse algún magnífico manteo antiguo con esta decoración. Normalmente con galones más estrechos, encontramos ejemplos, fotografías y pinturas en los que ambos metales se usan por separado o se intercalan sobre paños de distintos colores.

Importante mención merece la Señora Marcelina, vecina de Olombrada que, en 1998, a sus 92 años, fue entrevistada por Carlos Porro. En una magnífica conversación sobre la indumentaria y el peinado que ella llegó a gastar en este pueblo segoviano de la comarca de la Churrería, menciona los «manteos de relumbrón», tal y como recoge Porro (2015) y puede escucharse en la Fonoteca de la Fundación Joaquín Díaz de Urueña (Valladolid). Con este bonito nombre hace referencia a los manteos que, como el que nos ocupa, en vez de llevar vueltas de abalorios y golpes, llevaban «relumbrones», esto es, galones metálicos. Esta denominación se extiende a los mandiles con la misma decoración y según indica la Señora Marcelina los gastaban los días de fiesta con armilla y montera (ver Imagen 7). Encontramos el mismo nombre en una descripción conservada en el Museo del Traje de Madrid, dentro del trabajo inédito El traje Serrano como tipo de traje de Soria realizado por A. Moreno en 1920 y recogido en Porro (2015): «de la fábrica de Fuente Pelayo, conservan refajos de mucho valor, de paño fino y muchas tiranas de relumbrones» (p.104).

Cabe destacar la colección de trajes que Laurent fotografió en la boda de Alfonso XII, procedentes de pueblos como Turégano o Prádena. En ella vemos abundantes galones en la mayor parte de manteos, llegando a contar siete franjas metálicas en uno de ellos (ver Imagen 8). Es común encontrarse este material bordeando y cruzando mandiles, en bocamangas de jubones –como ocurre en nuestra fotografía–, en mantillas de acristianar o en el casco de las monteras –también apreciable en nuestra imagen–. En una serie de retratos realizados a mediados del siglo xx en Carbonero el Mayor, de los que se hicieron varias postales, encontramos un traje – más moderno que el de la niña– con dos vueltas de pasamanería metálica, sirva como ejemplo de otro de los usos del metal en nuestra indumentaria (ver Imagen 9).

Por último, mencionar el paño como material principal del manteo. Segovia fue un núcleo donde la industria textil tuvo mucha importancia y abundaron los pañeros, principalmente entre los siglos xvi y xviii, ámbito muy bien documentado por autores como Javier Mosácula. Se emplearon para hacer sayas de distintos tonos, pese a ser el rojo, el azul y el amarillo los colores que más han llegado a nosotros. La forma acampanada del manteo probablemente venga dada tanto por la confección y metros de vuelo como por el uso de sayas bajeras que, como relatan multitud de escritos y testimonios orales, era lo común para cumplir con los cánones estéticos que siempre han definido a esta indumentaria. También fue habitual emplear un elemento conocido como «tontillo», a veces confeccionado enrollando algunas toallas, que se colocaba sobre la camisa atado a la cintura y en el que descansaba el peso de los manteos aportando, además, forma y volumen al conjunto.

El mandil de nuestra protagonista, de corte rectangular, asienta con gracia sobre el manteo gracias al frunce de la cintura, que recoge la tela empleada y le da movimiento y cuerpo. Tiene una largura común, cubriendo algo más de tres tercios del manteo. Está confeccionado con terciopelo negro liso en su parte exterior, que sirve de marco para un rectángulo de terciopelo labrado que se estrecha ligeramente conforme se acerca a la cintura, al igual que el propio mandil. El dibujo del terciopelo muestra motivos vegetales, con grandes flores y hojas que se repiten en el jubón, a juego con el mandil. Quizá este material fuese también negro, pero es común encontrarse jubones y mandiles con terciopelos labrados en un fondo de seda de distintos morados, granates, marrones, verdes o azules, entre otros. Como nexo entre ambas partes del mandil, una fina tirana ondulada de abalorio que sirve para tapar esa unión y enriquecer la pieza.

Al talle, en terciopelo labrado, encontramos un ajustado jubón bastante escotado –aunque no tanto como la mayoría de los que pueden encontrarse en el pueblo– y cerrado al frente con un cordón que, como es habitual, sube en zigzag hacia el pecho pasando por ojales circulares. En su parte inferior las haldetas quedan ocultas a la cámara, pues probablemente las frontales, como es habitual en el vestir segoviano, descansan bajo el mandil. En las sangrías se aprecian dos aberturas verticales que facilitan el movimiento de los codos y por las que se entresacan y asoman dos pequeñas partes de la manga de la camisa. En su centro, sirven como cierre unos lazos de seda aparentemente de dos colores, que se sujetan al jubón atados a dos agujeros como los del frente (ver Imagen 10). Las mangas no llegan a la muñeca con el fin de lucir los anchos puños de la camisa y se cierran en el lateral exterior mediante cuatro o cinco botones de filigrana, de los cuales sólo observamos abrochados dos en la manga derecha. Enriquece las bocamangas un galón metálico que bordea el puño y los botones, acercándose casi hasta el codo. Completa la decoración del jubón lo que parece ser una pequeña borla de hilo colocada diagonalmente en una de las esquinas superiores del galón.

Magnífica camisa luce nuestra segovianita, al estilo del lugar. El lino y el cáñamo han estado siempre presentes en estas prendas, pues, como indica Porro (2015), su trabajo y cultivo en la provincia fueron muy abundantes, apareciendo de manera frecuente en tratados de Historia y Geografía. Amplias mangas rematadas en ajustados y anchos puños bordados, al igual que la minuciosa pechera, en lana negra o parda. En el caso de la tira que bordea el cuello y los puños, encontramos un tupido bordado en el que los motivos que destacan son precisamente los formados por la ausencia de lana, que a veces se ribetean para completarlos. Este tipo de labor se recoge en Porro (2015) como bordado «a reserva» y en Carbonero el Mayor encontramos diferentes ejemplos con flores, rombos, cruces, cadenas y otros motivos (ver Imagen 11). En el caso que nos ocupa, vemos como el puño derecho muestra un juego de rombos –figura presente en la mayoría de camisas– rematado por unas sencillas aspas y flores en el puño izquierdo. Quedan abrochados por tres botones sencillos, de madera o hueso, cosidos al propio bordado.

La pechera está formada por dos partes iguales minuciosamente fruncidas con la técnica del corchado, extendida por muchas provincias españolas e icono de las camisas femeninas segovianas. Ambas ricamente bordadas, se separan por una abertura rematada, al igual que los puños y la tira del cuello, con la misma lana utilizada en el dibujo. De nuevo los rombos son los protagonistas del motivo decorativo de la camisa, apreciando distintos zigzags, aspas y cenefas que cubren el pecho de la niña. Aunque buena parte de las piezas que han llegado a nosotros muestran un bordado mucho más grueso y tupido en los acorches de pecheras y puños –pues en esta parte de la prenda también podemos encontrar corchado–, son muchos los ejemplos de camisas que, como esta, poseen un bordado fino y despejado.

Merece ser destacada la labor de Tita Sanz en la puesta en auge de camisas como esta en Carbonero el Mayor (ver Imagen 12). Aunque con ciertas aportaciones personales, la madre del constructor de dulzainas Lorenzo Sancho recuperó motivos antiguos de las piezas locales y fue el germen de generaciones de bordadoras y costureras. En su libro dedicado a La camisa de acorches de Segovia hablaba de esta prenda diciendo que «las camisas son el alma del arte popular y el espejo fiel de un pueblo porque son ciencia y sentimiento, idea y pasión» (Sanz, 2000, p.15), muestra de su entusiasmo y devoción por este arte.

En el centro del vientre de la niña, donde el jubón se une con la cintura del mandil, encontramos unas sencillas lazadas que a modo de escarapela sirven como detalle ornamental. Están hechas con colonias o cintas de seda en las que diferenciamos tres franjas –probablemente de dos colores en alternancia– con algún dibujo labrado. Estas cintas son del mismo material que las que se utilizarían para atar el moño de picaporte o la gran trenza suelta que remata algún peinado segoviano. Este bonito detalle a la cintura es un elemento que, aunque hoy en día no es común encontrárselo en Segovia y tampoco es un distintivo que aparezca en la mayoría de imágenes o grabados, sí podemos observar en fotografías. En la colección del Padre Benito de Frutos plasmada en Porro (2015) encontramos alguna de ellas y en la fiesta de Santa Águeda de Zamarramala aún las alcaldesas portan un amplio lazo rojo sobre el que descansa el Cristo Tripero –como ocurre con nuestra segovianita– o del que se prende una gran medalla o relicario (ver Imagen 13).

Si estas lazadas de seda destacarían por su color en el centro de un traje de terciopelo, más aún lo harían las dos grandes escarapelas que encontramos en los hombros del jubón. Con al menos tres tipos de cintas, un sinfín de pliegues en forma de flor que rematan al centro forman estas vistosas y sin duda coloridas pomposidades. En su exterior encontramos una vuelta hecha con una cinta similar –probablemente la misma– a la de la cintura. A continuación, dos vueltas de una colonia algo más estrecha y aparentemente lisa. Como remate central, tres o cuatro pliegues aún más estrechos y que en otras imágenes se acompañan por espumillas metálicas. Según corrobora Porro (2015) es habitual encontrarse en la indumentaria segoviana escarapelas más o menos pronunciadas como decoración para tapar las aberturas de las sangrías en el jubón, en las ligas de los danzantes o sobre los hombros (ver Imagen 14).

Quizá las escarapelas colocadas sobre los hombros tuviesen una función concreta: esconder el lugar en el que se prendían collaradas y cadenas. Lejos de las tiras y botones metálicos que en la actualidad estamos acostumbrados a ver en el pecho u hombros de los jubones para sujetar collares y bolas de metal y coral, antiguamente las collaradas que cubrían el pecho de las segovianas se ataban al cuello con lazadas o se colgaban usando la propia forma cerrada de las piezas. También encontramos algunos testimonios e imágenes en los que parece que a veces estas collaradas se prendían en la ropa con el fin de colocarlas y cubrir todo el pecho sin necesidad de partir desde la nuca. Para ello se utilizaban alfileres y alguna puntada y es común encontrarse escarapelas o lazos como remate de las mismas, ya sea en los hombros, o en el delantero del jubón. El grabado titulado «Una Churra en trage de fiesta yendo al baile» de Antonio Manchón es un perfecto ejemplo de este uso. En él observamos una mujer de Olombrada con el torso cuajado de collaradas y un par de grandes escarapelas en los laterales del pecho, de donde parten un sinfín de sartas con cuentas y medallas (ver Imagen 15).

Uno de los exvotos pictóricos que destacan en la ermita de la Virgen del Bustar de Carbonero el Mayor, fechado en 1749 y de especial interés en este ámbito, muestra una niña ataviada con la indumentaria del momento y dos escarapelas rojas a los hombros (ver Imagen 16). Alguna de las alcaldesas de Cantalejo fotografiadas en 1926 por Otto Wunderlich en un concurso celebrado en la Plaza de Toros de Segovia también muestra este uso; y apreciamos el mismo detalle en varios danzantes del municipio, ataviados con alpargatas, medias, calzón, enagua, camisa, pañuelo a la cabeza y dos escarapelas sobre los hombros de sus chalecos, quizá correspondiéndose con parte del ornamento de sus espaldas. Como último ejemplo, una de las instantáneas recogidas en el libro titulado Aguilafuente. Una Mirada al Ayer, editado en el año 2014 por el Instituto de la Cultura Tradicional Segoviana Manuel González Herrero, que muestra una selección de imágenes particulares del municipio y sus gentes (ver Imagen 17). En ella aparece un grupo de vecinos celebrando el Día de la Provincia en 1950 junto a tres mujeres con ricos manteos, camisas, joyas y justillos sin mangas con escarapelas en su cima (Besa, 2014).

Estuviesen o no prendidas bajo las escarapelas, destacan sobremanera las piezas de joyería que porta nuestra segovianita. Al menos cinco sartas de corales finos y redondeados caen al pecho: un par de vueltas sobre la camisa o el borde del jubón y el resto por debajo o entre los eslabones de la cadena, rozando una de ellas la lazada de la cintura. Aunque el coral es abundante, la plata es la protagonista del conjunto: cuatro vueltas de cadenas de donde cuelgan varios relicarios y cruces –también de plata– con distintas formas y tamaños. Los eslabones son bastante redondos y muy amplios, de los llamados de media caña. En las imágenes y descripciones de segovianas encontramos cadenas exentas –simplemente unas vueltas de eslabones que llegaban hasta la cintura o incluso más abajo del vientre– o, como en este caso, cuajadas de advocaciones (ver Imagen 18). De acuerdo con Porro (2015) quizá estas piezas tan frecuentes en la joyería provincial fuesen propias de mujeres solteras, desaparecidas, por ejemplo, en las alcaldesas de Zamarramala. A modo anecdótico, decir que, en Carbonero el Mayor, las mujeres que en los años cincuenta formaban parte del Grupo de Danzas, cuando no tenían o podían conseguir prestadas estas joyas antiguas, recurrían a las largas cadenas que colgaban de los relojes de pared más ostentosos[6].

La interesante y cuidada descripción del Baile de Rueda y la indumentaria de Segovia que Ricardo Villanueva escribe en La Ilustración de Madrid en 1872 tras ser solicitado por su director para acompañar a un grabado basado en el famoso cuadro de García Mencía «Un baile en la plaza del pueblo de Nieva en Segovia. 1871» nos sirve a la perfección para finalizar la descripción de estas cadenas. Según Villanueva (1872):

Varias sartas de corales, sujetas á relicarios prendidos con lazos á os hombros, caen formando ondas como en derrame hasta la cintura, y por último, rodea sus joyas una gruesa cadena de plata, de la que prende un crucifijo cuya argentina blancura, se destaca sobre el fondo negro del delantal. La gruesa cadena que lleva al cuello es tan larga como pudiera serlo la de la esclava; pero hoy la lleva con el crucifijo, y como en gala de que ninguna otra mujer ha tenido más consideración que la de Castilla. (p.133)

Como ya introducía esta descripción, es común que de la parte baja de estas cadenas cuelgue una cruz que llega hasta la zona del vientre. Por este motivo, esa pieza –imprescindible y muy apreciada– es llamada Cristo Tripero desde antiguo, y en ocasiones este nombre se extiende al conjunto de la collarada y sus medallas tomando de nuevo la parte por el todo. El Cristo Tripero de nuestra segovianita es una de las llamadas cruces paneladas de sección triangular. Muestra torneados en sus brazos y cuelga de ella una única pieza móvil por haberse desprendido la segunda, de la que solo queda el aro donde iría trabada. Aparentemente se trata de una representación del Cristo de Burgos sobre una calavera, identificándolo por sus faldillas y teniendo en cuenta la popularidad de su advocación en estas tierras –existen muchas cruces con esta efigie en Carbonero el Mayor–. Completando las cadenas encontramos dos grandes relicarios octogonales rematados en las esquinas por esferas de plata; un tercer relicario circular que cae hacia el centro en su lado izquierdo; y una segunda cruz, más pequeña que la anterior, en el extremo superior derecho.

Decoran sus orejas dos hermosos pendientes de los que conocemos como zarcillos de tres gajos de oro y aljófar. Están compuestos por un pequeño aro del que cuelgan tres filas independientes integradas por unos granos de aljófar rematados en una bola dorada. Son probablemente los más comunes en la indumentaria festiva rica de Segovia, aunque también fueron usados otras tipologías como los de aldabón de una o dos carreras de aljófar más o menos circulares, los de maza o perilla, los gajos de coral, etc. También es común encontrarse pendientes como los de la fotografía con un solo gajo de aljófares, como es el caso de los que luce la niña del exvoto de Carbonero el Mayor anteriormente referido. Según indica Porro (2015) esto es el resultado de distintas herencias y particiones que inevitablemente se hacían en las familias, pero también había quien añadía o quitaba alguna de esas filas que componían el pendiente según el momento y el día en el que se usara, llegando a dejar simplemente el aro para el trabajo diario y portando todos los gajos el día de la fiesta o en momentos importantes.

Sin representar a una alcaldesa o similar, nuestra segovianita porta una rica montera, distintivo de la segoviana por excelencia y de uso común entre las mujeres que podían permitírselo. Se trata de uno de los modelos que encontramos en múltiples fotografías y piezas antiguas: un casco de terciopelo labrado; dos veletas triangulares relativamente altas y escotadas en su base para acomodarse y ajustarse a la forma de la cara o la parte trasera de la cabeza; y dos pompones independientes de coloridos hilos de seda que se juntan en el centro de la pieza rematando cada una de las veletas –estas monteras eran tan habituales como las que utilizan una borla en su cima– (ver Imagen 19). Aunque encontramos tipologías distintas, en Carbonero el Mayor destacan, entre otras, dos monteras de veletas triangulares –casi equiláteros– que Carlos Porro define como «de las pocas con aspecto popular de verdad» en uno de los comentarios del libro Vestimenta Popular Segoviana. Un recorrido por la tradición (Vega, 2011, p.47). En municipios como Cuéllar, por ejemplo, son más comunes piezas del mismo tipo que la de la imagen, bellamente retratadas por el Padre Benito de Frutos en eventos como la Romería de la Virgen del Henar (ver Imágenes 20 y 21).

En la parte frontal de la montera encontramos un ribete de lentejuelas que bordean la punta de la veleta hasta la altura del casco, uniéndose a dos líneas onduladas que se entrelazan formando tres óvalos que cruzan en horizontal el triángulo. Sobre el negro del terciopelo que forra estos frentes, por encima de los óvalos y dentro del ribete de lentejuelas, multitud de talcos metálicos de diferentes formas y colores entre los que podemos distinguir una paloma y varios motivos vegetales (ver Imagen 22). Bajo esta decoración encontramos simplemente el terciopelo, que despeja la pieza siguiendo un estilo modesto y elegante que lamentablemente es difícil observar actualmente en nuestras fiestas, donde las formas no se corresponden con las tradicionales y hasta el último rincón se cubre de bisutería.

En el casco, quizá negro con motivos de color salpicados por el terciopelo labrado, asientan los doce apóstoles, seis a cada lado, colocándose verticalmente a excepción del último, que en este caso se posiciona junto al más bajo y en la parte frontal de la pieza. Estos doce «picos» están forrados por hilos metálicos plateados o dorados y son uno de los distintivos de la montera segoviana respecto a las muchas otras que simultáneamente se gastaron en diferentes provincias. Al lado de los apóstoles podemos observar un leve bordado en forma de flechas o puntas que recorren la línea vertical del lateral del casco. Por último, tres galones metálicos completan la parte interna de la pieza: uno de ellos recorre el centro del casco uniendo los dos apóstoles superiores y los otros dos –sólo vemos uno– se colocan en perpendicular al central bajando por la parte oculta de las veletas. Perfectamente colocada y ajustada, es probable que por su tamaño fuese una montera de mujer adulta, aunque no es exagerada y aporta gran belleza y presencia a la estampa.

La mayor parte de descripciones del traje femenino segoviano –sirvan de ejemplo las citadas anteriormente[7]– dedican un destacado espacio a la montera como elemento llamativo e importante en su vestir. Así, en muchos casos también reparan en un segundo distintivo –además de las ya referidas medias rojas– del estado civil de la mujer: el uso de una toca o manteleta blanca bajo la montera, en principio propio de las mujeres casadas y no de las mozas. Es el caso del texto publicado en el número 48 de la revista semanal El Museo Universal, editada en Madrid en el año 1869 y que acompaña al grabado de Antonio Manchón anteriormente mencionado: «Tipos de Castilla la Vieja. Una churra en trage de fiesta yendo al baile». Esta pequeña reseña, titulada como la propia imagen y sin firmar, también se recoge en Porro (2015) y entre sus líneas dice lo siguiente: «las casadas se diferencian exteriormente de las solteras, en que llevan una toca de tela blanca debajo de la montera, y las medias son encarnadas» (El Museo Universal, 1869, p.382).

Se trata de una pieza de tul o similar que en ocasiones presentaba bordados con lentejuelas y otros apliques dorados o de colores. Al contrario de lo habitual desde que se empezaran a rehacer y confeccionar monteras en el siglo xx –en las que suele fijarse a la base de las mismas con unas puntadas– era independiente al tocado, colocándose de distintas maneras si tenemos en cuenta las fotografías, pinturas, testimonios orales, descripciones y grabados donde se plasman (ver Imagen 23). Sujeta con alfileres al cuerpo y pillada en la cabeza, no solía despegar mucho de los hombros y cuello –quizá el caso más exagerado lo encontremos en Zamarramala, donde el tiempo y la «comercialización» de la fiesta ha terminado almidonando en extremo la misma y colocándola de una forma muy concreta, fija y llamativa– entrecruzándose al frente y llevándose hacia la espalda o partiendo del frente y cerrándola por detrás.

Como en el caso del color de las medias, vemos cómo de nuevo nuestra segovianita porta un distintivo que, siguiendo estas descripciones, no concuerda con su edad. Pensaremos que quizá se haya querido recrear una escena adulta, o bien, como ya escribí en su momento, se trate de un código antiguo que en el momento de la fotografía ya no era estricto. De cualquier modo, vemos cómo la toca de la imagen se coloca alrededor del cuello –muy recogida, sin llegar a tapar la tira de la camisa–y avanza hacia la espalda, donde parece subir hacia la cabeza y cae con airosos pliegues. La descripción de Avrial (1839) «una toca de encaje blanco bordada de lentejuelas rodea el cuello y cubre la espalda de las casadas» (p.258) coincide con esta disposición y deja ver parte del peinado que él mismo anota: «sale el pelo en una trenza adornada con grandes lazos al principio y al extremo: por los lados bajan de las sienes otras dos trencitas pequeñas, cuyas puntas atan por la espalda a la trenza grande con unos lacitos» (Avrial, 1839, p.258).

En algunas ocasiones encontramos mujeres que gastan rodetes asomando bajo la montera, pero lo más habitual es encontrar una larga trenza de numerosos cabos –ancha– que nace bajo el tocado adornada por colonias de seda más o menos largas y se remata en su extremo con un gran lazo de colores. Podemos observar en la fotografía este segundo lazo asomando detrás del manteo y la manga derecha del jubón de niña. A un lado de la cabeza, en el perfil que muestra a la cámara, vemos una de esas «trencitas» que parten de las dos mitades delanteras en las que se dividía el pelo –dejando la mitad trasera de la cabeza para la trenza grande y utilizando las partes restantes para hacer los rodetes, trenzas o torsiones que ajustaban el moño trasero–. Distinguimos este peinado en dos retratos conservados por el Marqués de la Floresta (Segovia). En el primero, el plano lateral nos permite obtener una visión distinta del peinado, que resulta admirable en el segundo, donde doña Luisa de Contreras y Thomé, sobrina del VI Marqués de Lozoya, aparece ricamente ataviada y con unas vistosas y perfectas trenzas como las descritas (ver Imágenes 24 y 25).

Entre otras tantas imágenes, también las encontramos en grabados como el del ya mencionado baile de Nieva (1871) –en el que puede apreciarse este peinado en varias mozas– o «Traje de la molinera de Mozoncillo: lugar a nueve leguas de Segovia» conservado en el Museo del Romanticismo de Madrid y realizado en torno a 1840 por Avrial y Flores. En este último queda perfectamente representada una mujer del referido pueblo –a escasos siete kilómetros de Carbonero– en una vista delantera y trasera que muestra a la perfección las características del mismo (ver Imagen 26). Carlos Porro indica en uno de los capítulos del libro Indumentaria de Segovia que de entre todos los trabajos de este autor merece especial mención el que nos ocupa, del que hace una pequeña descripción mencionando el peinado y uso de la toca:

El dibujo mimado de cada detalle se inicia con una imaginativa descripción del cabello, colocado en dos trenzas que se disponen a la espalda formando una central muy propia para el uso de montera y las collaradas. Aparece además lo que parece ser una toca fina suelta en este caso y no colocada bajo la montera, prenda según la tradición segoviana propia de las casadas y cuajada de bordaduras y tal vez aplicaciones de lentejuelas o chapistería colorista, hoy perdida casi por completo en su conocimiento actual. (Porro, 2018a, p.160)

Sirvan como remate a este apartado dos imágenes: el grabado «Serrana de Carboneros» realizado por Francisco de Paula Van Halen en 1847 que representa a una mujer probablemente de Carbonero el Mayor; y una fotografía tomada en dicho municipio en torno a los años cincuenta del siglo xx. En la primera, encontramos a una mujer con alforjas, jubón ajustado que deja ver el bordado de puños y pechera, una saya lisa, zapatos de hebilla, dengue –pieza casi olvidada en Segovia–, una montera poco ornamentada y una especie de mantilla o basquiña sobre la misma –no debemos olvidar que estas piezas también se gastaban simultáneamente–. Merece centrar nuestra atención su peinado, formado por dos trenzas laterales que salen de los picos de la montera tal y como hemos indicado anteriormente (ver Imagen 27). Sí bien, como repara Porro (2018a) en una reseña dedicada al autor y su obra, en esta ocasión no observamos o intuimos la trenza central a la que, como en el caso de la molinera de Mozoncillo, se unirían estas dos trencitas.

Así, en dicha obra, Porro (2018a) justifica el uso de este peinado con unas líneas escritas por Nemesio Fernández Cuesta en la colección Las mujeres españolas, portuguesas y americanas de 1873:

En los pueblos más apartados del centro, en Santa María de Nieva, Bernardos y otros, el peinado es aún más elegante. Consiste en recoger el cabello en dos largas trenzas que caen por la espalda hasta cerca del suelo. Entrelázanse con el pelo cintas, generalmente de seda, que al llegar a cierta distancia suplen la falta de aquel, de modo que invariablemente se ven colgando de la cabeza hasta el pie dos trenzas que terminan en dos lazos. Figúrese el lector el efecto que producirá una colección escogida de lucidas jóvenes de media blanca y zapato ajustado, talle esbelto, anchos hombros, torneada garganta y abundante cabellera tendida, formando trenza hasta el suelo. (Fernández, 1873, citado en Porro, 2018a, p.165)

Por tanto, podemos decir que el uso de dos trenzas laterales pudo estar extendido por la zona que nos ocupa, observándolo también en la segunda de las imágenes de Carbonero que referenciábamos. En ella aparecen tres jóvenes tocadas con montera y tres con mantilla de casco. Las tres enmonteradas lucen largas trenzas laterales junto a sus mejores camisas, jubones, mantones y joyas, entre las que destacan ahogaderos de terciopelo y ricas cadenas y medallas. Probablemente sueltas, serían uno de los últimos testimonios del uso de este peinado en el pueblo –a pesar de ser una recreación para vestir el traje típico muy alejado del uso cotidiano del mismo– que actualmente suele simplificarse con una sola trenza de tres cabos o un moño bajo (ver Imagen 28). Sin duda el peinado es un elemento imprescindible a la hora de lucir este tipo de trajes y hace tiempo que ha llegado el momento de replantearse ciertos usos y modos en favor de una indumentaria tan amplia y rica como la nuestra.

Indumenaria masculina

A continuación, nos centraremos en el segovianito, segundo protagonista de la imagen. Aunque la niña destaque por su riqueza y detalle, el niño también viste de manera impecable una indumentaria que apenas estamos acostumbrados a ver en fotografías, pero que identificó a gran parte de los segovianos representados en grabados y pinturas de los siglos xviii y xix. Estas prendas fueron olvidadas en favor del traje de calzón, chaleco y chaqueta; pero gracias a las representaciones referidas y documentos que describen la moda del momento –protocolos notariales, libros familiares, dotes, artículos periodísticos, libros de viajes, etc.– podemos conocer su apariencia e importancia.

Comenzaremos de nuevo por los zapatos: aparentermente oscuros –quizá negros–, bastante escotados, de punta chata y con oreja. Esta parte cruza horizontalmente el centro del pie y parece ajustarse con un botón claro –quizá de metal–. Aunque lo más común sea encontrarse representaciones e imágenes de segovianos con albarcas de cuero, alpargatas o borceguíes, este tipo de zapatos también tuvo su presencia e importancia, siendo el color natural de la piel el más habitual para ellos. Aparecen muy similares, por ejemplo, en una de las fotografías de un pastor de la Somosierra segoviana –vecino de Otero de Herreros, según indica Vega (2011)– recogida en el artículo «Ya se van los pastores a la Extremadura» publicado en el número 41 de la conocida Revista Estampa por Ignacio Carral y también incluida –en este caso coloreada– en el catálogo de J. Laurent publicado por el Ministerio de Cultura y Deporte (ver Imagen 29).

El segovianito luce medias o calcetas blancas –también fue muy común el uso masculino de medias de color, destacando las azules– donde pueden observarse dibujos geométricos formando rombos (ver Imagen 30). Es habitual encontrarse medias en las que las agujas avanzan creando ricas decoraciones con diferentes motivos –más y menos complejos– cubriendo

las piernas de mujeres y hombres. Sí bien, quizá sea en el momento de la danza cuando más se luzcan estas piezas, pues las mujeres las cubrían con sus sayas y frecuentemente los hombres las tapaban con polainas, algo que no ocurre en los danzantes.

En nuestra imagen pueden observarse un par de prendas muy presentes en grabados, pinturas o fotografías y que se colocaban sobre las medias a modo de polaina de paño oscuro o similar. Por la parte baja llegaban hasta el empeine, cubriendo también el talón hasta la mitad de la planta del pie. Por la parte superior se ajustaban a la pierna debajo del calzón, quedando unos centímetros más altas que el final de cada pernera.

A juzgar por las fotografías que más detalles pueden aportarnos (ver Imagen 31), estas polainas –casi cilíndricas– o bien llevaban una costura vertical que recorría toda la pierna por el lateral interior o bien estaban confeccionadas en dos piezas –delantera y trasera– que montaban una sobre otra en dicho lateral ajustándose con un par de botones o con la simple presión de las ligas o ataderos de las perneras del calzón. El lateral exterior de la pierna no se cubría totalmente, dejando asomar las medias a través de una abertura ovalada más o menos cerrada. Dicho lado sí estaba abierto y se ajustaba con botones desde el tobillo hasta la abertura y desde la parte superior de la misma hasta el final de la pieza. Esto permitía cerrar la polaina y colocarla de manera que quedase estirada, tensa y sujeta; a lo que también ayudaba el hecho de pillarla entre el pie y el zapato o alpargata, cual el zancajo de un calcetín.

Como ya hemos mencionado, el segovianito luce un calzón corto de paño, de los llamados de trampa, pues no tiene bragueta y se cierra a través de una «pala» –la trampa– que se abrocha y se ata a la cintura. Como es habitual, cubre las piernas hasta las rodillas y se ajusta a estas a través de unas cuerdas o cintas –en este caso bastante anchas– que se atan con una lazada. No se aprecian botones laterales –aunque probablemente tuviese alguno en la parte baja–, algo que contrasta con los ricos calzones decorados con pasamanería, picados e incluso más de treinta botones de plata en cada pernera que podemos ver en otras fotografías de la provincia.

De cintura para arriba, al talle, encontramos tres prendas superpuestas; de interior a exterior: camisa, jubón y coleto. La camisa apenas asoma por las muñecas, dejándose ver en el cuello y entresacándose por las aberturas del jubón en las sangrías. Como ocurría en el caso de la niña, esto posibilita el juego del codo y una mayor comodidad. El jubón, probablemente de paño en color azul o quizá marrón, estaría abrochado o atado en el centro –sin apreciarse escote– para ajustarse y sujetarse al cuerpo. En las mangas, podemos observar una abertura en la bocamanga o puño cerrada con dos botones aparentemente forrados con el mismo color que la base, ajustando esta pieza a la muñeca –sin llegar a la base de la mano–. Esta prenda se asemeja a las lásticas, que también se gastaron en Segovia en diferentes colores tal y como podemos observar en distintas representaciones pictóricas u otros documentos. Sirva como ejemplo la compra de «una lástica encarnada en 28 reales» realizada en Segovia el 27 de septiembre de 1886 y referenciada en el Libro de Caja de Frutos Rubio Rubio, vecino de Carbonero el Mayor.

Si nos centramos en el coleto, una de las prendas olvidada en Segovia desde principios del siglo xx, debemos decir que se trata de una pieza realizada en piel, sin mangas y con anchas haldetas en su extremo inferior. Cubre todo el torso con una pieza trasera y otra delantera que monta sobre la primera y se abrocha a la misma en uno de los hombros. Los laterales quedan rematados por una costura en zigzag que apreciamos perfectamente en la fotografía. Como es costumbre, cierra la cintura y entalla el coleto un cinturón sencillo con una gran hebilla cuadrilonga en el centro, un bolsillo lateral y un peculiar lazo aparentemente ornamental que también serviría a modo de trabilla para cerrar el cinto.

Apenas se han localizado piezas originales, quedando casi reducidas a un par de ejemplos custodiados por el Museo de Barcelona y el Museo del Traje de Madrid (Porro, 2015). En este último existen dos ejemplares, siendo el primero bastante más largo que el que se muestra en la fotografía y cerrándose al frente. El segundo es aparentemente similar a los de las imágenes y grabados segovianos, pero la propia catalogación del Museo del Traje describe la prenda como «una pieza de atrezzo» (Ministerio de Cultura y Deporte, 2021), por lo que tampoco se correspondería con un coleto popular original, sino con un vestuario teatral de principios del siglo xx que imitaría a los anteriores.

Podemos tomar como último reducto de su uso en Segovia el traje utilizado por los Gascones de Riaza (Porro, 2015). Estos personajes representan a los soldados romanos que prendieron a Cristo y en la Semana Santa riazana tienen, entre otras funciones, las de escenificar dicho momento y custodiar el Monumento del Santísimo. Los Gascones portan alabardas y otros elementos propios de soldadescas religiosas extendidas por la provincia en lugares como Navafría, Armuña, Zamarramala, Torre Val de San Pedro, Tabanera del Monte, Orejana o La Matilla (Álvarez, 2018) y olvidados en otros muchos como Carbonero el Mayor, donde se utilizaban en la procesión que llevaba a la Virgen del Bustar desde el pueblo a su ermita.

Existen numerosos dibujos y grabados en los que encontramos segovianos ataviados con esta prenda y que permiten hacerse una idea del aspecto y uso de la misma de una manera más o menos detallada y fiel a la realidad. De hecho, podría decirse que el coleto ha sido la prenda más habitual entre las representaciones de los segovianos de finales del siglo xviii y todo el siglo xix, siendo el oficio de arriero aquel que principalmente se relacionaba con los modelos. Merecen ser destacados algunos de ellos, de los cuáles el más antiguo, realizado en 1801 por Antonio Rodríguez, representa a un «Arriero de Tierra de Segovia» y es acompañado por la frase «Muchacho, ese borrico» (ver Imagen 32). En él observamos a un hombre de perfil que luce las mismas prendas que nuestro segovianito, sujetando a su espalda en el esquero o cinturón una vara de madera–tan propia de la profesión– que aparece en todas las obras seleccionadas y nuestro protagonista sujeta con su mano derecha.

El segundo grabado a destacar es de nuevo un «Arriero de Segovia», en este caso obra de José Ribelles y Helip en 1825 (ver Imagen 33). El hombre posa bastón en mano ligeramente ladeado y con rostro serio. Tal y como advierte Porro (2018a), en su nuca asoma una fina lazada que probablemente recoja su cabellera y sobre su cabeza observamos una detallada montera en la que pueden distinguirse sus diferentes piezas o costuras, levemente distintas a las de nuestra fotografía, pero casi idénticas si tenemos en cuenta que se trata de una representación gráfica. Viste un jubón ajustado con ciertas hombreras en forma de pliegue –que también se aprecian en el anterior grabado–, abierto en las sangrías y ajustado a los puños por dos botones. Sobre él, un coleto de escote bastante cerrado que se abrocha en su parte frontal mediante tres botones sencillos colocados verticalmente en una tirana que llega hasta el centro del pecho. En el frente del cinto se aprecia un bolsillo o canana para colocar cartuchos –tal y como ocurre en algunos ejemplos de esqueros bordados conservados en diferentes zonas y que siguen las mismas tipologías decorativas que los de dos compartimentos, ahora utilizados para meter las castañuelas– y una navaja o similar atada por un cordel en uno de sus lados.

En el dibujo «Arriero de tierra de Segovia», realizado sobre la pintura de Jean Pigal en 1823 y publicado con el número 63 de la Collection de Costumes des diverses provinces d’Espagne (1825), podemos descubrir la parte trasera de estos coletos, casi idéntica a la delantera al tratarse de una pieza sencilla y casi simétrica (ver Imagen 34). Observamos de nuevo la lazada que anuda el cinturón, la vara propia del oficio y una montera que parece tener una sola veleta anterior que contrasta en color con el casco, plano en su parte superior y cerrado hasta la nuca. El jubón aparece de nuevo en azul, como viene siendo habitual. Los dos tonos diferenciados en el color de la prenda que cubre los brazos podrían ser una licencia del autor, pero es habitual encontrar piezas de torso confeccionadas en dos materiales distintos para las mangas y el cuerpo, dejando para la parte visible el material más rico y para aquella que iba a ser cubierta, en este caso por el coleto, un material más sencillo o cómodo.

Según recoge Porro (2015), apenas contamos con un par de fotografías originales en las que encontramos modelos segovianos luciendo el coleto. Ambas fueron publicadas en 1928 en el citado artículo «Ya se van los pastores a la Extremadura» del número 41 de la Revista Estampa. La primera de ellas ya ha sido nombrada –Imagen 29– y la segunda quizá sea más similar a la que nos ocupa al completarse con el uso de la montera que a continuación detallaremos (ver Imagen 35). En Porro (2015) se publican dos imágenes del Padre Benito de Frutos ubicadas en Cantimpalos donde aparece un «Pastor con coleto», probablemente una de las últimas fotografías en las que un segoviano lleva esta prenda (ver Imagen 36). Sirva nuestro segovianito como un ejemplo más para ilustrar y estudiar esta indumentaria.

La montera es una prenda de la que ya en el siglo xv tenemos referencia en España, siendo posteriormente, en 1609, cuando aparece recogida como parte de la indumentaria de un burgués segoviano, tal y como recoge Maganto (2016) en su texto monográfico. Fue un tocado

habitual entre mujeres y hombres con diversas tipologías según su uso, época y lugar; teniendo especial presencia a partir del siglo xvii según recogen diferentes representaciones y descripciones, asociándolas mayoritariamente con la caza (Maganto, 2016).

Acercándonos en el tiempo a la fecha de nuestra fotografía es imperativo destacar la presencia de la voz «montera» a finales del siglo xviii en las dotes de boda de unos vecinos de Carbonero el Mayor, recogidas por Vega (2007) tras el análisis del Libro de Caja de la familia Gil y referenciadas también en el mencionado monográfico sobre esta prenda. Así, vemos cómo en 1775 Fernando, hijo de Fernando Gil Sancho –herrero y labrador–, incluye en las vistas de su futura esposa «la montera de la novia» valorada en 50 reales de vellón y en las del novio «una montera tasada en 12 reales de vellón» a la que se unen otras prendas como el jubón y el coleto (Vega, 2007). Antes de esta fecha, dentro de las anotaciones referentes a la boda de su hermana María encontramos: «la montera de terciopelo tuvo de costa 34 r.v.»; y en la dote de su hermano Josep: «la montera de la novia» tasada en 38 r.v. y, bajo «la ropa del novio», «un par de zapatos y una montera» en 23 r.v. y «un cinto y un coleto importan 84 r.v.», entre otros (Vega, 2007).

Nuestro modelo segoviano luce una montera en la que distinguimos dos partes principales: la veleta frontal, aparentemente más oscura y quizá de terciopelo negro; y el casco, parte que se ajusta a la cabeza y que parece poseer una primera pieza baja y un remate superior redondeado que constituye el cenit de la montera, superando en altura a la veleta frontal. Podemos observar la parte trasera de este tipo de tocado en el grabado «Paysans des environs de Segovie» (1832), del libro de viajes de I.J.S. Taylor (ver Imagen 37). El hombre representado de espaldas permite distinguir una segunda veleta mucho más corta que la frontal y más baja que el propio casco. En esta ocasión se trata de un casco distinto al de nuestra fotografía, pues está rematado de manera plana y su altura se limita a dos tercios de la veleta frontal. En definitiva, y conociendo modelos casi idénticos de otras zonas, podemos concluir que la montera del segovianito probablemente poseyera otra veleta de igual o menor tamaño que la anterior tapada por la altura del propio casco.

Como hemos podido comprobar en distintos grabados y verificamos al contemplar el mapa provincial de Boronat y Satorre (1874) donde se selecciona a una pareja de tipos populares para mostrar la indumentaria del país, la habitual representación del uso de la montera por parte de los hombres demuestra la importancia de este tocado (ver Imagen 38). Aunque a mediados del siglo xix empezó a perder popularidad, siguió «llevándose a gala» quizá por su carácter antiguo y castizo; pero sin duda el sombrero de ala ancha triunfó entre los segovianos convirtiéndose en uno de los últimos elementos en desaparecer de la indumentaria tradicional, ya entrado el siglo xx (ver Imagen 39).

Sirvan las siguientes descripciones generales del traje masculino –la primera mencionando estas monteras y la segunda haciendo referencia a la dualidad de montera y sombrero– como remate final de este estudio y comparativa. La primera de ellas es un fragmento de El Acueducto y otras antigúedades de Segovia ilustradas por el doctor don Andrés Gómez de Somorrostro, Canónigo de la santa iglesia catedral de dicha ciudad, e individuo correspondiente de la Real Academia de la Historia:

El trage es muy sencillo, y está demostrando su ancianidad: unas abarcas en los pies, hechas de la piel de un buey y otros animales, liadas con correas delgadas de los mismos pellejos: calzas, bragas, jubón de paño grueso, coleto de cuero, y el sayo ó anguarina antigua, con una montera sencilla en la cabeza, es el trage de los hombres. (Gómez, 1820, pp. 179-180)

Por último, volvemos a hacer referencia al texto de José María Avrial «El día de Santa Águeda en Zamarramala» (1839). En él se menciona:

El traje de los hombres recuerda los antiguos del siglo xv, calzón corto, botines o medias y albarcas, coleto de piel ceñido con un cinturón ancho de cuero con una bolsa al lado, sombrero o montera, y en tiempos de frío sobre el coleto una especie de gabán, que llaman anguarina, y capa sin cuello con esclavina corta. (p.258)

El recorrido realizado por cada una de las piezas que componen la indumentaria de estos «Segovianitos de Carbonero» comparando las mismas con ejemplos de prendas y representaciones segovianas ha pretendido poner en contexto la fotografía y reconocerla como un valioso documento pictórico. Aunque quizá el texto no aporte información novedosa para aquellos que estudian el vestir tradicional, pensamos que una imagen como esta merecía ser presentada de manera que cualquiera que quiera acercarse a ella pueda comprender su relevancia, intentando contribuir a la divulgación de la complejidad y riqueza de este patrimonio. Muchas gracias.

En Carbonero el Mayor, a 4 de septiembre de 2023




BIBLIOGRAFÍA

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NOTAS

[1] A colación de esta apreciación, considero imperativo destacar la importancia de, a la hora de hacer trabajo de campo y localizar piezas originales, preguntar y recoger la máxima información posible de cada prenda. Para conservar nuestra indumentaria es tanto o más importante conocer su uso, contexto, historia, procedencia o anecdotario en torno a dichas prendas como poder fotografiarlas o poseerlas. Sin esa información es sencillo caer en la falsedad o en la interpretación infundada y estaremos dejando atrás el verdadero valor patrimonial y cultural de las mismas.

[2] Estos fotógrafos móviles, que poco a poco acercaron al pueblo una disciplina que al principio sólo era accesible para las clases más adineradas, se movían por los municipios con sus instrumentos de trabajo y nos han dejado verdaderas joyas familiares en las que tipos populares posan para el recuerdo. A partir de 1887, tras ser patentado por Juan Cantó y Mas el primer aparato que permitía realizar fotografías automáticas, los fotógrafos minuteros ocupan los espacios públicos de las ciudades. Consecuentemente, son muchas las imágenes conservadas en las que niños y mayores miran a cámara delante de su propia casa, un fondo pintado o una tela o cortina colocada para la ocasión. Sin duda, fuentes clave para entender el vestir del momento.

[3] Enlace a la página web con el catálogo de J. Laurent. Ministerio de Cultura y Deporte, Gobierno de España: https://www.culturaydeporte.gob.es/cultura/areas/museos/mc/ceres/catalogos/catalogos-tematicos/jean-laurent/presentacion.html

[4] Esto es: SUS MAJESTADES.

[5] Esto es: SUS ALTEZAS REALES.

[6] Quizá los tres Ratas de la zarzuela titulada «La Gran Vía», estrenada en 1886, vaticinaron en la jota este uso con su ¡Vivan las cadenas si parecen buenas y son de reloj!

[7] José María Avrial y Flores (1839), por ejemplo, recoge en su texto «El día de Santa Águeda en Zamarramala» una detallada descripción de las monteras zamarriegas:
"Se compone de una graciosa montera con dos picos de terciopelo, a guisa de mitra episcopal, cuyas puntas rematan en tres borlas de estambre amarillo y colorado, y debajo de ellas una estrella bordada de lo mismo; el casco de estas monteras suele ser de seda labrada con dos galones de plata cruzados; doce grandes y característicos botones de plata que llaman los doce apóstoles, puestos seis a cada lado, completan el adorno de las monteras; estos doce apóstoles son en figura de un cono truncado con una bolita dorada al extremo y los ponen cinco de arriba abajo y el otro al lado del inferior; inmediato a los botones hay otro galón de plata y una tirilla de grana con picos, junto a la que bordan varios dibujos con estambre de colores". (p.258)



«Segovianitos de Carbonero», una fotografía para el estudio de la indumentaria tradicional

GARCIA GARCIA, Antonio Arcadio

Publicado en el año 2024 en la Revista de Folklore número 505.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz